Maggie no pudo mantenerse alejada de la galería. No parecía haber razón para hacerlo. Joseph y el resto del personal eran muy amables y hasta le pedían su opinión sobre cómo lo habían dispuesto todo.
Aunque le habría gustado mucho, la verdad es que era difícil mejorar el ojo de Rogan en cuanto al detalle y la ubicación de las piezas, así que Maggie dejó que el personal de la galería siguiera las instrucciones de su jefe y, sin entrometerse en nada, se sentó a dibujar basándose en la exposición de arte indígena norteamericano, que la tenía fascinada. Las cestas, los tocados, las cuentas, lo intrincado de las máscaras rituales, todo le inspiraba imágenes e ideas que le daban vueltas en la cabeza, saltando como gacelas, alto, sin límites; tenía que apresurarse para dejarlas grabadas en el papel antes de que se le escaparan.
Maggie prefería enterrarse en trabajo a todo lo demás. Cada vez que se detenía un momento a pensar, su mente volaba hacia lo que Christine le había contado de Maeve. Se preguntaba qué habría de desconocido bajo la superficie de la vida de sus padres. Su madre con una carrera, su padre con otro amor. Y los dos atrapados, por culpa de Maggie, en una prisión que les había negado la posibilidad de realizar sus deseos más profundos.
Necesitaba saber más, pero le asustaba pensar que cualquier cosa que descubriera reafirmaría el hecho de que realmente no conocía bien a las personas que le habían dado la vida. Que no las conocía en absoluto. De modo que trató de apartar esa necesidad y se dedicó a visitar la galería.
Cuando nadie ponía objeciones, usaba la oficina de Rogan como estudio temporal. Tenía buena iluminación y se encontraba en el fondo del edificio, por lo que por lo general nadie la interrumpía. No era una habitación espaciosa, pues Rogan se las había arreglado para aprovechar cada milímetro con el fin de exponer obras de arte. Y ella no podía discutir esa decisión.
Maggie cubría el resplandeciente escritorio de roble con una sábana de plástico y un montón de papel de periódico. Los dibujos en carboncillo y lápiz que había hecho eran sólo el principio. Ahora estaba trabajando en darle un toque de color a sus dibujos. Había comprado en una tienda cercana a la galería unos acrílicos, pero con frecuencia su impaciencia con respecto a las imperfecciones de los materiales la obligaba a usar otros que tuviera a mano, como restos de café, o ceniza, la cual mojaba y le servía para pintar; también trazaba líneas audaces con lápiz de labios o de ojos.
Para ella, los dibujos eran tan sólo el primer paso. Se consideraba una dibujante aceptable, pero nunca pensaba en sí misma como una maestra del pincel y la pintura. Dibujar era sólo una manera de mantener viva su visión desde que la concebía hasta que la ejecutaba. El hecho de que Rogan hubiera hecho que colgaran algunos de sus dibujos para la exposición la avergonzaba más que complacerla. Sin embargo, se recordaba a sí misma, la gente compraría cualquier cosa si la convencían de que era de alta calidad y valor.
Maggie pensó que se había vuelto cínica mientras entornaba los ojos para estudiar sus dibujos. Y también una ávida contable que anotaba mentalmente las ganancias antes de que se recaudasen. Y, Dios la ayudara, se había dejado atrapar en el delicado sueño que Rogan había tejido, y se odiaría a sí misma, aún más que lo que lo odiaría a él, si regresaba a casa habiendo fracasado.
¿Acaso el fracaso corría por sus venas?, se preguntaba. ¿Sería como su padre y fracasaría en alcanzar la meta que era más importante para ella? Maggie estaba tan inmersa en su trabajo y en sus oscuros pensamientos que se sobresaltó y se disgustó cuando sintió que estaban abriendo la puerta de la oficina.
—¡Fuera! ¡Fuera! ¿Acaso tengo que poner un cerrojo a la maldita puerta?
