Capítulo 12

Se tomó su tiempo para regresar a su casa. De nuevo decidió caminar por los campos en lugar de ir por la carretera. Por el camino recogió flores silvestres que crecían entre el pasto. Las vacas bien alimentadas de Murphy, con las ubres pesadas, listas para ser ordeñadas, no prestaron atención cuando Maggie se subió a las cercas de piedra que separaban los pastizales de la tierra sembrada y ésta del terreno dedicado al heno.

Entonces vio a Murphy, que estaba en su tractor con Brian O’Shay y Dougal Finnian, preparados para recoger el heno que ondeaba al viento. En irlandés lo llamaban comhair, pero Maggie sabía que allí, en el oeste, la palabra significaba mucho más que su sentido literal de «ayuda». Significaba «comunidad». Ningún hombre estaba solo allí, no cuando se trataba de recoger el heno o el carbón o de sembrar en primavera.

Si aquel día estaban O’Shay y Finnian trabajando en la tierra de Murphy, entonces al día siguiente o al otro Murphy estaría trabajando en la de ellos. Nadie tendría que pedirlo. Ya fuera un tractor o sencillamente un par de manos y una espalda fuertes, servirían, y se haría el trabajo. Puede que las posesiones de un hombre estuvieran separadas de la de otra por muros de piedra, pero el amor por la tierra los unía a todos.

Maggie levantó una mano para responder al saludo de los tres granjeros, recogió más flores y continuó su camino. Una grajilla voló en picado quejándose fieramente. Un momento después Maggie entendió por qué, al ver correr alegremente a Con a través del portón de la cerca con la lengua fuera.

—¿Estás ayudando otra vez a Murphy? —Maggie se agachó para acariciarle el pelaje—. ¡Qué buen granjero eres! Vuelve allí, entonces.

Con una serie de ladridos, Con corrió de vuelta al tractor. Maggie se quedó un momento allí, de pie, mirando a su alrededor, el color dorado del heno, el verde de los pastizales con sus vacas perezosas y las sombras que hacía el sol sobre el círculo de piedras antiguas que durante generaciones los Concannon habían respetado, igual que Murphy ahora. Vio el intenso color oscuro de la tierra donde había patatas sembradas, y sobre todo el paisaje, un cielo tan azul como la lavanda.

De pronto le dieron ganas de reírse y se encontró a sí misma corriendo de regreso a su casa. Tal vez era el puro placer del día combinado con la emoción de su primer gran éxito lo que hizo que la sangre le corriera a toda prisa por las venas. Podía ser también el canto de los pájaros, que trinaban como si les fuera a explotar el corazón, o la fragancia de las flores silvestres que ella misma había cortado. Pero cuando se detuvo ante la puerta de su propia casa y miró hacia la cocina, se quedó sin aliento por otras razones además de la carrera a través de los campos.

Rogan estaba sentado a la mesa de la cocina, elegante con su traje inglés y sus zapatos hechos a mano. Tenía el maletín abierto sobre la mesa y la pluma de oro en la mano. Verlo trabajar allí la hizo sonreír, entre el desorden y sobre una mesa de madera que él probablemente habría usado como leña en su chimenea.

El sol se colaba por las ventanas y la puerta abierta y resplandecía sobre la pluma a medida que Rogan escribía. Luego sus dedos pulsaron las teclas de la calculadora, dudó, repitió la operación. Desde donde estaba, Maggie podía verlo de perfil, la ligera arruga de concentración entre las cejas negras y fuertes, la postura firme de su boca. Se llevó la taza de té a los labios y bebió mientras evaluaba las cifras. Volvió a ponerla sobre el plato y siguió escribiendo y leyendo.

Era un hombre elegante y guapo, pensó Maggie, de un modo único y masculino, y tan maravillosamente competente y preciso como la calculadora que usaba. No era un hombre para correr a través de campos soleados o recostarse a soñar bajo la luna. Pero Rogan era más de lo que ella se había imaginado al principio, mucho más, entendió Maggie en ese momento.

La dominó el impulso de soltarle el nudo de la corbata, que se notaba que había sido hecho con sumo cuidado, de desabotonarle el cuello de la camisa y encontrar al hombre que había debajo.

