—¿Qué quieres decir con que se ha ido? —Rogan se levantó como un resorte de su escritorio y le dedicó a Joseph una mirada enfurecida—. Por supuesto que no se ha marchado.
—Te estoy diciendo que se ha ido. Ha venido a la galería a despedirse hace como una hora. —Y metiéndose una mano en un bolsillo sacó un sobre—. Me ha pedido que te dé esto.
Rogan lo cogió y lo dejó sobre su escritorio.
—¿Me estás diciendo que ha vuelto a Clare la mañana siguiente de la inauguración?
—Sí. Y tenía mucha prisa. No tuve tiempo de enseñarle las reseñas de los diarios. —Joseph levantó una mano y empezó a juguetear con el pequeño aro de oro que llevaba en la oreja—. Había reservado una plaza en el vuelo de la mañana a Shannon. Me dijo que sólo tenía un momento para despedirse, así que me deseó suerte, me dio el sobre para ti, me besó en la mejilla y salió corriendo. —Joseph sonrió—. Fue un poco como ser azotado por un pequeño huracán. —Se encogió de hombros—. Lo siento, Rogan. Si hubiera sabido que querías que se quedara, habría tratado de detenerla. Creo que hubiera fracasado en el intento, pero por lo menos lo habría intentado.
—No importa —dijo Rogan, que volvió a sentarse en su silla, lentamente—. ¿Qué aspecto tenía?
—Impaciente, con prisa, distraída. Como casi siempre. Lo único que me dijo fue que quería volver a su casa y a su trabajo. No estaba seguro de que tú lo supieras, por eso preferí venir y decírtelo en persona. Tengo una reunión con el general Fitzsimmons, así que voy de camino a su casa.
—Muchas gracias. Estaré en la galería hacia las cuatro. Saluda al general de mi parte.
—Bien —contestó Joseph con una sonrisa—. A propósito, ha subido su oferta en cinco mil libras por Entrega.
—No está en venta.
Después de que Joseph cerrase la puerta al salir, Rogan cogió el sobre y dejó de lado todo el trabajo que tenía pendiente. El papel color crema que había en la habitación de huéspedes estaba lleno de la bonita y apresurada caligrafía de Maggie.
Querido Rogan:
Me imagino que estarás disgustado porque me he ido repentinamente, pero no he podido evitarlo. Necesito estar en casa y empezar a trabajar de nuevo, y no me voy a disculpar por ello. Estoy segura de que intentarás comunicarte conmigo, pero te advierto de antemano que pretendo ignorarte, por lo menos durante un tiempo. Por favor, despídete de tu abuela de mi parte. Y no me importaría que pensases en mí de vez en cuando.
Maggie
Ah, una cosa más. Te interesará saber que me llevo a casa seis recetas de Julián; así se llama tu chef, por si no lo sabes. Piensa que soy encantadora.
Rogan leyó la carta una vez más antes de ponerla a un lado. Era lo mejor, decidió. Ambos serían más felices y más productivos si los separaba toda Irlanda. Por lo menos él lo sería. Era difícil trabajar teniendo cerca a la mujer de la que estaba enamorado, especialmente cuando ella lo hacía sentirse frustrado en todos los niveles.
Con un poco de suerte, aunque fuera sólo un poco, tal vez aquellos sentimientos que habían crecido dentro de él se sosegarían y se desvanecerían como consecuencia del tiempo y la distancia.
Así que cogió la carta, la dobló nuevamente, la metió en el sobre y la guardó. Estaba contento de que Maggie se hubiera ido y de haber llevado a término exitosamente la primera etapa de sus planes para su carrera. Y contento, también, de que Maggie le hubiera dado tiempo para aclarar sus propios sentimientos, que eran bastante confusos.
Al diablo, pensó. Ya la echaba de menos.
El cielo era del color de un huevo de petirrojo y tan claro como una cascada de montaña. Maggie se sentó en uno de los escalones a la entrada de su casa con los codos sobre las rodillas y sólo respiró. Más allá de la puerta de su jardín y de las fucsias florecidas veía el verde exuberante de los valles y de las colinas. Y más lejos, puesto que el día estaba tan claro, tan brillante, también veía las montañas oscuras.
Se fijó en una urraca que revoloteaba dentro de su campo de visión, apareciendo y desapareciendo detrás del seto. Luego voló en línea recta, alejándose como una flecha, hasta que incluso su sombra se perdió entre el verde.
Una de las vacas de Murphy mugió y otra le contestó. Al fondo se escuchaba un eco que bien podría ser el tractor de su amigo y, más intensamente, un rumor parecido al del mar que provenía de sus hornos, que Maggie había encendido tan pronto como había llegado.