—Eso es exactamente lo que yo estaba pensando. —Rogan cerró la puerta tras de sí—. ¿Qué diablos estás haciendo?
—Un experimento de física nuclear —contestó—. ¿Tú qué crees? —Sintiéndose frustrada por la interrupción, apartó con rabia los rizos que le caían sobre la cara y miró a Rogan enfurecida—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Creo que la galería, incluyendo esta oficina, es de mi propiedad.
—No hay manera de olvidarlo. —Maggie untó su pincel en una mezcla de pintura que había preparado sobre una vieja tabla—. No, teniendo en cuenta que las primeras palabras que salen de la boca de todo el mundo aquí son «el señor Sweeney tal cosa» o «el señor Sweeney tal otra».
Inspirada por ese intercambio de palabras, Maggie pintó sobre una hoja de papel gruesa que tenía sujeta a otra tabla.
Y mientras lo hacía, Rogan desvió la mirada de la cara de Maggie a sus manos y durante un momento se quedó sin habla por la estupefacción.
—¿En qué andas? —Totalmente desconcertado, se acercó a ella. Su adorado y valioso escritorio estaba cubierto de periódicos llenos de pintura, frascos con pinceles y lápices y, a menos que su nariz lo engañara, frascos de trementina—. ¡Estás loca! ¿Te das cuenta de que este escritorio es un Jorge II?
—Es una pieza resistente —respondió ella sin ningún respeto por el rey muerto—. Me estás tapando la luz —dijo distraídamente, y levantó una mano manchada de pintura hacia él, haciendo que Rogan se apartara por puro reflejo—. Y está bien protegida —añadió—, la he cubierto con plástico por debajo de los periódicos.
—Ah, entonces no pasa nada —afirmó con ironía, y la agarró del pelo bruscamente—. Si querías un maldito caballete —continuó cuando estuvieron cara a cara—, debiste decirme que te consiguiera uno.
—No necesito un caballete, sino un poco de privacidad. Y si logras desaparecer, como has hecho tan eficientemente durante los dos últimos días… —Maggie le dio un empujón con la mano y luego ambos bajaron la vista hacia la solapa del traje, que ahora lucía la mano de Maggie pintada en rojo.
—¡Ups! —dijo ella.
—Idiota… —Los ojos de Rogan se fueron cerrando hasta parecer dos hendiduras color cobalto cuando ella se rió.
—Lo siento, de verdad —replicó, pero la disculpa se diluyó en una carcajada—. Soy desordenada cuando trabajo y me olvido de mis manos. Claro que, por lo que he visto, tienes cientos de trajes, así que éste no te hará falta.
—Eso es lo que tú te crees. —Con rapidez, Rogan metió los dedos en la pintura y se la untó a Maggie en la cara. Su chillido de sorpresa fue más que satisfactorio—. El color se vuelve contra ti.
Maggie se pasó el dorso de la mano por la mejilla, esparciendo la pintura.
—Así que quieres jugar, ¿eh? —Riéndose, agarró un tubo de pintura amarillo canario.
—No te atrevas —dijo Rogan, debatiéndose entre la furia y la diversión—. O te haré comer la pintura con tubo y todo.
—Una Concannon nunca hace caso omiso de un reto. —Su sonrisa se amplió a medida que se preparaba para presionar el tubo, pero la venganza de ambas partes se vio interrumpida cuando se abrió la puerta de la oficina.
—Rogan, espero que no estés… —Una elegante mujer vestida con un traje de Chanel entró, abriendo los ojos azul pálido de par en par—. Discúlpame, no sabía que estabas ocupado —dijo visiblemente sorprendida y echándose hacia atrás el pelo, que era negro y sedoso.
—Llegas justo a tiempo. —Fresco como una brisa de primavera, Rogan arrancó un trozo de periódico y se limpió la pintura de los dedos—. Creo que estábamos a punto de hacer el ridículo.
Tal vez, pensó Maggie mientras dejaba el tubo de pintura a un lado con un absurdo sentimiento de decepción, pero habría sido divertido.
