Era imposible no sentirse impresionado por la galería Worldwide de Dublín. Merecía la pena ir a verla aunque sólo fuera por la arquitectura. Habían aparecido cientos de fotografías del edificio en docenas de revistas especializadas y libros de arte como un reluciente ejemplo del estilo georgiano, uno de los legados arquitectónicos de Dublín.
A pesar de que Maggie había visto fotos de la galería, contemplar en persona su total grandeza en tres dimensiones la dejó sin aliento. Durante su estancia en Venecia había visitado muchas galerías, pero ninguna se podía comparar con el esplendor de la de Rogan.
Sin embargo, no comentó nada mientras Rogan quitaba el seguro de la puerta principal y después de abrir se apartaba para dejarla pasar.
Tuvo que resistir el impulso de arrodillarse ante la tranquilidad casi sacra que se respiraba dentro, el juego de luces, la fragancia del aire de la sala principal. La exposición de los indígenas norteamericanos había sido montada con mucho cuidado y era realmente bella; había vasijas de cerámica, graciosos cestos, máscaras rituales, sonajeros de chamán y collares de cuentas. En las paredes estaban colgados dibujos que eran a la vez primitivos y sofisticados. Un vestido de piel color crema, adornado con cuentas y piedras suaves y brillantes, atrajo particularmente la atención y la admiración de Maggie. Rogan había ordenado que lo colgaran como un tapiz, y Maggie se moría por tocarlo.
—Impresionante —fue todo lo que dijo.
—Me encanta que te guste.
—Nunca había visto el trabajo de los indígenas norteamericanos fuera de libros y revistas. —Maggie se inclinó sobre una vasija para agua.
—Precisamente ésa es la razón por la cual quería traer la exposición a Irlanda. Con demasiada frecuencia nos concentramos en la historia y la cultura europeas y nos olvidamos de que existen muchas otras cosas en el mundo.
—Es difícil de creer que las personas que crearon esto pudieran ser los salvajes que vemos en las películas antiguas de John Wayne. Pero —Maggie se enderezó sonriendo—, por ejemplo, mis antepasados eran también salvajes que se desnudaban y se pintaban el cuerpo de azul antes de soltar el grito de guerra y lanzarse a ella. Yo vengo de ahí. —Inclinó la cabeza para observar a Rogan, el perfecto e inmaculado hombre de negocios—. Ambos venimos de ahí.
—Aunque se podría decir que tales tendencias se van diluyendo más en unas personas que en otras a lo largo de los siglos. Yo, personalmente, no he sentido la necesidad de pintarme de azul en años. —Maggie se rió, pero Rogan ya estaba mirando su reloj de nuevo—. Vamos a instalar tu exposición en el segundo piso —dijo, empezando a subir las escaleras.
—¿Por alguna razón en particular?
—Por varias razones en particular. —La impaciencia lo envolvía como una oleada de calor. Se quedó en silencio hasta que Maggie lo alcanzó en las escaleras—. Prefiero que una exposición como la tuya tenga un aire de reunión social. La gente tiende a apreciar más el arte, al menos piensa que es más accesible, si está relajada y puede pasar un buen rato. —Se detuvo al final de las escaleras y levantó una ceja ante la expresión de Maggie—. ¿Tienes algún problema?
—Me gustaría que la gente se tomara en serio mi trabajo, no que piense que es un recuerdo que se regala al final de una fiesta.
—Te aseguro que todos tomarán en serio tu obra. —Especialmente debido a los altos precios que había decidido poner a las piezas, que era la estrategia que pretendía usar—. Y vender tu trabajo es, después de todo, mi negociado. —Se dio la vuelta, abrió las puertas correderas de la sala y se hizo a un lado para que Maggie pudiera entrar primero.
Maggie sencillamente no pudo hablar. La sala, enorme y maravillosa, estaba inundada de la luz que entraba a través del tragaluz que se encontraba en medio del techo. Se derramaba sobre el suelo oscuro y brillante, jugueteaba y devolvía reflejos sorprendentes, casi como si cayera sobre un espejo sobre las piezas que Rogan había decidido exponer allí.
Maggie nunca se había imaginado, ni siquiera en sus más locos y secretos sueños, que su obra pudiera exponerse con tal sensibilidad y grandiosidad.
