Capítulo 9

No se había dejado al azar ningún detalle. La iluminación era perfecta y realzaba cada curva y remolino de las piezas de vidrio. La música, un vals en ese momento, fluía tan suavemente como lágrimas de felicidad a lo largo de la habitación. Efervescentes copas de champán llenaban las bandejas de plata que llevaban elegantemente los camareros de librea. El sonido del cristal repiqueteando y las voces murmurando eran un gracioso contrapunto al sonido de los violines.

Todo era, en una palabra, perfecto; no faltaba ni un detalle. Excepto, pensó Rogan sobriamente, la artista.

—Es maravilloso, Rogan. —Patricia estaba de pie junto a él, elegantísima con un vestido blanco ajustado adornado con cuentas de vidrio—. Has tenido un éxito arrollador.

—Eso parece —respondió sonriendo. Sus ojos se fijaron en los de ella largo rato, intensamente, tanto que la hizo sentir incómoda.

—¿Qué pasa? ¿Tengo una mancha en la nariz?

—No —contestó Rogan, dando un sorbo de su copa rápidamente y maldiciendo a Maggie por meterle pensamientos ridículos en la cabeza y hacer que desconfiara de una de sus más antiguas amigas. ¿Enamorada de él? Absurdo—. Lo siento. Supongo que he empezado a divagar. Me pregunto dónde estará Maggie.

—Estoy segura de que llegará en cualquier momento. —Patricia colocó una mano sobre el brazo de Rogan—. Y, mientras tanto, todo el mundo está deslumbrado por nuestros esfuerzos combinados.

—Es una suerte. Ella siempre llega tarde —contestó con un suspiro—. Tiene el mismo sentido del tiempo que un niño.

—Rogan, cielo, veo que mi Patricia te ha encontrado.

—Buenas noches, señora Connelly. —Rogan tomó la delicada mano de la madre de Patricia entre las suyas—. Ninguna inauguración puede ser un éxito sin su presencia.

—Adulador… —Complacida, acarició su estola de visón.

Anne Connelly se aferraba con fuerza tanto a su belleza como a su vanidad. Le parecía que era un deber de la mujer cuidar su apariencia, igual que construir un hogar y tener hijos. Anne nunca, nunca desatendía sus deberes, y como resultado tenía la piel y la figura de una niña. Libraba una constante batalla contra el paso del tiempo y, tras cincuenta años, había salido victoriosa.

—¿Y su marido? —continuó Rogan—. ¿Ha venido Dennis con usted?

—Por supuesto, aunque seguro que ya debe de estar en alguna parte fumando uno de sus cigarros y hablando de finanzas. —Anne sonrió cuando Rogan llamó a un camarero y le ofreció a ella una copa de champán—. Ni siquiera el cariño que te tiene hace que sea menos apático en cuanto al arte. Esta pieza es fascinante —dijo señalando la escultura que estaba más cerca de ellos, una explosión de color que emergía hacia arriba desde una base retorcida—. Bella y perturbadora al mismo tiempo. Patricia me contó que conoció brevemente a la artista ayer. Yo también me muero por conocerla.

—Debe de estar al llegar. —Rogan disimuló su propia impaciencia—. Estoy seguro de que la señorita Concannon le parecerá contradictoria e interesante, igual que su trabajo.

—Y con seguridad igual de fascinante. No te hemos visto lo suficiente estos días, Rogan. Le he rogado a Patricia que te lleve a casa. —Lanzó a su hija una mirada velada que expresaba más que mil palabras. «Muévete, chica —decía—. No dejes que se te escape».

—Me temo que he estado tan obsesionado con la preparación de esta inauguración que he descuidado a mis amigos.

—Estás perdonado, pero sólo si vienes a cenar a casa una noche de la semana próxima.

—Me encantaría. —En ese momento Rogan vio que Joseph lo buscaba—. Discúlpeme, vuelvo enseguida.