—Patricia Hennessy, te presento a Margaret Mary Concannon, la artista cuya obra vamos a exponer próximamente.
«¿Ésta? —pensó Patricia, pero sus rasgos distinguidos y delicados sólo evidenciaron amable interés—. ¿Esta mujer despeinada y con la cara llena de pintura es M. M. Concannon?».
—Es un placer conocerte.
—Lo mismo digo, señorita Hennessy.
—Es señora —dijo Patricia con la más encantadora de las sonrisas—, pero llámame Patricia, y de tú.
Como una rosa solitaria tras un escaparate, pensó Maggie, Patricia Hennessy era encantadora, delicada y perfecta. Y, además, reflexionó escrutando el elegante rostro ovalado de la mujer, infeliz.
—Sólo me costará un par de minutos arreglar esto para dejaros solos. Supongo que querrás hablar con Rogan en privado.
—Por favor, no te apures por mí. —La sonrisa de Patricia le curvó los labios, pero a duras penas tocó sus ojos—. Hace un momento estaba con Joseph en la sala del segundo piso admirando tu trabajo. Tienes un talento increíble.
—Gracias —dijo Maggie, cogiendo el pañuelo que Rogan llevaba en el bolsillo del pecho.
—No… —La orden murió en sus labios cuando vio a Maggie introducir el pañuelo de lino irlandés en la trementina. Con un sonido parecido a un gruñido, le quitó de las manos a Maggie el pañuelo y se limpió la pintura de los dedos con él—. Al parecer mi oficina se ha transformado temporalmente en un desván de artista.
—Pues sí, aunque nunca he trabajado en un desván —continuó, marcando aún más, y deliberadamente, su acento—. Se ha enfadado conmigo porque he ultrajado terreno sacrosanto. Si conoces a Rogan desde hace tiempo, ya sabrás que es bastante melindroso.
—No soy melindroso —contestó Rogan entre dientes.
—Oh, por supuesto que no —dijo Maggie entornando los ojos—. Eres un hombre salvaje, tan impredecible como los colores del amanecer.
—Por lo general no se considera un defecto ser organizado y tener cierto sentido del control. Pero una completa ausencia de ambos sí se considera defecto.
Se pusieron cara a cara de nuevo, dejando a Patricia fuera del cuadro bastante eficientemente, aunque sin intención, a pesar del reducido tamaño de la habitación. El ambiente era tenso, y Patricia pudo percibirlo. No podía olvidar la época en que Rogan la deseaba apasionadamente. Y no podía hacerlo porque estaba enamorada de él.
—Siento haber llegado en tal mal momento —dijo, y odió que su voz sonara rígida y demasiado formal.
—En absoluto. —El ceño fruncido de Rogan se transformó fácilmente en sonrisa cuando se volvió hacia Patricia—. Siempre es un placer verte.
—Sólo he pasado para ver si ya estabas libre. Los Carney me han invitado a tomar una copa y tenía la esperanza de que pudieras acompañarme.
—Lo siento, Patricia. —Rogan bajó la mirada y la fijó en su arruinado pañuelo, que luego dejó sobre las hojas de periódico—. Todavía tengo que encargarme de muchos detalles de la inauguración de mañana.
—Tonterías —espetó Maggie con una amplia sonrisa—. No quisiera interferir en tu vida social.
—No es culpa tuya… Es sólo que tengo otras obligaciones. Patricia, por favor, discúlpame con Marión y George.
—Por supuesto. —Patricia ofreció a Rogan su mejilla para que le diera un beso. El olor de la trementina chocó con su delicado perfume floral, y luego lo absorbió—. Ha sido un placer conocerte, señorita Concannon. Estoy ansiosa por asistir a la inauguración.
—Llámame Maggie —contestó ella con una calidez que provenía del entendimiento innato femenino—. Y muchas gracias. Esperamos que todo salga bien. Que tengas un buen día, Patricia. —Maggie se dio la vuelta y empezó a limpiar los pinceles canturreando para sí misma—. Es encantadora —comentó cuando Patricia se fue—. ¿Una vieja amiga?