Las piezas de vidrio estaban dispuestas alrededor de la sala en pedestales de mármol color blanco perla que las levantaban hasta la altura de los ojos. Rogan había decidido adornar el amplio espacio con doce piezas solamente. Una decisión acertada, pensó Maggie, pues hacía que cada una se percibiera como única. Y justo en medio de la sala, brillando como hielo con un corazón de fuego, emergía la maravillosa Entrega de Maggie.
La joven se acercó a examinarla y sintió una punzada en el corazón. Sabía que alguien la compraría; dentro de pocos días, alguien pagaría el precio que Rogan le había puesto y finalmente la arrancaría completamente de su vida. El precio que ella tenía que pagar por querer más, pensó, al parecer era perder lo que ya tenía. O, tal vez, perder lo que era.
Al ver que Maggie no decía nada, sólo caminaba entre las piezas haciendo eco con sus botas, Rogan se metió las manos en los bolsillos.
—Las piezas más pequeñas se van a exponer en las salitas donde la gente se puede sentar. Son espacios más íntimos. —Hizo una pausa, esperando alguna respuesta de Maggie, pero al no recibir ninguna, siseó entre dientes. Maldita mujer, pensó, ¿qué era lo que quería?—. Tendremos una pequeña orquesta el día de la inauguración, de cuerda. Y, por supuesto, champán y canapés.
—Por supuesto —apenas pudo contestar. Seguía dándole la espalda a Rogan, y se preguntaba por qué tenía ganas de llorar si se encontraba en una sala tan magnífica.
—Te voy a pedir que asistas a la inauguración aunque sea por poco tiempo. No tienes que hacer ni decir nada que comprometa tu integridad artística.
El corazón de Maggie estaba latiendo tan fuerte que no dejó que percibiera el tono de disgusto de Rogan.
—Todo está… —No podía pensar en la palabra apropiada; sencillamente, no se le ocurría—. Bien —dijo finalmente—. Todo está bien.
—¿Bien?
—Sí —contestó Maggie girándose hacia él sin ninguna expresión en los ojos; se sentía aterrorizada, por primera vez en los últimos años—. Tienes un buen sentido estético.
—Un buen sentido estético —repitió Rogan, sorprendido por la parquedad de Maggie—. Pues bien, Margaret Mary, me siento halagado. Sólo nos ha costado tres semanas de intenso trabajo y el esfuerzo combinado de más de doce personas altamente cualificadas para hacer que todo esté «bien».
Maggie se pasó una mano temblorosa por el pelo. ¿No se daba cuenta Rogan de que no podía hablar, de que se encontraba totalmente fuera de su ambiente y de que estaba tan asustada como una liebre frente a un galgo?
—¿Qué quieres que te diga? Yo hice mi trabajo y te di mi arte. A tu vez, tú has hecho tu trabajo usando el mío. Nos deberíamos felicitar mutuamente, Rogan. Ahora quisiera ver esas salitas más íntimas.
Rogan dio un paso adelante, para obstaculizarle el paso hacia la salida. La ira que fluía dentro de su cuerpo era tan intensa que le sorprendió que no derritiera el vidrio de Maggie y lo convirtiera en brillantes charcos de color.
—Eres una campesina desagradecida.
—¿Campesina? ¿Soy una campesina? —Las emociones daban vueltas a su alrededor, contradictorias y aterradoras—. Pues tienes razón, Sweeney. Y si te parece que soy desagradecida porque no caigo rendida a tus pies y beso tus zapatos, pues seguiré siendo desagradecida. No quiero esperar de ti más que lo que dicen tus malditos contratos con sus malditas cláusulas de exclusividad. Y tú no vas a obtener nada más de mí.
Maggie sentía que las lágrimas estaban a punto de irrumpir en sus ojos. Estaba segura de que si no salía de la sala pronto, sus pulmones se iban a colapsar debido a la tensión. En su desesperación por escapar, empujó a Rogan hacia un lado.
—Te diré lo que espero de ti —contestó agarrándola del hombro y girándola hacia él—, y lo que obtendré.
—Perdón por interrumpir —dijo en ese momento Joseph desde la puerta.
No podía haber estado más sorprendido, o más fascinado, al ver a su ecuánime y controlado jefe escupir fuego por los ojos hacia la pequeña mujer de ojos peligrosos cuyos puños ya se habían levantado en el aire como si fuera a defenderse de un ataque.