Muy pocas veces Maggie rehusaba seguir sus impulsos.

Entró sigilosamente en la cocina, y tan pronto su sombra cayó sobre los papeles de Rogan, Maggie se sentó a horcajadas sobre sus piernas y le dio un profundo beso en la boca.

Sorpresa, placer y lujuria lo invadieron como una flecha de tres puntas, todas afiladas y dispuestas a dar en el blanco. Soltó la pluma y sus manos se hundieron en el pelo de Maggie antes de que pudiera respirar otra vez. Entre la bruma sintió un tirón en la corbata.

—¿Qué…? —dijo, y su voz sonó como si croara. La necesidad de comportarse con dignidad lo obligó a aclararse la garganta y a separarse de Maggie un instante.

—¿Sabes? —empezó Maggie, enfatizando sus palabras con ligeros besos que distribuía por la cara de Rogan. Olía a dinero, a jabón delicado y a almidón en la camisa—. Siempre he pensado que la corbata es una cosa tonta, una especie de castigo para el hombre sencillamente por ser hombre. ¿No te ahoga?

No, sólo que tenía el corazón en la garganta.

—No —respondió, y trató de mantener las manos de Maggie lejos de él, pero el daño ya estaba hecho. Con rapidez y pericia, ella le quitó la corbata y le desabotonó el cuello de la camisa—. ¿Qué estás tramando, Maggie?

—Eso debería ser obvio incluso para un dublinés. —Se rió y los ojos se le vieron de un verde travieso—. Te he traído flores —dijo, y las puso entre ellos. Rogan miró hacia abajo y vio los pétalos magullados.

—Muy bonitas, pero al parecer necesitan agua.

Maggie sacudió la cabeza hacia atrás y se rió otra vez.

—Contigo siempre es primero lo primero, ¿no? Sin embargo, Rogan, desde donde estoy sentada noto que hay algo más en tu cabeza aparte de poner flores en un jarrón.

Rogan no podía negar su reacción obvia y bastante humana.

—Habrías endurecido a un hombre muerto —murmuró, y puso las manos sobre las caderas de Maggie, para mantenerla a raya, pero ella se movió sobre él, torturándolo.

—Pues ése es un cumplido muy bonito. Pero tú no estás muerto, ¿verdad? —Lo besó de nuevo usando los dientes, para demostrar lo que acababa de decir—. ¿Estás pensando que tienes trabajo que terminar y no puedes perder el tiempo?

—No. —Todavía tenía las manos sobre las caderas de Maggie, pero ahora sus dedos estaban hundiéndose en su carne, acariciándola. Ella olía a flores silvestres y a humo. Lo único que podía ver era su cara, la piel blanca con un rubor de rosa y las pecas doradas, la profundidad de sus ojos verdes. Hizo un esfuerzo heroico para hacerse oír—. Pero estoy pensando que esto es un error. —Un gemido salió de su garganta cuando ella empezó a besarle la oreja—. Que hay un lugar y un tiempo adecuados.

—Y que tú debes escogerlos —murmuró Maggie mientras le desabotonaba el resto de la camisa con dedos ágiles.

—Sí… No. —Dios santo, ¿cómo se suponía que un hombre podía pensar en una situación así?—. Que los dos deberíamos escoger, después de establecer algunas prioridades.

—Yo sólo tengo una prioridad en este momento. —Le acarició el pecho con las manos, presionando los pétalos de las flores contra su piel—. Voy a tenerte, Rogan, ahora. —Volvió a reírse de buena gana antes de fundirse con él en otro beso—. Adelante, recházame.

Rogan tenía toda la intención de no tocarla. Ése fue su último pensamiento coherente antes de que sus manos se colmaran de sus senos. El gemido de Maggie le llenó la boca como si fuera vino, sedoso y embriagador.

Entonces le quitó la blusa y empujó la mesa.

—Al diablo —murmuró contra la boca de ella, y la levantó.

Maggie se aferró al cuerpo de Rogan de piernas y brazos como una cuerda de seda, la blusa le colgaba de una muñeca, donde un botón la sostenía. Debajo sólo llevaba una sencilla camiseta de algodón, que a Rogan le pareció tan erótica como si hubiera sido de encaje.