—Así es.
—¿Una vieja amiga casada?
Rogan levantó una ceja ante la insinuación.
—Una vieja amiga viuda.
—Ah.
—Qué respuesta tan significativa —dijo Rogan, y por razones que no pudo dilucidar, se puso a la defensiva—. Conozco a Patricia desde hace más de quince años.
—Dios, eres un lento, Sweeney —afirmó, y apoyando la cadera contra el escritorio se dio golpecitos sobre los labios con un lápiz—. Una mujer hermosa, de evidente buen gusto, una mujer de tu misma clase, y en quince años no has hecho ningún avance.
—¿Avance? —El tono de Rogan se heló como escarcha sobre vidrio—. Una palabra bastante desafortunada, pero dejando aparte tu manera de hablar, por el momento, ¿cómo sabes que no me he insinuado?
—Esas cosas se notan. —Encogiéndose de hombros, Maggie se retiró del escritorio—. Las relaciones íntimas y las platónicas emiten señales totalmente diferentes. —La expresión de Maggie se suavizó. Al fin y al cabo, Rogan era sólo un hombre—. Apuesto a que crees que sois muy buenos amigos.
—Por supuesto que lo creo.
—Eres un idiota. —Maggie sintió una oleada de simpatía por Patricia—. Ella está enamorada de ti.
La idea y la manera tan natural y confidencial en que Maggie la había expuesto lo pillaron por sorpresa.
—Eso es absurdo.
—Lo único absurdo es que no te hayas dado cuenta. —Empezó a recoger sus cosas con brusquedad—. Siento simpatía por la señora Hennessy, o por lo menos en parte. Es difícil para mí ofrecerle toda mi simpatía cuando yo misma estoy interesada en ti, y no me gusta la idea de que saltes de su cama a la mía.
Rogan pensó que Maggie era la mujer más exasperante que había conocido.
—Esta conversación es ridícula, y tengo un montón de cosas que hacer.
A Maggie le resultaba enternecedor el modo en que la voz de Rogan podía volverse tan formal.
—Por mi culpa, así que no te voy a molestar más. Voy a extender estos dibujos en la cocina para que se sequen, si te parece bien.
—No hay problema mientras no me estorben. —Ellos y su creadora, pensó Rogan. Pero cometió el error de mirar hacia abajo, con atención—. ¿Qué has estado haciendo?
—Un poco de desorden, como tú mismo has apuntado, pero ahora mismo lo limpio todo, no tardaré mucho tiempo.
Sin pronunciar palabra, Rogan levantó uno de los dibujos de Maggie por una de las puntas. Podía verse qué la había inspirado, cómo trataba de usar el arte de los indígenas norteamericanos y convertirlo en algo audaz y único, algo sólo de ella. Sin importar cuánto y con cuánta frecuencia lo sacaba de sus casillas, Maggie era capaz, una y otra vez, de sorprenderlo con su talento.
—Veo que no has estado perdiendo el tiempo.
—Es una de las pocas cosas que tenemos en común. ¿Querrías decirme qué opinas?
—Que entiendes el orgullo y la belleza bastante bien.
—Un buen cumplido, Rogan —dijo Maggie, sonriendo—, uno bastante bueno.
—Tu trabajo te pone al descubierto, Maggie, y hace que resultes aún más confusa. Eres sensible y arrogante, compasiva y despiadada. Sensual y esquiva.
—Si estás diciendo que soy temperamental, no te lo voy a discutir. —Sintió de nuevo la punzada, rápida y dolorosa. Se preguntó si algún día Rogan podría verla a ella igual que veía su obra. Y qué podrían crear entre los dos si él lo lograba… y cuándo sería—. No considero que sea un defecto.
—Sólo hace que sea difícil vivir contigo.