—¿Tienes que ser tan descarada, mamá? —murmuró Patricia hacia su copa un segundo después de que Rogan se hubiera perdido entre la multitud.

—Alguien tiene que serlo, por Dios, niña. Rogan te trata como a una hermana. —Anne sonrió a alguien conocido al otro lado de la sala y siguió hablando en tono bajo—. Un hombre no se casa con una mujer que ve como a una hermana, y ya es hora de que te vuelvas a casar. No puedes pedir mejor partido que Rogan. Sigue postergando el asunto y alguien más va a venir y te lo va a quitar ante tus propias narices. Ahora sonríe, ¿vale? ¿Siempre tienes que estar de duelo?

Como cumpliendo con un deber, Patricia curvó los labios en una sonrisa.

—¿Has podido hablar con ellas? —preguntó Rogan a Joseph en cuanto lo tuvo cerca.

—Sí, desde el teléfono del coche. —Joseph echó un vistazo por la habitación, vio a Patricia y sostuvo un momento la mirada en ella; después siguió observando a los invitados—. Llegarán en cualquier instante.

—Más de una hora tarde. Típico.

—Lo que sea, pero te complacerá saber que hemos vendido diez piezas hasta ahora y por lo menos diez personas quieren comprar Entrega.

—Esa pieza no está en venta. —Rogan examinó la extravagante escultura que se encontraba en el centro de la habitación—. Primero la enviaremos de gira a las galerías de Roma, París y Nueva York; así que no está en venta, al igual que las otras piezas que escogimos.

—Es decisión tuya —dijo Joseph tranquilamente—, pero déjame decirte que el general Fitzsimmons ha ofrecido veinticinco mil libras por ella.

—¿En serio? Asegúrate de que la gente se entere de esa oferta, por favor.

—Cuenta con ello. Mientras tanto, he estado entreteniendo a algunos críticos de arte. Creo que deberías… —Joseph se interrumpió cuando vio que a Rogan se le oscurecían los ojos al mirar intensamente algo por encima de su hombro. Joseph se dio la vuelta, vio el objeto de admiración de su jefe y dejó escapar un silbido—. Puede que haya llegado tarde, pero sin duda está sensacional.

Joseph se volvió hacia Patricia y pudo deducir por la expresión de su rostro que ella también se había fijado en la reacción de Rogan. Sintió compasión por ella. Sabía por experiencia personal lo doloroso que es amar a alguien que te ve sólo como un amigo.

—¿Quieres que la presente a los invitados? —preguntó Joseph a Rogan.

—¿Qué? No, no. Lo haré yo mismo.

Rogan nunca había pensado que Maggie pudiera estar así: elegante, deslumbrante y sensual como un pecado. Había escogido un vestido negro, liso y sin adornos que adquiría la forma del cuerpo que lo lucía. Iba del cuello a los tobillos, pero no era para nada mojigato, y menos teniendo en cuenta que los botones brillantes que lo cerraban por delante estaban atrevidamente desabrochados por arriba, hasta donde empezaban los senos, y por abajo, hasta el muslo, dejándolo al descubierto. Llevaba el pelo recogido, como una corona de fuego que dejaba caer algunos rizos desordenados alrededor de la cara.

A medida que Rogan se fue acercando a ella se dio cuenta de que ya estaba escudriñando la habitación, evaluándola y absorbiendo todo lo que había en ella. Se la veía segura, desafiante y completamente al mando…

Y así estaba ella… ahora. El ataque de nervios le había servido para avergonzarla tanto que lo había derrotado a fuerza de pura voluntad. Así que ahí se encontraba. Y estaba decidida a triunfar.

—Llegas muy tarde. —La queja de Rogan era una última frase de defensa murmurada con disimulo mientras la tomaba de la mano y la levantaba para besársela. Sus ojos se encontraron—. Pero estás increíblemente hermosa.

