Hacia media mañana, con la soledad enroscada a su alrededor, Maggie levantó su caña nuevamente. Dos horas más tarde había tirado al horno el vaso que había soplado para volverlo a fundir.
Estudió detenidamente los dibujos, pero los apartó, lo intentó con otros. Después de hacerle una mueca al unicornio, que había puesto sobre una repisa, decidió encender las antorchas y procurar trabajar con ellas. Pero a duras penas había podido levantar la caña cuando ya la visión se había desvanecido. Observó cómo la punta empezaba a fundirse y a gotear. Sin pensar en lo que estaba haciendo, dejó caer gotas de vidrio fundido dentro del balde con agua.
Algunas se rompieron, pero otras sobrevivieron. Cogió una con la punta de los dedos y la examinó. A pesar de haber sido formada por el fuego, ahora estaba fría y tenía forma de lágrima. Una gotita, una chuchería de vidriero, una que un niño podría crear.
Frotando la gota entre los dedos la llevó a su polariscopio. A través de la lente vio cómo las tensiones internas explotaban en un deslumbrante arco iris de colores. Tanto, pensó, dentro de algo tan pequeño.
Se metió la gota en el bolsillo y pescó algunas más en el balde. Moviéndose con suma atención y cuidado, apagó los hornos. Diez minutos después estaba entrando en la cocina de su hermana.
—Brianna, ¿qué ves cuando me miras?
Brianna sopló un mechón de pelo que le había caído sobre los ojos, miró hacia arriba y siguió amasando el pan.
—A mi hermana, por supuesto.
—No, no. Trata de no pensar tan literalmente. ¿Qué es lo que ves en mí?
—A una mujer que siempre parece estar al límite de algo. Que tiene suficiente energía para agotarme. E ira. —Brianna miró hacia abajo, hacia sus manos, de nuevo—. Ira que me pone triste y me hace sentir lástima.
—¿Egoísmo?
Sorprendida, Brianna levantó la mirada otra vez.
—No, egoísmo no. Ese es un defecto que nunca he visto en ti.
—¿Cuáles has visto?
—Tienes bastantes. ¿Por qué? ¿Quieres ser perfecta?
El apático tono de Brianna hizo que Maggie hiciera una mueca de tristeza.
—Todavía estás molesta conmigo por lo de anoche.
—No, no estoy molesta contigo. —Brianna empezó a golpear la masa con renovado vigor—. Conmigo, tal vez, con las circunstancias, con el destino, si quieres. Pero no contigo. No fue culpa tuya y Dios sabe que me advertiste que no saldría bien. Pero quisiera que no siempre tuvieras que saltar a defenderme.
—No puedo evitarlo.
—Ya lo sé. —Brianna suavizó la masa y la puso en un tazón para dejar que subiera por segunda vez—. Mamá se comportó mejor cuando te fuiste. Estaba un poco avergonzada, creo. Antes de irse me dijo que había preparado una buena cena. No comió nada, pero por lo menos lo dijo.
—Hemos tenido peores noches.
—Desde luego. Pero, Maggie, dijo algo más.
—Ella dice montones de cosas. No he venido para que las repasemos.
—Fue sobre los candelabros —continuó Brianna, haciendo que Maggie levantara las cejas.
—¿Qué candelabros?
—Los que tengo junto al aparador, los que me hiciste el año pasado. Dijo que eran bonitos.
Riéndose, Maggie sacudió la cabeza.
—Estarías soñando.
—No, estaba despierta y de pie en mi propio vestíbulo. Me miró y me lo dijo. Y se quedó allí, mirándome, hasta que entendí que ella no podría decírtelo a ti misma, pero quería que lo supieras.
—¿Por qué querría algo así? —contestó Maggie insegura.
—Creo que fue una manera de disculparse por lo que sucedió entre las dos en el comedor. La mejor que encontró. Cuando vio que la había entendido, empezó a darle la lata a Lottie otra vez, así que se fueron igual que llegaron: discutiendo.
—Bueno…
Maggie no sabía cómo reaccionar, cómo sentirse. Inquieta, metió la mano en el bolsillo y jugueteó con las gotas de vidrio.
