Capítulo 14

Maggie cruzó los brazos sobre la mesa de la cocina y descansó la cabeza en ellos. El día había sido un infierno total.

Su madre se había quejado sin parar, implacablemente. De todo sin excepción: desde la lluvia que no paraba hasta las cortinas que Brianna había colgado en el gran ventanal de la fachada principal de la casa nueva. Pero ver a Maeve organizada en su propia casa hacía que el horror del día hubiera valido la pena. Maggie había cumplido su palabra y Brianna era libre.

Sin embargo, Maggie no había esperado sentir la oleada de culpa que la ahogó cuando Maeve empezó a llorar con la espalda encorvada, la cara enterrada en las manos y las lágrimas resbalando por los dedos. No. No había esperado sentir culpa o sentirse tremendamente apenada por la mujer que había terminado de maldecirla sólo segundos antes de deshacerse en llanto.

Al final había sido Lottie, con su imperturbable y constante alegría, la que se había hecho cargo de la situación. Había acompañado a Maggie y a Brianna fuera de la casa y les había dicho que no había nada de qué preocuparse, absolutamente nada, puesto que las lágrimas eran tan naturales como la lluvia. Y qué casa tan encantadora era ésa, había seguido diciéndoles al tiempo que las empujaba hacia fuera, como una casita de muñecas, e igualmente primorosa y arreglada. Tanto Maeve como ella estarían tan cómodas como gatos. Y no paró hasta que las hubo acomodado en la camioneta de Maggie.

Así que ya estaba hecho. Y era lo correcto. Pero no abrirían ninguna botella de champán esa noche. Maggie se había tomado un whisky y se había arrellanado sobre la mesa, plena de emociones, extenuada, mientras la lluvia tamborileaba sobre el techo y el atardecer iba oscureciendo el día.

El teléfono no la despertó. Sonó insistentemente mientras ella dormía sobre la mesa de la cocina, pero finalmente la voz de Rogan se abrió paso entre el cansancio y la hizo pegar un bote en la silla y espabilarse.

—Espero saber de ti a más tardar por la mañana, pues no tengo ni el tiempo ni la paciencia para ir a buscarte.

—¿Qué?

Adormilada, parpadeó como un búho y miró a su alrededor en la habitación a oscuras. Caramba, hubiera jurado que Rogan estaba allí dándole la lata.

Disgustada porque habían interrumpido su siesta, y porque la interrupción le había recordado que tenía hambre y que no había nada de comer en la casa, se levantó de la mesa.

Iría al hotel de Brie, decidió. Y saquearía su cocina. Tal vez podrían alegrarse mutuamente. Estaba descolgando su impermeable de la percha cuando vio la luz intermitente en el contestador.

—Qué engorro —murmuró, pero presionó el botón para rebobinar la cinta y escucharla.

—Maggie —dijo de nuevo la voz de Rogan, que llenó la habitación. La hizo sonreír pensar que sí había sido él quien la había despertado—, ¿por qué diablos nunca puedes contestar el maldito teléfono? Es mediodía. Quiero que me llames en cuanto entres en casa del taller. Es en serio. Hay un tema que quiero discutir contigo. Así que… Te echo de menos. Maldita sea, Maggie, te echo de menos.

El mensaje hizo clic al final, pero antes de que Maggie pudiera jactarse, empezó otro.

—¿Crees que no tengo nada mejor que hacer que pasarme el tiempo hablando con esta maldita máquina?

—No lo creo —contestó Maggie—, pero fuiste tú el que la puso aquí.

—Son las cuatro y media y tengo que ir a la galería. Tal vez no he sido suficientemente claro. Necesito hablar contigo hoy. Voy a estar en la galería hasta las seis, después me puedes localizar en casa. Me importa un bledo lo absorta que estés en tu trabajo. Maldita seas por estar tan lejos.

—Este hombre se pasa más tiempo maldiciéndome que haciendo cualquier otra cosa —murmuró—. Y tú estás tan lejos de mí como yo de ti, Sweeney.

Y como si la respondiera, su voz empezó de nuevo.