Las flores de su jardín brillaban bajo la luz del sol; las begonias rojas estaban entrelazadas con los tulipanes y los delicados retoños de la espuela de caballero. Podía percibir el aroma a romero y tomillo mezclado con el fuerte perfume de las rosas silvestres que se balanceaban como bailarinas en la suave y dulce brisa. Un móvil que Maggie había hecho con fragmentos de vidrio sonaba musicalmente sobre su cabeza.
Dublín, con sus calles atestadas de gente, parecía estar muy lejos.
En la curva de la carretera que se veía al fondo del valle Maggie divisó una camioneta roja, pequeña y brillante como un juguete, que avanzaba sin pausa. Dobló otra curva, subió la loma y se detuvo frente a una cabaña. En casa para la hora del té, pensó, y suspiró de pura felicidad.
Primero escuchó al perro, su ladrido inconfundible, y luego el crujir de los arbustos que le indicaron que estaba persiguiendo un pájaro. La voz de su hermana flotó en el aire, divertida, indulgente.
—Deja tranquilo al pobre animal, Con; perro malo.
El perro ladró de nuevo y momentos después saltó la puerta del jardín. Corrió a saludar a Maggie, feliz, en cuanto la vio.
—Ven aquí —le ordenó Brianna—. ¿Quieres que Maggie llegue a casa y encuentre la puerta hecha un desastre y…? —Se detuvo al ver a su hermana—. No sabía que estabas aquí —dijo, y sonrió y abrió la puerta del jardín para entrar.
—Acabo de llegar —replicó, y pasó los siguientes cuatro minutos dejándose saludar por Concobar, que le saltó encima y la lamió hasta que Brianna le ordenó que se sentara. Y se sentó, pero con las patas delanteras sobre los pies de Maggie, como para asegurarse de que se quedara allí.
—Tengo algo de tiempo, así que pensé en pasar a arreglarte el jardín.
—Yo lo veo bien.
—Siempre dices lo mismo. También te he traído un pan que he horneado esta mañana. Iba a guardártelo en la nevera. —Sintiéndose un poco rara, Brianna le pasó la cesta a Maggie. Se dio cuenta de que algo pasaba. Algo detrás de la mirada fría y calmada de su hermana—. ¿Qué tal Dublín?
—Lleno de gente. —Maggie dejó la cesta a su lado sobre el escalón. El aroma era tan tentador que no pudo resistirse, levantó el paño que cubría la cesta y partió un trozo del pan—. Ruidoso. —Dio un pellizquito y se lo lanzó a Concobar, que lo atrapó en el aire y se lo tragó sin masticar—. Qué goloso eres, ¿no? —Le lanzó otro trozo y se puso de pie—. Tengo algo para ti, Brie.
Maggie entró en la casa y dejó a Brianna fuera, de pie en la entrada. Cuando salió de nuevo, le entregó una cajita y un sobre marrón.
—No tenías que traerme nada —empezó Brianna, pero se detuvo. Era culpa lo que sentía, se dio cuenta. Y culpable debía sentirse. Aceptándola, abrió la caja—. Oh, Maggie, es precioso. Lo más bonito que he tenido nunca. —Sacó el broche y lo observó a la luz del sol, que lo hacía destellar—. No debiste gastarte tu dinero.
—Es mío, así que puedo gastármelo en lo que quiera —contestó—. Y espero que te lo pongas sobre algo que no sea el delantal.
—No siempre me pongo delantal —dijo Brie llanamente. Volvió a dejar el broche en la caja y se la guardó en el bolsillo—. Gracias, Maggie. Quisiera…
—No has visto qué hay en el sobre. —Sabía lo que quería su hermana, pero no le importaba oírlo. El arrepentimiento por no haber ido a Dublín para la inauguración poco importaba ya.
Brianna escrutó la cara de su hermana y no encontró ninguna señal de indulgencia.
—Está bien. —Abrió el sobre y sacó unas hojas—. Dios mío, oh, Dios. —A pesar de lo brillante y hermoso del broche, no se podía comparar con eso. Ambas lo sabían—. Cuántas recetas… Suflés y postres y, ah, mira este pollo, debe de ser delicioso.
—Lo es. —Maggie sacudió la cabeza ante la reacción de su hermana, casi suspiró—. Lo probé en Dublín. Y esta sopa, las hierbas son el truco, me dijeron.
—¿Dónde las has conseguido? —Brianna se mordió el labio inferior y estudió las hojas escritas a mano como si fueran tesoros de la Antigüedad.
—Me las dio el chef de Rogan. Es francés.
—Recetas de un chef francés… —dijo Brianna con tono reverencial.
—Le prometí que le enviarías el mismo número de recetas tuyas a cambio.
—¿Mis recetas? —Brianna pestañeó como si estuviera saliendo de un sueño—. ¿Por qué? No creo que quiera mis recetas.