—Pero nadie tiene que vivir conmigo salvo yo misma. —Le desconcertó al levantar una mano y golpearlo en la mejilla—. Estoy pensando en acostarme contigo, Rogan, y ambos lo sabemos. Pero no soy tu apropiada señora Hennessy, que está buscando un marido que le marque el camino.
Rogan la agarró de la muñeca y se sintió complacido y sorprendido cuando notó que el pulso de Maggie se aceleraba.
—¿Qué es lo que buscas?
Maggie debería haber tenido la respuesta. Debería haberla tenido en la punta de la lengua, pero se le perdió en algún punto entre la pregunta y el vuelco, fuerte y rápido, que le dio el corazón.
—Te lo haré saber cuando lo descubra. —Se inclinó hacia delante y se puso de puntillas para tocar la boca de Rogan con la suya—. Pero por ahora así es suficiente —dijo, y le quitó de la mano el dibujo y recogió los otros.
—Margaret Mary —dijo al verla dirigirse hacia la puerta—, si yo fuera tú, me quitaría la pintura de la cara.
Maggie encogió la nariz, se miró la punta bizqueando los ojos y descubrió que tenía una mancha de pintura roja.
—Maldición —murmuró, y dio un portazo al salir.
La abrupta salida de Maggie podría haber tranquilizado el orgullo de Rogan, pero no se sentía sereno y además tenía un amargo resentimiento hacia ella por ser capaz de desestabilizarlo de esa manera con tan poco esfuerzo. Sencillamente no había tiempo para las complicaciones que ella podría provocar en su vida personal. Si después había tiempo, la arrastraría a una habitación tranquila y desfogaría en ella toda su frustración, la lujuria, esa avidez enloquecedora, hasta que se liberara del todo de la sensación. Pero ahora tenía otras prioridades. Y la primera, por contrato legal y obligación moral, era la obra de aquella mujer.
Echó un vistazo a un dibujo que Maggie había dejado sobre el escritorio. Parecía que lo había hecho deprisa, y era descuidadamente brillante, con sus trazos rápidos y colores intensos que exigían la atención del observador. Igual que la artista misma, pensó Rogan, Sencillamente era imposible no fijarse en ella.
Le dio la espalda al dibujo a propósito y salió de la oficina, pero la imagen se le quedó en la cabeza, torturándolo, igual que el sabor de la boca de ella, que le torturaba los sentidos.
—Señor Sweeney, ¿qué tal?
Rogan se detuvo en la sala principal y ahogó un suspiro. Conocía bien al hombre que tenía delante. Era delgado y canoso y se aferraba a un viejo portafolios.
—Aiman… —Rogan saludó al hombre vestido vulgarmente con tanta cortesía como la que habría empleado con un cliente vestido de seda—. Hace bastante que no pasabas por aquí.
—He estado trabajando. —Un tic nervioso movió el párpado izquierdo de Aiman—. Tengo bastante trabajo nuevo, señor Sweeney.
Tal vez había estado trabajando, pensó Rogan, aunque más parecía que había estado bebiendo. Eso decían las mejillas sonrosadas, los ojos rojos y las manos temblorosas. Aiman apenas tenía treinta años, pero la bebida lo había envejecido y vuelto frágil y desesperado.
Se quedó en la entrada, en un lado, para no distraer a los visitantes de la galería. Miró a Rogan con ojos suplicantes mientras movía los dedos nerviosamente contra el portafolios.
—Tenía la esperanza de que tuviera tiempo de ver lo que le he traído, señor Sweeney.
—Mañana tenemos una inauguración, Aiman, una importante.
—Sí, ya lo sé. Lo he visto en el periódico. —Aiman estaba nervioso. Se humedeció los labios. La noche anterior se había gastado en el pub el último dinero que tenía, que había ganado vendiendo dibujos en la calle. Sabía que había sido una locura. Peor: sabía que había sido una estupidez, pero ahora necesitaba con urgencia cien libras para pagar el alquiler o lo echarían a la calle en menos de una semana—. Podría dejarle los dibujos, señor Sweeney, y venir el lunes. He… he hecho un buen trabajo. Quería que usted fuera el primero en verlo.