—Eres una mocosa irresponsable, idiota e insensible. ¿Se supone que ahora debo preocuparme de que hayas explotado en mil pedazos con tus productos químicos o de que te hayas prendido fuego? Gracias a tu hermana, que sí contesta el teléfono, sé que sí estás en casa. Son casi las ocho y tengo una cena de negocios. Ahora, escúchame bien, Margaret Mary. Ven a Dublín y trae tu pasaporte. No voy a desperdiciar mi tiempo explicándote por qué, sólo haz lo que te digo. Si no consigues vuelo, avísame para mandarte el jet de la compañía. Espero saber de ti a más tardar por la mañana, pues no tengo ni el tiempo ni la paciencia para ir a buscarte.

—¿Venir a buscarme? Como si pudieras.

Se quedó de pie un momento, frunciéndole el ceño al contestador. Así que se suponía que debía ir a Dublín, ¿no?, sólo porque él lo exigía. Nunca un «por favor», o un «podrías», sólo «haz lo que te digo», El infierno se congelaría antes de que ella le diera esa satisfacción.

Olvidando que tenía hambre, subió a toda carrera a su dormitorio. Irse a Dublín, refunfuñó. Qué desfachatez la de ese hombre, darle órdenes a ella. Sacó la maleta del armario y la lanzó sobre la cama.

¿Acaso Rogan creía que ella tenía tantas ganas de verlo, que dejaría todo tirado y correría a sus pies? Se iba a dar cuenta de que no era así. Sí, señor, decidió mientras embutía la ropa en la maleta. Iba a decirle en persona, cara a cara, lo diferentes que eran las cosas.

Y dudaba que Rogan le diera las gracias por ello.

—Eileen, necesito que me envíen por fax desde Limerick esos presupuestos definitivos antes de que termine el día. —Detrás de su escritorio, Rogan tachó una entrada de su lista y se masajeó la nuca para rebajar la tensión que sentía allí—. Y quiero ver el informe de cómo van las obras en cuanto llegue.

—Dijeron que lo mandarían a mediodía. —Eileen, una trigueña impecable que manejaba la oficina con tanta pericia como manejaba un marido y tres hijos, hizo una anotación en su agenda—. Tiene una reunión a las dos de la tarde con el señor Greenwald para discutir los cambios en el catálogo de Londres.

—Sí, ya lo tengo presente. Greenwald querrá martinis.

—Vodka —respondió Eileen—. Dos aceitunas. ¿Quiere que pida una tabla de quesos para evitar que se emborrache?

—Por favor. —Rogan tamborileó con los dedos sobre el escritorio—. ¿No ha habido llamada de Clare?

—Ninguna esta mañana —dijo, y le lanzó una mirada curiosa a su jefe—. Le avisaré en cuanto la señorita Concannon llame.

Rogan gruñó, el equivalente vocal a encogerse de hombros.

—Por favor, hágame esa llamada a Roma que he pedido.

—De inmediato. Ah, y tengo el borrador de la carta que vamos a enviar a Inverness en mi escritorio, si quiere aprobarla.

—Bien. Y mandemos un mensaje a Boston. ¿Qué hora es allí? —Rogan empezó a hacer las cuentas mirando el reloj cuando un manchurrón rojizo en la puerta lo distrajo—. Maggie…

—Sí, Maggie —repitió ella dejando caer la maleta de un golpe y llevándose los puños a las caderas—. Tengo que cruzar unas palabras contigo, señor Sweeney. —Dominó su ira el tiempo suficiente para saludar con la cabeza a la mujer que se levantó de la silla que había ante el escritorio de Rogan—. Usted debe de ser Eileen…

—Sí. Es un placer conocerla finalmente, señorita Concannon.

—Muy amable de su parte. Debo decir que tiene usted un aspecto estupendo teniendo en cuenta que trabaja bajo las órdenes de un tirano —dijo, y subió la voz al pronunciar la última palabra.

Eileen hizo una mueca con los labios. Se aclaró la garganta y cerró su agenda.

—Muchas gracias. ¿Necesita algo más, señor Sweeney?