—¿Entonces te parece bien el vestido?

—Bien no es la palabra que yo habría escogido, pero sí, me parece bien.

Maggie le sonrió.

—Te preocupaba que fuera a aparecer en botas y vaqueros rotos, ¿no?

—No con mi abuela montando guardia.

—Tu abuela es la mujer más maravillosa del mundo, Rogan. Tienes suerte de tenerla.

Más que las palabras de Maggie, fue la intensidad emocional con la cual las pronunció lo que hizo que Rogan la mirara con atención y curiosidad.

—Lo sé.

—No puedes saberlo, no de verdad, pues no conoces otra cosa —dijo, y respiró profundamente—. Bueno. —Ya había ojos sobre ella, docenas de ojos llenos de curiosidad—. Vamos a meternos en la boca del lobo. No tienes de qué preocuparte —dijo ella antes de que Rogan pudiera hablar—. Me voy a portar bien. Mi futuro depende de ello.

—Éste es sólo el principio, Margaret Mary.

Y mientras él la llevaba dentro de la sala con sus remolinos de luz y color, Maggie tuvo miedo de que Rogan estuviera en lo cierto.

Maggie se comportó adecuadamente. Al parecer la noche iba bien, mientras estrechaba manos, aceptaba cumplidos y contestaba preguntas. La primera hora pareció transcurrir como un sueño, con la chispa del champán, el brillo de las copas y el resplandor de las joyas. Dejarse llevar por la velada fue fácil, pues Maggie sentía como si la hubieran sacado de la realidad, como si la hubieran desconectado de alguna manera, como si los invitados fueran el público y ella la actriz de una obra fastuosa preparada de antemano.

—Ah, esto, esto… —Un hombre calvo de bigote poblado y acento británico disertaba sobre una pieza. Se trataba de una serie de lanzas azules resplandecientes atrapadas dentro de un globo de cristal fino y transparente—. Atrapados, lo ha llamado usted. Su creatividad, su sexualidad, luchando por liberarse. La eterna lucha del hombre, después de todo. Es triunfante, incluso siendo melancólica.

—Son los seis condados —contestó Maggie llanamente.

El hombre calvo parpadeó.

—¿Disculpe?

—Los seis condados de Irlanda —repitió Maggie con un brillo malévolo en los ojos—. Atrapados.

—Ya veo.

De pie junto a este proyecto de crítico estaba Joseph, que ahogó una carcajada.

—Me parece que aquí el uso del color es muy impactante, lord Whitfield. Su translucidez crea una tensión irresoluta entre su delicadeza y su audacia.

—Exactamente. —Lord Whitfield asintió con la cabeza y se aclaró la garganta—. Extraordinaria. Permiso.

Maggie lo vio marcharse con una amplia sonrisa.

—Creo que a fin de cuentas no va a comprar la pieza para llevarla a su guarida, ¿no, Joseph?

—Eres una mujer malvada, Maggie Concannon.

—Soy una mujer irlandesa, Joseph. —Le guiñó un ojo—. Arriba los rebeldes.

Joseph se rió encantado. Le pasó un brazo alrededor de la cintura y la guió por la sala.

—Ah, señora Connelly. —Joseph dio un apretón sutil a Maggie para ponerla sobre aviso—. Está usted maravillosa, como siempre.

—Joseph, siempre de palabra lisonjera… —Anne Connelly desvió su atención de Joseph, a quien consideraba un mero factótum, a Maggie—. Este es el impulso creativo. Estoy encantada de conocerte, querida. Yo soy Anne, la esposa de Dennis Connelly. Creo que conociste a mi hija Patricia ayer.

—Sí, así es —replicó Maggie, a quien el apretón de mano de Anne le pareció tan delicado y suave como un pincel de marta.

—Debe de estar con Rogan en alguna parte. Forman una pareja encantadora, ¿no te parece?