—Claro que quiere tus recetas. Puse por las nubes tu estofado irlandés y tu tarta de bayas. Y le di mi solemne palabra de que le enviarías las recetas.
—Bueno, pues se las voy a mandar, pero no me puedo imaginar… Gracias, Maggie. Es un regalo maravilloso. —Brianna dio un paso adelante y abrazó a su hermana, pero la soltó rápidamente, debido a la frialdad de su respuesta—. ¿No vas a contarme cómo fue todo? He estado tratando de imaginármelo, pero no he podido.
—La inauguración estuvo bastante bien. Fue mucha gente. Al parecer Rogan sabe cómo despertar interés. Había una orquesta y camareros vestidos de blanco que servían constantemente champán en copas altas y ofrecían elegantes canapés en bandejas de plata.
—Debió de ser maravilloso. Estoy tan orgullosa de ti…
Los ojos de Maggie se enfriaron.
—¿Lo estás?
—Sabes que sí.
—Sé que te necesitaba allí. Maldita sea, Brie. Necesitaba que estuvieras conmigo.
Con aulló por el grito y pasó la mirada de Maggie a su ama.
—Habría estado allí si hubiera podido.
—Nada te retenía salvo ella. Sólo te pedí una noche de tu vida. Una. No tuve a nadie esa noche. Ni mi familia, ni mis amigos, nadie que me quiera. Y todo porque la escogiste a ella, como siempre. Siempre le das prioridad a ella sobre mí, sobre papá, incluso sobre ti misma.
—No era una cuestión de preferencia.
—Siempre es cuestión de preferencia —contestó Maggie fríamente—. Has permitido que ella ahogue tu corazón, Brianna, de la misma manera que ahogó el de papá.
—Eso es cruel, Maggie.
—Sí, lo es. Ella sería la primera en decirte lo cruel que soy. Cruel, marcada por el pecado y maldecida por el diablo. Bien, pues me alegra ser mala. Sin pensarlo escogería el infierno antes que arrodillarme sobre cenizas y sufrir en silencio deseando el cielo como haces tú. —Maggie dio un paso atrás y puso la mano sobre el picaporte de la puerta—. Bueno, pues disfruté de mi noche sin ti, sin nadie, y estuvo bastante bien. Creo que vendieron varias piezas, así que te daré dinero en unas semanas.
—Siento haberte herido, Maggie. —El orgullo de Brianna le endureció la voz—. No me importa el dinero.
—Pero a mí sí —replicó Maggie cerrando la puerta.
Nadie la molestó durante tres días. El teléfono no sonó y nadie fue a llamar a su puerta. Incluso si le hubieran llegado citaciones, las habría ignorado. Pasó casi todas sus horas de vigilia en el taller, refinando, perfeccionando, dándoles forma en vidrio a las imágenes que tenía en la cabeza y en su bloc de dibujo.
A pesar de que Rogan había dicho que sus dibujos tenían mucho valor, Maggie los colgó con pinzas de ropa e imanes, lo que hizo que un rincón del taller se pareciera a un cuarto oscuro en donde se estaban secando fotos.
Se había quemado dos veces por la prisa. Una de las quemaduras había sido bastante grave y había tenido que dejar de trabajar para hacerse una cura. Ahora estaba sentada en su silla, convirtiendo cuidadosa y meticulosamente un dibujo de un peto apache en vidrio según su propia visión.
Era un trabajo en el que se sudaba mucho y que exigía una tremenda exactitud. Lograr los colores y las formas que quería significaba hacer cientos de viajes al visor del horno. Pero allí, por lo menos, podía ser paciente.
Llamas blancas y ardientes se asomaron a la puerta abierta del horno y escupieron calor. El exhausto ventilador ronroneaba como un motor para mantener el humo alrededor del vidrio, y fuera de los pulmones de Maggie, y lograr así darle un matiz iridiscente.
Durante dos días Maggie trabajó con productos químicos, mezclando y experimentando como un científico loco hasta que pudo perfeccionar los colores que quería. Cobre para el turquesa profundo, hierro para el denso amarillo dorado, manganeso para el morado azulado real. El rojo, el verdadero color rubí que quería, le había dado muchos problemas, como a cualquier artista del vidrio. Estaba trabajando en él en ese momento, poniendo la sección en medio de dos capas de vidrio transparente. Había usado cobre otra vez, con agentes reductores en la fundición para asegurar un color puro. A pesar de que era tóxico, y peligroso, incluso bajo condiciones controladas, Maggie había decidido trabajar con cianuro de sodio.
