Capítulo 6

Maggie se despertó en medio de la oscuridad. De lo único que estuvo segura en esos primeros momentos de aturdimiento fue de que no estaba en su propia cama. El olor de las sábanas, su textura, no eran los habituales. No era preciso haber dormido con frecuencia en ropa de cama fina para reconocer la diferencia o apreciar el tenue y relajante olor a verbena que desprendía la funda de la almohada en la que había hundido la cabeza.

Se le pasó por la mente una idea incómoda, por lo que estiró la mano sobre la cama para asegurarse de que era la única ocupante. Sintió el colchón bajo su palma, suave, un lago de sábanas finas y mantas cálidas. Un lago vacío, gracias a Dios, pensó Maggie, y se deslizó hasta el centro de la cama.

Su último recuerdo claro era haber llorado a mares en el coche de Rogan y la sensación de vacío que la había dejado a la deriva como una rama partida en medio de la corriente. Una buena purga, pensó, porque se sentía increíblemente bien, tranquila, descansada y limpia.

Era tentador quedarse disfrutando de la suave oscuridad sobre las suaves sábanas de delicada fragancia, pero decidió que era mejor averiguar dónde estaba y cómo había llegado hasta allí. Después de deslizarse hasta el borde de la cama buscó a tientas sobre la mesilla y con los dedos acarició suavemente la madera, arriba y hacia los lados, hasta que encontró una lámpara y su interruptor. La luz se derramó tenuemente sobre las sombras con un matiz dorado que iluminó sutilmente una habitación grande de techo artesonado, papel pintado de delicados capullos de rosa y una cama enorme con cuatro columnas. Era la verdadera reina de las camas, pensó Maggie con una sonrisa. Una pena que hubiera estado tan cansada como para apreciarla.

La chimenea que había al otro lado de la habitación estaba apagada, pero resplandecía como una moneda nueva y estaba dispuesta para que la encendieran. Sobre un majestuoso tocador descansaba un florero Waterford con rosas de tallo largo y, junto a él, un juego de cepillos de plata y primorosas botellitas de colores con suntuosos tapones. El espejo que había sobre el mueble le devolvió a Maggie su propia imagen de ojos adormilados con un fondo de sábanas revueltas.

«Estás un poco fuera de lugar, chica», se dijo, y sonrió, bajándose una manga de su camisola de algodón. Al parecer alguien había tenido la buena idea de cambiarle la ropa antes de meterla en la cama. Una empleada, tal vez, o el mismo Rogan. No importaba, pensó con sentido práctico, dado que la tarea estaba hecha y definitivamente ella había resultado beneficiada. Como resultado, su ropa permanecía colgada en un armario de palo de rosa tallado, y estaba tan fuera de lugar allí, decidió entre risas, como ella misma en el glorioso lago de sábanas sedosas y delicadas.

Si estaba en un hotel, sin duda era el más lujoso en el que se había hospedado jamás. Gateó sobre una alfombra Aubusson densamente tejida hacia la puerta más cercana. El baño era tan suntuoso como la habitación, los azulejos color rosa y marfil resplandecían y contaba con una bañera para relajarse y una ducha independiente construida con un bloque de vidrio ondulado. Con avidez, se desnudó y abrió el grifo.

Se sintió en el paraíso, con el agua caliente resbalándole por el cuello y los hombros, como los dedos fuertes de un masajista experto. El chorro de agua estaba a años luz del miserable hilillo que tenía ella en la ducha de su propia casa. El jabón olía a limón y brillaba sobre su piel como la seda.

Vio, con cierto grado de diversión, que alguien había dispuesto sus exiguos artículos de aseo sobre la gran encimera donde estaban empotrados los lavabos de color rosa en forma de concha. Su bata estaba colgada de una percha de bronce detrás de la puerta. Alguien estaba cuidándola, pensó, y no encontró en ese momento ningún motivo para quejarse.

Después de una ducha caliente de quince minutos, alcanzó una de las toallas mullidas que estaban en un calentador, que la envolvió desde el pecho hasta las pantorrillas.

Se peinó el pelo húmedo hacia atrás, retirándolo de la cara, se puso la crema que había en un recipiente de cristal y finalmente cambió la toalla por su andrajosa bata de franela.

Con los pies descalzos y mucha curiosidad, salió a investigar.

Su habitación estaba al final de un largo corredor. Luces bajas creaban sombras sobre el suelo resplandeciente y su majestuosa alfombra roja. No escuchó ni un solo ruido mientras caminaba hacia las escaleras, que se curvaban graciosamente en dos direcciones, hacia otro piso y hacia abajo. Escogió bajar y dejó que sus dedos jugaran sobre el pasamanos encerado.