—Es un paso pequeño, pero un paso al fin y al cabo. —Brianna empezó a enharinarse enérgicamente las manos como preparación para empezar a amasar otra vez—. Es feliz en la casa que le diste, aunque no lo sepa todavía.
—Puede que tengas razón —replicó Maggie, a quien le resultaba difícil respirar—, ojalá que así sea. Pero no planees más cenas familiares en un futuro cercano.
—Claro que no.
—Brianna. —Maggie dudó y terminó mirando con impotencia a su hermana—. Voy a ir a Dublín hoy, en la camioneta.
—Ah, entonces va a ser un día largo. ¿Te necesitan en la galería?
—No. Voy a ver a Rogan. Voy a decirle o que no podemos vernos más o que me voy a casar con él.
—¿Casarte con él? —Brianna hizo la siguiente bola de masa—. ¿Te ha pedido que te cases con él?
—La última noche que estuvimos en Francia. Le dije que no, absolutamente no. Y lo dije en serio, puede que todavía sea en serio. Por eso voy a ir en la camioneta, para darme tiempo para pensármelo bien. Me he dado cuenta de que tiene que ser una opción o la otra. —Tocó las gotas que tenía en el bolsillo—. Así que voy a ir, y quería decírtelo.
—Maggie…
Pero Brianna se quedó con la palabra en la boca, las manos llenas de masa y mirando el vaivén de la puerta.
La peor parte fue no haberlo encontrado en casa y saber que debía haber comprobado que iba a estar antes de conducir hasta Dublín. El mayordomo le había dicho que estaba en la galería, pero cuando llegó, maldiciendo el tráfico de la ciudad, se había ido a su oficina.
De nuevo, no lo alcanzó. Le informaron de que había salido apenas hacía cinco minutos, iba camino del aeropuerto, para tomar un vuelo a Roma. ¿Quería que le llamaran al teléfono del coche?
No, no quería, decidió Maggie, no discutiría por teléfono una de las decisiones más importantes de su vida. Al final volvió a su camioneta y recorrió sola el largo camino de regreso a Clare. Fue fácil llamarse tonta. Y decirse a sí misma que había sido lo mejor no haberlo encontrado. Exhausta por conducir tantas horas, durmió como un tronco hasta la tarde del día siguiente.
Luego trató de trabajar.
—Quiero el Buscador en la entrada y la Tríada justo en el centro.
Rogan estaba de pie en la sala de exposiciones bañada de sol de la galería Worldwide de Roma, dándole instrucciones a su personal sobre cómo disponer las piezas de Maggie. Las esculturas se ajustaban bien a la dorada decoración rococó. El grueso terciopelo rojo que Rogan había escogido para cubrir los pedestales y las mesas le daban un toque de realeza. Sabía que Maggie, de haber estado allí, se habría quejado por esa decisión, pero era un detalle que les gustaría a los clientes de esa galería en particular.
Miró el reloj y murmuró algo entre dientes. Tenía una reunión en veinte minutos. No había quien lo ayudara ya, pensó mientras daba otra orden para un ajuste de último minuto. Iba a llegar tarde. La influencia de Maggie, supuso. Había corrompido su sentido del tiempo.
—La galería abre en quince minutos —recordó al personal—. Vendrán algunos periodistas, así que cerciórense de que cada uno reciba un catálogo. —Le echó un último vistazo a la sala, verificando la ubicación de cada una de las piezas, la caída de cada tapete de terciopelo en los pedestales—. Bien hecho.
Salió de la galería al brillante sol italiano, donde lo esperaba el chófer.
—Voy con retraso, Carlo —dijo Rogan subiéndose al coche y abriendo el maletín.
Carlo sonrió, se caló hasta las cejas la gorra del uniforme y flexionó los dedos como un pianista preparándose para dar un concierto.
—Pero no por mucho tiempo, signore.
Extrañamente, Rogan apenas levantó una ceja cuando el coche saltó hacia la calle como un tigre, gruñendo y rugiendo a los coches con los que se cruzó. Se aferró al borde de su asiento y concentró su atención en el balance contable de su sucursal romana.