—Mucho. —Maggie levantó una ceja. Sabía reconocer una advertencia cuando la escuchaba—. ¿Vive usted en Dublín, señora Connelly?

—Por supuesto que sí. A unas casas de distancia de la mansión Sweeney. Mi familia ha formado parte de la sociedad de Dublín durante generaciones. ¿Y tú eres de los condados del oeste?

—Sí, de Clare.

—Un paisaje hermoso. Todos esos pueblecitos encantadores y pintorescos con sus casitas de techo de paja. Tú vienes de una familia de granjeros, me han dicho. —Anne levantó una ceja, evidentemente divertida.

—Fueron granjeros, ya no.

—Todo esto debe de ser muy emocionante para ti, en especial por tu origen rural. Estoy segura de que debes de haber disfrutado de tu estancia en Dublín. ¿Vas a regresar a casa pronto?

—Muy pronto, creo.

—Estoy segura de que echas de menos el campo. Dublín puede ser muy confuso para una persona que no está acostumbrada a la vida urbana. Es casi como estar en un país extranjero.

—Por lo menos entiendo el idioma —contestó Maggie amablemente—. Espero que disfrute de la velada, señora Connelly. Ahora, si me disculpa, tengo que irme.

Y si Rogan creía que le iba a vender a esa mujer algo creado por Maggie Concannon, pensó Maggie al alejarse de Anne, lo ahorcaría. Al diablo los derechos de exclusividad. Haría polvo hasta la última pieza antes que ver alguna en manos de Anne Connelly. Cómo se atrevía a hablarle como si ella fuera una lechera ignorante con paja en el pelo.

Trató de tranquilizar sus ánimos mientras salía de la sala y se dirigía a una de las salitas, pero todas estaban llenas de gente que se reía, hablaba y discutía su obra. La cabeza empezó a darle vueltas mientras bajaba las escaleras. Mejor iría a la cocina y se tomaría una cerveza, decidió, y así podría tener unos minutos de paz.

Caminó hacia la cocina, pero allí se encontró con un hombre corpulento que estaba fumándose un cigarro y bebiendo una cerveza.

—Me has pillado —dijo él con una sonrisa.

—Pues ya somos dos. Yo también he venido a tomarme una cerveza tranquilamente.

—Déjame, te alcanzo una. —Muy galantemente, el hombre se levantó de la silla y sacó una cerveza de la nevera para ella—. ¿Quieres que apague el cigarro?

La súplica en la voz del hombre la hizo reírse.

—No, para nada. Mi padre fumaba la peor pipa del mundo. Apestaba hasta el cielo. Me encantaba.

—Bien por ti —contestó pasándole un vaso—. Odio estas cosas. —Levantó el pulgar hacia el techo—. Mi esposa me arrastra.

—Yo también las odio.

—Hay bastantes piezas —dijo el hombre mientras ella bebía la cerveza—. Me gustan los colores y las formas. No es que yo sepa nada de arte. Mi esposa es la experta. Pero me gusta cómo queda, y yo diría que eso es suficiente.

—Yo también.

—Todo el mundo trata de explicar el arte en estas ocasiones. Lo que el artista estaba pensando y cosas así. Simbolismo. —Enrolló la lengua en esa palabra como si fuera un plato exótico y no estuviera listo para probarlo—. No entiendo ni pizca de lo que hablan.

Maggie decidió que aquel hombre era maravilloso y que le encantaba.

—Ellos tampoco.

—¡Eso es! —Levantó su vaso y dio un trago largo a la cerveza—. Ellos tampoco tienen ni idea de lo que están hablando. Sólo están fanfarroneando. Pero si le dijera eso a Anne, mi esposa, me miraría con reprobación.

El hombre entornó los ojos, bajó las cejas y frunció el ceño, imitando la mirada de su esposa. Maggie estalló en risas.