Maggie era pequeña y liviana, pero con la sangre agolpándosele en la cabeza, pensó que habría sido capaz de levantar una montaña. La boca de ella no dio tregua, pasó de la de él a su mandíbula y de allí a sus orejas y a las mejillas, mientras quejidos sensuales salían de su garganta.

Rogan empezó a salir de la cocina, pero se tropezó con una arruga de la alfombra, lo que hizo que la golpeara en la espalda contra el marco de la puerta. Maggie sólo podía reírse, sin aliento, apretando las piernas aún más alrededor de la cintura de Rogan.

Sus labios se fundieron de nuevo en un profundo, brusco y desesperado beso. Contra el marco de la puerta y con ella abrazada a él, Rogan liberó su boca de la de ella y empezó a besarle los senos, a succionar a través del algodón.

El placer que Rogan le daba a Maggie, oscuro y condenatorio, fue como una lanza dentro de su sistema nervioso. Eso era más de lo que ella esperaba, comprendió, al sentir la sangre correr por sus venas y zumbar como un motor encendido. Mucho más de lo que había esperado. Y mucho más de lo que estaba preparada para recibir. Pero no había vuelta atrás.

Rogan se separó del marco de la puerta.

—Date prisa —fue todo lo que ella pudo decir mientras él se dirigía a las escaleras—. Date prisa.

Las palabras de ella latieron como su propio pulso. «Date prisa, date prisa». Contra su corazón desbocado, el de ella latía con igual intensidad, en furiosa respuesta. Con Maggie aferrada a su cuerpo, Rogan no pudo sino saltar de escalón en escalón, dejando un camino de flores rotas tras él.

Por intuición, giró a la izquierda, donde encontró la habitación; el sol se derramaba tibio sobre la estancia y la brisa perfumada hacía flotar las cortinas de las ventanas abiertas. Rogan cayó sobre Maggie en la cama deshecha. La locura lo dominó y la rigió a ella también. No necesitaron ni pensaron, ninguno de los dos, en caricias suaves o palabras tiernas o manos lentas. Se rasgaron el uno al otro, inconscientes como bestias, arrancando ropas, tirando, quitándose zapatos de un puntapié, mientras se alimentaban ávidamente el uno al otro de besos violentos.

El cuerpo de Maggie era como un motor acelerado listo para competir en una carrera. Se sacudía, giraba y se encabritaba mientras su aliento ardiente salía en bocanadas abrasadoras. Las costuras se desgarraron, las necesidades explotaron.

Las manos de Rogan eran suaves. En otras circunstancias, sus manos habrían resplandecido sobre la piel de Maggie como agua. Pero ahora apretaban, magullaban y saqueaban, dándole a ella un indescriptible placer que recorría su sistema nervioso ya de por sí sobrecargado, como un trueno en una noche oscura. Rogan se llenó las manos de sus senos otra vez, y en ese momento, sin límites, se metió los pezones en la boca.

Maggie gritó, pero no de dolor por los apasionados rasguños de los dientes y la lengua de Rogan, sino de placer; el éxtasis la embargó cuando el primer orgasmo llegó, intenso y áspero, como una explosión.

Maggie no esperaba que pudiera llegar tan deprisa y fuerte, ni tampoco había experimentado nunca la posterior impotencia que siguió tan rápido después de la tormenta. Antes de que pudiera hacer algo más que preguntarse, nuevas necesidades se enroscaron dentro de ella como un látigo.

Habló en gaélico, palabras apenas recordadas que no sabía que todavía guardaba en su corazón. Nunca creyó que la avidez pudiera tragársela y dejarla temblando. Pero se sacudía bajo las manos de Rogan, bajo la exigencia salvaje de su boca. Durante otro interludio deslumbrante, Maggie fue totalmente vulnerable, se le derritieron los huesos y la cabeza le dio vueltas, completamente aturdida en la entrega por la fuerza de su propio clímax.