Había sido un año excelente, decidió Rogan. Lejos del boom arrollador de mediados de los ochenta, pero suficientemente bueno. Pensó que tal vez era mejor que se hubieran acabado los días en que un cuadro podía llegar a costar cientos de millones de libras en una subasta. El arte a ese precio tan exorbitante por lo general era condenado al encierro en un sótano hasta que perdía el alma, como los lingotes de oro.
Había sido un año lucrativo. Lo suficiente, pensó, como para que pudiera hacer realidad su idea de abrir otra galería Worldwide pequeña que sólo expusiera y vendiera la obra de artistas irlandeses. Durante los últimos años sólo había sido una semilla en su cabeza, pero últimamente, durante los últimos meses, había ido creciendo.
Una galería pequeña, acogedora, que fuera muy asequible, tanto la decoración como el arte mismo. Un lugar que invitara a ser recorrido y que contara con arte de buena calidad pero con precios accesibles a un público más amplio. Sí, pensó, era el momento perfecto. Absolutamente perfecto.
El coche se detuvo, resoplando como un semental. Carlo le abrió la puerta a Rogan rápidamente.
—Llega a tiempo, signore.
—Es usted un mago, Carlo.
Rogan estuvo reunido con la directiva de la sucursal romana durante treinta minutos, el doble de eso en un comité con la junta y luego concedió entrevistas para promover la gira de M. M. Concannon, después dedicó varias horas a estudiar las propuestas de adquisición de la sucursal de Roma y a conocer a varios artistas. Había planeado volar a Venecia esa noche para dejar preparado allí el terreno de la siguiente parada de la gira. Tratando de ganar tiempo, se ausentó disimuladamente unos momentos para hacer unas llamadas a Dublín.
—Joseph, ¿qué tal?
—Rogan, ¿cómo está Roma?
—Soleada. Ya he terminado por aquí. Debo estar en Venecia hacia las siete como muy tarde. Si tengo tiempo, pasaré por la galería esta misma noche. De lo contrarío, iré mañana a primera hora.
—Aquí tengo tu agenda. ¿Volverás dentro de una semana?
—Antes, si puedo arreglarlo. ¿Ha ocurrido algo que yo deba saber?
—Vino Aiman. Le compré dos de sus dibujos de calles. Son razonablemente buenos.
—Estupendo. Tengo una idea que, si sale bien, nos permitirá vender más dibujos suyos según vaya avanzando el año que viene.
—¿En serio?
—Es un proyecto que quiero discutir contigo en cuanto regrese. ¿Algo más?
—Vi a tu abuela y a su amigo antes de que salieran para Galway.
Rogan gruñó.
—Supongo que lo llevó a la galería, ¿no?
—Quería ver el trabajo de Maggie en el ambiente adecuado. Es todo un personaje.
—Ciertamente lo es.
—Ah, y hablando de Maggie, estuvo aquí a principios de la semana.
—¿Allí? ¿En Dublín? ¿Para qué?
—No lo dijo. Al parecer estuvo corriendo de un lado para otro. Yo no hablé con ella personalmente. Pero acaba de mandar un paquete con lo que parece ser un mensaje para ti.
—¿Qué mensaje?
—«Es azul».
Los dedos de Rogan, que habían estado jugueteando, se detuvieron sobre su libreta.
—¿El mensaje es azul?
—No, el mensaje dice: «Es azul». Es una pieza preciosa, delicada, que recuerda a un sauce. Al parecer, ella pensó que sabrías de qué estaba hablando.
—Y así es. —Rogan sonrió para sí mismo y se frotó la nariz—. Es para el conde de Lorraine, de París. Es un regalo de boda para su nieta. Por favor, llámalo para avisarle.
—Por supuesto. Ah, y parece que Maggie estuvo en tu oficina y en tu casa también. Supongo que te estaba buscando por alguna razón.
—Eso parece. —Reflexionó un momento y actuó guiado por su instinto—. Joseph, ¿me harías un favor? Llama a la galería de Venecia y diles que me voy a retrasar unos días.
—No hay problema. ¿Alguna razón en particular?
—Después te cuento. Dale recuerdos a Patricia. Seguiremos en contacto.
Maggie, que estaba en O’Malley’s, tamborileó con los dedos sobre la mesa, dio unos golpecitos con el pie y exhaló un largo suspiro.
—Tim, ponme un sándwich que acompañe a esta cerveza. No puedo esperar a Murphy toda la maldita tarde con el estómago vacío.