Sopló y giró la primera acumulación de la nueva sección; luego, con mucho cuidado, la arrastró con el hierro. Usó unas pinzas largas para darle al vidrio fundido, que parecía caramelo caliente, una sutil forma de pluma. Las gotas de sudor le caían en el pañuelo de algodón que tenía puesto alrededor de la cabeza a la altura de las cejas. Al terminar con la primera acumulación siguió con la segunda, repitiendo el procedimiento.
Una y otra vez fue a asomarse al visor del horno para recalentar, no sólo para que el vidrio se mantuviera caliente, sino para evitar cualquier presión térmica que pudiera romper algún vaso y el corazón de la artista.
Para evitar quemarse las manos, Maggie echó agua sobre la caña. Sólo la punta tenía que estar caliente. Quería que el peto fuera lo suficientemente delgado para que la luz pudiera filtrarse y reflejarse a través de él. Eso requería viajes adicionales para calentar y trabajo paciente y cuidadoso con herramientas especiales para aplanar y lograr la ligera curva que Maggie veía en su cabeza.
Horas después de haber soplado la primera acumulación, Maggie puso el vaso en el horno e insertó el puntel.
Sólo cuando hubo ajustado la temperatura y el tiempo sintió los calambres en la mano y los nudos en la espalda y el cuello. Y el vacío en el estómago.
Nada de abrir una lata esa noche, decidió. Iba a celebrar su trabajo con una verdadera cena y una cerveza en el pub.
Maggie no se preguntó por qué después de añorar la soledad ahora tenía ganas de buscar compañía. Había estado en casa durante tres días sin hablar con nadie, salvo con Brianna, pero sólo brevemente y con furia.
En ese momento le pesaba no haber tratado con mayor ahínco de ponerse en el lugar de su hermana. Brianna siempre estaba en medio, la desafortunada segunda hija de un matrimonio fallido. En lugar de saltar al cuello de su hermana, debía haber puesto en perspectiva el exceso de disponibilidad de Brie con su madre. Y debía haberle contado lo que le había dicho Christine Sweeney. Habría sido interesante juzgar la reacción de Brianna al descubrir las noticias sobre el pasado de su madre.
Pero eso tendría que esperar. Ahora quería una hora de compañía sin exigencias con gente que conocía y tomar comida caliente y una cerveza fría. Así se quitaría de la cabeza durante un rato el trabajo que la había absorbido los últimos días y el hecho de que no sabía nada de Rogan todavía.
Era una noche espléndida, así que decidió sacar la bicicleta y recorrer pedaleando los cinco kilómetros que la separaban del pueblo; de esa manera también podría desentumecerse.
Empezaban los largos días del verano. El sol estaba brillante y agradablemente tibio, lo que hacía que los granjeros pasaran más tiempo en sus campos, incluso mucho después de haber cenado. El angosto y tortuoso camino estaba flanqueado por setos, no dejaba espacio para hacerse a un lado y le daba a Maggie la sensación de deslizarse por un largo y fragante túnel. Adelantó a un coche, saludó al conductor con la mano y sintió la brisa que le ondeaba los vaqueros.
Pedaleaba con fuerza, más por el placer de hacerlo que porque tuviera prisa. Salió del túnel de setos hacia la suntuosa belleza del valle. La luz del sol se reflejaba sobre el techo de metal de un granero, lo que la deslumbró. El camino se volvió más suave, aunque no más amplio. Maggie disminuyó la velocidad, sencillamente para disfrutar de la brisa y la tardía luz del sol.
Percibió el olor de la madreselva, de la paja, del césped recién cortado. Su ánimo, irritable e intranquilo desde su llegada, empezó a sosegarse.
Pasó casas que tenían la ropa colgada en cuerdas para que se secara al sol, y vio niños jugando en los jardines; vio castillos en ruinas, aún majestuosos con sus piedras grises y sus leyendas de habitantes fantasmagóricos; eran el testamento de una forma de vida que todavía perduraba.
Tomó una curva y vio un destello, que era el río fluyendo a través de altos pastizales, y se alejó de él y siguió el camino hacia el pueblo.
Las casas eran ahora más amplias y se erigían más cerca unas de otras. Algunas de las más nuevas la hicieron suspirar de desaprobación. Eran de ladrillo, no tenían ninguna gracia para su ojo de artista y por lo general eran de colores monótonos. Sólo los jardines, vividos y exuberantes, las salvaban de ser feas.
La última curva, bastante larga, la llevó hacia el pueblo. Pasó la carnicería, la farmacia, la pequeña tienda de O’Ryan y el diminuto e impecable hotel que alguna vez había pertenecido a su abuelo.
Maggie se detuvo un momento para examinar el edificio. Trató de imaginarse a su madre aún niña viviendo allí. Una niña encantadora, según lo que había dicho Christine Sweeney, con la voz de un ángel.