—No. Y no me pase llamadas, por favor.

—Sí, señor.

Eileen salió y cerró la puerta discretamente detrás de ella.

—Así que recibiste mi mensaje… —dijo Rogan a Maggie recostándose en su silla hacia atrás y jugueteando con su pluma.

—Lo recibí.

Maggie atravesó la oficina. No, pensó Rogan, se pavoneó por la oficina, todavía con los puños sobre la cadera y con los ojos echando chispas.

A Rogan no lo avergonzó aceptar que la boca se le hizo agua en cuanto la vio.

—¿Quién te crees que eres? —Golpeó con las palmas de las manos el escritorio haciendo temblar los bolígrafos—. Firmé un contrato contigo por mi trabajo, Rogan Sweeney, y sí, me acosté contigo, para mi eterno arrepentimiento, pero eso no te da derecho a darme órdenes o maldecirme cada cinco minutos.

—No he hablado contigo en días —le recordó—, así que ¿cómo habría podido maldecirte?

—Pues en ese espantoso contestador tuyo, que, a propósito, he tirado a la basura esta mañana. —Con mucha calma, Rogan escribió algo en su libreta—. No empieces con eso.

—Sólo estoy apuntando que necesitas reemplazar tu contestador. Veo que no has tenido problemas para conseguir vuelo.

—¿Que no he tenido problemas? Tú no has sido sino una fuente de problemas para mí desde que entraste en mi taller por primera vez. Nada más. Crees que puedes cogerlo todo, no sólo mi trabajo, lo que ya es suficientemente malo, sino a mí también. Estoy aquí para decirte que no puedes. No voy a aceptar… ¿Adónde diablos vas? No he terminado.

—No he pensado que ya hubieras terminado, te lo aseguro —replicó, y continuó caminando hacia la puerta, le echó el cerrojo y se dio la vuelta.

—Quítale el cerrojo a la puerta.

—No.

El hecho de que estuviera sonriendo mientras se acercaba a ella no la ayudó a calmar los nervios.

—Ni se te ocurra ponerme las manos encima.

—Estoy a punto de hacerlo. De hecho, estoy a punto de hacer algo que no he hecho en los doce años que llevo trabajando en esta oficina.

El corazón de Maggie se desbocó y lo sintió en la garganta.

—No vas a hacer nada.

Así que, pensó Rogan, por fin había logrado sorprenderla. La vio mirar hacia la puerta y entonces la tomó entre sus brazos.

—Puedes seguir riñéndome una vez que haya terminado contigo.

—¿Terminado conmigo? —Maggie trató de zafarse, pero la boca de Rogan alcanzó la suya—. Suéltame, eres un bruto de manos torpes.

—Pero si te gustan mis manos… —replicó, y las usó para quitarle el suéter que llevaba puesto—. Tú misma me lo dijiste.

—Es mentira. No quiero esto, Rogan. —Pero su negativa terminó en un gemido al sentir los labios calientes de él sobre su cuello. Y cuando recuperó el aliento continuó—: Voy a gritar hasta levantar el techo.

—Adelante —repuso, y la mordió sin ninguna delicadeza—. Me gusta cuando gritas.

—Maldito… —murmuró, y se deslizó muy dispuesta con él hacia el suelo.

Fue rápido y apasionado. Un coito frenético que terminó casi tan pronto como empezó. Pero la velocidad no disminuyó su poder. Yacieron abrazados sobre el suelo un momento, con las extremidades vibrando. Rogan volvió la cabeza para darle un beso en la mandíbula.

—Qué amable de tu parte haber venido.

Maggie hizo acopio de todas sus fuerzas para propinarle un puñetazo en el hombro.

—Quítate de encima, bruto —exigió.

Ella lo habría empujado, pero Rogan ya estaba cambiando de posición y la arrastró en el proceso hasta sentarla a horcajadas sobre sus piernas.

—¿Mejor?

—¿Mejor que qué? —Maggie sonrió, pero luego recordó que estaba furiosa con él. Empujándolo, se sentó sobre la alfombra y empezó a estirarse la ropa—. Sí que tienes coraje, Rogan Sweeney.