—Con mucho gusto. ¿Tenéis una cita? —preguntó, y sonrió desde el otro lado de la barra moviendo las cejas.
—El día que yo tenga una cita con Murphy Muldoon será el día en que haya perdido lo que me queda de razón. Me dijo que tenía algo que hacer en el pueblo y me pidió que nos viéramos aquí. —Golpeó con un pie la caja que tenía en el suelo junto a ella—. Le traigo el regalo de cumpleaños de su madre.
—¿Algo que has hecho tú?
—Sí. Y si no ha llegado de aquí a que termine de comerme el sándwich, tendrá que ir a buscarlo él mismo.
—Alice Muldoon —dijo David Ryan, sentándose en la barra al tiempo que apagaba un cigarrillo—. Ahora vive en Killarney, ¿no?
—Así es —confirmó Maggie—. Lleva viviendo allí los últimos diez años o más.
—No creo haberla visto por ahí. Se casó otra vez, ¿no?, después de que Rory Muldoon falleciera.
—Sí. —Tim siguió con la historia mientras servía una Guinness—. Se casó con un médico rico llamado Colin Brennan.
—Pariente de Daniel Brennan. —Otro comensal continuó con el relato mientras disfrutaba de su guiso—. Ya sabéis, el que dirige una tienda de alimentación en Clarecastle.
—No, no. —Tim sacudió la cabeza, mientras caminaba hacia la mesa de Maggie con un sándwich en la mano—. No es pariente de Daniel Brennan, sino de Bobby Brennan, de Nemarket, Fergus.
—Creo que estás equivocado —intervino David con la colilla del cigarrillo en la mano.
—Apuesto dos libras a que no.
—Hecho. Le preguntaremos al propio Murphy.
—Si es que llega algún día —murmuró Maggie, y le dio un mordisco al sándwich—. Como si no tuviera nada mejor que hacer que estar aquí perdiendo el tiempo.
—Una vez, conocí a un Brennan —dijo un hombre viejo que estaba untado al final de la barra; luego hizo una pausa y dejó escapar un aro de humo perezoso—. Se llamaba Frankie Brennan y era de Ballybunion, que fue donde viví de niño. Una noche iba caminando hacia su casa desde el pub. Se había tomado varias cervezas, aunque no tenía la cabeza para ello. —Echó otro anillo de humo. Pasaron unos momentos y nadie habló. Una historia se estaba gestando—. Así que iba caminando hacia su casa, tambaleándose un poco, y decidió acortar atravesando el campo. Allí había una colina en la que vivían hadas, y en su estado etílico aquel hombre decidió pasar por encima de ella. Bueno, cualquiera debería haber tenido más cuidado, ebrio o sobrio, pero cuando el Señor repartió la sensatez, Frankie Brennan obtuvo menos que los demás. Entonces, por supuesto, las hadas tuvieron que enseñarle buenas maneras y respeto, de modo que le arrancaron la ropa mientras lo perseguían campo a través. Y llegó a casa medio desnudo salvo por el sombrero y un zapato. —Hizo otra pausa, sonrió—. Nunca se encontró el otro zapato.
Maggie estalló en carcajadas de aprobación y apoyó un pie en la silla vacía que tenía frente a ella. Que se quedasen con Roma, París y todo lo demás, pensó. Ella estaba justo donde quería estar.
Entonces entró Rogan.
Su entrada acaparó miradas y algunos elogios. No era usual que un hombre vestido con un traje tan elegante entrara en O’Malley’s en una tarde nublada. Maggie, con el vaso de cerveza en los labios, se quedó paralizada como una roca.
—Buenas tardes, señor. ¿Le sirvo algo? —preguntó Tim.
—Una pinta de Guinness, gracias. —Rogan se recostó contra la barra y sonrió a Maggie mientras Tim le servía la cerveza—. Buenas tardes, Margaret Mary.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Estoy a punto de tomarme una cerveza. —Todavía sonriendo, depositó unas monedas sobre la barra—. Tienes buen aspecto.
—Pensaba que estabas en Roma.
—Estaba. Tu exposición va muy bien.
—¿Entonces usted es Rogan Sweeney? —preguntó Tim pasándole el vaso de cerveza.