—En cualquier caso, ¿a quién le importa lo que piensen ellos? —Maggie puso un codo en la mesa y apoyó la mandíbula en el puño—. No es como si la vida de alguien dependiera de su opinión. —«Excepto la mía», pensó, y alejó la idea—. ¿No cree que ocasiones como ésta son sólo un pretexto para que la gente pueda vestirse elegantemente y actuar como si fuera importante?

—Desde luego. —Estaban tan de acuerdo que el hombre chocó su vaso contra el de ella para brindar—. En cuanto a mí, ¿sabes lo que quisiera estar haciendo esta noche?

—¿Qué?

—Quisiera estar sentado en mi sillón con los pies sobre un cojín viendo la tele con un buen whisky irlandés. —Suspiró con tristeza—. Pero no puedo decepcionar a Anne, o a Rogan.

—Entonces, ¿conoce a Rogan?

—Como si fuera mi hijo. Se ha convertido en un gran hombre. La primera vez que lo vi no tenía todavía veinte años. Su padre y yo teníamos negocios juntos, y el chico estaba impaciente por trabajar con nosotros. —Hizo un gesto vago para abarcar la galería—. Y resultó tan listo como el que más.

—¿Y en qué trabaja usted?

—Soy banquero.

—Disculpadme…

Una voz femenina los interrumpió. Levantaron la vista y se encontraron con Patricia de pie junto al marco de la puerta, con los brazos cruzados ordenadamente.

—Ah, aquí estás, cariño.

Mientras Maggie miraba a Patricia con ojos incrédulos, el hombre se levantó de la silla y le dio un abrazo tan fuerte como para derribar a una mula. La reacción de Patricia, en lugar de rechazo o frío disgusto, fue una espontánea risa musical.

—Papi, me vas a partir en dos.

¿Papi? Maggie no entendió nada. ¿Papi? ¿Ese hombre era el padre de Patricia Hennessy y el marido de Anne Connelly?

¿Ese hombre tan encantador estaba casado con aquella… mujer tan fría y tiesa? Maggie pensó que eso demostraba que «hasta que la muerte os separe» era la frase más estúpida que los seres humanos se veían forzados a pronunciar.

—Mira, te presento a mi niña. —Con orgullo evidente, Dennis rodeó a Patricia—. Es una belleza, ¿no? Mi Patricia…

—Sí, por supuesto. —Maggie se levantó sonriendo—. Es un placer verte de nuevo.

—Lo mismo digo. Felicitaciones por el tremendo éxito de tu exposición.

—¿Tu exposición? —preguntó Dennis, pálido.

—No nos hemos presentado —dijo Maggie, y riéndose dio un paso hacia Dennis y le ofreció la mano—. Soy Maggie Concannon, señor Connelly.

—Oh… —Dennis no pudo decir nada por un momento, pues trataba de recordar si había dicho algo insultante—. Un placer —logró articular mientras su cerebro le daba largas a la memoria.

—El placer ha sido mío. Gracias por los mejores diez minutos que he tenido desde que he llegado a la galería.

Dennis sonrió. Esa mujer parecía completamente humana, para ser artista.

—De verdad que me gustan los colores y las formas —dijo Dennis con la esperanza de arreglarlo un poco.

—Es el mejor cumplido que me han hecho esta noche.

—Papá, mamá te está buscando.

Patricia le limpió unas briznas de ceniza de la solapa. El gesto, que Maggie había usado con su padre tantas veces, se le clavó en el corazón.

—Será mejor que deje que me encuentre. —Se volvió a mirar a Maggie, y cuando ella le sonrió, él hizo lo mismo—. Ojalá nos veamos de nuevo, señorita Concannon.

—Eso espero.

—¿No vienes con nosotros, Maggie?

—No, todavía no —contestó, sin ningún interés en socializar con la madre de Patricia.