—¿Porque te he arrastrado hasta el suelo?

—No —contestó, abrochándose los vaqueros—. Sería absurdo decir que sí cuando resulta obvio que lo he disfrutado.

—Bastante obvio.

Maggie le lanzó una mirada de acero mientras Rogan se levantaba y le ofrecía una mano para ayudarla.

—Ésa no es la cuestión. ¿Quién te crees que eres, dándome órdenes, diciéndome lo que tengo que hacer, sin un «por favor» o un «querrías»?

Rogan se inclinó y la levantó hasta dejarla de pie.

—Pero estás aquí, ¿no?

—Estoy aquí, imbécil, para decirte que no lo voy a tolerar. Ha pasado casi un mes desde que te fuiste de mi casa silbando y…

—Me has echado de menos.

—Por supuesto que no. Tengo más que suficiente para mantenerme ocupada. Ah, y ajústate esa corbata. Pareces un borracho.

Rogan puso su cara frente a la de ella.

—Me has echado de menos, Margaret Mary, a pesar de que nunca te molestaste en decírmelo cuando logré hablar contigo por teléfono.

—No puedo hablar por teléfono. ¿Cómo puedo decirle algo a alguien a quien no estoy viendo? Y estás evitando el tema.

—¿Cuál es el tema? —preguntó, recostándose cómodamente contra su escritorio.

—No me vas a dar órdenes. No soy uno de tus empleados ni trabajo para ti, así que métetelo en la cabeza. Anótalo en esa elegante libreta de cuero que tienes, si necesitas recordártelo. Pero nunca me vuelvas a decir lo que tengo que hacer. —Suspiró satisfecha—. Ahora que he dejado eso claro, me voy.

—Maggie, si no tenías intención de quedarte, ¿por qué has traído maleta?

Rogan la había pillado. Con paciencia, esperó a que el disgusto, la consternación y la confusión desaparecieran del rostro de Maggie.

—Tal vez tenía intención de quedarme en Dublín uno o dos días. Puedo ir y venir cuando quiera, ¿o no?

—Mmmm… ¿Has traído tu pasaporte?

—¿Y qué si lo he traído? —dijo, mirándolo con recelo.

—Bien. —Rodeó el escritorio y se sentó en la silla—. Nos ahorrará tiempo. Pensaba que podrías haber sido cabezota y habértelo dejado en casa. Habría sido una molestia tener que ir hasta allí para traerlo. —Se inclinó y le sonrió—. ¿Por qué no te sientas? ¿Quieres que le pida a Eileen que te traiga un té?

—No me quiero sentar y no quiero té. —Se cruzó de brazos, le dio la espalda y se quedó mirando el cuadro de Georgia O’Keefe que Rogan tenía colgado en la pared—. ¿Por qué no volviste?

—Por un par de razones. Una, he estado sepultado bajo una avalancha de trabajo. Quería solucionar algunas cosas para poder tener unos días libres. Otra, quería estar lejos de ti un tiempo.

—¿De verdad? —Mantuvo los ojos clavados en los vividos colores del cuadro—. ¿Y todavía quieres estar lejos de mí?

—Es que no quería admitir cuánto deseaba estar contigo. —Esperó, sacudió la cabeza. Silencio—. Ya veo. ¿Ningún yo-también-quería-estar-contigo-Rogan?

—Sí quería. No es que no tenga vida propia, pero hubo momentos extraños en los cuales me habría gustado tener tu compañía.

Y, al parecer, Rogan tendría que conformarse con eso.

—Estás a punto de obtener lo que querías. ¿Podrías sentarte, Maggie, por favor? Tenemos que discutir algunas cosas.

—Está bien —dijo, y se dio la vuelta y se sentó frente a él.

Rogan estaba perfecto allí, pensó Maggie. Digno, competente, al mando. No parecía en absoluto un hombre que acababa de darse un revolcón en la alfombra de su despacho. La idea la hizo sonreír.

—¿Qué?

—Estaba preguntándome qué estará pensando tu secretaría ahí fuera.