—Sí, así es.
—Yo soy O’Malley, Tim O’Malley. —Después de limpiarse la mano sobre el delantal, se la ofreció a Rogan y le dio un buen apretón—. Yo fui un gran amigo del padre de Maggie. Él habría estado muy contento por lo que usted está haciendo por ella. Contento y orgulloso. Mi Deirdre y yo hemos empezado un álbum de recortes.
—Le puedo prometer, señor O’Malley, que van a tener una gran colección de recortes en poco tiempo, y que así seguirá siendo.
—Si has venido a ver si tengo trabajo nuevo que mostrarte —dijo Maggie—, no tengo nada. Y no tendré nada si sigo notando tu aliento en la nuca.
—No he venido a ver tu trabajo. —Con un movimiento de cabeza para darle las gracias a Tim, Rogan se dirigió hacia Maggie. Se sentó junto a ella, la cogió por la barbilla y la besó suave, largamente—. He venido a verte a ti.
Maggie exhaló un profundo suspiro que se había olvidado que estaba reteniendo. Miró a su alrededor con el ceño fruncido, lo que hizo que los comensales concentraran su atención en otra cosa. O por lo menos eso simularon.
—Te ha costado tu tiempo, ¿no?
—El suficiente para que me echaras de menos.
—Casi no he podido trabajar desde que te fuiste. —Porque era difícil de admitir, Maggie mantuvo los ojos clavados en el vaso—. He empezado, luego me he detenido, empezado y detenido y así. Nada me sale como quiero que me salga. No me importa este sentimiento, Rogan. No me importa en absoluto.
—¿Y qué sentimiento es ése?
Le echó una mirada de reojo a Rogan.
—Te he echado de menos. Fui a Dublín a verte.
—Ya lo sé. —Rogan empezó a jugar con las puntas del pelo de Maggie. Se dio cuenta de que le había crecido un poco y se preguntó cuánto tiempo más se lo dejaría crecer antes de cortárselo de un tijeretazo, como le contó que a veces hacía—. ¿Te resultó muy difícil ir a buscarme, Maggie?
—Sí, lo fue. Lo más difícil que he hecho en mi vida. Pero no estabas.
—Estoy aquí ahora.
Así era. Y Maggie no estaba segura de poder hablar a causa de los latidos de su corazón, que le retumbaban por dentro.
—Hay cosas que quiero decirte. Yo no… —Se interrumpió cuando la puerta se abrió y entró Murphy—. No puedo creerlo. Su habilidad para escoger el momento oportuno es perfecta.
Murphy saludó a Tim con la cabeza y se dirigió hacia Maggie.
—Ya has almorzado —dijo, y con un gesto casual, Murphy se sentó a la mesa de Maggie y le cogió una patata frita del plato—. ¿Lo has traído?
—Sí. Y me has tenido esperando aquí la mitad del día.
—Pero si apenas es la una de la tarde. —Mirando a Rogan, Murphy se comió otra de las patatas de Maggie—. Tú debes de ser Sweeney, ¿cierto?
—Sí.
—Te he reconocido por el traje —explicó Murphy—. Maggie me ha contado que te vistes como si todos los días fueran domingo. Yo soy Murphy Muldoon, el vecino de Maggie.
El del primer beso, recordó Rogan, y le dio la mano tan cautelosamente como Murphy se la dio a él.
—Un placer conocerte.
—Lo mismo digo. —Murphy se inclinó hacia atrás y empezó a balancearse en las patas traseras de la silla, examinando a Rogan—. Se podría decir que soy como un hermano para Maggie, puesto que no hay un hombre que la cuide.
—Pero resulta que ella no necesita que ningún hombre la cuide —soltó Maggie, y le dio un puntapié a la silla de Murphy que lo habría tumbado si él no hubiera sido lo suficientemente rápido para ponerla sobre sus cuatro patas otra vez—. Yo misma me puedo cuidar bastante bien, gracias.
—Eso es lo que Maggie me dice con frecuencia —comentó Rogan dirigiéndose a Murphy—. Pero lo necesite o no, Maggie ya tiene un hombre.
El mensaje pasó, de hombre a hombre. Después de considerarlo un momento, Murphy asintió con la cabeza.
