Maggie caminó a través de la sala vacía, miró largo rato hacia fuera por la ventana delantera y caminó de nuevo hacia el otro extremo. Era la quinta casa que veían en una semana, la única que no estaba habitada por vendedores esperanzados y la última que pretendía ver.
Estaba en las afueras de Ennis, un poco más lejos de lo que Brianna habría querido, pero no lo suficientemente lejos para el gusto de Maggie. Era nueva, lo que era un punto a favor, y tenía las habitaciones y todo en un mismo piso. Dos habitaciones, repasó Maggie una vez más, un baño, una cocina espaciosa para poner un comedor y una sala con mucha luz y una chimenea de ladrillo.
—Ésta es —dijo Maggie echando una última mirada a su alrededor y poniéndose los puños en las caderas.
—Maggie, sin duda es el tamaño apropiado para ella —dijo Brianna mordiéndose el labio inferior y observando la sala vacía—, pero ¿no deberíamos buscar algo que esté más cerca de nosotras?
—¿Por qué? Si ella detesta ese lugar…
—Pero…
—Además, esta casa está más cerca de otros sitios, como el supermercado, la farmacia y algunos restaurantes, si algún día quiere comer fuera de casa.
—Ella nunca sale.
—Es hora de que lo haga. Y como no te tendrá a un chasquido de dedos de distancia, deberá hacerlo, ¿no te parece?
Con la espalda rígida, Brianna caminó hacia la ventana.
—Pero la verdad es que ella no querrá mudarse aquí.
—Ya verás como no se va a negar. —No con la espada que Maggie sostenía sobre su cabeza—. Si te deshicieras por un momento de ese sentimiento de culpa que te encanta echarte encima, te darías cuenta de que esto es lo mejor para todos, ella estará más contenta de tener su propia casa, o tan contenta como una mujer de su naturaleza pueda estar. Tú puedes darle todo lo que ella quiera de la casa, si eso calma tu conciencia, o yo le daré dinero para que compre cosas nuevas, que apuesto a que eso es lo que prefiere.
—Maggie, esta casa no tiene ningún encanto.
—Igual que nuestra madre. —Antes de que Brianna pudiera responder, Maggie cruzó el salón hacia ella y le pasó el brazo sobre los hombros—. Le harás un jardín a la entrada y pintaremos las paredes, o le pondremos papel pintado, lo que sea más bonito.
—Podría quedar bonito.
—Nadie está más preparado que tú para poner bonita esta casa. Gastarás todo el dinero que sea necesario para que las dos os sintáis satisfechas con el resultado.
—No es justo, Maggie, que tú tengas que costear todos los gastos.
—Es más justo de lo que piensas. —Había llegado la hora de que Maggie hablara con Brianna sobre su madre—. ¿Sabías que mamá solía cantar profesionalmente?
—¿Mamá? —La idea parecía tan traída por los pelos que Brianna se rió a carcajadas—. ¿De dónde has sacado eso?
—Es cierto. Me enteré por casualidad y lo he verificado para estar segura. —Metió la mano en su bolso y sacó unos recortes amarillentos—. Puedes verlo tú misma. Reseñaron varias veces algunas de sus actuaciones.
Sin poder hablar, Brianna miró los recortes y las fotos descoloridas.
—Cantó en Dublín —murmuró—. Tenía una vida. «Una voz tan clara y dulce como las campanas de una iglesia en la mañana de Pascua» —leyó en voz alta—. Pero ¿cómo es posible? Nunca ha hablado sobre esto. Y papá tampoco.
—He pensado mucho al respecto en los últimos días. —Dándole la espalda, Maggie caminó hacia la ventana otra vez—. Perdió algo que quería y recibió a cambio algo que no quería. Todo el tiempo se ha castigado a sí misma y a los demás.
Sorprendida, Brianna levantó la cabeza.
—Pero nunca cantó en casa, ni una nota. Nunca.
—Creo que fue porque no podía soportarlo, ni consideró la posibilidad de rechazar la penitencia por su pecado. Probablemente fue por ambas cosas. —Maggie sintió que el desánimo la embargaba, pero luchó por evitarlo—. Estoy tratando de excusarla, Brie, de imaginarme lo que debió de sentir cuando supo que estaba embarazada de mí y que su única opción, considerando la persona que es, era el matrimonio.
—Está mal que ella te culpe, Maggie. Siempre ha estado mal, y no es menos cierto hoy.
—Puede ser. Pero me ayuda a entender por qué nunca me ha querido. Y nunca me querrá.
—¿Has…? —Cuidadosamente, Brianna dobló los recortes y los metió en su bolso—. ¿Has hablado con ella de esto?
—Lo intenté, pero no quiere. Pudo haber sido diferente. —Maggie se dio la vuelta odiando la sensación de culpa que no podía quitarse de encima—. Pudo haber sido. A pesar de que no pudiera tener su carrera, podríamos haber disfrutado de la música en casa de todas maneras. ¿Tenía que cerrarse a todo sólo porque no podía tenerlo todo?
—No sé la respuesta, Maggie. Algunas personas no se conforman con menos.
—No se puede cambiar lo que fue —dijo Maggie con firmeza—, pero le daremos a mamá esto. Todos nosotros le daremos esto.
«Qué rápido se gasta el dinero», pensó Maggie unos días después. Parecía que cuanto más tuviera uno, más necesitaba. Pero las escrituras de la casa ya estaban a nombre de Maeve y los detalles, los cientos de detalles que implicaba abrir una casa nueva, estaban siendo atendidos, uno por uno.