—Estoy seguro de que Eileen debe de suponer que estamos manteniendo una discusión de negocios muy civilizada —contestó levantando una ceja.

—¡Ja! A mí me parece una mujer inteligente, pero allá tú si quieres pensar eso. —Complacida por cómo Rogan miró hacia la puerta, cruzó las piernas poniendo un tobillo sobre la otra rodilla—. Así pues, ¿qué negocios vamos a discutir?

—Ah, tu trabajo de las últimas semanas ha sido excepcional. Como sabes, no vendimos diez piezas de la exposición para llevarlas de gira durante el próximo año. Quiero dejar algunas de las piezas nuevas en Dublín, pero el resto ya va de camino a París junto a las otras diez.

—Eso me dijo tu muy eficiente e inteligente Eileen. —Empezó a tamborilear con los dedos sobre el tobillo—. No me pediste que viniera a Dublín para decírmelo de nuevo, ni tampoco creo que me hayas traído para revolcarte conmigo en la alfombra.

—No, es cierto. Habría preferido discutir contigo los planes por teléfono, pero nunca te tomas la molestia de devolverme las llamadas.

—He estado fuera de casa la mayor parte del tiempo. Puede que tengas derechos exclusivos sobre mi obra, pero no sobre mí, Rogan. Tengo mi propia vida, como ya te he dicho.

—Muchas veces. —Sintió de nuevo la furia correr por sus venas—. No estoy interfiriendo en tu vida. Estoy dirigiendo tu carrera. Y para cumplir tal fin, voy a viajar a París para verificar los detalles de la exposición y de la inauguración.

París. A duras penas había pasado una hora con él y ya estaba hablando de irse. Afligida por su acobardado corazón, la voz le sonó tajante.

—Creo que deberías contratar a gente capaz de encargarse de ese tipo de detalles para que no tengas la necesidad de estar siempre fisgoneando por encima de sus hombros.

—Te garantizo que cuento con empleados muy competentes, pero sucede que tengo intereses creados en tu trabajo, así que prefiero ocuparme de esos detalles yo mismo. Quiero que todo salga perfecto.

—Lo que significa que quieres hacerlo a tu manera.

—Precisamente. Y quiero que tú vengas conmigo.

El comentario sarcástico que iba a brotar de su boca murió en el acto.

—¿A París? ¿Contigo?

—Comprendo que podrías poner objeciones de carácter artístico o incluso moral a promover tu propio trabajo, pero lo hiciste estupendamente en la inauguración, aquí, en Dublín. Sería muy ventajoso tenerte allí, aunque sea brevemente, en tu primera exposición internacional.

—Mi primera exposición internacional… —repitió Maggie perpleja mientras la frase le calaba en el cerebro—. Yo no… No hablo francés.

—No es problema. Sencillamente estarás en la galería de París un rato, desplegarás algo de tu encanto y tendrás mucho tiempo para hacer turismo. —Esperó la respuesta de Maggie, pero no recibió nada más que una mirada vacía—. ¿Y bien?

—¿Cuándo?

—Mañana.

—Mañana… —El primer ataque de pánico hizo que se presionara una mano contra el estómago—. ¿Tú quieres que yo vaya a París contigo mañana?

—A menos que tengas un compromiso previo que no puedas posponer.

—No, no tengo ninguno.

—Entonces está decidido. —El alivio que Rogan sintió fue casi brutal—. Cuando estemos seguros de que la exposición de París ha sido un éxito, quiero que vengas conmigo al sur.

—¿Al sur?

—Tengo una villa en la costa del Mediterráneo. Quiero estar a solas contigo, Maggie. Sin distracciones ni interrupciones. Sólo tú y yo.

Ella lo miró a los ojos.

—¿El tiempo libre para el cual has estado trabajando tanto en estas semanas?

—Sí.

—No te habría gritado si me lo hubieras explicado.

—Tenía que explicármelo a mí mismo primero. ¿Vendrías conmigo?

—Sí, iré contigo —contestó, y le sonrió—. Sólo tenías que pedírmelo.