Rogan no le preguntó si necesitaba dinero. La respuesta era obvia y la pregunta sólo habría humillado a aquel pobre hombre. Había sido una joven promesa, recordó Rogan, antes de que los miedos y el whisky lo hubieran enterrado.
—Mi oficina está un poco desordenada en este momento, pero podemos sentarnos arriba para que me muestres lo que has hecho —dijo Rogan amablemente.
—Gracias, señor Sweeney, gracias. —Aiman sonrió y le brillaron los ojos inyectados en sangre, con una esperanza que era más patética que las lágrimas—. No le voy a robar mucho tiempo, se lo prometo.
—Estaba a punto de tomarme un té. —Rogan cogió a Aiman de un brazo discretamente y lo llevó escaleras arriba—. ¿Te gustaría acompañarme mientras vemos tu trabajo?
—Me encantaría, señor Sweeney.
Maggie se escondió para que Rogan no la viera observarlos mientras doblaban la curva de la escalera. Había estado segura, absolutamente segura, de que Rogan iba a echar a aquel zarrapastroso artista. O de que ordenaría que uno de sus subalternos hiciera el trabajo sucio por él. Pero, por el contrario, Rogan había invitado al hombre a tomar el té y lo había llevado arriba como si fuera un invitado al que se da la bienvenida. ¿Quién habría pensado que Rogan Sweeney mostraría tal amabilidad?
Maggie intuyó que Rogan le iba a comprar algunos dibujos a Aiman. Le daría lo suficiente para que el artista pudiera conservar su dignidad y cenar una o dos veces. Ese gesto fue más significativo para ella, más importante aún que una docena de las becas o donaciones que se imaginaba que Worldwide ofrecía cada año.
A Rogan le importaba la gente. Constatar eso le daba pena al tiempo que la complacía. Le importaba la mano humana que creaba el arte tanto como el arte mismo.
Maggie volvió a la oficina de Rogan y la limpió y la ordenó, mientras trataba de asimilar ese nuevo aspecto que había descubierto en él.
Veinticuatro horas después, Maggie estaba sentada en el borde de su cama en la habitación de huéspedes de la casa de Rogan. Tenía la cabeza entre las rodillas y se maldecía a sí misma por sentirse tan mal. Era humillante admitir, aunque fuera sólo ante sí misma, que sus nervios podían descontrolarse. Pero era absurdo negarlo si tenía el desagradable sabor del mareo en la garganta y el cuerpo le temblaba con escalofríos.
«No importa —se decía a sí misma una y otra vez—, no importa en absoluto lo que ellos piensen. Lo que yo piense es lo que cuenta. Ay, Dios, Dios, ¿por qué me dejé meter en esto?».
Levantó la cabeza tratando de respirar lenta y profundamente. Se sentía mareada, todo le daba vueltas y tuvo que apretar los dientes para lograr algo de estabilidad. El espejo que había al otro lado de la habitación le devolvió su propia imagen. Llevaba puesta sólo la ropa interior, que había escogido de encaje negro, lo que hacía que por contraste su piel se viera de un blanco impactante. Tenía la cara pálida y los ojos rojos. Dejó escapar un quejido antes de volver a poner la cabeza, entre las rodillas.
Estaba desastrosa y era probable que montara un espectáculo. Era feliz en Clare, ¿no? Era allí adónde pertenecía, sola y libre. Sólo ella y el vidrio, con las tranquilas praderas y la neblina matutina. Y allí era donde estaría si no hubiera sido por Rogan Sweeney y sus palabras tentadoras para sacarla de su espacio.
Él era el diablo, pensó Maggie, olvidando convenientemente que había empezado a cambiar su opinión sobre él. Era un monstruo que se aprovechaba de los ingenuos artistas y los usaba para satisfacer su avaricia. Rogan la exprimiría hasta secarla y luego la tiraría a la basura como si fuera un tubo de pintura vacío. Lo asesinaría, si fuera capaz de levantarse.