—En absoluto —dijo Rogan, y haciendo uso de toda su voluntad, soltó a Maggie y dio un paso atrás. En un parpadeo había pasado de la furia al sosiego—. La señorita Concannon y yo sólo estábamos discutiendo los términos de nuestro contrato. Maggie Concannon, Joseph Donahoe, el encargado de la galería.
—Es un placer conocerla. —Todo encanto, Joseph caminó hacia Maggie, la tomó de la manó y se la besó con coquetería y elegancia, a pesar de que estaba un poco temblorosa. Luego sonrió dejando que su diente de oro resplandeciera—. Un auténtico placer, señorita Concannon, conocer a la persona que hay detrás del genio.
—Y es un placer para mí, señor Donahoe, conocer a un hombre tan sensible al arte y al artista.
—Dejaré a Maggie en tus hábiles manos, Joseph, tengo varios compromisos.
—Es un honor para mí, Rogan —replicó Joseph, a quien le brillaron los ojos mientras seguía sosteniendo la mano de Maggie entre las suyas.
Rogan no pasó por alto el gesto, ni que Maggie no hubiera hecho ningún movimiento para romper el contacto con Joseph. De hecho, le estaba sonriendo coquetamente.
—Sólo tienes que decirle a Joseph cuándo necesitas el coche —dijo Rogan a Maggie con sequedad—. El chófer está a tu disposición.
—Gracias, Rogan —contestó sin mirarlo—, pero creo que Joseph me puede tener entretenida bastante tiempo.
—No se me ocurre una manera mejor de pasar el día —añadió Joseph rápidamente—. ¿Ya ha visto cómo han quedado las salitas de reunión, señorita Concannon?
—No, todavía no. Pero llámame Maggie, por favor.
—Muy bien —repuso, y con la mano de ella todavía en la suya, la guió hasta la puerta—. Creo que te va a gustar lo que hemos hecho aquí. Queremos estar seguros de que estas contenta con las decisiones que tomamos, ya que falta muy poco para la inauguración. Son absolutamente bienvenidas todas tus sugerencias.
—Vaya cambio. —Maggie hizo una pausa y se volvió a mirar hacia donde Rogan continuaba de pie—. No dejes que te distraigamos de tus asuntos, Rogan. Estoy segura de que requieren tu presencia urgentemente —dijo, y sacudiendo la cabeza, se dirigió a Joseph—: Conozco a un hombre, dedicado al comercio, que se llama Francis Donahoe; vive en Ennis. Tiene la misma expresión en los ojos que tú. ¿Sois familia?
—Tengo primos en Clare, tanto por parte de mi padre como de mi madre. Se apellidan Ryan.
—Conozco montones de Ryan. Oh…
Se detuvo y suspiró al entrar a través de un arco a una preciosa salita con chimenea y un sofá de dos plazas. Varias de sus piezas más pequeñas, entre ellas la que le había comprado Rogan cuando se conocieron en su taller, decoraban las mesas antiguas.
—Un lugar muy elegante, en mi opinión —comentó Joseph, entrando y encendiendo la luz. El vidrio saltó a la vida bajo el resplandor, parecía latir—. El salón principal es una estancia que quita el aliento, y esta salita es más delicada.
—Sí. —Maggie suspiró de nuevo—. ¿Te importaría que me sentara un momento, Joseph? La verdad es que me he quedado sin respiración. —Se sentó en el sofá y cerró los ojos—. Una vez, cuando era pequeña, mi padre compró una cabra macho pensando en poner un criadero. Una mañana estábamos la cabra y yo en el campo, no le estaba prestando atención, cuando de pronto se enfureció, me embistió y me hizo volar por los aires. Sentí justo lo mismo que ahora al entrar en la sala principal. Como si algo me hubiera arrollado y me hubiera hecho volar.
—Estás nerviosa, ¿no?
Maggie abrió los ojos y vio comprensión en los de Joseph.
—Estoy muerta de miedo. Pero por nada del mundo voy a dejar que Rogan lo sepa, antes muerta. ¡Es tan engreído!
—Está muy seguro de sí mismo nuestro Rogan. Y con mucha razón. Tiene un sentido bastante agudo para comprar la pieza correcta o patrocinar al artista adecuado. —Joseph era un hombre curioso, y además disfrutaba de los buenos chismes. Se puso cómodo junto a Maggie y estiró las piernas cruzándolas a la altura de los tobillos, en una posición que invitaba a la relajación y a la confidencia—. Me he dado cuenta de que estabais discutiendo cuando he entrado en la sala y os he interrumpido.