Entonces le resultó obvio que no estaba hospedada en un lujoso hotel, sino en una casa privada. El hogar de Rogan, concluyó Maggie, con una mirada de envidia hacia las obras de arte que colgaban de las paredes. Observó, boquiabierta, que Rogan tenía un Van Gogh y un Matisse.

Encontró la sala principal, con sus enormes ventanales abiertos que dejaban entrar el aire relajante de la noche y llena de sillas y sofás dispuestos en grupos. Al otro lado del vestíbulo estaba lo que ella pensó que era la sala de música, pues estaba presidida por un gran piano de cola y un arpa dorada.

Aunque todo era hermoso y había suficientes obras de arte como para que Maggie estuviera en trance varios días, en ese momento tenía otra prioridad. Se preguntó cuánto más tendría que buscar para encontrar la cocina.

Una luz bajo una puerta atrajo su atención. Al mirar dentro, vio a Rogan sentado detrás de un escritorio, con pilas de papel perfectamente ordenadas frente a él. Era una habitación de dos niveles, con el escritorio en el primero y unas escaleras que conducían al segundo, donde había una pequeña sala. Las paredes estaban cubiertas de libros. Centenares de libros, calculó Maggie de un vistazo, en una habitación que olía a cuero y a cera de abejas. Los muebles eran de madera oscura y estaban tapizados en burdeos, y le iban muy bien tanto al hombre que era su dueño como a la literatura que albergaban.

Maggie lo observó unos momentos, interesada en cómo Rogan leía un documento que sostenía en las manos y luego tomaba notas rápidas y decididas. Era la primera vez, de todas las que se habían visto, que no llevaba puesta corbata ni vestía traje. Los había usado, reflexionó Maggie, pero ahora tenía el botón del cuello de la camisa abierto y las mangas de su impecable camisa remangadas hasta los codos.

El pelo, que brillaba oscuro bajo la luz de la lámpara, estaba un poco desordenado, como si se hubiera pasado la mano impacientemente por él mientras trabajaba. Y mientras lo observaba, lo hizo de nuevo: se rascó la cabeza con los dedos y frunció ligeramente el ceño.

Lo que fuera que estuviera leyendo lo absorbía por completo. Trabajaba a un ritmo tranquilo, sin distraerse, lo cual era, de una extraña manera, fascinante. No era un hombre que dejara que su mente divagara, pensó Maggie. Cualquier cosa que decidiera hacer, con seguridad la haría con la mayor concentración y pericia. Y recordó cómo la había besado. Con pericia y concentración, sin duda.

Rogan leyó la última cláusula de la propuesta y frunció el ceño. Las palabras no estaban del todo bien; necesitaba una modificación… Hizo una pausa, reflexionó, tachó una oración y volvió a escribirla con otras palabras. La expansión de su fábrica en Limerick era de vital importancia para sus planes y necesitaba llevarse a cabo antes de fin de año.

Se crearían cientos de nuevos puestos de trabajo, y con la construcción de unos apartamentos para personas con salario medio que la sucursal de Worldwide estaba planeando, cientos de familias tendrían también un hogar.

Una rama del negocio alimentaría directamente a otra, pensó Rogan. Sería una pequeña contribución, pero importante, para que los irlandeses se quedaran en Irlanda, pues, tristemente, se estaban yendo en busca de un futuro mejor.

Su mente se centró en la siguiente cláusula, y casi la había leído completamente cuando algo empezó a distraerlo de la tarea que lo ocupaba en ese momento. Rogan levantó la cabeza del escritorio y miró hacia la puerta; entonces se dio cuenta de que no era algo lo que lo distraía, sino alguien.

Tenía que haberla sentido allí, con los pies descalzos y los ojos soñolientos, y con esa bata gris desteñida. Llevaba el pelo peinado hacia atrás, fuego intenso resplandeciente, en un estilo que debía ser severo, pero que por el contrario resultaba impactante.

Sin adornos ni maquillaje y recién duchada, la cara de Maggie parecía de marfil con un matiz de rosa subyacente. Las pestañas estaban un poco húmedas alrededor de sus luminosos y adormilados ojos.

La reacción de Rogan fue inmediata, brutal y humana. A pesar de que el calor explotó dentro de él, frenó el impulso, despiadadamente.

—Lamento interrumpirte —dijo ella, y le dirigió una sonrisa que torturó la ya de por sí activa libido de Rogan—. Estaba buscando la cocina; me muero de hambre.

—No me extraña. —Rogan tuvo que aclararse la garganta. La voz de Maggie sonó tan ronca, tan soñolientamente sensual como sus ojos—. ¿Cuándo fue la última vez que comiste?