Si eso era cierto, ¿por qué había habido tan poca música en su casa? ¿Y por qué, se preguntaba Maggie, nunca se había mencionado el talento de Maeve?
Preguntaría, decidió Maggie. Y no había mejor sitio para hacerlo que O’Malley’s. Al dejar la bicicleta en el borde de la acera, Maggie vio a una familia de turistas caminando y grabando un vídeo, encantados de dejar inmortalizado en una cinta ese pintoresco pueblo irlandés.
La mujer llevaba en la mano una pequeña cámara y se reía mientras enfocaba a su marido y a sus dos hijos. Sin quererlo, Maggie entró en su encuadre, así que la mujer levantó la mano y la agitó.
—Buenas noches, señorita.
—Buenas noches.
Para su sorpresa, ni siquiera se rió disimuladamente cuando la mujer le susurró a su marido:
—Qué acento más maravilloso. Pregúntale dónde podemos comer, John. Me encantaría grabarla.
—Señorita, perdón…
El turismo no le iría mal al pueblo, pensó Maggie, así que decidió seguirles el juego.
—¿Les puedo ayudar en algo?
—Si no le importa… Queremos cenar, pero no conocemos ningún sitio en el pueblo. ¿Nos podría recomendar alguno?
—Claro que puedo —dijo, y como parecían tan encantados con ella, acentuó su manera de hablar al estilo de los condados del oeste—. Si quieren algo elegante, podrían conducir durante unos quince minutos por este camino y encontrarán Dromoland Castle, que ofrece cenas dignas de reyes. Su bolsillo va a sufrir, pero sus papilas gustativas estarán en el cielo.
—No vamos vestidos como para una cena elegante —dijo la mujer—. De hecho, lo que queremos es algo sencillo, aquí, en el pueblo.
—Si les apetece comer en un pub —repuso Maggie, guiñándoles un ojo a los dos niños, que la miraban como si se hubiera bajado de un platillo volante de luces intermitentes—, les gustará O’Malley’s, estoy segura. Sus patatas fritas son las más sabrosas.
—Hemos llegado esta mañana; venimos de Estados Unidos —explicó la mujer a Maggie—, y me temo que no conocemos todavía las costumbres locales. ¿Se permite la entrada a los niños en los pubs?
—Esto es Irlanda; por supuesto que los niños son bienvenidos en todas partes, absolutamente en todas partes. Mire, ahí está O’Malley’s. —Maggie señaló el edificio de una planta de ladrillo y molduras oscuras—. Yo voy allí justamente. Estarán contentos de contar con ustedes para la cena.
—Gracias —replicó el hombre con una sonrisa, mientras los niños se quedaron mirando el sitio y la mujer se retiró la cámara de la cara—. Le daremos una oportunidad.
—Disfruten de la cena y del resto de su viaje. —Maggie dio media vuelta, caminó calle abajo y entró en el pub. La luz era tenue, estaba lleno de humo y olía a cebolla frita y cerveza.
—¿Cómo estás, Tim? —preguntó Maggie al sentarse en la barra.
—Mira quién ha llegado. —Tim le sonrió mientras servía una cerveza Guinness—. ¿Cómo estás, Maggie?
—Bien, pero hambrienta como un oso. —Saludó a una pareja que estaba sentada detrás de ella en una mesa minúscula y a un par de hombres que tomaban cerveza en la barra—. Tim, quiero un sándwich de carne con muchas patatas fritas, y ponme una Harp mientras espero.
Tim se giró y gritó lo que Maggie había pedido hacia la cocina.
—Y bien, ¿cómo te ha ido en Dublín? —preguntó mientras le servía la cerveza.
—Déjame contarte… —comenzó, y poniendo los codos sobre la barra, empezó a describir su viaje a los parroquianos. Mientras hablaba, entró la familia norteamericana y se sentó a una mesa.
—¿Champán y paté de oca? —Tim sacudió la cabeza—. ¿No es increíble? Y todas esas personas que fueron a ver tu vidrio… Tu padre estaría orgulloso de ti, Maggie. Tan orgulloso como un pavo real.
—Eso espero. —Inhaló profundamente el olor del sándwich que Tim le puso delante—. Pero la verdad es que prefiero tu sándwich de carne a una libra de paté de oca.
—Ésta es nuestra chica —respondió Tim riéndose de buena gana.
—Y resulta que la abuela del hombre que me está representando era amiga de mi abuela, la abuela O’Reilly.
—¿En serio? —Con un suspiro, Tim se rascó la panza—. Qué pequeño es el mundo.
—Sí que lo es. —Maggie trató de que su voz sonara normal—. Ella es de Galway y conoció a la abuela cuando eran pequeñas. Se escribieron durante unos años después de que la abuela se mudase aquí, para mantenerse al día de las noticias y en contacto.