Sin embargo, era una lástima que al parecer los detalles de su vida se hubieran quedado en el limbo. Casi no había hablado con Rogan, pensó enfurruñada, sentada a la mesa de su cocina. Es cierto que él le había mandado mensajes por medio de Eileen y Joseph, pero casi no se había tomado la molestia de llamarla directamente. O de volver, como le había dicho que haría.
«Pues vale», pensó. En cualquier caso, estaba muy ocupada. Tenía montones de dibujos que estaban rogando que los convirtieran en vidrio. Si esa mañana iba un poco retrasada, era sólo porque no había decidido todavía qué proyecto iba a empezar primero. Definitivamente no era porque estuviera esperando a que sonara el maldito teléfono.
Se levantó y fue a abrir la puerta al ver a Brianna a través de la ventana con su fiel compañero peludo siguiéndole los pasos.
—Qué bien. Tenía la esperanza de encontrarte aquí antes de que empezaras a trabajar —dijo Brianna entrando en la cocina con una cesta bajo el brazo.
—Pues se ha cumplido. ¿Va todo bien?
—Muy bien. —Rápida y eficiente, Brianna destapó la cesta en la que llevaba panecillos calientes—. Haber encontrado a Lottie Sullivan ha sido como un regalo de Dios. —Sonrió pensando en la enfermera retirada que habían contratado para que fuera la asistenta de Maeve—. Es sencillamente maravillosa, como si ya formara parte de la familia. Ayer yo estaba trabajando en el parterre de flores de la entrada y mamá empezó a decir que era mala época para sembrar y que el color de la fachada de la casa era horrible y, ay, simplemente estaba criticándolo todo. Y Lottie se la quedó mirando y empezó a reírse y a contradecirla en todo lo que decía. Te juro que ambas se lo pasaron en grande.
—Me habría gustado verlas. —Maggie partió un panecillo, y su aroma, junto con la imagen que Brianna le acababa de describir, a punto estuvieron de apartarla de su trabajo esa mañana—. Has encontrado un tesoro, Brie. Lottie la mantendrá a raya.
—Es más que eso. Al parecer, Lottie disfruta con el trabajo. Cada vez que mamá dice algo horrible, Lottie se ríe, guiña un ojo y hace su trabajo. Nunca pensé que diría esto, Maggie, pero creo que este acuerdo va a funcionar.
—Pues claro que va a funcionar. —Maggie partió un trozo de panecillo y se lo dio a Con, que esperaba pacientemente—. ¿Le preguntaste a Murphy si nos puede ayudar a trasladar la cama y las otras cosas que ella quiere?
—No he tenido que hacerlo. La noticia de que le has comprado una casa en Ennis se ha corrido por ahí, y estas dos semanas he tenido muchas visitas casuales, entre ellas la de Murphy, que se ofreció a ayudar y a llevar las cosas en su camioneta.
—Entonces podremos hacer la mudanza antes de que termine la semana próxima. He comprado una botella de champán para que nos emborrachemos cuando hayamos terminado.
Brianna hizo una mueca con los labios, pero su voz sonó sobria.
—No es una celebración.
—Entonces apareceré por allí casualmente —contestó Maggie con una ligera sonrisa—, con la botella debajo del brazo.
Aunque Brianna sonrió, su corazón no estaba del todo de acuerdo.
—Maggie, traté de hablar con ella sobre lo de la música —dijo, y lamentó ver que se esfumaba el brillo en los ojos de su hermana—. Sentí que debía hacerlo.
—Ya. —A Maggie se le quitaron las ganas de terminarse el panecillo, así que se lo dio a Con—. ¿Tuviste más suerte que yo?
—No. No quiso hablar conmigo, sólo se enfureció. —No valía la pena recordar uno a uno los golpes verbales que le había dado, pensó Brianna. Hacerlo sólo serviría para sembrar aún más infelicidad—. Se fue a su habitación y se llevó los recortes con ella.
—Bueno, algo es algo. Tal vez la consuelen. —Cuando sonó el teléfono, Maggie saltó de la silla tan rápido para contestar que Brianna se sorprendió—. ¿Diga? Sí, sí, Eileen, ¿de veras? —La decepción en la cara de Maggie fue evidente—. Sí, recibí las fotos que me mandó para el catálogo. Están más que bien. Tal vez deba decirle yo misma al señor Sweeney… Ah, una reunión. No, está bien. Dígale que apruebo las fotos. No hay de qué. Adiós.
—¿Estabas esperando una llamada? —inquirió Brianna con suspicacia.
—No, ¿por qué lo dices?
—Por cómo has saltado a coger el teléfono, como si fueras a salvar a un niño de ser arrollado por un coche a toda velocidad.
¿En serio había hecho eso?, se preguntó Maggie. Era humillante.
—No me gusta que el maldito aparato suene y suene, eso es todo. Bueno, tengo que ponerme a trabajar —añadió, y con esa despedida salió de la cocina.
No le importaba ni un maldito comino que él no hubiera llamado, se dijo Maggie. Sí, habían pasado tres semanas desde que Rogan se había ido a Dublín, y sí, sólo había hablado con él un par de veces durante ese tiempo, pero realmente no le importaba mucho. Estaba muy ocupada como para ponerse a charlar por teléfono o como para entretenerlo si iba a visitarla.