—Es que no parece que tengamos mucho en común —contestó Maggie sonriendo ligeramente—. Es muy agresivo nuestro Rogan.
—Es cierto, pero normalmente lo es de una manera tan sutil que uno no nota que está siendo agredido.
Maggie siseó entre dientes.
—Pues conmigo no ha sido nada sutil.
—Ya lo he observado. Interesante. ¿Sabes, Maggie? No creo ser indiscreto ni estar revelando ningún secreto corporativo si te digo que Rogan estaba decidido a traerte a Worlwide. Llevo trabajando para él más de diez años y no recuerdo haberlo visto tan concentrado en un solo artista.
—Y yo debería sentirme halagada —repuso con un suspiro, y luego cerró los ojos de nuevo—. Y me siento halagada, la mayor parte del tiempo, cuando no estoy enfurecida con él por ser tan mandón. Siempre pasa de ser un príncipe a ser un patán.
—Rogan está acostumbrado a hacer las cosas a su manera.
—Pues bien, a mí no me tendrá a su manera. —Abrió los ojos y se levantó—. ¿Me mostrarías el resto de la galería?
—Con mucho gusto. Y entonces tal vez me cuentes la historia de tu vida.
Maggie ladeó la cabeza y lo escrutó. Era un encantador de serpientes, pensó, con sus ojos ensoñadores y sus aires de pirata. Siempre le había gustado tener amigos traviesos.
—Está bien —dijo, y pasó el brazo por el de él mientras caminaban hacia la otra salita por el siguiente arco—. Había una vez un granjero que quería ser poeta…
En Dublín había demasiadas personas, para el gusto de Maggie. Difícilmente podía dar un paso sin tropezarse con alguien. Era una ciudad bonita, no podía negarlo, con su hermosa bahía y sus torres puntiagudas. No podía sino admirar su arquitectura, en ladrillo rojo y piedra gris, y el encanto de los coloridos escaparates.
El chófer que Rogan había puesto a su disposición, Brian Duggin, le dijo que los primeros dublineses tenían un sentido del orden y la belleza tan agudo como su sentido de la riqueza. Y por eso, pensó Maggie, la ciudad le iba tan bien a Rogan como él a la ciudad.
Se sentó cómodamente en el coche y admiró por la ventanilla los maravillosos jardines delanteros de las casas, las cúpulas cobrizas, las distintas tonalidades de verde y el agitado río Liffey, que partía la ciudad en dos.
Sentía que el pulso se le aceleraba al ritmo del espacio que la rodeaba, respondiendo a la multitud y al ajetreo. Pero el bullicio sólo la emocionaba brevemente antes de agotarla. La gran cantidad de gente que había en la calle O’Connell, donde todo el mundo parecía tener bastante prisa por llegar a otra parte, la hizo añorar las perezosas y tranquilas carreteras del oeste.
Sin embargo, la vista desde el puente O’Connell le pareció espectacular: los barcos atracados en los muelles y la majestuosa cúpula del Four Courts brillando al sol. El chófer estaba contento de cumplir sus peticiones de conducir por ahí o detenerse mientras ella caminaba por parques y plazas.
Se detuvieron en la calle Grafton, donde había muchas tiendas elegantes, y allí Maggie le compró un broche a Brianna, una media luna de plata con incrustaciones de granate. Maggie pensó, al meter el estuche en su bolso, que era perfecto para el gusto tradicional de su hermana. Luego vio unos pendientes de los que se enamoró: largas espirales de oro, plata y cobre con ópalos de fuego en las puntas. No tardó mucho en decidirse a comprarlos, aunque no debía gastar tanto en un antojo tan frívolo. Se recordó que no tenía garantizada la venta de ninguna otra pieza. Pero, por supuesto, los compró y mandó al diablo su presupuesto.
Para concluir su día, visitó museos, paseó a la orilla del río y tomó té en un café de los alrededores de la plaza Fitz-William. Pasó la última hora viendo el atardecer desde el puente Half Penny y haciendo bosquejos en un bloc que compró en una tienda de artículos de bellas artes.
Eran más de las siete cuando regresó a casa de Rogan. Cuando le abrieron la puerta, éste salió de la sala principal y la detuvo antes de que pudiera subir las escaleras.
—Empezaba a preguntarme si habías hecho que Brian te llevara de vuelta a Clare.