—Está bien, entonces. Maggie, ¿lo has traído o no?
—Ya te he dicho que sí. —Con un movimiento impaciente, Maggie se agachó, cogió la caja y la puso sobre la mesa entre ellos—. Si no fuera por el cariño que le tengo a tu madre, te lo rompería en la cabeza.
—Mi madre te agradecerá que te hayas contenido. —Mientras Tim servía otra cerveza, Murphy abrió la caja—. Esto es maravilloso, Maggie. Le encantará.
Rogan pudo imaginárselo. El tazón rosa pálido era tan fluido como el agua, el borde ondulaba hacia arriba para terminar en delicadas crestas. El vidrio era tan delgado, tan frágil, que se podía ver la sombra de las manos de Murphy a través de él.
—Deséale feliz cumpleaños de mi parte.
—Claro que sí. —Murphy pasó un dedo calloso sobre el vidrio antes de devolver la pieza a la caja—. Cincuenta libras, ¿no?
—Así es. —Maggie extendió la mano con la palma hacia arriba—. En efectivo.
Fingiendo reticencia, Murphy se rascó una mejilla.
—Me parece demasiado dinero para un pequeño tazón, Maggie Mae, en el que ni siquiera puedes comer. Pero a mi madre le gustan las cosas tontas e inútiles.
—Sigue hablando, Murphy, y el precio empezará a subir.
—Cincuenta libras. —Sacudiendo la cabeza, Murphy sacó la cartera y contó los billetes sobre la mano extendida de Maggie—. ¿Sabes? Habría podido comprarle toda una vajilla con ese mismo dinero. Y tal vez una buena sartén nueva.
—Y ella te habría dado un golpe en la cabeza con ella. —Satisfecha, Maggie guardó los billetes en el bolsillo—. Ninguna mujer quiere que le regalen una sartén por su cumpleaños. Y cualquier hombre que piense que sí quiere, se merece las consecuencias.
—Murphy —dijo David Ryan volviéndose sobre su taburete—, si has terminado la transacción, queremos hacerte una pregunta.
—Entonces tendré que contestarla. —Cogiendo su cerveza, Murphy se levantó—. Bonito traje, señor Sweeney —añadió, y se dirigió hacia David para esclarecer la duda sobre los Brennan y comprobar quién ganaba la apuesta.
—¿Cincuenta libras? —murmuró Rogan señalando con la cabeza la caja que Murphy había dejado sobre la mesa—. Tú y yo sabemos que podrías haber obtenido más de veinte veces esa cantidad.
—¿Y qué? —Poniéndose a la defensiva de inmediato, dejó el vaso a un lado—. Es mi trabajo y puedo pedir por él lo que me plazca. Tú tienes tu maldita cláusula de exclusividad, Sweeney, así que puedes demandarme por incumplirla si quieres, pero no te daré el tazón.
—No quería…
—Le di mi palabra a Murphy —continuó Maggie— y el trato ya se ha cerrado. Puedes quedarte con la maldita comisión del veinticinco por ciento de las cincuenta libras. Pero si decido hacer algo para un amigo…
—No era una queja. —Rogan cubrió con su mano el puño de ella—. Era un elogio. Tienes un corazón generoso, Maggie.
Con el viento soplando a favor de sus velas, Maggie suspiró.
—Los papeles dicen que no debo hacer nada que no vaya a tus manos.
—Sí, los papeles dicen eso —Rogan estuvo de acuerdo—, pero me imagino que seguirás refunfuñando por ello y continuarás dándoles regalos a tus amigos cuando te venga en gana. —Maggie le lanzó una mirada tan descaradamente culpable que Rogan se rió—. Es cierto que habría podido demandarte una o dos veces en estos últimos meses. Pero podemos hacer lo que se llama un pacto adicional. No cogeré mi porcentaje de tus cincuenta libras y tú le harás algo a mi abuela para Navidad.
Maggie asintió con la cabeza y bajó la mirada otra vez.
—No es sólo cuestión de dinero, ¿no, Rogan? Algunas veces me da miedo que sea así, o que yo haya dejado que sea así. Porque, verás, me gusta el dinero, me gusta mucho. Y todo lo que viene con él.