—No estoy segura. —Se recostó perezosamente contra el marco de la puerta y bostezó—. Ayer, creo. Todavía estoy un poco aturdida.

—No, ayer dormiste todo el día, desde que dejamos el hotel de tu hermana, y también todo el día de hoy.

—Ah —replicó ella, encogiéndose de hombros—. ¿Qué hora es?

—Pasadas las ocho, del martes.

—Bien. —Maggie entró en la habitación y se arrellanó en un sillón de cuero frente al escritorio de Rogan, como si llevara años acompañándolo allí.

—¿Sueles dormir treinta y tantas horas seguidas?

—Sólo cuando he estado levantada muchas horas. —Estiró los brazos hacia arriba para desperezarse y desentumecerse—. A veces una pieza me arrincona, me coge por el cuello y no me deja hasta que no he terminado.

Resueltamente, Rogan pasó la mirada de la piel que la bata había dejado al descubierto a los papeles que tenía en el escritorio ante él. Estaba aterrado de reaccionar como un adolescente con las hormonas enloquecidas.

—Es peligroso, en tu tipo de trabajo.

—No, porque uno no está cansado, sino increíblemente alerta. Cuando has trabajado demasiado, pierdes el norte y tienes que parar y descansar. Esto es diferente. Y cuando he terminado, me acuesto y duermo todo lo que necesite. —Le sonrió de nuevo—. ¿Dónde está la cocina, Rogan? Estoy hambrienta.

En lugar de contestar, él levantó el auricular del teléfono y marcó unos números.

—La señorita Concannon ya se ha levantado —dijo— y quisiera cenar. Por favor, sírvanla en la biblioteca.

—Es magnífico —dijo Maggie cuando Rogan colgó—, pero hubiera podido hacerme unos huevos revueltos yo misma para que tu personal no se molestara.

—Les pago para que se molesten.

—Por supuesto. —Su voz sonó tan seca como polvo—. Qué engreído debes de ser para tener empleados a tiempo completo. —Agitó una mano antes de que él pudiera responder—. Mejor no empecemos, no con el estómago vacío. Dime, Rogan, ¿exactamente cómo llegué a esa enorme cama?

—Yo te puse allí.

—¿De verdad? —Si él estaba esperando que se sonrojara o tartamudeara, se decepcionaría—. Pues tengo que darte las gracias.

—Has dormido como un tronco. En algún momento tuve que ponerte un espejo a la altura de los labios para asegurarme de que seguías viva. —Sin duda Maggie estaba viva ahora, vibrante a la luz de la lámpara—. ¿Quieres un brandy?

—Sin haber comido, mejor no.

Rogan se levantó, fue hasta el aparador y se sirvió una copa de una botella de cristal.

—Estabas molesta cuando nos fuimos del hotel de tu hermana.

—Es una manera bastante elegante y diplomática de decirlo —contestó Maggie ladeando la cabeza. No se avergonzaba de haber llorado. En sencillamente emoción, pasión; el llanto era tan real y tan humano como la risa o la lujuria. Pero recordó que Rogan la había tomado de la mano todo el tiempo y no le había dicho palabras inútiles para que amainara la tormenta—. Si hice que te sintieras incómodo, lo siento mucho.

Sí que había hecho que se sintiera incómodo, pero hizo caso omiso de ello.

—No quisiste hablar sobre lo que te pasaba.

—No quise y no quiero. —Respiró profundamente, pues su voz había sonado cortante y él no se merecía que lo tratara con rudeza después de lo amable que había sido con ella—. No tiene nada que ver contigo, Rogan, son sólo viejas miserias familiares. Y como estoy tontorrona, te diré que fue muy reconfortante que me cogieras de la mano. No pensé que fueras del tipo de hombre que da la mano en esas situaciones.

—Me parece —respondió él mirándola a los ojos— que no nos conocemos lo suficiente como para generalizar.

—Siempre me he considerado un juez rápido y exacto, pero puede que tengas razón. Así que dime —añadió, poniendo el codo en el brazo de la silla y apoyando la mandíbula sobre un puño, observándolo—, ¿quién eres, Rogan Sweeney?

Rogan se sintió aliviado cuando la necesidad de una respuesta se pospuso por la llegada de la cena. Una empleada impecablemente uniformada le acercó a Maggie una mesita con ruedas donde estaba la comida y se la puso delante del sillón donde estaba sentada casi sin hacer ningún ruido, sólo un ligero silbido y un tintinear de cubiertos. La empleada se inclinó ligeramente cuando Maggie le dio las gracias y desapareció en cuanto Rogan le dijo que eso sería todo.