El brillo se desvaneció tan pronto como los pasos de Dennis y Patricia dejaron de escucharse sobre el suelo encerado. Maggie se sentó, a solas, en la cocina inundada de luz. Había allí mucha tranquilidad, tanta que casi podía engañarse al decirse que ella era la única persona en el edificio.

Quería creer que estaba sola. Pero sobre todo quería creer que la tristeza que había sentido de repente se debía a que echaba de menos la soledad de sus campos verdes y sus colinas sosegadas, las eternas horas de silencio interrumpidas sólo por el rugido de su horno y su imaginación, que la guiaba.

Pero no era sólo eso. Esa noche, una de las más importantes de su vida, no tenía a nadie. Ninguna de las elegantes personas que estaban arriba charlando la conocía, se preocupaba por ella o la entendía. No había nadie arriba esperando a Maggie Concannon.

Pero se tenía a sí misma, pensó, levantándose, y eso era lo único que cualquiera necesitaba. Su trabajo había sido bien recibido; no era difícil darse cuenta, pese a todos aquellos pomposos y pretenciosos comentarios. A la gente de Rogan le gustaba lo que ella había hecho, y ése era el primer paso.

Estaba en camino, pensó al salir de la cocina, de alcanzar sus sueños. Estaba acercándose a la meta de la fama y la fortuna, un logro que había sido esquivo para los Concannon de las dos últimas generaciones. Y ella lo iba a lograr por sí misma.

La música y la luz destellaban escaleras abajo como polvo mágico de hada sobre el arco iris. Se quedó al pie de la escalera con una mano aferrada al pasamanos y un pie en el primer escalón. Entonces se dio media vuelta y corrió afuera, hacia la oscuridad de la noche.

Cuando el reloj dio la una, Rogan se quitó la elegante pajarita negra y maldijo entre dientes. Aquella mujer, pensó mientras caminaba de un lado a otro de su sala a oscuras, merecía nada más y nada menos que la muerte. Se había desvanecido como el humo en mitad de la concurrida fiesta, que, además, había sido organizada en su beneficio. Lo había obligado, recordó Rogan con resentimiento, a inventar excusas tontas.

Debía haber sabido que no podía confiar en que una mujer de su temperamento se comportaría razonablemente. Claro, que debió haber sabido que no podía darle un papel tan preponderante a Maggie en sus propias ambiciones, sus esperanzas para el futuro de sus negocios.

¿Cómo diablos podía él tener la esperanza de erigir una galería para el arte irlandés cuando la primera artista irlandesa que él mismo había escogido y expuesto había desaparecido en medio de su propia inauguración como una niña irresponsable?

Era medianoche y todavía no había oído ni una palabra por parte de ella. El brillante éxito de la exposición, su propia satisfacción por un trabajo bien hecho, se había nublado como el precioso cielo del condado del oeste de Maggie. No había nada que él pudiera hacer salvo esperar.

Y preocuparse.

Maggie no conocía Dublín. Por más hermosa y encantadora que fuera la ciudad, tenía zonas que eran peligrosas para una mujer sola. Y siempre estaba la posibilidad de un accidente… El mero pensamiento le provocó dolor de cabeza, un dolor punzante y perturbador en la base del cráneo.

Se dirigía ya hacia el teléfono para llamar a los hospitales locales cuando escuchó el timbre de la puerta. Se dio media vuelta y caminó rápidamente hasta el vestíbulo.

Maggie estaba sana y salva, y bajo la deslumbrante luz de la araña de la entrada Rogan pudo comprobar que no le había pasado nada. Imágenes de asesinato volvieron a su dolorida cabeza.

—¿Dónde diablos has estado?

Maggie había deseado que Rogan estuviera en algún club de clase alta brindando con sus amigos. Pero puesto que se encontraba en casa, le ofreció una sonrisa y un encogimiento de hombros.

—Por ahí. Dublín es una ciudad encantadora por la noche.

Mientras la escuchaba, en un impulso Rogan cerró las manos, como si se preparara para una pelea.