—No es sólo cuestión de dinero, Maggie. No sólo se trata de inauguraciones con champán, recortes de periódico o fiestas en París. Ésos son sólo accesorios. De lo que realmente se trata es de lo que hay dentro de ti y de todo lo que tú eres, que hace que crees lo bello, lo único y lo asombroso.
—Verás… Es que no puedo volver atrás, a como eran anteriormente las cosas, antes de ti. —Lo miró a la cara, rasgo por rasgo mientras la mano de él seguía tibia sobre la de ella—. ¿Darías un paseo conmigo? Hay algo que quiero enseñarte.
—Fuera tengo el coche. Y ya, he metido tu bicicleta en él. A Maggie no le quedó más remedio que sonreír.
—Tendría que haber supuesto que lo harías.
Con el viento del otoño y las hojas como una pincelada de color, Maggie y Rogan se dirigieron a Loop Head. Lejos de la estrecha carretera y dispersados como por el mismo mar estaban los campos cosechados y el profundo y dulce verde, tan propio de Irlanda. Maggie vio las viejas cabañas de piedra sin techo que estaban igual que cuando había hecho ese mismo viaje cinco años atrás. La tierra estaba allí y la gente se ocupaba de ella, como siempre lo había hecho. Como siempre lo seguiría haciendo.
Cuando Maggie oyó el mar y notó el primer aguijonazo de salitre en el aire, el corazón le dio un vuelco. Apretó los ojos con fuerza y, cuando los abrió de nuevo, pudo leer el letrero: «Último pub hasta Nueva York».
Maggie, ¿qué tal si nos vamos a Nueva York a tomarnos una cerveza?
Cuando el coche se detuvo, Maggie no dijo nada, sólo se bajó y dejó que el viento frío le acariciara la piel. Buscó la mano de Rogan y caminaron agarrados por el sendero que llevaba hacia el mar.
La guerra continua, oleaje contra roca haciendo eco de golpes y siseos, era eterna. La bruma se había levantado y no dejaba ver el límite entre el cielo y el mar, sólo se veía una amplia copa de gris suave.
—No he estado aquí desde hace casi cinco años. No sabía que vendría otra vez y me quedaría así. —Maggie apretó los labios deseando que el puño que le aferraba el corazón se aflojara, aunque fuera sólo un poco—. Mi padre murió aquí. Vinimos juntos, los dos solos. Estábamos en invierno y fue un día amargamente helado, pero a él le encantaba este lugar, más que cualquier otro. Ese día le vendí algunas piezas a un comerciante de Ennis y lo celebramos en O’Malley’s.
—¿Estabas sola con él? —El horror de la situación lo apuñaló como un estoque. No podía hacer nada más por ella que atraerla hacía sí y abrazarla—. Lo siento, Maggie. Lo siento tanto…
Maggie acarició su mejilla contra la suave lana del abrigo de Rogan, absorbiendo el olor de su cuerpo. Dejó que se le cerraran los ojos.
—Hablamos sobre mi madre y su matrimonio. Nunca entendí por qué se quedó. Tal vez nunca lo entienda, pero había algo en él que anhelaba y que quería para mí y para Brianna, cualquier cosa que fuera ese anhelo. Creo que también está en mí, pero puede que yo sí tenga la oportunidad de atraparlo y aferrarme a él. —Se separó de Rogan para poder verle la cara mientras le hablaba—. Tengo algo para ti.
Sin quitarle los ojos de encima, sacó del bolsillo una de las gotas de vidrio y la puso sobre su palma extendida.
—Parece una lágrima.
—Sí.
Maggie esperó a que Rogan la sujetara entre sus dedos y la pusiera a la luz para examinarla.
—¿Me estás dando tus lágrimas, Maggie? —preguntó mientras acariciaba el suave vidrio con el pulgar.
—Tal vez —contestó, y sacó otra gota del bolsillo—. Se forman al dejar gotear vidrio caliente en agua. Cuando lo haces, algunas gotas estallan de inmediato, pero otras permanecen y se forman. Son fuertes. —Maggie se acuclilló y escogió una roca; golpeó la gota contra ella mientras Rogan la observaba—. Es tan fuerte que no podrías romperla ni aunque le dieras martillazos. —Se levantó de nuevo con la gota intacta entre los dedos—. Aguanta, se mantiene y no hace más que rebotar y brillar. Pero tiene esta punta delgada aquí, que sólo necesita una torcedura descuidada. —Tomó entre sus dedos la punta delgada y apretó ligeramente. El vidrio se deshizo en polvo inofensivo—. Se ha ido, ¿ves? Como si nunca hubiera existido.