—Hummm, qué olor. —Maggie empezó por la sopa, que era un caldo espeso y rico con trocitos de verdura—. ¿Quieres un poco?

—No, ya he cenado. —Y en lugar de sentarle nuevamente detrás de su escritorio, Rogan lo hizo en el sillón que estaba junto al de ella. Resultaba extrañamente acogedor sentarse junto a Maggie y acompañarla mientras cenaba, la casa parecía realmente tranquila—. Ya que has vuelto al reino de los vivos, tal vez quieras ir a la galería por la mañana.

—Hmmm —dijo, asintiendo con la cabeza, pues tenía la boca llena—. ¿Cuándo?

—A las ocho. Tengo una serie de citas a lo largo del día, pero puedo llevarte y luego poner un coche a tu disposición.

—Un coche a mi disposición. —Se llevó una mano a la boca mientras se reía—. Oh, podría acostumbrarme bastante rápido a ese tipo de cosas. ¿Y qué haría con el coche a mi disposición?

—Lo que quisieras —respondió, pensando que sólo Dios sabía por qué le molestaba la reacción de ella—. O podrías recorrer Dublín a pie, si lo prefieres.

—Estamos un poco susceptibles esta noche, ¿no? —Terminó la sopa y pasó al pollo con miel—. Tu cocinero, ¿o cocinera?, es un tesoro. ¿Crees que podría pedirle esta receta para Brie?

—Cocinero —contestó Rogan—. Puedes intentarlo. Es francés, insolente y dado a las pataletas.

—Entonces lo tenemos todo en común, salvo la nacionalidad. Dime, ¿me tendré que ir a un hotel mañana?

Rogan había pensado mucho en eso. Sin duda sería más cómodo para él que ella se quedara en una suite del Westbury. Sí, mucho más cómodo, pensó, pero también mucho más aburrido.

—Eres bienvenida a quedarte en la habitación de invitados si así lo deseas.

—Me viene muy bien quedarme aquí, gracias. —Maggie lo observó al tiempo que pinchaba una patata. Se le veía relajado, casi como un rey complaciente en su castillo—. ¿Vives solo en esta casa?

—Sí. —Rogan levantó una ceja—. ¿Te preocupa?

—¿Preocuparme? Ah, ¿te refieres a que podrías llamar a mi puerta una noche lujuriosa? —Maggie se rió, lo que enfureció a Rogan—. Puedo decir que sí o que no, Rogan, igual que tú si fuera yo quien llamara a tu puerta. Únicamente lo he preguntado porque me parece demasiado espacio para una sola persona.

—Es la casa de mi familia —contestó secamente—. He vivido aquí toda mi vida.

—Y es un lugar espléndido —comentó, empujando la mesita y levantándose para dirigirse al aparador. Levantó el tapón de una de las botellas y olisqueó dentro. No pudo evitar dar un suspiro ante la maravillosa fragancia del whisky irlandés. Se sirvió un vaso y se sentó de nuevo en el sillón, con las piernas dobladas sobre el asiento—. Sláinte —dijo, y se bebió el licor de un trago. Le dejó una agradable sensación ardiente en el estómago.

—¿Quieres otro?

—Uno es suficiente. Uno calienta el corazón y dos calientan el cerebro, solía decir mi padre. Y quiero tener la cabeza fría. —Dejó el vaso vacío sobre la mesita y se acomodó. La bata se abrió ligeramente, dejando entrever la curva de una rodilla—. No has contestado a mi pregunta.

—¿Que era cuál?

—¿Quién eres?

—Soy un hombre de negocios, como me recuerdas con regularidad. —Se echó hacia atrás en el sillón, con el propósito de que ni su mente ni sus ojos vagaran por las piernas desnudas de Maggie—. Soy la tercera generación, nací y fui educado en Dublín y desde la cuna me inculcaron amor y respeto por el arte.

—Y el amor y respeto fueron aumentando por la idea de ganar dinero.

—Precisamente. —Agitó el brandy y bebió un trago. Parecía exactamente lo que era: un hombre cómodo con su propia riqueza y contento con su vida—. Mientras ganar dinero trae consigo su propia sensación de satisfacción, existe otra satisfacción más espiritual que proviene de desarrollar y promocionar a un artista nuevo. Especialmente cuando uno cree en el artista apasionadamente.

Maggie se acarició el labio superior con la lengua. Rogan estaba totalmente seguro de sí mismo y del lugar que ocupaba en el mundo, confiaba en sí mismo por completo. Pero toda esa acartonada certeza estaba pidiendo que la sacudieran un poco.