—¿Estás diciendo que has estado haciendo turismo hasta la una de la madrugada?

—¿Es tan tarde? He perdido la noción del tiempo. Bueno, pues entonces te deseo buenas noches.

—No, no te vas a ir todavía —dijo, avanzando hacia ella—. Lo que vas a hacer es darme una explicación de tu comportamiento.

—No tengo por qué darle explicaciones a nadie de lo que hago o dejo de hacer, pero si eres más específico, puede que haga una excepción contigo.

—Había cerca de doscientas personas reunidas en la galería exclusivamente para ti. Has sido increíblemente descortés.

—De eso nada… —Más cansada de lo que quería admitir, pasó junto a Rogan y entró en la sala, se quitó los incomodísimos tacones y se sentó, poniendo los pies sobre un taburete con borlas—. La verdad es que he sido tan increíblemente cortés que casi se me caen los dientes. Dios quiera que no tenga que sonreírle a nadie más en un mes. Me apetecería uno de tus brandys, Rogan. Fuera está helando.

Entonces Rogan se dio cuenta de que Maggie no llevaba abrigo sobre el fino vestido.

—¿Dónde demonios está tu abrigo?

—No tengo abrigo. Tendrás que apuntarlo en tu libreta: conseguirle a Maggie un abrigo apropiado para la noche —dijo, cogiendo la copa que Rogan le ofrecía.

—Maldita sea, Maggie, tienes las manos congeladas. ¿Es que has perdido la razón?

—Enseguida entrarán en calor —repuso, y se sorprendió al verlo dirigirse hacia la chimenea y agacharse ante ella para encenderla—. ¿Qué, no vas a llamar a tu mayordomo para que lo haga?

—Cállate. Lo único que no voy a aguantarte esta noche es el sarcasmo. Ya he tenido todo el que esperaba recibir.

Las llamas cobraron vida y abrasaron con avaricia la leña seca. En la penumbra del fuego, Maggie vio que Rogan tenía una expresión tensa debido a la ira. La mejor manera de enfrentarse al mal genio, siempre había pensado Maggie, era igualarlo.

—No he hecho nada para que te pongas así. —Bebió de su copa y habría suspirado de complacencia por la calidez del licor si no hubieran estado ella y Rogan mirándose fijamente—. He ido a tu inauguración, ¿no? Con un vestido apropiado y con una sonrisa apropiada congelada en la cara.

—Era tu inauguración —espetó él—. Eres una mocosa desagradecida, egoísta y desconsiderada.

A pesar de que estaba cansada físicamente, no iba a dejar que Rogan se saliera con la suya hablándole de esa manera. Se puso de pie firmemente y se encaró con él.

—No te voy a contradecir. Soy exactamente lo que dices, y me lo han dicho toda mi vida. Por fortuna para ti y para mí, sólo tienes que preocuparte por mi trabajo.

—¿Tienes alguna idea del tiempo, esfuerzo y dinero que ha costado organizar la inauguración?

—Ése es tu terreno —dijo con una voz que sonaba tan tensa como su espalda—, como siempre me recuerdas. Y he estado allí, me he quedado más de dos horas y he estrechado la mano de muchos extraños.

—Debes aprender que un mecenas nunca es un extraño y que la descortesía nunca es atractiva.

El tono controlado y tranquilo de Rogan atravesó la armadura protectora de Maggie como una espada.

—Nunca te dije que me fuese a quedar toda la noche. Necesitaba estar sola, eso es todo.

—¿Y caminar por la calle sola de noche? Soy responsable de ti mientras estés aquí, Maggie. Por Dios santo, por poco llamo a la policía.

—Tú no eres responsable de mí. Yo soy responsable de mí. —Maggie pudo ver entonces que no sólo el disgusto oscurecía los ojos de Rogan, sino también la preocupación—. Me disculpo si he hecho que te preocupes. Simplemente he ido a dar un paseo.