Como él mismo bien había dicho que haría, pensó, dando un portazo después de entrar en el taller. No necesitaba la compañía de Rogan Sweeney ni la de nadie más. Se tenía a sí misma.
Maggie cogió la caña y se dispuso a trabajar.
El comedor de los Connelly le habría recordado a Maggie el que había visto en la televisión el día que su padre murió. Todo resplandecía, brillaba y destellaba. Un vino de la mejor cosecha lanzaba destellos dorados dentro de las copas de cristal, con reflejos tornasolados. Las velas, estilizadas y blancas, añadían elegancia a la luz que se derramaba de la araña de cinco niveles y se esparcía por la habitación.
Las personas sentadas alrededor de la mesa cubierta con un mantel de encaje eran tan pulcras como la sala. Anne, vestida de seda azul zafiro y con los diamantes de su abuela al cuello, era la imagen de la perfecta y sofisticada anfitriona. Dennis, satisfecho por la buena cena y la buena compañía, sonreía ampliamente a su hija. Patricia estaba especialmente encantadora, y resultaba tan delicada como el rosa pastel de su vestido y las perlas color crema de su collar.
Enfrente de ella, Rogan bebía su copa de vino y luchaba por evitar que sus pensamientos volaran hacia el oeste, donde estaba Maggie.
—Es una delicia disfrutar de una tranquila velada familiar —dijo Anne, llevándose a la boca un poco de la diminuta porción de faisán que se había servido. La báscula le había advertido que había ganado un kilo en el último mes, y eso nunca pasaba—. Espero que no te haya molestado que no invitáramos a más gente, Rogan.
—Por supuesto que no. Es un placer, uno raro para mí estos días, pasar una noche tranquila con unos cuantos amigos.
—Exactamente eso es lo que le he estado diciendo a Dennis —continuó Anne—. ¿Por qué casi no te hemos visto en tanto tiempo? Trabajas demasiado, Rogan.
—Un hombre nunca puede trabajar demasiado cuando ama lo que hace —apuntó Dennis.
—Ah, tú y tu trabajo de hombre… —contestó Anne riéndose ligeramente y dándole un puntapié por debajo de la mesa—. Demasiado trabajo pone tenso a un hombre, creo yo. Especialmente si no tiene una esposa que lo tranquilice.
Sabiendo exactamente hacia dónde iba la conversación, Patricia se esforzó por cambiar de tema.
—Tuviste un gran éxito con la exposición de la señorita Concannon, Rogan. Y también he escuchado que la de arte indígena norteamericano ha sido muy bien acogida.
—Sí, ambas exposiciones han estado muy bien. La de arte indígena se va a poder ver en la galería de Cork a partir de esta semana, y en breve la de Maggie, la señorita Concannon, viajará a la de París. Ha terminado unas piezas sorprendentes en este último mes.
—He visto algunas de ellas. Creo que Joseph quiere el globo; el que tiene dentro una explosión de colores y formas. Es una pieza fascinante, sin duda. —Patricia cruzó las manos sobre su regazo mientras le servían el postre—. Me pregunto cómo lo hizo.
—Yo estaba en el taller por casualidad cuando lo hizo. —Rogan recordó el calor, los colores sangrantes y el chisporroteo—. Y aun así no puedo explicártelo.
La mirada de Rogan puso en alerta máxima a Anne.
—Saber demasiado del proceso artístico echa a perder el goce de disfrutar, ¿no crees? Estoy segura de que, después de todo, debe de ser pura rutina para la señorita Concannon. Patricia, no nos has contado nada de tu proyecto. ¿Cómo va la guardería?
—Va bien, gracias.
—Imaginaos a nuestra Patricia abriendo una guardería —dijo Anne sonriendo con indulgencia.
Rogan se dio cuenta con una punzada de culpa de que no había preguntado a Patricia por su proyecto durante semanas.
—¿Ya has encontrado el lugar adecuado?
—Sí, ya. Es una casa en la calle de la plaza Mountjoy. Necesita algunas remodelaciones, por supuesto, pero ya he contratado a un arquitecto. Los jardines son más que suficientes, son amplios y hay suficiente espacio para organizar las áreas de juego. Espero poder tener todo listo para recibir a los niños la próxima primavera.
Y podía imaginárselo. Bebés y niños pequeños cuyas madres necesitaban un sitio de confianza donde dejar a sus hijos mientras iban a trabajar. Niños más mayores que necesitaran un sitio donde quedarse después de salir de la escuela. Compensaría en algo el dolor que tenía por dentro, pensó, y le llenaría en parte el vacío que sentía. Ella y Robert no habían tenido hijos. Habían estado seguros de que habría tiempo más adelante. Tan seguros…
—Estoy convencida de que Rogan te puede ayudar con la negociación, Patricia —continuó Anne—. Después de todo, tú no tienes experiencia.
—Ella es mi hija, ¿no? —la interrumpió Dennis con un guiño—. Así que lo hará muy bien.
—Estoy segura de que así será —replicó, y de nuevo Anne le dio un puntapié a su marido por debajo de la mesa.
Anne esperó a estar a solas con su hija en la sala mientras los hombres tomaban una copa de oporto en la salita contigua, una costumbre que Anne se negaba a considerar anticuada. Despidió a la empleada que les había servido el café y se enfrentó a su hija.
—¿Qué estás esperando, Patricia? Estás dejando que ese hombre se te escurra entre los dedos.