—Así que estoy aquí para satisfacerte, Rogan…

La miró directamente a los ojos, que brillaban con una chispa de picardía, y asintió con la cabeza.

—No dudo de que me satisfarás, Maggie, al final, en todos los niveles.

—Al final… —Maggie no había pretendido llegar a ese terreno pantanoso, pero estar sentada allí, con él, en esa habitación sosegada, con su cuerpo tan relajado y su mente tan alerta, le parecía irresistible—. ¿Cuando y donde tú digas, entonces?

—Es tradición, creo, que el hombre escoja cuándo avanzar.

—¡Ja! —Enfadada, se acercó a él para clavarle un dedo en el pecho. Cualquier pensamiento que hubiera tenido de iniciar un romance se desvaneció como humo—. Mete tus tradiciones en un sombrero y cálatelo bien. Me tienen sin cuidado. Puede que estés interesado en saber que en los albores del siglo XXI las mujeres escogen por sí mismas. Pero lo cierto es que lo hacemos desde el principio de los tiempos, por lo menos las que somos lo suficientemente listas, y los hombres son incapaces de ponerte al día. —Se echó para atrás y se sentó de nuevo—. Te voy a tener, Rogan, cuando y donde yo quiera.

Le desconcertó que semejante afirmación lo excitara, pero también que le hiciera sentirse intranquilo.

—Tu padre tenía razón, Maggie, sobre tu desfachatez. Tienes de sobra.

—¿Y qué pasa? Conozco a los de tu clase. —Satisfecha, intensificó el tono—. Te gusta una mujer que se siente en silencio, fantasee un poco y complazca todos tus caprichos, para asegurarse de que vuelvas a mirar en su dirección al menos dos veces, teniendo la esperanza de que lo hagas, mientras su corazón romántico late desesperadamente dentro de su pecho. Esa mujer es totalmente apropiada en público, nunca sale una palabra amarga de sus labios de rosa. Y luego, por supuesto, cuando has decidido el momento y el lugar que te convienen, ella se transforma en una verdadera tigresa, dispuesta a convertir en realidad tus fantasías más lascivas hasta que la luz se enciende de nuevo y entonces se convierte en el tope de la puerta.

Rogan esperó a estar seguro de que Maggie había acabado y escondió una sonrisa en su copa.

—Eso lo resume increíblemente bien.

—Imbécil.

—Bruja —dijo placenteramente—. ¿Quieres postre?

A Maggie la risa empezó a hacerle cosquillas en la garganta, así que la dejó fluir Libremente. ¿Quién iba a pensar que él iba a terminar gustándole de verdad?

—No, maldito seas. No voy a hacer venir a tu empleada otra vez, alejándola de su televisión o de su coqueteo con el mayordomo o con quienquiera que sea que pasa las noches.

—Mi mayordomo tiene setenta y seis años y está a salvo de coquetear con una empleada.

—Sí, claro, tú lo sabes todo. —Maggie se levantó y caminó hacia la pared forrada de libros. Se dio cuenta de que estaban colocados por orden alfabético y casi resopló. Debía haberlo supuesto—. ¿Cómo se llama?

—¿Quién?

—Tu empleada.

—¿Quieres saber el nombre de mi empleada?

—No. Quiero saber si tú sabes cómo se llama tu empleada. Es una prueba —contestó pasando un dedo sobre el lomo de una obra de James Joyce.

Rogan abrió la boca y la cerró de nuevo, agradecido de que Maggie le estuviera dando la espalda. ¿Qué diferencia había en que él supiera o no el nombre de una de sus empleadas? ¿Colleen? ¿Maureen? ¡Diablos! El personal doméstico era terreno de su mayordomo. ¿Bridgit? No, maldición, se llamaba…

—Nancy. —Estaba casi seguro—. Es relativamente nueva. Creo que lleva aquí cinco meses, más o menos. ¿Quieres que la llame nuevamente para una presentación formal?

—No. —Maggie pasó de Joyce a Keats, distraídamente—. Era sólo curiosidad, eso es todo. Dime, Rogan, ¿tienes en esta biblioteca algo más que clásicos? Ya sabes, una buena novela de misterio y asesinatos con la que pueda pasar el rato.

Su colección de primeras ediciones estaba considerada una de las mejores del país y allí estaba ella criticándola por no incluir obras menores. Con esfuerzo, Rogan calmó su indignación y su voz.

—Creo que tengo algunas obras de Agatha Christie.

—Los ingleses —dijo frunciendo el ceño— no suelen ser muy sanguinarios… A menos que estén saqueando castillos como esos malditos cromwellianos… ¿Qué es esto? —Se agachó a mirar—. Este Dante está en italiano.