—Lo he pensado una o dos veces —dijo, y se retiró de la cara el pelo que le caía desordenadamente—. Han pasado muchos años desde la última vez que vine a Dublín. —Se acordó del malabarista que había visto y, por supuesto, de su padre—. Me había olvidado de lo ruidosa que es la ciudad.
—Supongo que no has cenado.
—No, no he cenado —respondió, pues el bizcocho que había comido con el té no contaba.
—He pedido que sirvan la cena a las siete y media, pero puedo pedir que sea a las ocho, si quieres tomar un cóctel con nosotros.
—¿Nosotros?
—Mi abuela está aquí. Tiene muchas ganas de conocerte.
—Ah… —El buen humor de Maggie cayó en picado. Alguien más a quien conocer, a quien tener que hablar y con quien socializar—. No quisiera retrasaros.
—No es problema. Si quieres, cámbiate y te esperamos en la sala.
—¿Cambiarme para qué? —Resignada, se puso el bloc bajo el brazo—. Me temo que he dejado mis vestidos de gala en casa. Pero si te avergüenza mi aspecto, puedo cenar en mi habitación.
—No pongas en mi boca palabras que no he dicho, Maggie —repuso, y tomándola con firmeza del brazo la llevó hasta la sala—. Abuela —se dirigió a la mujer que estaba sentada majestuosamente en el sillón de brocado de respaldo alto—, te presento a Margaret Mary Concannon. Maggie, ella es Christine Sweeney.
—Qué gran placer conocerte. —Christine le ofreció a Maggie una mano distinguida adornada con un zafiro reluciente, que hacía juego con los de sus pendientes—. Me atribuyo toda la responsabilidad de tenerte aquí, querida, pues fui yo quien compró la primera pieza de tu trabajo que intrigó tanto a Rogan.
—Muchas gracias. ¿Entonces es usted coleccionista?
—Lo llevamos en la sangre. Pero siéntate, por favor. Rogan, tráele algo de beber a Maggie.
Rogan se dirigió hacia el aparador, donde brillaban las botellas de cristal.
—¿Qué te gustaría tomar, Maggie?
—Lo que estén tomando ustedes —contestó. Resignada a tener que ser amable durante las siguientes dos o tres horas, puso a un lado su bloc y su bolso.
—Debe de ser muy emocionante tener tu primera exposición importante —empezó Christine. La chica era impactante, pensó para sus adentros. Puro fuego y pasión, tan atractiva en camisa y pantalones ceñidos como muchas mujeres pretendían serlo con seda y diamantes.
—Para ser honesta, señora Sweeney, todavía me cuesta trabajo imaginármela. —Cogió el vaso que Rogan le ofrecía y deseó de corazón que la bebida fuera lo suficientemente fuerte como para darle fuerzas para una velada de conversación.
—Dime qué te parece la galería.
—Es maravillosa. Una verdadera catedral del arte.
—Oh… —Christine se echó hacia delante y le apretó a Maggie una mano cariñosamente—. A mi Michael le habría encantado oírte decir eso. Era exactamente lo que quería. ¿Sabes? Era un artista frustrado.
—No, no lo sabía —contestó Maggie echándole a Rogan una mirada de reojo.
—Quería ser pintor. Y tenía la visión, pero no el talento. Así que creó la atmósfera y los medios para reunir a aquellos que sí lo tienen. —El vestido de seda de Christine color humo crujió cuando se recostó en el respaldo nuevamente—. Era un hombre maravilloso. Rogan se parece mucho a él, tanto en el físico como en el temperamento.
—Eso debe de hacer que se sienta muy orgullosa.
—Mucho. Como estoy segura de que lo que has hecho con tu vida también hace que tu familia se sienta orgullosa.
—No sé si orgullosa es la palabra exacta. —Maggie bebió de su copa y descubrió que Rogan le había servido jerez; entonces se esforzó por no hacer una mueca. Por fortuna, el mayordomo entró en ese momento para anunciarles que la cena estaba servida—. Humm, qué bien. —Agradecida, Maggie dejó la copa sobre la mesa auxiliar—. Estoy muerta de hambre.
—Entonces vamos sin más demoras. —Rogan le ofreció el brazo a su abuela—. El chef está encantado de que estés disfrutando de su cocina.
—Es un cocinero fantástico, ésa es la verdad. No tendría el valor de decirle que yo soy una cocinera tan mediocre que me como cualquier cosa que me sirvan que yo no haya tenido que preparar.