Rogan no sintió el cambio. Sólo supo que ella vibraba debajo de él como un arco en tensión. Estaba húmeda y tibia y era insoportablemente excitante. El cuerpo de Maggie era suave, liso, flexible, con surcos y curvas dispuestos a dejarse explorar. Rogan sólo sintió el deseo desesperado de conquistar, de poseer, y se llenó tanto del sabor de la piel de ella que empezó a sentir la esencia de Maggie correr por sus venas a toda prisa como su propia sangre. Tomó en su mano la de ella y no se detuvo hasta que Maggie gritó una vez más, y su nombre fue como un sollozo al viento.

Con la habitación dando vueltas alrededor de ella como un carrusel, sacó su mano de la de él y enredó sus dedos en el pelo de Rogan. La necesidad la invadió de nuevo, vorazmente, y entonces levantó la cadera con fuerza.

—¡Ahora! —La orden se abrió paso por la garganta de Maggie—. Rogan, por Dios santo…

Pero él ya se había sumergido en ella, profundo y fuerte. Maggie se arqueó hacia arriba y hacia abajo, en extasiada bienvenida, mientras un placer fresco corrió a través de ella como un destello lanzado y fundido. Su cuerpo se encajó en el de él, acoplándose, golpe a golpe, desesperado. Rogan no sintió las uñas de ella clavarse en su espalda.

Con la visión borrosa y difusa, Rogan la miró, vio dibujarse en su cara cada sensación. «No será suficiente», pensó aturdido. Incluso a medida que el dolor atravesaba el brillante escudo de pasión, Maggie pudo abrir los ojos y decir su nombre otra vez. Entonces él se ahogó en ese mar de verde y enterró la cara en el fuego del pelo de Maggie, rindiéndose. Con un destello final de avidez gloriosa, Rogan se vació dentro de ella.

En cualquier tipo de guerra siempre hay bajas. Nadie, pensó Maggie, conocía mejor que los irlandeses la gloria, el dolor y el precio de la batalla. Y si, como temía en ese momento, su cuerpo quedaba paralizado de por vida como resultado de la magnífica batalla que acababa de tener lugar, ella no tendría en cuenta el coste.

El sol todavía brillaba en el ciclo. Y ahora que su corazón no retumbaba dentro de su cabeza, Maggie pudo escuchar el canto de los pájaros, el rugido de su horno y el zumbido de una abeja que volaba cerca de la ventana.

Yacía atravesada en la cama, con la cabeza colgando del colchón. Le dolían los brazos, tal vez porque todavía los tenía alrededor de Rogan, que estaba extendido sobre ella, tan quieto como la muerte. Contuvo la respiración un momento, y entonces escuchó la intensa carrera del corazón de él. Pensó que era una suerte que no se hubieran matado el uno al otro. Contenta de sentir el peso del hombre sobre ella y con una sensación adormilada en el cerebro, se dedicó a mirar cómo el sol bailaba en el techo.

La mente de Rogan se fue aclarando lentamente; una neblina roja se fue fundiendo poco a poco para luego desvanecerse completamente hasta que lo dejó tomar conciencia otra vez de la sosegada luz y el pequeño y cálido cuerpo que yacía debajo del suyo. Cerró los ojos de nuevo y se quedó quieto.

¿Cuáles eran las palabras que debía decir?, se preguntó. Si le decía que había descubierto, para su sorpresa y confusión, que estaba enamorado de ella, ¿por qué habría de creerle? Pronunciar esas palabras ahora, cuando ambos estaban saturados y obnubilados por el sexo, difícilmente complacería a una mujer como Maggie o la haría ver la verdad desnuda que encerraban.

¿Qué palabras podía emplear un hombre después de haber tomado a una mujer y haberla poseído como un animal? Oh, no tenía duda de que ella lo había disfrutado, pero eso difícilmente cambiaba el hecho de que había perdido totalmente el control, tanto de su mente como de su cuerpo, como de cualquier cosa que fuera la que separaba la civilización de la barbarie. Por primera vez en su vida, había tomado a una mujer sin delicadeza, sin cuidado y, pensó con un repentino sobresalto, sin calcular las consecuencias.

Rogan empezó a moverse, pero Maggie protestó en un susurro y apretó aún más el abrazo.

—No te vayas.