—Sí, así es.

—¿Puedes leerlo o lo tienes sólo para alardear?

—Entiendo el italiano bastante bien.

Maggie siguió inspeccionando la biblioteca en busca de algo más contemporáneo,

—Yo no aprendí tan bien italiano como debí cuando estuve en Venecia. Más que nada jerga, muy poco de lo socialmente aceptable. —Lo miró por encima del hombro y sonrió—. Los artistas formamos un grupo curioso en cualquier país.

—Eso he observado. —Rogan se levantó y se dirigió a otro estante de la biblioteca—. Esto puede ser más del estilo de lo que estás buscando —dijo ofreciéndole un ejemplar de El dragón rojo, de Thomas Harris—. Creo que asesinan horriblemente a varias personas.

—Maravilloso —replicó, y se metió el libro bajo el brazo—. Y ahora me voy a la cama para dejar que vuelvas a tu trabajo. Muchas gracias por la cama y por la cena.

—Con mucho gusto. —Rogan se sentó nuevamente detrás de su escritorio, tomó un bolígrafo y jugueteó con él entre los dedos mientras la miraba—. Me gustaría salir a las ocho en punto. El comedor está al final del pasillo, a la izquierda. El desayuno se sirve a partir de las seis.

—Te garantizo que a mí no me van a servir el desayuno a esa hora, pero estaré lista a las ocho. —En un impulso, corrió hacia él, apoyó las manos en los brazos de la silla donde estaba sentado y acercó su cara a la suya—. ¿Sabes, Rogan? Somos precisamente lo que el otro ni necesita ni quiere… en el terreno personal.

—No podría estar más de acuerdo contigo. En el terreno personal. —La piel de Maggie, suave y blanca hasta donde llegaba la franela, a la altura del cuello, olía a pecado.

—Y por esa razón, creo yo, vamos a tener una relación fascinante. Casi no tenemos ningún punto de encuentro, nada en común, ¿no crees?

—Nada más que un punto de apoyo. —Bajó la mirada hacia la boca de Maggie, se detuvo allí y luego la subió nuevamente, para encontrarse con la de ella—. Uno bastante inestable, en cualquier caso.

—Me gustan los ascensos peligrosos. —Maggie acercó la cara aún más a la de él, un par de centímetros, y le mordió suavemente el labio inferior.

—Yo prefiero tener los pies sobre la tierra —contestó Rogan sintiendo una lanza de fuego que le bajaba por la espalda.

—Ya lo sé. —Maggie se levantó, dejando a Rogan con un cosquilleo en el labio y un ardor en el estómago—. Primero trataremos de hacerlo a tu manera. Buenas noches.

Maggie salió de la habitación sin mirar atrás. Rogan esperó hasta que estuvo seguro de que ella estaba bien lejos para soltar el bolígrafo y restregarse la cara con las manos.

Dios santo, aquella mujer estaba convirtiéndole en una cuerda llena de nudos, nudos resbaladizos de pura lujuria. No estaba de acuerdo en actuar movido sólo por el deseo, al menos no desde su adolescencia. Después de todo, era un hombre civilizado, uno de buen gusto y buena educación.

Rogan respetaba a las mujeres, las admiraba. Por supuesto que había tenido relaciones que habían terminado en la cama, pero siempre había intentado esperar hasta construir una relación antes de hacer el amor. Razonable, mutua y prudentemente. No era un animal que se dejara llevar sólo por el instinto.

Ni siquiera estaba seguro de que le gustara Maggie Concannon como persona. Entonces ¿qué clase de hombre sería si hiciera lo que estaba deseando hacer en ese momento? Si subiera las escaleras, abriera la puerta de la habitación de Maggie y la poseyera.

Sería un hombre satisfecho, pensó con humor ácido. Por lo menos hasta por la mañana, cuando tuviera que enfrentarse a ella y a sí mismo y seguir adelante con el negocio que tenían entre manos.

Probablemente era más difícil tomar el camino largo. Tal vez sufriría, y estaba bien seguro de que eso era lo que ella esperaba de él. Pero cuando llegara el momento propicio para llevarla a la cama, él iría por delante.

Eso, con seguridad, merecía la pena. Incluso, pensó, apartando los papeles, una triste noche de insomnio.

Maggie durmió como un bebé, a pesar de las imágenes que describía la novela que Rogan le había prestado. Había dejado de leer pasada la medianoche y había dormido sin tener ningún sueño hasta casi las siete.

Llena de energía y emoción, buscó el comedor, donde se sintió más que complacida al encontrar un buen desayuno irlandés estilo bufé.