—Por favor, mamá, no empieces de nuevo con eso —dijo Patricia, sintiendo un dolor de cabeza incipiente.
—Supongo que quieres ser viuda siempre, ¿no? —Con mirada severa, le puso leche a su café—. Te digo que ya ha pasado suficiente tiempo.
—Llevas diciéndomelo desde que se cumplió un año de la muerte de Robbie.
—Y es verdad. —Anne suspiró. Odiaba ver sufrir a su hija, y ella misma había llorado bastante, no sólo por la pérdida de un yerno al que quería, sino por el dolor que no había sido capaz de borrar de los ojos de su hija—. Cielo, por más que deseemos que no sea así, la realidad es que Robert se ha ido y no volverá.
—Ya lo sé. Lo he aceptado y estoy tratando de seguir adelante.
—¿Abriendo una guardería para cuidar a los niños de otras personas?
—Sí, en parte. Pero también lo estoy haciendo por mí, mamá, porque necesito trabajar, necesito sentir la satisfacción que aporta el trabajo.
—No voy a discutir más ese tema contigo —dijo Anne, y en un gesto de paz levantó una mano—. Y si eso es lo que verdaderamente deseas, entonces también yo lo quiero.
—Gracias por tu apoyo, mamá. —La expresión de Patricia se suavizó al inclinarse hacia su madre para besarla en la mejilla—. Sé que lo único que quieres es lo mejor para mí.
—Así es. Y por esa misma razón quiero a Rogan para ti. No, no me lo niegues. No puedes decirme que tú no lo quieres para ti.
—Le tengo afecto —dijo Patricia cuidadosamente—. Mucho. Siempre se lo he tenido.
—Y él te tiene afecto a ti, pero estás siendo demasiado paciente. No puedes seguir esperando a que él dé el siguiente paso, porque mientras tanto puede distraerse por el camino. Una mujer ciega podría ver que está interesado mucho más que en el trabajo de la Concannon. Y ella no parece ser del tipo de mujer que se sienta a esperar —añadió Anne agitando el dedo índice—. No, claro que no. Ella debe de ser la clase de mujer que al encontrarse con un hombre de la posición y fortuna de Rogan, trata de atraparlo en menos que canta un gallo.
—Dudo mucho que Rogan sea de los que se dejan atrapar así —contestó Patricia a su madre secamente—. El está muy seguro de sí mismo y de lo que quiere.
—En la mayoría de los aspectos —estuvo de acuerdo Anne—, pero los hombres necesitan que los guíen, Patricia, que los seduzcan. Tú no has intentado seducir a Rogan Sweeney. Tienes que lograr que te vea como una mujer, no como la viuda de su amigo. Porque tú lo deseas, ¿no es así?
—Yo creo que…
—Claro que lo deseas. Entonces es hora de que él te desee también.
Patricia estuvo muy callada en el viaje de regreso a casa. Esa casa que había compartido con Robert, la casa que no había podido dejar. Ya no entraba con la esperanza de encontrarlo allí esperándola ni sufría esos repentinos ataques de dolor que la asaltaban en los momentos más inoportunos cuando recordaba su vida juntos. Tan sólo era una casa que guardaba muy buenos recuerdos.
Pero ¿quería seguir viviendo allí el resto de su vida? ¿Quería pasarse los días haciéndose cargo de los hijos de otras mujeres y no tener ninguno propio que le iluminara la vida?
Si su madre tenía razón y Rogan era lo que ella quería, entonces jugar un poco a seducirlo no tenía nada de malo.
—¿No quieres entrar un rato? —preguntó cuando Rogan la estaba acompañando hasta la puerta principal—. Todavía es temprano y no tengo sueño.
Rogan pensó en su propia casa vacía y las horas que faltaban para que empezara de nuevo la jornada laboral.
—Si me prometes que me ofrecerás un brandy.
—Te lo serviré en la terraza —contestó ella abriendo la puerta.
La casa reflejaba la elegancia discreta y el innegable buen gusto de la dueña. Y a pesar de que Rogan siempre se había sentido como en su propia casa allí, pensó en el desorden de la cabaña de Maggie y en su cama deshecha.
Incluso la copa de brandy le recordó a Maggie. Pensó en cómo había estrellado una en la chimenea en un arrebato de pasión. Y en el paquete que había llegado unos días después con una que ella misma había hecho para reemplazar la que había roto.
—Hace una noche espléndida —dijo Patricia para atraer la atención de Rogan, que estaba distraído.
—¿Qué? Ah, sí, claro —repuso, y le dio vueltas al brandy, pero no bebió.
Una media luna rodeada de bruma iluminaba el firmamento. Soplaba una brisa tibia y perfumada y sólo rompía el silencio el sonido ahogado del tráfico, que se oía más allá de los setos.
—Cuéntame más cosas de la guardería —se interesó Rogan—. ¿Qué estudio de arquitectos has escogido? —Patricia le dijo el nombre y él lo aprobó—. Son muy buenos. Nosotros los hemos contratado un par de veces.
—Ya lo sé. Joseph fue quien me los recomendó. No te imaginas todo lo que me ha ayudado, aunque me siento culpable de distraerlo de su trabajo.
—No te preocupes. Joseph es capaz de hacer seis cosas a la vez.
—Al parecer nunca le molesta que me pase por la galería. —Para probar a Rogan, y a sí misma, Patricia se acercó más a él—. Te he echado de menos.