—Eso está bien. No hay nada como un viejo amigo.
—La abuela le escribía sobre el hotel y otras cosas, sobre la familia. Le mencionó que mi madre solía cantar.
—Ah, eso fue hace mucho tiempo… —Tratando de recordar, Tim empezó a sacarle brillo a un vaso—. Antes de que tú nacieras. Ahora que lo pienso, ella cantó aquí mismo, en este pub; fue una de sus últimas actuaciones antes de que decidiera dejar de hacerlo.
—¿Aquí? ¿La contrataste para que cantara aquí?
—Sí, así es. Maeve tenía una voz muy dulce. Viajó por todo el país. Prácticamente no la vimos durante casi… humm, más de diez años, tal vez. Luego vino a quedarse un tiempo. Me parece que la señora O’Reilly estaba enferma. Así que le pedí que cantase aquí una o dos noches, aunque el nuestro no fuera un lugar muy apropiado, en comparación con los sitios donde solía cantar, en Dublín, Cork y Donnegal.
—¿Hizo actuaciones profesionales? ¿Durante diez años?
—Humm, no sé si al principio lo hizo mucho. Maeve estaba ansiosa por marcharse. No le gustaba hacer camas en un hotel de un pueblo como el nuestro, y nos lo dejaba claro cada vez que podía —dijo, y parpadeó tratando de quitarle acidez a sus palabras—. Pero le iba bien en la época en que volvió y cantó aquí. Luego ella y Tom… Desde el momento en que Tom entró en el pub y la escuchó cantar, ninguno de los dos tuvo ojos sino para el otro.
—¿Y después de que se casaron —preguntó Maggie con cuidado— ella no volvió a cantar?
—No. No hablaba de eso. La verdad es que ha pasado tanto tiempo que casi lo había olvidado, hasta que lo has mencionado.
Maggie no creía que su madre hubiera olvidado o pudiera olvidar. ¿Cómo se sentiría ella si algún giro de su vida la obligara a dejar su dedicación al arte?, se preguntó. Furiosa, triste, resentida. Bajó la mirada y la fijó en sus manos, pensó cómo sería si no pudiera usarlas de nuevo. ¿En qué se convertiría ella si de pronto, estando a punto de dejar su huella, se lo quitaran todo?
A pesar de que renunciar a su carrera no justificaba todos los amargos años que había tenido que vivir con su madre, por lo menos sí era una razón.
Maggie necesitaba tiempo para reflexionar sobre ello, para hablarlo con Brianna. Empezó a juguetear con su cerveza y trató de unir las piezas de la mujer que había sido su madre con la personalidad de la mujer en la que se había convertido. ¿Cuánto de ambas había heredado ella?, se preguntó Maggie.
—Tienes que comerte ese sándwich —dijo Tim mientras servía otra cerveza—, no analizarlo.
—Ya voy, ya voy. —Y para demostrarlo, le dio un gran mordisco. El pub era cálido y reconfortante. Al día siguiente tendría tiempo suficiente, decidió, para desempolvar viejos sueños—. ¿Me sirves otra cerveza, Tim?
—Por supuesto —contestó, y levantó la mano para saludar a alguien que había entrado—. Vaya, parece que es la noche de los extraños. ¿Dónde has estado, Murphy?
—Echándote de menos —dijo éste, y al ver a Maggie, Murphy sonrió y se sentó junto a ella en la barra—. Espero poder sentarme junto a la famosa del pueblo.
—Supongo que puedo permitírtelo —contestó Maggie—, por lo menos esta vez. Bueno, Murphy, ¿cuándo vas a cortejar a mi hermana?
Ésa era una broma antigua, pero todavía hacía reír a los clientes del pub. Murphy tomó un sorbo de la cerveza de Maggie y suspiró.
—Cielo, ya sabes que en mi corazón sólo hay lugar para ti.
—Sé que eres un sinvergüenza —dijo quitándole su cerveza.
Era un hombre increíblemente guapo, fuerte, bien formado y curtido como un roble por el sol y el viento. Su cabello oscuro se le rizaba sobre el cuello y sobre las orejas y tenía los ojos tan azules como la botella de cobalto que guardaba Maggie en su taller.
No era tan elegante como Rogan, pensó Maggie. Murphy era rudo como un gitano, pero tenía un corazón tan grande y dulce como el valle que tanto amaba. Maggie no tenía un hermano, aunque Murphy casi lo era.
—Me casaré contigo mañana —proclamó Murphy, y todos los presentes, salvo los norteamericanos, que miraban sin entender nada, se desternillaron de risa— si me aceptas.
—Pues puedes descansar tranquilo, porque no acepto a tipos como tú. Pero te daré un beso y haré que lo lamentes. —Maggie fue fiel a su palabra y lo besó larga y teatralmente hasta que se separaron sondándose el uno al otro—. Entonces ¿me has echado de menos? —preguntó Maggie.