Una hora más tarde, Maggie entró como un huracán en la galería, pero le tocó esperar echando humo mientras Joseph terminaba con un cliente. Mientras él desplegaba todas sus técnicas de seducción con una señora que por edad podía ser su madre, Maggie dio vueltas por la sala principal y se dio cuenta de que la exposición de arte indígena había sido reemplazada por una de esculturas metálicas. Intrigada por las formas, se olvidó de la urgencia que tenía y se dedicó a admirar las piezas.

—Un artista alemán —dijo Joseph a su espalda—. Este trabajo en particular es, creo yo, tanto visceral como alegre. Una exaltación de las fuerzas elementales.

—Tierra, fuego, agua, la sugerencia del viento en las plumas de cobre. —Maggie habló con propiedad y pedantería, para igualar el tono de Joseph—. Poderoso en posibilidades, sin duda, pero con una malicia subyacente que sugiere sátira.

—Y puede ser tuya por tan sólo doscientas libras.

—Una ganga. Es una pena que no tenga ni un cheque a mi nombre. —Maggie se dio la vuelta riéndose y le dio un beso—. Tienes muy buen aspecto, Joseph. ¿Cuántos corazones has roto desde que me fui?

—Ni uno, puesto que el mío te pertenece a ti.

—¡Ja! Menos mal que ya sé que eres un encantador de serpientes. ¿Tienes un minuto?

—Para ti tengo días. Semanas. —Le besó la mano—. Años.

—Un minuto me bastará. Joseph, ¿qué necesito para ir a París?

—Un suéter negro ajustado, una falda corta y unos tacones muy altos.

—Eso jamás, te lo aseguro, pero tengo que ir y no tengo ni la más mínima idea de lo que voy a necesitar. He tratado de hablar con la señora Sweeney, pero no está en casa.

—Así que soy tu segunda opción. Me destrozas… —comentó, y a continuación le pidió a uno de los empleados que se encargara de la sala—. Lo único que necesitas llevar a París, Maggie, es un corazón romántico.

—¿Dónde puedo comprar uno?

—Tú tienes el tuyo. No puedes esconderlo de mí, pues he visto tu trabajo.

Maggie hizo una mueca y lo agarró del brazo.

—Escúchame. No voy a admitir esto delante de nadie, excepto de ti: nunca he viajado. En Venecia sólo me preocupé por aprender y no usar nada que se pudiera incendiar. Y por pagar el alquiler. Si voy a viajar a París, no quiero hacer el ridículo.

—No harás el ridículo, Maggie. Vas a ir con Rogan, supongo, y él conoce París tan bien como si fuera de allí. Sólo tienes que comportarte con un poco de arrogancia, un poco de aburrimiento, y listo, encajarás a las mil maravillas.

—He venido a ti para pedirte consejos sobre qué ponerme. Ay, es humillante admitirlo, pero no puedo ir vestida así. No es que quiera convertirme en una modelo, pero tampoco quiero parecer la prima campesina de Rogan.

—Hummm… —Joseph se tomó la cuestión en serio y la examinó detenidamente—. Estarás bien así como eres, pero…

—Pero ¿qué?

—Cómprate una blusa de seda, de muy buen corte, pero suave. De un color vivo, cariño, nada de pasteles para ti. Y unos pantalones del mismo tipo. Usa tus ojos para escoger el color. Busca el contraste. Y esa falda corta es obligatoria. ¿Tienes todavía ese vestido negro?

—No lo he traído.

Joseph chasqueó la lengua en señal de reprobación, como una tía solterona.

—Siempre tienes que estar preparada, pero no pasa nada. Esta vez escoge algo brillante. Algo que deslumbre. —Le dio unos golpecitos a la escultura que estaba junto a ellos—. Estos colores metálicos te quedarán bien. No elijas lo clásico, sino lo atrevido. —Complacido con sus consejos, asintió con la cabeza—. ¿Qué tal?

—Confuso. Me da vergüenza admitir que me importa.

—No hay nada de qué avergonzarse. Es sencillamente una cuestión de presentación.