—Las cosas han estado agitadas —dijo, colocándole un mechón de pelo detrás de la oreja, un gesto antiguo, un viejo hábito del que Rogan no era consciente—. Tenemos que sacar tiempo para vernos. No hemos ido al teatro en semanas, ¿no?
—No —respondió, y lo cogió de la mano—, pero me alegra que tengamos tiempo ahora que estamos solos.
En ese momento una señal de alarma sonó dentro de la cabeza de Rogan, pero la desoyó porque la consideró ridícula, y entonces sonrió.
—Ya tendremos más tiempo. ¿Te parece que me pase por la casa que has comprado y te dé mi opinión?
—Ya sabes que valoro mucho tu opinión. —El corazón le latía rápido en el pecho—. Te valoro a ti.
Antes de poder cambiar de opinión, se inclinó hacia Rogan y presionó su boca contra la de él. Si había una expresión de alarma en los ojos de él, ella se negó a verla.
Esa vez no fue un dulce beso platónico. Patricia enredó los dedos entre el pelo de Rogan y se entregó al beso. Quería desesperadamente sentir algo otra vez, pero los brazos de Rogan no la abrazaron, sus labios no se encendieron. Se quedó paralizado como una estatua. No fue placer ni deseo lo que tembló entre ellos. Fue el aire helado de la conmoción.
Patricia retrocedió y vio la sorpresa en la cara de Rogan, y, aún peor, mucho peor, la expresión de lástima en sus ojos. Entonces, sintiendo que le dolía el corazón, le dio la espalda.
—Patricia… —empezó Rogan dejando su copa de brandy sin tocar sobre la mesa.
—No… No digas nada —respondió Patricia apretando los ojos con fuerza.
—Claro que voy a hablar, tengo que hacerlo. —Dudando si tocarla o no, finalmente puso las manos sobre los hombros de ella con suavidad—. Patricia, tú sabes todo lo que te… —¿Qué palabra sería la apropiada?, pensó frenéticamente Rogan—… aprecio —dijo por fin, y se odió a sí mismo.
—Déjalo así —repuso Patricia, apretando las manos hasta que le dolieron—, ya me siento suficientemente humillada.
—Nunca pensé… —Se maldijo a sí mismo nuevamente y, como se sentía fatal, maldijo a Maggie por haber estado en lo cierto—. Patty —continuó, impotente—, lo siento.
—Estoy segura de que así es. —Su voz sonó fría, a pesar de que Rogan la había llamado con su viejo diminutivo—. Yo también lo siento, por ponerte en una situación tan incómoda.
—Es culpa mía. Debí haberlo entendido.
—¿Por qué? —Fría, se alejó de él y se dio la vuelta. A la luz de la luna, la cara se le veía tan frágil como el cristal, y los ojos, vacíos—. Siempre estoy disponible para ti, ¿no? Aparezco en la galería, voy contigo al teatro cualquier noche que tengas libre… Pobre Patricia, tan desorganizada, soñando con sus pequeños proyectos para mantenerse ocupada. La joven viuda que se contenta con una palmadita en la cabeza y una sonrisa indulgente.
—Eso no es cierto. No es lo que siento.
—No sé qué sientes. —Subió la intensidad de su voz, asustándolos a los dos—. Tampoco sé cómo me siento yo. Sólo sé que quiero que te vayas antes de que digamos cosas que nos puedan avergonzar más de lo que ya estamos.
—No te puedo dejar así. Ven, vamos dentro, por favor. Sentémonos y hablemos.
No, pensó Patricia, quería llorar y completar su tormento.
—Lo digo en serio, Rogan —repuso lacónicamente—. Quiero que te vayas. No hay nada que nos podamos decir ahora salvo buenas noches. Ya conoces la salida —añadió, y pasó junto a él y se metió en la casa.
Malditas fueran todas las mujeres, pensó Rogan al entrar en la galería la tarde del día siguiente. Malditas por su extraordinaria capacidad para hacer sentir culpables, necesitados e idiotas a los hombres.
Había perdido a una amiga, una a la que quería mucho. La había perdido, pensó, porque no había sido capaz de ver cuáles eran sus sentimientos, los cuales, recordó con creciente resentimiento, habían sido evidentes para Maggie.
Subió las escaleras furioso consigo mismo. ¿Por qué no era capaz de manejar a dos de las mujeres que más significaban para él? Le había partido el corazón a Patricia, y Maggie, maldita sea, tenía el poder de partirle el suyo. ¿Acaso nadie se enamoraba de personas que estuvieran dispuestas a devolver ese amor?
Pues bien, él no era tan tonto como para poner sus sentimientos a los pies de Maggie para que ella los pisoteara. No ahora. No ahora que sin darse cuenta había pisoteado los de Patricia. El podía arreglárselas muy bien solo, gracias.
Entró en la primera salita de reuniones y frunció el ceño. Habían puesto allí otras piezas de Maggie como mero aperitivo de la obra que estaría de gira durante los próximos doce meses. El globo que Maggie había creado ante sus ojos resplandeció, y era cierto que parecía que contenía todos los sueños de los que Maggie había hablado, sueños que parecían burlarse de él cuando Rogan miraba en el abismo de sus profundidades.
Maggie no había cogido el teléfono cuando la había llamado la noche anterior. Tal vez la había necesitado en el momento en que se había sentido miserablemente culpable por lo que había pasado con Patricia. Necesitaba oír su voz, que lo sosegara. Pero en cambio había escuchado su propia voz, concisa y precisa, en el contestador. Maggie se había negado a grabar el mensaje ella misma.