—Ni una pizca. Sírveme una Guinness, Tim, y lo mismo que nuestra famosa está comiendo —dijo, robándole una patata del plato—. He oído que habías vuelto.
—Ya —respondió, y se le enfrió un poco la voz—. ¿Has visto a Brie?
—No. He oído que habías vuelto —repitió con énfasis—. Tu horno.
—Ah.
—Mi hermana me envió algunos recortes de periódico de Cork.
—Mmmm. ¿Cómo está Mary Ellen?
—Está bien, y también Drew y los chicos. —Murphy metió la mano en un bolsillo, frunció el ceño, y palpó otro—. Ah, aquí está. —Sacó dos recortes de periódico doblados—. «Una mujer de Clare triunfa en Dublín» —leyó en voz alta—. «Margaret Mary Concannon impresionó al mundo del arte en una exposición en la galería Worldwide de Dublín el pasado domingo».
—Déjame ver eso. —Maggie arrancó el recorte de la mano de Murphy—. «La señorita Concannon, una artista que trabaja el vidrio, generó elogios y cumplidos entre los asistentes a la inauguración de su exposición, por sus dibujos y sus audaces y complejas esculturas. La artista misma es diminuta…». ¿Diminuta? ¡Bah! —desaprobó Maggie.
—Devuélvemelo —le exigió Murphy, que le quitó el recorte y continuó leyendo en voz alta—. «Una diminuta joven de excepcional talento y belleza». Ja, ésa eres tú —añadió Murphy, burlándose de Maggie—. «La pelirroja de ojos verdes, tez de marfil y considerable encanto le pareció tan fascinante a este amante del arte como su trabajo. Worldwide, una de las galerías más prestigiosas del mundo, se considera afortunada de poder exponer la obra de Concannon. "Creo que la señorita Concannon apenas está empezando a explotar su creatividad", declaró Rogan Sweeney, presidente de Worldwide. Y continuó: "Es un privilegio para nosotros atraer la atención del mundo sobre la obra de una artista con tanto talento"».
—¿Dijo eso? —Maggie trató de nuevo de arrebatarle el recorte a Murphy, pero él lo sostuvo fuera de su alcance.
—Sí, eso dijo. Está aquí, en letras de molde. Ahora déjame terminar, que la gente quiere oír. —Era cierto que el pub se había quedado en silencio. Todos los ojos estaban clavados en Murphy, pendientes del final de la reseña—. «Worldwide se llevará de gira varias piezas de Concannon durante el próximo año y se quedará con otras, seleccionadas personalmente por la artista y el señor Sweeney, que formarán parte de su colección permanente, la cual puede visitarse en la galería de Dublín». —Satisfecho, Murphy puso el recorte sobre la barra; Tim se inclinó para verlo—. Y hay fotos de Maggie —añadió, desdoblando el segundo recorte— con su tez de marfil y algunas de sus sofisticadas piezas. ¿No tienes nada que decir, Maggie?
Ella dejó escapar un largo suspiro y se pasó las manos por el pelo.
—Supongo que «un trago para todos mis amigos».
—Estás muy callada, Maggie Mae.
Maggie sonrió al escuchar el sobrenombre con el que su padre solía llamarla. Estaba más que cómoda dentro de la camioneta de Murphy, con su bicicleta en la parte trasera y el motor ronroneando como un gato satisfecho, al igual que todas las máquinas de Murphy.
—Estaba pensando que estoy un poco borracha, Murphy. —Se estiró y suspiró—. Y que me encanta la sensación.
—Pues te lo mereces. —Maggie estaba más que un poco borracha, razón por la cual Murphy había montado la bicicleta en la camioneta antes de que ella pudiera empezar a discutir—. Todos estamos muy orgullosos de ti, y en lo que a mí respecta, de ahora en adelante miraré con más respeto esa botella que me hiciste un día.
—Es un florero, ya te lo he dicho, no una botella. Tienes que poner en él flores silvestres o ramas bonitas.
Murphy no podía entender por qué alguien querría meter flores en una casa, teniéndolas todas fuera.
—¿Entonces te vas a ir a Dublín?
—No sé, no durante un tiempo, por lo menos. Allí no puedo trabajar, y trabajar es lo que quiero hacer ahora. —Frunció el ceño ante una hiniesta caída que la luna empezaba a iluminar—. ¿Sabes? Rogan nunca actuó como si fuera un privilegio.
—¿Cómo es eso?
—Siempre era yo la que tenía que sentirme agradecida porque él había decidido echarle un segundo vistazo a mi trabajo. El grandioso y poderoso Sweeney dándole al pobre artista luchador la oportunidad de conseguir fama y fortuna. ¿Acaso pedí fama y fortuna, Murphy? Eso es lo que quiero saber. ¿Lo pedí?