—No me voy a ir. —Rogan se dio cuenta de que ella tenía la cabeza colgando fuera de la cama; entonces, sosteniéndosela con una mano, giró para invertir su posición, movimiento que casi los mandó al otro extremo de la cama—. ¿Cómo puedes dormir en una cama tan pequeña? A duras penas es suficientemente grande para un gato.

—El tamaño es perfecto para mí. Pero estoy pensando en comprarme otra ahora que tengo dinero. Una grande y buena, como la de tu casa.

Pensó en una cama Chippendale de cuatro columnas en ese espacio tan reducido y sonrió. Entonces sus pensamientos volvieron a él y borraron la sonrisa.

—Maggie —dijo Rogan. Ella tenía la cara radiante y los ojos entornados, y sonreía ligeramente.

—Rogan —dijo ella en el mismo tono serio de él, y luego se rió—. No me vas a salir ahora con que lamentas haber mancillado mi honor o alguna tontería así, ¿no? Si el honor de alguien ha sido mancillado, ha sido el tuyo, después de todo, y no lo lamento ni una pizca.

—Maggie —dijo Rogan nuevamente, y le quitó un mechón de pelo de la mejilla—. Menuda mujer eres. Es difícil lamentar haberte mancillado, o que me hubieras mancillado, cuando yo… —Se le partió la voz. Entonces le levantó la mano y empezó a besarle los dedos, cuando vio las oscuras marcas en su brazo—. Te he hecho daño.

—Humm, ahora que lo mencionas, empiezo a notarlo —dijo, levantando el hombro—. Debí de darme con el marco de la puerta con más fuerza de la que sentí en ese momento. Bueno, ¿qué me ibas a decir?

Rogan la apartó a un lado y se sentó.

—Lo lamento tanto… —dijo con una voz extraña—. Es imperdonable. Una disculpa difícilmente es suficiente para mi comportamiento.

Maggie inclinó la cabeza y lo miró detenidamente. La educación, pensó. ¿De qué otra manera se explicaba que un hombre desnudo sentado en una cama deshecha pudiera resultar tan digno?

—¿Tu comportamiento? —repitió ella—. Yo diría que fue más nuestro comportamiento, Rogan, y que estuvo muy bien por ambas partes. —Riéndose de él, se arrodilló a su lado y le echó los brazos alrededor del cuello—. ¿Crees que unos moratones me marchitarán como si fuera una rosa, Rogan? Pues no es así, te lo prometo. Especialmente cuando me los merezco.

—La cuestión es…

—La cuestión es que nos hemos dado un revolcón los dos. Deja ya de actuar como si yo fuera un frágil capullo que no puede admitir que ha disfrutado de una buena sesión de sexo apasionado. Porque lo he disfrutado mucho, al igual que tú, mi bien educado muchacho.

Rogan pasó un dedo sobre un tenue moratón que había aparecido en la muñeca de Maggie.

—Habría preferido no marcarte.

—Bueno, no es una marca permanente.

No, no lo era. Pero había algo más en su descuido que podría serlo.

—Maggie, no lo pensé antes, y te aseguro que no había planeado esto cuando salí de Dublín esta mañana. Es un poco tarde para pensar en ser responsable —dijo, y sintiéndose frustrado se pasó una mano por el pelo—, pero ¿puedo haberte dejado embarazada?

Maggie parpadeó, se sentó sobre las pantorrillas y respiró profundamente. Hija del fuego. Recordó cuando su padre le dijo que ella era hija del fuego. Era a eso a lo que se refería.

—No —elijo rotundamente, sintiendo un torbellino de emociones demasiado intrincado e inestable como para explorarlo en ese momento—. No estoy en los días fértiles. Y recuerda que yo soy responsable de mí misma, Rogan.

—Debí haberlo previsto. —Rogan se acercó a ella y le acarició la mejilla con los nudillos—. Me deslumbraste cuando te sentaste sobre mis piernas, Maggie, con tus flores silvestres. Me deslumbras ahora.

Maggie sonrió otra vez y se le iluminaron los ojos.