Así que en lugar de mantener una tranquila y tardía, tal vez íntima, conversación nocturna, Rogan le había dejado un lacónico mensaje que sabía sin duda que la iba a disgustar tanto como lo había disgustado a él. Dios, cómo la deseaba.
—Ah, justo el hombre al que quería ver. —Tan alegre como un petirrojo, Joseph entró a la habitación—. Acabo de vender Carlota. —La sonrisa de satisfacción de Joseph se desvaneció y se convirtió en curiosidad cuando Rogan se volvió y pudo verle la cara—. ¿Un mal día?
—Los he tenido mejores. ¿Carlota, dices? ¿A quién?
—A una turista norteamericana que entró en la galería esta mañana. Se quedó absolutamente fascinada con ella cuando la vio. Se la vamos a mandar a su casa, a un lugar llamado Tucson.
Joseph se sentó en el sofá y encendió un cigarrillo a modo de celebración.
—La mujer me dijo que adora los desnudos primitivos, y nuestra Carlota, sin lugar a dudas, es primitiva. A mí también me gustan los desnudos, pero Carlota no es mi tipo. Demasiado grande de caderas y demasiado color en las mejillas. Creo que al artista le faltó sutileza, digamos.
—Es un óleo excelente —contestó Rogan con tono ausente.
—Dentro de su clase. Puesto que yo prefiero las obras un poco menos obvias, no voy a lamentar enviar Carlota a Tucson. —Sacó del bolsillo un pequeño cenicero portátil y puso el cigarrillo sobre él—. Ah, y esa serie de acuarelas del escocés llegó hace una hora. Es un trabajo bellísimo, Rogan. Creo que has descubierto a otra estrella.
—Pura suerte. Si no hubiera estado revisando lo de la fábrica de Inverness, nunca habría visto los dibujos.
—Un artista callejero… —Joseph sacudió la cabeza—. Bueno, no por mucho tiempo, puedo garantizarlo. Las acuarelas tienen una cualidad mística maravillosa, un tanto frágil y austera. —El diente de oro resplandeció cuando sonrió—. Y viene un desnudo que compensa la pérdida de Carlota, uno mucho más de mi gusto, debo decir. Es elegante y delicada, y tiene los ojos un poquito tristes. Me he enamorado perdidamente.
En ese momento se interrumpió al ver a Patricia en la entrada y se ruborizó ligeramente. Desesperanzado, le tembló el corazón. «Está fuera de tu alcance —se recordó Joseph—, muy fuera de tu alcance, chico». Se puso de pie y le dirigió su sonrisa más deslumbrante.
—Hola, Patricia. Es un placer verte.
Rogan se dio la vuelta. Decidió que debían azotarlo por ser el causante de las ojeras de Patricia.
—Hola, Joseph. Espero no interrumpiros.
—En absoluto. La belleza siempre es bienvenida aquí —replicó, y la tomó de la mano, se la besó y se dijo que era un idiota—. ¿Quieres tomar un té?
—No, no te preocupes.
—No es problema, de verdad. Ya casi vamos a cerrar…
—Ya sé. Esperaba… —Patricia se infundió fuerzas—. Joseph, ¿te importaría dejarnos solos un momento? Tengo que hablar con Rogan en privado.
—Por supuesto que no. —«Tonto, imbécil, idiota»—. Estaré abajo. Y pondré la tetera a calentar por si cambias de opinión.
—Gracias —dijo, y aguardó a que Joseph saliera y cerró la puerta—. Espero que no te importe que haya venido tan cerca de la hora de cierre.
—No, claro que no. —De nuevo, se dio cuenta, Rogan no estaba preparado para controlarse—. Me alegra que hayas venido.
—No, claro que no te alegra. —Patricia sonrió ligeramente al hablar, para suavizar la punzada—. Estás ahí de pie, pensando frenéticamente qué debes decir o cómo comportarte. Te conozco desde hace demasiado tiempo, Rogan. ¿Nos sentamos?
—Por supuesto.
Rogan trató de ofrecerle una mano para ayudarla a sentarse, pero la dejó caer a su costado. Patricia levantó una ceja ante el movimiento. Entonces se sentó y cruzó las manos sobre el regazo.
—He venido a disculparme.
Ahora, la angustia de Rogan era total.
—No, por favor. No hay necesidad…
—Claro que hay necesidad, y vas a tener la cortesía de escucharme.
—Patty —empezó, sentándose junto a ella y sintiendo que el estómago le daba un vuelco—, te hice llorar.
Era demasiado obvio ahora que se hallaban más cerca. Aunque estaba maquillada cuidadosamente, se adivinaban las señales.
—Sí, así es. Y cuando terminé de llorar empecé a pensar por mí misma —dijo con un suspiro—. Tengo muy poca práctica en pensar por mí misma, Rogan. Mis padres me han cuidado tanto y tenían tantas expectativas… Siempre he temido no estar a la altura.
—Eso es absurdo…
—Te he pedido que me escuches —dijo en un tono que lo sorprendió—, y lo harás. Siempre has formado parte de mi vida, desde los… ¿catorce, quince años? Y Robbie… yo estaba tan enamorada de él que no había necesidad de pensar, no había espacio para hacerlo. Todo era él, y arreglar la casa juntos, convertirla en un hogar. Cuando lo perdí, pensé que yo también me moriría. Dios sabe que quería morirme.