Murphy conocía bien ese tono beligerante, a la defensiva, así que contestó con cautela:
—No sabría decirte, Maggie. Pero ¿no quieres ser rica y famosa?
—Claro que quiero. ¿Acaso crees que soy imbécil? No, claro que no. Pero nunca le pedí ni una sola cosa, excepto al principio, cuando le dije que me dejara en paz. ¿Y lo hizo? ¡Ja! —Cruzó los brazos sobre el pecho—. Pues claro que no. Me tentó, Murphy, y ni el mismísimo diablo podría haber sido más astuto y convincente. Y ahora estoy atrapada, y no hay marcha atrás.
Murphy frunció los labios y aparcó suavemente ante la puerta de Maggie.
—Y bien, ¿querrías dar marcha atrás?
—No. Pero eso es lo peor de todo. Quiero exactamente lo que él dice que puedo tener, y lo quiero tanto que me duele el corazón. Pero no quiero que cambien las cosas, eso es lo malo del asunto. Quiero que me dejen en paz para trabajar, pensar y simplemente estar. Pero no sé si puedo tenerlo todo.
—Tú puedes tener lo que quieras, Maggie. Eres demasiado cabezota como para conformarte con menos.
Maggie se rió y le dio un beso brusco.
—Te quiero, Murphy. ¿Por qué no vienes conmigo al campo para que bailemos a la luz de la luna?
Él sonrió y le acarició el pelo.
—¿Por qué no te bajo la bicicleta y te meto en la cama?
—Eso puedo hacerlo yo misma. —Iba a bajar la bicicleta, pero Murphy fue más rápido y se la puso en la carretera—. Gracias por traerme a casa, señor Muldoon.
—Ha sido un placer, señorita Concannon. Ahora vete a la cama.
Maggie pedaleó a través de la puerta de su jardín y oyó que Murphy empezaba a cantar. Escuchó su bonita y fuerte voz de tenor alejarse y desvanecerse en la noche:
—Sola en la orilla que bañan las olas. Completamente sola en un salón concurrido. El salón está animado y las olas son grandiosas, pero mi corazón no está allí realmente.
Maggie sonrió ligeramente y terminó la canción en la cabeza: «Vuela lejos, de día y de noche, hacia los tiempos y las alegrías que se han ido».
Sabía que la canción era Slievenamon, «Mujer de la montaña». Desde luego ella no estaba de pie sobre una montaña, aunque entendía bien el espíritu de la tonada. La sala de exposiciones de Dublín había estado animada, y, sin embargo, su corazón no se encontraba allí, y ella había estado sola. Completamente sola.
Llevó la bicicleta hasta la parte trasera de la casa, pero en lugar de entrar, se alejó. Era cierto que estaba un poco mareada y no se sentía muy estable sobre sus pies, pero no quería desperdiciar una noche así en la cama. Sola en la cama.
Y ebria o sobria, de día o de noche, era capaz de encontrar el camino en la tierra que una vez había sido suya. Oyó el ulular de un búho y el crujido de algo que estaba cazando o escondiéndose en los altos pastizales más hacia el este. Sobre su cabeza, la luna, casi llena, resplandecía como un faro en un mar de estrellas. La noche susurraba a su alrededor, en secreto. Un arroyo hacia el oeste murmuraba en respuesta.
Eso era parte de lo que quería. Lo que necesitaba tanto como respirar era el placer de la soledad. Tener los verdes campos fluyendo a su alrededor, brillando a la luz de la luna y las estrellas, con una difusa luz a lo lejos, que era la lámpara de la cocina de Murphy.
Recordó haber caminado hasta allí con su padre cuando era pequeña, con su mano de niña apretada cálidamente contra la de él. No le había hablado de sembrar ni cosechar, sino de sueños. Su padre siempre había hablado de sueños. Pero en realidad nunca había encontrado los suyos.
Pero más triste aún, pensó, era que estaba empezando a ver que su madre había encontrado los suyos, sólo para perderlos después.
¿Cómo sería, se preguntó, tener lo que uno quiere al alcance de la mano y luego ver cómo se escurre entre los dedos? Para siempre. ¿Y no era a eso precisamente a lo que ella le tenía tanto miedo?
Se acostó boca arriba sobre el césped; la cabeza le daba vueltas de tanto alcohol y demasiados sueños. Las estrellas giraban en un baile de ángeles, y la luna, brillante como una moneda de plata, la miraba desde lo alto. El aire se endulzó por el canto de un ruiseñor. Y la noche era toda suya, sólo de ella.
Sonrió, cerró los ojos y se durmió.