—¿Te has ido a caminar y te has marchado de tu primera inauguración sin decir nada a nadie?

—Sí. —La copa se le resbaló de las manos antes de que pudiera darse cuenta, se estrelló contra la piedra y estalló en mil pedazos, como balas—. ¡Tenía que salir de allí! No podía respirar, no podía soportarlo ni un minuto más. Todas esas personas mirándome, mirando mi trabajo, y la música, las luces; todo tan bello, tan perfecto. No sabía que me iba a asustar tanto. Pensé que lo había superado la primera vez que me mostraste la sala principal, con mis piezas expuestas como si hubieran salido de un sueño.

—Estabas asustada…

—¡Sí, sí, maldito seas! ¿Estás contento de oírlo? Estaba aterrorizada cuando abriste la puerta y vi lo que habías hecho. No podía hablar. Tú me hiciste esto —dijo Maggie, furiosa—. Tú abriste esta caja de Pandora y dejaste salir todas mis esperanzas, todos mis miedos, todas mis necesidades. No puedes saber lo que es tener necesidades, terribles necesidades, pues ni siquiera piensas que podrías tenerlas.

Rogan la miró fijamente: era marfil y fuego en un fino vestido negro.

—Sí que puedo —contestó quedamente—. Sí que puedo. Debiste habérmelo dicho, Maggie —replicó suavemente mientras se acercaba a ella.

Maggie lo rechazó con ambas manos para mantenerlo alejado.

—No, por favor. No podría soportar que fueras amable justo ahora. Especialmente cuando sé que no me lo merezco. Ha estado mal que me haya ido así. Ha sido desagradecido y egoísta. —Sintiéndose impotente, dejó caer los brazos—. Pero no había nadie conmigo allí arriba. Nadie. Y me partió el corazón.

De repente Maggie resultaba muy delicada, y Rogan hizo lo que le había pedido y no la tocó. Temía que si lo hacía, aunque fuera suavemente, podría romperse entre sus manos.

—Si me hubieras dicho lo importante que era para ti tener a tu familia aquí, Maggie, habría hecho lo necesario para traerla.

—Tú no puedes manejar a Brianna. Y Dios sabe que no puedes traer de vuelta a mi padre. —Se le quebró la voz, lo que la avergonzó. Con un sonido ahogado, presionó una mano contra su boca—. Estoy exhausta, eso es todo —dijo, luchando amargamente por controlar su voz—. Y demasiado nerviosa por tantas emociones. Te debo una disculpa por haberme ido así y un agradecimiento por todo el trabajo que has hecho por mí.

Rogan prefería su furia o sus lloros a esa cortesía tan artificial, pero no le dejó otra alternativa que responderle amablemente.

—Lo importante es que la inauguración ha sido todo un éxito.

—Sí. —Sus ojos brillaron a la luz de las llamas—. Eso es lo importante. Y si me disculpas, me voy a la cama.

—Por supuesto. Maggie, una última cosa…

—¿Sí?

Se volvió hacia él. Rogan estaba frente al fuego y detrás de él se veían chispas doradas.

—Esta noche yo he estado allí por ti. Tal vez la próxima vez lo recuerdes y sea suficiente para ti.

Maggie no contestó. Rogan sólo pudo oír el crujido de la tela de su vestido a medida que corría por el corredor y escaleras arriba. Luego escuchó el sonido de su puerta al cerrarse.

Rogan se quedó mirando el fuego y vio que un tronco se partía porque una llama lo había atravesado. Salió una bocanada de humo, azuzada por el viento. Rogan continuó observando; una lluvia de chispas cayó sobre la rejilla, se esparció sobre la piedra y parpadeó.

Maggie era, se dio cuenta Rogan al contemplar el fuego, tan caprichosa, temperamental y brillante como esas llamas. Igual de peligrosa y de elemental.

Y él estaba perdidamente enamorado de ella.