No había nada más que Rogan pudiera hacer salvo cogerla de la mano.
—Yo también lo quería.
—Sé que así es. Y fuiste tú quien me ayudó a salir adelante. Tú me ayudaste durante el duelo y después de él. Podía hablar de Robbie contigo, y llorar y reír. Has sido el mejor de los amigos para mí, así que era natural que te amara. Parecía sensato esperar a que dejaras de verme como una amiga y empezaras a verme como una mujer. Entonces ¿no hubiera sido natural que te enamoraras de mí y me pidieras que me casara contigo?
Los dedos de Rogan se movieron intranquilamente debajo de los de ella.
—Si hubiera prestado más atención…
—Habrías seguido sin ver nada que yo no quisiera que vieras —concluyó—. Pero anoche, por razones que no voy a discutir, decidí dar el siguiente paso. Cuando te besé, esperaba sentir una explosión de estrellas y la luz de la luna. Me lancé a besarte esperando que fuera todo lo que deseaba sentir de nuevo, las mariposas en el estómago, el vuelco del corazón. Quería tanto sentir otra vez… Pero no fue así…
—Patricia, no es que yo… —Se interrumpió, entornó los ojos—. ¿Cómo dices?
Patricia se rió, confundiendo a Rogan aún más.
—Cuando termine mi bien merecida cuota de llanto, repase todo el episodio. No solo fuiste tú al que tomaron por sorpresa, Rogan. Me di cuenta de que no sentí nada en absoluto cuando te besé.
—Nada en absoluto —repitió Rogan después de un momento.
—Nada más que vergüenza por habernos puesto en esa situación tan espantosa. Me di cuenta de que aunque te quiero profundamente, no estoy enamorada de ti. Sólo besé a mi mejor amigo.
—Ya veo. —Era ridículo sentir como si su hombría hubiera sido puesta en duda. Pero él era, después de todo, un hombre—. Qué suerte, ¿no?
Patricia lo conocía bien. Riéndose, se llevó la mano de Rogan a su mejilla.
—Ahora te he insultado.
—No, no me has insultado. Me alegra que hayamos aclarado las cosas. —La tranquila expresión de Patricia lo hizo maldecir para sus adentros—. Bueno, pues sí, qué demonios, sí me has insultado. O al menos has herido mi orgullo masculino —añadió, devolviéndole la sonrisa—. ¿Amigos, entonces?
—Siempre —respondió Patricia, y suspiró profundamente—. No puedo decirte lo aliviada que me siento por haber resuelto esto. ¿Sabes? Creo que le voy a aceptar ese té a Joseph. ¿Nos acompañas?
—Lo siento, ahora no puedo. Acaba de llegar una entrega de Inverness y quiero echarle un vistazo.
Patricia se puso de pie.
—Creo que tengo que coincidir con mi madre en que estás trabajando demasiado, Rogan. Se te está empezando a notar. Necesitas tomarte unos días y relajarte.
—En uno o dos meses.
Sacudiendo la cabeza, Patricia se inclinó para darle un beso.
—Siempre dices lo mismo. Quisiera pensar que esta vez lo dices en serio. —Ladeó la cabeza y le sonrió—. Creo que la villa que tienes en el sur de Francia puede ser un excelente lugar no sólo para relajarse, sino para potenciar la creatividad artística. Seguro que los colores y las texturas de allí serán del interés de una artista.
Rogan abrió la boca de par en par, en gesto de absoluta sorpresa.
—Sí que me conoces bien —murmuró.
—Así es. Piénsalo —dijo, y salió, lo dejó meditando en sus palabras y bajó a la cocina.
Vio que Joseph estaba en la sala principal con unos clientes, de modo que empezó a preparar el té ella misma.
Joseph entró en la cocina justo cuando Patricia estaba sirviendo la primera taza.
—Lo siento —dijo a Patricia—. Al parecer no tenían prisa, ni he podido seducirlos para que dejaran su dinero aquí. Pensaba que terminaría el día con la venta de la escultura de bronce, ésa que parece un arbusto sagrado, pero se me han escapado.
—Ven, tómate un té para consolarte.
—Claro, gracias. ¿Has…? —Se interrumpió cuando Patricia se dio la vuelta y pudo verle la cara a plena luz—. ¿Qué te pasa? ¿Ha ocurrido algo malo?
—¿Por qué? No, nada… —Llevó las tazas a la mesa, pero casi se le cayeron cuando Joseph la cogió del brazo.
—Has estado llorando —dijo con voz tensa—, y tienes ojeras.
Con un suspiro de impaciencia, puso las tazas sobre la mesa.
—¿Por qué son tan caros los cosméticos si no cumplen con su maldito cometido? Una mujer no puede llorar tranquilamente si no puede confiar en su maquillaje. —Se iba a sentar, pero Joseph la sujetó firmemente por los hombros. Sorprendida, levantó la cara para mirarlo directamente. Lo que vio en sus ojos la hizo estremecerse—. No es nada, de verdad. Sólo una tontería, pero ya estoy bien.
Joseph no podía pensar. Ya la había tenido en sus brazos antes, por supuesto. Habían bailado. Pero en ese momento no había música. Sólo estaba ella. Lentamente, levantó una mano y acarició suavemente con un dedo la sombra que había bajo los ojos de Patricia.
—Lo echas de menos… a Robbie.