—Las lágrimas vienen del corazón —dijo Rogan—, y ni las lágrimas ni el corazón deben tratarse con descuido. No voy a romperte el corazón, Maggie. Ni tú el mío.
—No. —Maggie suspiró largamente—. Pero nos pelearemos con bastante frecuencia, Rogan. Somos tan diferentes como el agua y el vidrio caliente.
—Y muy capaces de construir algo fuerte entre los dos.
—Creo que podríamos. Pero me pregunto cuánto tiempo aguantarías en una cabaña en Clare o yo en una casa llena de criados en Dublín.
—Podríamos mudarnos a las tierras medias —dijo, y la vio sonreír—. De hecho, he pensado mucho en ese tema en particular. La idea, Maggie, es negociar y ceder para poder llegar a un acuerdo.
—Ah, el hombre de negocios, incluso en un momento como éste.
Rogan hizo caso omiso del sarcasmo.
—Tengo planes de abrir una galería en Clare para exponer la obra de artistas irlandeses.
—¿En Clare? —Retirándose el pelo de la cara que le empujaba el viento, se quedó mirándolo—. ¿Una sucursal de Worldwide aquí, en Clare? ¿Harías eso por mí?
—Lo haría. Pero me temo que tendré que echar a perder lo heroico de la situación al decirte que era una idea que tenía desde mucho antes de conocerte. La concepción no tiene nada que ver contigo, pero la ubicación, sí. O mejor tendría que decir que tiene que ver con nosotros. —El viento empezó a arreciar, y entonces Rogan le cerró la chaqueta y se la abotonó—. Creo que yo podría vivir en un condado del oeste parte del año, y tú podrías vivir con unos cuantos criados en otra parte.
—Has pensado en esto bastante.
—Sí, así es. Ciertos aspectos son, claro está, negociables. —Examinó de nuevo la gota de vidrio antes de metérsela en el bolsillo—. Aunque hay uno en particular que no lo es.
—¿Y cuál sería?
—Exclusividad, otra vez. En la forma de un contrato de matrimonio, Maggie. Que sea vitalicio y sin cláusulas de rescisión.
El puño que atenazaba el corazón de Maggie apretó aún más fuerte.
—Eres un negociante duro, Sweeney.
—Lo soy.
Maggie miró hacia el mar otra vez, el movimiento incesante del agua, la piedra indomable y la magia que lograban entre los dos.
—He sido feliz sola —dijo quedamente—. Y he sido infeliz sin ti. Nunca he querido depender de nadie ni me he permitido involucrarme tanto como para permitir que me hicieran infeliz. Pero dependo de ti, Rogan —añadió, y suavemente levantó una mano y le acarició la mejilla—, y te amo.
La dulzura de aquellas palabras recorrió todo el cuerpo de Rogan. Guió la mano que Maggie tenía sobre la mejilla y se la llevó a los labios.
—Ya lo sé.
Y en ese momento el puño que estaba tan apretado alrededor del corazón de Maggie se aflojó totalmente.
—Ya lo sabes… —Maggie se rió y sacudió la cabeza—. Debe de ser una cosa maravillosa tener siempre la razón.
—Nunca había sido tan maravillosa como ahora —dijo Rogan, que la levantó del suelo, la cargó y dio una vuelta sobre sí mismo hasta que sus labios se encontraron y se fundieron en un largo beso. El viento amainó y se enredó alrededor de ellos con su olor a mar—. Si puedo hacerte infeliz, Maggie, entonces también puedo hacerte feliz.
Maggie apretó con fuerza sus brazos alrededor del cuello de Rogan.
—Si no me haces feliz, haré de tu vida un infierno, te lo juro. Dios, yo nunca había querido ser una esposa.
—Pero serás la mía, y me alegro.
—Seré la tuya —repitió Maggie, levantando la cara al viento—, y me alegro.