—Venía de casa de mi hermana por el campo. El sol resplandecía y Murphy estaba recogiendo el heno en sus tierras. Había tantas flores a mis pies… En estos últimos cinco años, después de la muerte de mi padre, no había logrado sentirme así de feliz. Luego te vi en la cocina, trabajando. Puede ser que yo también me deslumbrase contigo. —Se levantó sobre las rodillas otra vez y recostó la cabeza sobre el hombro de él—. ¿Tienes que irte esta noche, Rogan?

Cada minuto y cada tedioso detalle de su agenda corrió por su cerebro como un río. El olor de Maggie, mezclado con el suyo, los envolvió como una bruma.

—Puedo arreglarlo para quedarme hasta mañana.

—Y preferiría no salir a cenar —dijo Maggie enderezándose y sonriendo.

—Cancelaré la reserva, entonces —contestó Rogan mirando a su alrededor—. ¿No tienes un teléfono aquí arriba?

—¿Para qué? ¿Para qué me llames por la mañana y me despiertes?

—No sé ni por qué he preguntado —dijo, y se levantó y se puso los pantalones, que estaban arrugados en el suelo—. Iré abajo a hacer algunas llamadas. —Se volvió a mirarla; Maggie estaba arrodillada en el centro de la angosta cama—. Llamadas muy breves.

—Podrían esperar, ¿no? —gritó Maggie detrás de él.

—No quiero que nadie me interrumpa hasta mañana por la mañana —repuso Rogan, que bajó las escaleras a toda prisa y recogió, con romanticismo, una flor ajada del suelo.

Arriba, Maggie esperó cinco minutos, luego seis, antes de levantarse de la cama. Se estiró, tratando de liberarse un poco de los dolores. Pensó en ponerse la bata, que estaba tirada descuidadamente sobre una silla, pero decidió bajar cuanto antes.

Rogan permanecía todavía al teléfono, con el auricular entre la oreja y el hombro mientras tomaba notas en su libreta. La luz, más tenue ahora, se arremolinaba a sus pies.

—Cambie esa cita para las once. No, las once —repitió—. Estaré de regreso en la oficina a las diez. Sí, y, por favor, póngase en contacto con Joseph, Eileen, y dígale que le enviaré otra entrega desde Clare. El trabajo de Concannon, sí… Yo… —Rogan escuchó un ruido a su espalda y se dio la vuelta. Maggie estaba de pie detrás de él como una diosa de alabastro coronada por el fuego, una diosa de curvas lustrosas y ojos inquisitivos. La voz de la secretaria de Rogan sonó al otro lado del teléfono como el zumbido molesto de un moscardón—. ¿Qué? ¿El qué? —Sus ojos, su expresión, primero denotaron aturdimiento, después pasión. Miraron a Maggie de arriba abajo y después arriba otra vez, y se detuvieron en su rostro—. Me encargaré de eso cuando vuelva. —Le temblaron los músculos del estómago cuando Maggie se le acercó y le bajó la cremallera de los pantalones—. No. No me puede volver a llamar hoy, yo… —balbuceó con voz ahogada. Luego siseó entre dientes cuando Maggie lo acarició con sus largos dedos de artista—. Santo Dios, mañana —exclamó con un último vestigio de control—. Nos vemos mañana. Hasta luego —añadió, y colgó de golpe el auricular, que se tambaleó sobre la base del teléfono y cayó ruidosamente contra la mesa.

—He interrumpido tu llamada… —empezó a decir, pero luego se rió cuando él la atrajo hacia sí.

Estaba sucediendo otra vez. Rogan casi podía salirse de su propio cuerpo y ver al animal que llevaba dentro tomar el control. Con un tirón de pelo desesperado le echó la cabeza hacia atrás y la besó salvajemente en el cuello y en la boca. La necesidad de poseerla era feroz, como si le hubieran inyectado una droga fatal en las venas que le aceleraba el corazón y le nublaba el pensamiento.

Podría hacerle daño de nuevo. Pero ni siquiera sabiéndolo pudo detenerse. Con un sonido en parte embravecido, en parte triunfal, la empujó sobre la mesa de la cocina. Sintió una oscura y retorcida satisfacción al verla con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa.

—Rogan, tus papeles.