—Buenos días, señorita. —La misma empleada que le había servido la cena la noche anterior salió de la cocina y se dirigió hacia ella—. ¿Qué quiere que le sirva?

—Gracias, pero no se preocupe. Me puedo servir yo misma. —Maggie cogió un plato de la mesa y se dirigió hacia los tentadores olores que provenían de las máquinas de bebidas calientes.

—¿Le sirvo café o té?

—Té estaría muy bien, gracias. —Maggie levantó la tapa de una de las fuentes de plata y se llenó los pulmones con el exquisito aroma del beicon—. Te llamas Nancy, ¿no?

—No, señorita, me llamo Noreen.

«No has superado la prueba, Sweeney», pensó Maggie.

—¿Podría decirle al chef, Noreen, que nunca he cenado mejor que anoche?

—Con mucho gusto, señorita.

Maggie pasó de fuente en fuente hasta llenar el plato. Con frecuencia se saltaba las comidas, pues así de indiferentes le eran los platos que preparaba ella misma. Pero cuando había tanta comida y de tal calidad, compensaba todo lo que no había comido antes.

—¿El señor Sweeney va a desayunar conmigo? —preguntó a Noreen mientras se sentaba a la mesa.

—Él ya ha desayunado, señorita. Desayuna todos los días a las seis y media en punto.

—Es una persona de costumbres, ¿no? —Maggie guiñó un ojo a la empleada y se dispuso a poner mermelada a su tostada.

—Sí que lo es —contestó Noreen sonrojándose un poco—. Me ha pedido que le recuerde que estará listo para salir a las ocho.

—Gracias, Noreen. Lo tendré en cuenta.

—Si necesita algo más sólo tiene que tocar la campanilla.

Tan silenciosa como un ratón, Noreen salió del comedor hacia la cocina. Maggie se dispuso a tomar su desayuno, que le pareció digno de una reina, mientras leía el ejemplar del Irish Times que estaba doblado cuidadosamente junto a su asiento.

Un estilo de vida bastante agradable, se dijo Maggie, con empleados a una campanilla de distancia. Pero ¿no enloquecía Rogan pensando que andaban todo el día por la casa? ¿Que nunca estaba solo?

La mera idea la hizo estremecerse. Ella, desde luego, se volvería loca sin la posibilidad de estar a solas consigo misma. Miró a su alrededor: el brillo de las paredes recubiertas con el más fino roble oscuro, las arañas gemelas de cristal reluciente, el reflejo de la plata de las fuentes, el centelleo de la vajilla de porcelana y los vasos Waterford. Sí, incluso en ese suntuoso escenario se le aflojaría un tornillo.

Se deleitó en una segunda taza de té, leyó el periódico de cabo a rabo y se comió hasta la última migaja de su plato. Oyó, procedentes de alguna parte de la casa, las campanadas de un reloj que daban la hora. Pensó en servirse una ración más de beicon, pero se llamó a sí misma glotona y decidió no hacerlo. Se tomó unos momentos más para admirar las obras de arte colgadas de las paredes. Encontró una acuarela que le pareció particularmente exquisita. Dio una nueva vuelta por la habitación lentamente, admirando todo lo que había allí, y luego salió deprisa al pasillo.

Rogan estaba de pie en el vestíbulo, impecable con un traje gris y una corbata azul. La miró y después echó un vistazo al reloj.

—Llegas tarde.

—¿De verdad?

—Son las ocho y ocho minutos.

Maggie levantó una ceja, pero vio que él estaba hablando en serio, así que le soltó entre dientes, con una risa burlona:

—Deberían azotarme.

Rogan la miró de arriba abajo, desde las botas y los pantalones negros ajustados hasta la camisa masculina que le llegaba a la mitad de los muslos y se recogía en la cadera con dos cinturones de cuero. Un par de piedras brillantes y translúcidas colgaban de los lóbulos de sus orejas y por primera vez desde que la conocía se había maquillado un poco. Sin embargo, no se había molestado en ponerse un reloj.

—Si no llevas reloj, ¿cómo vas a llegar a tiempo a tus citas?

—Ahí vas a tener razón. Tal vez por eso es por lo que siempre llego tarde.

Sin quitarle la mirada de encima, Rogan sacó su cuaderno de notas y su pluma de oro y empezó a escribir.

—¿Qué estás haciendo?

—Anotando que debemos comprarte un reloj, además de un contestador automático para tu teléfono y un calendario.

—Es muy generoso de tu parte, Rogan. —Esperó a que él abriera la puerta e hiciera el ademán de dejarla pasar—. ¿Por qué?