—Puede ser, pero te agradecería que no se lo mencionaras a Rogan.

—Considérame tu confesor —dijo, y entonces miró sobre el hombro de Maggie y ella pudo ver la alegría que le iluminaba los ojos.

Patricia entró y dudó, pero cruzó la sala de suelo reluciente.

—Hola, Maggie. No sabía que ibas a venir a Dublín.

—Tampoco yo.

¿Qué cambio era ése?, se preguntó Maggie. Había desaparecido la sombra de tristeza, la frágil reserva. Sólo necesitó un momento, después de ver cómo los ojos de Patricia se iluminaron al ver a Joseph, para saber la respuesta. «Ajá —pensó—. Así que por ahí es por donde va el agua al río».

—Lamento interrumpiros, pero sólo quería decirle a Joseph que… —Se detuvo—. Es decir… Pasaba por aquí y me he acordado de lo que estuvimos discutiendo. ¿La reunión era a las siete?

—Sí. —Joseph metió las manos en los bolsillos para evitar la tentación de tocarla—. A las siete.

—Pues me temo que tengo que aplazarla a las siete y media. Me ha surgido algo y quería asegurarme de que no hubiera problema.

—No hay problema.

—Bien, muy bien —dijo Patricia, que se quedó allí mirándolo durante un momento, antes de acordarse de Maggie y de sus buenas maneras—. ¿Vas a estar mucho tiempo por aquí?

—No, me voy mañana. —Por la manera en que se estaba caldeando el ambiente, pensó Maggie, era increíble que las esculturas no se derritieran—. De hecho, me voy ya.

—Oh, no, por favor, no te vayas por mi culpa. Yo ya me marcho. —Patricia le dedicó otra larga mirada a Joseph—. Hay unas personas esperándome. Sólo quería… Bueno, hasta luego.

Maggie esperó un segundo.

—¿Te vas a quedar ahí parado? —preguntó a Joseph mientras Patricia caminaba hacia la puerta.

—Hmmm… ¿Qué? Sí, discúlpame un momento —respondió. Le costó dos segundos alcanzar a Patricia.

Maggie vio a Patricia darse la vuelta, sonrojarse y sonreír. Entonces se abrazaron.

El corazón romántico que Maggie se negaba a creer que tenía se hinchó. Esperó a que Patricia saliera a la calle y Joseph la viera alejarse como un hombre al que le ha caído un rayo. Entonces se acercó a él y le habló.

—Así que tu corazón me pertenece a mí, ¿eh?

La mirada obnubilada de Joseph se fue aclarando.

—Es hermosa, ¿verdad?

—No se puede negar.

—He estado enamorado de ella mucho tiempo, incluso desde antes de que se casara con Robbie. Nunca pensé que… Nunca creí… —Se rió, todavía encandilado por el amor—. Pensé que estaba enamorada de Rogan.

—Yo también. Pero se ve claramente que tú la haces feliz. —Le dio un beso en la mejilla—. Me alegro por vosotros.

—Estamos tratando de mantenerlo en secreto. Por lo menos hasta… Durante un tiempo. Su familia… Te aseguro que a su madre no le voy a gustar.

—Al diablo su madre.

—Patricia dijo casi lo mismo —comentó, y recordarlo le hizo sonreír—. Pero no quiero ser la causa de ningún problema familiar. Así que te agradecería que no dijeras nada.

—¿Tampoco a Rogan?

—Yo trabajo para él. Somos amigos, sí, pero aun así es mi jefe. Y Patricia es la viuda de uno de sus más viejos amigos, es la mujer a la que ha acompañado en muchas ocasiones. Muchas personas piensan que ella se convertiría en su esposa.

—No creo que Rogan estuviera entre ellas.

—Puede que así sea, pero preferiría decírselo yo mismo cuando crea que es el momento apropiado.

—Es decisión tuya, Joseph. Tuya y de Patricia. Así que cambiaremos confesión por confesión.

—Te lo agradezco.

—No tienes que agradecerme nada. Si Rogan es tan tonto como para no estar de acuerdo, entonces se merece que lo engañen.