—No lo mencionaremos —dijo Rogan, que le ofreció una silla a Christine y luego otra a Maggie.
—No, no lo haremos —coincidió Maggie—, puesto que pretendo intercambiar algunas de sus recetas por otras de Brie.
—Brie es la hermana de Maggie —explicó Rogan a Christine mientras les servían la sopa—. Tiene un hotel en Clare, y por experiencia propia puedo decir que cocina maravillosamente.
—Así que tu hermana es una artista de la cocina como tú lo eres del vidrio.
—Así es —confirmó Maggie, sintiéndose mucho más a gusto en compañía de Christine Sweeney de lo que esperaba—. Brie posee un toque mágico para la casa.
—Dices que en Clare… —Christine asintió cuando Rogan le ofreció vino—. Conozco bastante bien la zona, nací en Galway.
—¿En serio? —Sorpresa y placer se dibujaron en el rostro de Maggie. Era otro recordatorio de cuánto extrañaba su hogar—. ¿En qué parte?
—En Galway City. Mi padre trabajaba en transporte marítimo. Conocí a Michael porque tenía negocios con mi padre.
—Mi abuela, la madre de mi madre, también era de Galway. —Aunque bajo otras circunstancias habría preferido comer a hablar, en esa ocasión estaba disfrutando la combinación de buena comida con conversación agradable—. Vivió allí hasta que se casó. Debió de ser hace unos sesenta años. Su padre era comerciante.
—¿Cómo se llamaba tu abuela?
—Su nombre de soltera era Sharon Feeney.
—Sharon Feeney. —A Christine le brillaron los ojos, tan profunda y chispeantemente como sus zafiros—. ¿Era hija de Colín y Mary Feeney?
—Sí, ¿la conoció?
—Claro que sí. Éramos vecinas. Yo era un poco más joven que ella, pero pasábamos bastante tiempo juntas. —Christine miró a Maggie y después a Rogan, para incluirlo en la conversación—. Yo estaba locamente enamorada del tío abuelo de Maggie, Niall, y usaba desvergonzadamente a Sharon para estar cerca de él.
—Seguro que no necesitabas usar nada ni a nadie para llamar la atención de un hombre —dijo Rogan.
—Eres un cielo —replicó Christine entre risas, y le dio una palmadita en la mano a su nieto—. Haz caso omiso de ese halago, Maggie.
—Rogan no desperdicia mucho azúcar en mí.
—Porque se disuelve en vinagre —respondió él en el tono más amable que encontró.
Decidida a no prestarle atención, Maggie siguió hablando con Christine.
—No he visto a mi tío en años, pero he oído que de joven era un hombre muy guapo que tenía mucho éxito entre las mujeres.
—Sí, así es. —Christine se rió de nuevo, y el sonido resultó joven y alegre—. Pasé muchas noches soñando con Niall Feeney. Y la verdad es —continuó, mirando a Rogan con sus ojos brillantes, se percibía una chispa de picardía en ellos que Maggie admiró— que si Michael no hubiera aparecido y no me hubiera enamorado como lo hizo, habría luchado hasta la muerte por casarme con Niall. Interesante, ¿no? Vosotros dos habríais podido ser primos si las cosas hubieran sucedido de forma diferente.
Rogan levantó su copa de vino y le echó una mirada a Maggie. Espeluznante, fue todo lo que pudo pensar. Absolutamente aterrador.
Maggie se rió con disimulo y se tomó las últimas cucharadas de sopa.
—¿Sabía que Niall Feeney nunca se casó? Y hoy sigue soltero en Galway. Tal vez usted le partió el corazón, señora Sweeney.
—Me gustaría pensar que así fue. —La belleza tan evidente del rostro de Christine se avivó con un ligero rubor—. Pero la verdad es que Niall nunca se enteró de que yo existía.
—¿Era ciego? —Rogan se ganó una amplia sonrisa por parte de su abuela.
—Ciego no —respondió Maggie, que suspiró ante el delicioso olor del pescado que acababan de servirle—, pero tal vez un hombre más tonto que la mayoría.
—¿Y dices que nunca se casó? —terció Christine. Rogan se dio cuenta, con una mueca de desaprobación, de que la pregunta de Christine había sonado un tanto demasiado casual.
—Nunca. Mi hermana se escribe con él. —Un atisbo de maldad brilló en los ojos de Maggie—. Le voy a pedir que la mencione en su próxima carta. Veremos si su memoria es mejor que su criterio juvenil.