—Sí, siempre. —Pero el rostro de su marido, tan amado, se hizo borroso. Sólo podía ver a Joseph—. No he llorado por Robbie. No exactamente. La verdad es que no sé con certeza por qué he estado llorando.
Patricia era tan encantadora, pensó Joseph. Tenía la mirada tan tranquila… pero confundida. Y su piel, nunca se había atrevido a tocarla así antes, era como la seda.
—No deberías llorar, Patty —se oyó decir a sí mismo. Luego, la besó, su boca se dirigió hacia la de ella como una flecha, sus manos se hundieron en el pelo de Patricia, que era suave y sedoso.
Se perdió en ella, se sumergió en su olor, en el ardor que había en la manera en que ella abrió la boca, sorprendida, para dejarlo entrar y que la saboreara completamente. El cuerpo de Patricia le transmitió una delicada sensación de fragilidad que hizo surgir en él necesidades insoportables y conflictivas. De tomar, de proteger, de consolar, de poseer.
Joseph se apartó de ella cuando Patricia suspiró, en parte por la sorpresa, en parte por la duda, con la cara paralizada por la estupefacción.
—Por… por favor, discúlpame —balbuceó Joseph, quien luego, cuando ella no dijo nada y sólo se quedó mirándolo, se puso rígido por el arrepentimiento. Un torbellino de emociones se desató dentro de su cuerpo al dar un paso atrás—. Mi comportamiento es imperdonable —dijo, y se giró y salió de la cocina antes de que la cabeza de Patricia dejara de dar vueltas y pudiera decir algo.
Patricia dio un paso detrás de él, con su nombre en los labios, pero se detuvo. Presionó una mano contra su corazón desbocado y se desplomó en una silla, porque las piernas le temblaban y temió que no la sostuvieran.
¿Joseph? Llevó la mano del pecho a la cara y se tocó las mejillas sonrojadas. Joseph, pensó de nuevo, sorprendida. Era ridículo. No eran más que amigos casuales que compartían el afecto hacia Rogan y el arte. Joseph era… lo más cercano a un bohemio que ella conocía, pensó. Sí, era encantador, como confirmarían todas las mujeres que entraban a la galería.
Y sólo había sido un beso. Sólo un beso, se dijo, tomando la taza de té de la mesa. Pero le temblaban las manos, y por eso se le derramó el té.
Un beso, comprendió con un sobresalto, que la había hecho sentir las mariposas en el estómago, la explosión de estrellas y todas las sensaciones maravillosas y aterradoras que ella añoraba.
Joseph, pensó de nuevo, y salió deprisa de la cocina para ir a buscarlo.
Lo vio a lo lejos en la sala y se encaminó hacia él, pasando junto a Rogan prácticamente sin dirigirle la palabra.
—¡Joseph!
Joseph se quedó rígido y maldijo entre dientes. «Aquí viene», pensó amargamente, y le plantaría un buen tortazo y, encima, como no se había ido con suficiente prisa, en público. Resignado a aceptar su castigo, se dio la vuelta y se echó el pelo hacia atrás. Patricia patinó y se detuvo a escasos centímetros de él, evitando sólo por poco no arrollarlo.
—Yo… —olvidó por completo lo que esperaba poder decir.
—Tienes todo el derecho a estar furiosa —dijo Joseph—. Difícilmente importa que no fuera mi intención… Yo sólo quería… ¡Maldita sea! ¿Qué esperabas? Estabas ahí tan triste y tan bella… Tan perdida… Me olvidé de mí mismo. Y me disculpo por ello.
Se había sentido perdida, comprendió Patricia, y se preguntó si él podría entender lo que era saber dónde estaba uno y creer que sabía hacia dónde se dirigía, pero estar perdido al mismo tiempo. Pensó que tal vez sí podría.
—¿Cenarías conmigo?
Joseph parpadeó, dio un paso atrás, se quedó mirándola.
—¿Qué?
—Que si cenarías conmigo —repitió, sintiéndose mareada, intranquila—. Esta noche. Ya.
—¿Quieres cenar conmigo? —Habló despacio, acentuando las sílabas—. ¿Conmigo? ¿Esta noche?
Joseph estaba tan receloso y desconcertado que Patricia se rió.
—Sí. No. De hecho no es lo que quiero.
—Está bien, entonces. —Joseph negó con la cabeza, tenso, y se dirigió hacia la calle.
—No quiero cenar —añadió Patricia subiendo la voz, lo que hizo que la gente se volviera a mirarla. ¿Un poco temeraria?, pensó. No, completamente temeraria—. Lo que quiero es que me beses de nuevo.
Eso hizo que Joseph se detuviera del todo. Se giró haciendo caso omiso de un hombre con camisa de flores que le guiñó un ojo y le infundió ánimo. Como un ciego que siente por dónde debe caminar, se acercó a ella.
—No estoy seguro de haber entendido lo que has dicho.
—Entonces te lo repetiré claramente. —Se tragó una estúpida burbuja de orgullo y dijo—: Quiero que me lleves a tu casa, Joseph, y que me beses de nuevo. Y a menos que me ha ya equivocado sobre lo que sentimos los dos, quiero que me hagas el amor. —Dio un último paso hacia él—. ¿Has entendido lo que te he dicho y estás de acuerdo?
—¿Estar de acuerdo? —Tomó el rostro de ella entre sus manos y la miró fijamente a los ojos—. Has perdido la razón, Patty… gracias a Dios. —Se rió y la abrazó con fuerza—. Más que de acuerdo, querida, mucho más.