Rogan tiró de ella por la cadera hasta el borde de la mesa y la levantó con las manos. Fijó la mirada en ella, los ojos brillantes anticipando la batalla, y entonces la penetró. Maggie levantó una mano que tropezó con el plato y la taza y los lanzó por los aires. La porcelana estalló en mil pedazos mientras el traqueteo de la mesa envió al suelo el maletín con gran estruendo.

Parecía que las estrellas estallaban frente a los ojos de Maggie mientras ella se dejaba llevar por el delirio. Sintió la madera áspera debajo de su espalda mientras el sudor la empapaba. Y cuando Rogan le levantó las piernas más alto y se introdujo más profundamente dentro de ella, hubiera podido jurar que le había tocado el corazón. Luego no sintió nada salvo el viento que la llevaba alto, más alto, por encima de aquel pico dentado. Tomó aire como una mujer que se está ahogando y después lo exhaló en un quejido largo y lánguido.

Luego, algún momento después, cuando se dio cuenta de que podía hablar de nuevo, se encontró acunada entre los brazos de Rogan.

—Entonces ¿has terminado de hacer tus llamadas? Él se río y cargó con ella escaleras arriba.

Era temprano cuando Rogan se fue. Una lluvia mezclada con los rayos del sol hizo aparecer un arco iris en el cielo matutino. Maggie, adormilada, se ofreció a prepararle un té, pero luego se quedó dormida de nuevo, así que él bajó solo a la cocina.

En la alacena había únicamente un frasco de café instantáneo endurecido, por lo que a Rogan le tocó conformarse con el café viejo y un huevo que había en la nevera.

Estaba recogiendo sus papeles y tratando de ordenarlos cuando Maggie entró tambaleándose. Tenía los ojos entornados y legañosos y a duras penas le gruñó mientras buscaba la tetera.

Vaya con las despedidas de amantes, pensó Rogan.

—He usado la que al parecer era tu última toalla limpia. —Maggie gruñó de nuevo y puso té en la tetera—. Y se ha terminado el agua caliente en mitad de la ducha. —Esa vez Maggie sólo bostezó—. Se te han acabado los huevos. —Entonces Maggie murmuró algo parecido a «las gallinas de Murphy». Rogan recogió sus papeles arrugados y los metió en el maletín—. Te he dejado los recortes que querías sobre la encimera. Por la tarde vendrá una furgoneta para recoger las piezas. Tienes que empaquetarlas antes de la una. —Cuando no recibió respuesta, cerró el maletín—. Tengo que irme. —Molesto, caminó hacia ella, la agarró por la barbilla firmemente y la besó—. Yo también te echaré de menos.

Rogan ya estaba fuera cuando Maggie por fin pudo hacer acopio de fuerzas y salir corriendo detrás de él.

—Rogan, por Dios santo, espera un momento. Apenas he podido abrir los ojos.

Rogan se dio la vuelta justo en el momento adecuado para que ella se le abalanzara. Por poco perdió el control, se hubiera caído, con ella encima, sobre el parterre de flores. Un instante después la tenía abrazada y se estaban besando sin aliento bajo la suave y luminosa lluvia.

—Te voy a echar de menos, maldita sea —dijo Maggie, que presionó la cara contra el hombro de Rogan, respirando profundamente.

—Ven conmigo. Anda, mete un par de cosas en una bolsa y ven conmigo.

—No puedo. —Se apartó de él, sorprendida de cuánto lamentaba tener que decir que no—. Tengo algunas cosas que hacer y, y… la verdad es que no puedo trabajar en Dublín.

—No —dijo él después de un largo silencio—. Supongo que no puedes.

—¿Podrás venir otra vez? ¿Tomarte un par de días?

—Ahora no es posible. En un par de semanas tal vez pueda.

—Bueno, eso no es tanto tiempo —comentó, pero le parecía una eternidad—. Ambos podemos hacer lo que tengamos pendiente y entonces…

—Y entonces —repitió Rogan, inclinándose para besarla— pensarás en mí, Margaret Mary.

—Claro que sí.

Maggie lo vio partir; con su maletín en la mano caminó hacia el coche, arrancó y se dirigió hacia la carretera. Ella se quedó allí fuera durante mucho tiempo después de dejar de oír el ruido del motor, de que dejara de llover y de que el sol comenzara a brillar en lo alto del cielo.