—Han pasado cincuenta y cinco años desde que cambié Galway por Dublín y por Michael, Virgen Santa —dijo Christine con una sonrisa un poco ensoñadora, pero sacudió la cabeza.
Pensar en los años que habían pasado le hicieron sentir nostalgia, la misma que provoca ver partir un barco del muelle. Todavía echaba de menos a su marido, a pesar de que había muerto hacía doce años. En un gesto automático, que a Maggie le pareció conmovedor, Christine puso su mano sobre la de Rogan.
—Sharon se casó con un hotelero, ¿no es cierto?
—Así es, aunque murió hace diez años.
—Lo siento mucho, pero por lo menos tuvo a su hija para consolarla.
—Sí, mi madre. Pero, la verdad, no sé si sería consuelo. —Los vestigios de amargura se confundieron en la boca de Maggie con el delicado sabor de la trucha, por lo que tuvo que pasarlos con vino.
—Después de que Sharon se casase nos escribimos un tiempo. Estaba muy orgullosa de su niña, Maeve, ¿no es cierto?
—Sí. —Maggie trató de imaginarse a su madre como una niña pequeña, pero no pudo.
—Sharon me dijo que era una niña encantadora, de impactante cabello rubio. Solía decir también que tenía el temperamento del demonio, pero la voz de un ángel.
Maggie engulló con prisa el bocado y miró a Christine con total sorpresa.
—¿La voz de un ángel? ¿Mi madre?
—Por supuesto, ¿por qué? Sharon me dijo que cantaba magníficamente y quería dedicarse a ello profesionalmente. Y creo que de hecho lo hizo, por lo menos durante un tiempo. —Christine hizo una pausa, pensando, mientras Maggie no podía sino mirarla—. Sí, sé que así fue. Vino a Cort a cantar, pero no pude ir a verla. Creo que todavía tengo unos recortes de periódico que Sharon me envió; debió de ser hace treinta años. —Sonrió con curiosidad—. ¿Entonces ya no canta?
—No —respondió Maggie con un suspiro, totalmente desconcertada. Nunca había oído a su madre levantar la voz sino para quejarse o criticar. ¿Una cantante? ¿Una profesional con voz de ángel? Con seguridad estaban hablando de dos personas distintas.
—Bueno —continuó Christine—. Supongo que fue feliz cuidando de su familia.
¿Feliz? Definitivamente, era una Maeve Feeney Concannon diferente a la que la había educado.
—Supongo —contestó Maggie lentamente—. Hizo su elección.
—Como todos. Sharon hizo su elección cuando se casó y se fue a vivir lejos de Galway. Tengo que decir que la eché mucho de menos, pero ella amaba a su Johnny y su hotel.
Con gran esfuerzo, Maggie apartó los pensamientos sobre su madre que la asaltaban. Se dedicaría a ellos más tarde, con cuidado.
—Recuerdo el hotel de los abuelos cuando yo era pequeña. Un verano, mi hermana y yo fuimos a trabajar allí, teníamos que ayudar a arreglar las habitaciones y hacer otras tareas. Pero no me gustó mucho.
—Una suerte para el mundo del arte.
Maggie reconoció el cumplido de Rogan.
—Tal vez, pero desde luego fue un alivio para mí.
—Nunca te he preguntado cómo te interesaste por el vidrio…
—Mi abuela paterna tenía una vasija de vidrio veneciano, con forma aflautada y de tonos verdes pálidos. Del color de los brotes de hoja. Pensaba que era la cosa más bella que había visto en mi vida. Un día, mi abuela me dijo que la vasija había sido hecha de aliento y fuego. —Maggie sonrió ante el recuerdo, se perdió en él un momento y sus ojos se pusieron tan nebulosos como la vasija que había descrito—. Para mí era como un cuento de hadas; usar aliento y fuego para crear algo que uno podía sostener entre las manos. Entonces un día me regaló un libro que tenía fotos de vidrierías, de cañas, de hornos, de vidrieros. Creo que desde ese momento supe que no quería hacer nada más, sino crear mis propias piezas de vidrio.
—Rogan era igual —murmuró Christine—. Estuvo tan seguro desde tan joven de cómo quería que fuera su vida… —Pasó la mirada de Maggie a su nieto—. Y ahora os habéis encontrado.
—Así parece. —Rogan asintió y tocó la campanilla para que sirvieran el siguiente plato.