Cuando oyó los golpecitos en la puerta cerró los ojos con fuerza. «Váyanse —gritó Maggie dentro de su cabeza—, váyanse y déjenme morir en paz». Golpearon de nuevo en la puerta y oyó una voz.
—Maggie, cielo, ¿ya estás lista?
La señora Sweeney. Maggie apretó los bordes de las manos contra sus ojos y casi gritó:
—No, todavía no. —Luchó para que su voz sonara decidida y brusca, pero sonó como un lamento—. No voy a ir.
Con un crujido de seda, Christine entró en la habitación.
—Oh, cariño… —Instintivamente maternal, Christine se sentó junto a Maggie y le pasó un brazo sobre los hombros—. No pasa nada, cielo, son sólo nervios.
—Estoy bien. —Pero Maggie dejó de lado su orgullo y recostó la cabeza sobre el hombro de Christine—. Sencillamente no voy a ir.
—Pues claro que vas a ir. —Enérgicamente, Christine le levantó la cabeza y la miró a la cara. Sabía exactamente qué debía hacer y lo hizo sin piedad—. No querrás que piensen que estás asustada, ¿no?
—No estoy asustada. —Maggie levantó la barbilla, pero las náuseas bullían en su estómago—. Es sólo que no estoy interesada. —Christine le sonrió, le revolvió el pelo y esperó—. No puedo afrontarlo, señora Sweeney —soltó Maggie—. Sencillamente no puedo. Me voy a humillar a mí misma y odio eso más que nada. Antes prefiero que me cuelguen.
—Te entiendo perfectamente, pero no te vas a humillar —replicó, tomando las manos heladas de Maggie entre las suyas—. Es cierto que tú te expones tanto como tu obra. Esa es la locura del mundo del arte. Si preguntan sobre ti, hablan sobre ti y especulan sobre ti. Pero déjalos.
—No es tanto eso, aunque es una parte, desde luego. No estoy acostumbrada a que me escruten de esa manera, y no estoy segura de que me guste, pero es mi trabajo… —Apretó los labios—. Es la mejor parte de mí, señora Sweeney. Si no la encuentran atractiva… Si no les parece suficientemente buena…
—Rogan piensa que sí lo es.
—Él sabe demasiado —murmuró Maggie.
—Es cierto. Él sabe demasiado. —Christine ladeó la cabeza. Aquella chica necesitaba que actuara como una madre, y las madres no siempre son amables—. ¿Quieres que baje y le diga a Rogan que estás demasiado asustada, que te sientes demasiado insegura para asistir a la inauguración?
—¡No! —Sabiéndose impotente, Maggie se cubrió la cara con las manos—. Me tiene atrapada. Esa astuta serpiente, el maldito avaro… Discúlpeme —añadió, y tranquilizándose se quitó las manos de la cara.
Christine se aseguró de tragarse la risa.
—No pasa nada —dijo sobriamente—. Ahora espérame aquí mientras voy a decirle a Rogan que se vaya sin nosotras. Va a gastar el suelo del vestíbulo de tanto caminar de un lado para otro.
—Nunca había conocido a nadie tan obsesionado con el tiempo.
—Es un rasgo de los Sweeney. Michael me volvía loca por lo mismo, Dios lo bendiga. —Le dio una palmadita en la mano a Maggie—. Vuelvo enseguida para ayudarte a vestirte.
—Señora Sweeney —dijo Maggie agarrándose de las mangas de Christine con desesperación—, ¿no podría decirle simplemente que me he muerto? Podrían montar un gran espectáculo. Por regla general, se puede ganar más dinero con la obra de un artista muerto que con la de uno vivo.
—Creo que ya te sientes mejor —dijo Christine soltando los dedos agarrotados de Maggie de su vestido—. Ahora ve y lávate la cara.
—Pero…
—Estoy aquí para ayudarte en tu gran noche —dijo Christine con firmeza—. Creo que Sharon lo querría así. Y te he dicho que vayas a lavarte la cara, Margaret Mary.
—Sí, señora. Señora Sweeney… —Sin tener ningún otro lugar adónde ir, Maggie se aferró a Christine—. Por favor, no le diga… Me refiero a que le estaría muy agradecida si no le menciona a Rogan que…
—En una de las noches más importantes de su vida una mujer tiene derecho a tardar en arreglarse…
—Supongo… —Maggie esbozó una ligera sonrisa—. Hace que parezca una frívola, pero eso es mejor que la alternativa.
—Yo me encargo de Rogan.
—Una cosa más. —Había estado posponiendo eso, admitió Maggie. Y podía afrontarlo ahora que se sentía peor de lo que podía imaginarse—. ¿Sería posible que buscara esos recortes de periódico de los que me habló? Los de mi madre.
—Creo que sí. Se me tenía que haber ocurrido a mí primero. Quieres leerlos, ¿no?
—Sí quisiera, sí. Y le estaría muy agradecida.
—Me encargaré de que los recibas. Ahora lávate la cara. Voy a hablar con Rogan —añadió, y dirigió a Maggie una amplia sonrisa antes de cerrar la puerta.
Cuando Christine encontró a Rogan, éste deambulaba furiosamente de un lado a otro por el vestíbulo.
—¿Dónde diablos está? —preguntó a su abuela en cuanto la vio—. Lleva arreglándose como dos horas.
—Pues claro, cariño —dijo Christine gesticulando con grandilocuencia—. La impresión que deje esta noche es vital, ¿no?
—Es importante, por supuesto. —Si dejaba una mala impresión, los sueños de Rogan se irían al traste junto con los de Maggie. La necesitaba allí, en ese momento y dispuesta a deslumbrar—. Pero ¿por qué necesita tanto tiempo? Sólo tiene que vestirse y arreglarse el pelo.
—Cariño, llevas soltero demasiado tiempo si realmente crees semejantes tonterías. —Con afecto, Christine se acercó a arreglar su ya perfecta pajarita—. Qué guapo estás vestido de esmoquin.
—Abuela, te estás andando con rodeos.
—No, en absoluto. —Le sacudió las solapas, que estaban impecables—. Sólo he venido a decirte que te vayas sin nosotras. Saldremos cuando Maggie esté lista.
—Ya debería estar lista.
—Pues no lo está. Además, el efecto será más eficaz si llega lo suficientemente tarde como para hacer una gran entrada. Tú aprecias lo teatral de estas ocasiones, Rogan.
Era cierto.
—Está bien. —Rogan miró su reloj y maldijo entre dientes. Si no se marchaba ya, con seguridad llegaría tarde. Era su responsabilidad estar allí, se recordó a sí mismo, para estar pendiente de cualquier detalle de última hora, sin importar cuánto deseaba esperar para llegar con Maggie a la galería—. La dejo en tus más que capaces manos, abuela. Haré que el coche venga a por vosotras tan pronto me deje a mí. Por favor, ocúpate de que llegue a tiempo a la galería, ¿de acuerdo?
—Puedes contar conmigo, cariño.
—Siempre lo hago. —La besó en la mejilla y se dispuso a marcharse—. A propósito, señora Sweeney, no le he dicho lo preciosa que está usted esta noche.
—No, no me lo has dicho. Estaba un poco decepcionada.
—Serás, como de costumbre, la mujer más bella de la fiesta.
—Bien dicho. Ahora márchate y deja a Maggie en mis manos.
—Es un placer. —Echó una mirada escaleras arriba antes de dirigirse a la puerta. No era una mirada agradable—. Te deseo buena suerte con ella.
Después de que Rogan cerrase la puerta, Christine dejó escapar un suspiro. Pensó que necesitaría toda la suerte que pudiera conseguir.