—El reloj para que llegues a tiempo, el contestador para que por lo menos pueda dejarte un maldito mensaje cuando decides hacer caso omiso del teléfono, y un calendario para que sepas en qué día estás cuando te pida que hagas un envío.

Rogan había mordido la última palabra como si fuera un trozo de carne fibrosa, pensó Maggie.

—Puesto que esta mañana estás de tan buen humor, me arriesgaré a decirte que ninguna de esas cosas me va a cambiar ni una pizca. Soy irresponsable, Rogan. Sólo tienes que preguntarle a lo que queda de mi familia —comentó, ignorando el siseo de impaciencia de Rogan y dándose la vuelta para contemplar su casa.

El edificio miraba hacia una bellísima zona verde, que Maggie después descubriría que era el parque St. Stephen, y se alzaba orgulloso contra un cielo azul de ensueño. A pesar de que la piedra estaba envejecida, las líneas eran tan graciosas como el cuerpo de una mujer joven. Era una combinación de dignidad y elegancia que Maggie sabía que sólo los ricos podían pagar. Cada ventana, y eran muchas, brillaba como un diamante bajo la luz del sol. El césped, suave y verde, daba paso a un primoroso jardín delantero, impecable como el de una iglesia y mucho más formal.

—Esto es muy bonito, Rogan. Ya sabes, me lo perdí cuando entré.

—Soy consciente de ello, pero tendrás que esperar al tour, Margaret Mary, porque no me gusta llegar tarde —replicó, y la tomó del brazo y prácticamente la arrastró al coche que los estaba esperando.

—¿Te regañan si llegas tarde? —Maggie se rió cuando él no contestó, y se acomodó en el asiento para disfrutar del viaje—. ¿Siempre eres tan hosco por las mañanas, Rogan?

—No soy hosco —soltó. O no lo sería, pensó Rogan, si hubiera podido dormir más de dos horas la noche anterior. Y la culpa, malditas fueran todas las mujeres, recaía claramente sobre Maggie—. Hoy tengo muchas cosas que hacer.

—Ah, por supuesto. Imperios que construir, fortunas que amasar…

Eso fue todo. Rogan no supo por qué, pero el ligero tono de desdén que subyacía en las palabras de Maggie rompió su última reserva de control. Se detuvo bruscamente en un lado de la carretera, por lo que el conductor que iba detrás de él tocó el claxon con fiereza. Entonces agarró a Maggie por el cuello de la camisa, la atrajo hacia sí, levantándola a medias del asiento, y pegó su boca a la de ella.

Maggie no se esperaba una reacción así, pero eso no significaba que no pudiera disfrutarla. Podía enfrentarse a él en terreno llano, cuando él no era tan rígido, tan diestro. Puede que la cabeza le diera vueltas, pero seguía teniendo la sensación de poder. No se trataba de seducción alguna, era cuestión de necesidad cruda, como dos cables pelados que se frotan aun con el riesgo de provocar un incendio. Rogan le echó la cabeza hacia atrás y saqueó su boca. Sólo una vez, se prometió a sí mismo, sólo una vez para aliviar algo esa tensión que lo embargaba y se le enroscaba por dentro como una serpiente.

Pero besarla no alivió en nada aquella sensación. Por el contrario, la respuesta ansiosa y completa de ella, su brío, sólo logró que la serpiente se enroscara más fuerte aún, hasta impedirle respirar. Durante un momento sintió como si estuviera siendo succionado por un túnel recubierto de terciopelo en donde no había aire. Y le aterrorizó pensar que nunca más podría querer o necesitar luz.

Se detuvo bruscamente y agarró con fuerza el volante. Arrancó y volvió a la carretera como un borracho tratando de seguir una línea recta.

—Supongo que ésa ha sido una respuesta a algo —dijo Maggie, cuya voz sonó forzadamente tranquila.

No había sido tanto el beso lo que la había amilanado como la manera tan abrupta en que Rogan lo había finalizado.

—Era eso o estrangularte.

—Sin duda prefiero que me besen a que me estrangulen. Pero me gustaría más que no te enfureciera tanto el hecho de desearme.

Rogan estaba más tranquilo, se concentraba en la carretera, recuperando el tiempo que ella le había hecho perder esa mañana.

—Ya te lo he dicho. No es el momento apropiado.

—¿Y quién se encarga de decidir cuál es el momento apropiado?

—Prefiero conocer a la persona con quien me estoy acostando. Que nos tengamos respeto y afecto mutuos.

Maggie abrió los ojos como platos.

—Hay un largo trecho entre un beso en los labios y un revolcón entre las sábanas, Sweeney. Déjame decirte que no soy del tipo de mujer que se mete en la cama de un hombre en un abrir y cerrar de ojos.

—Nunca he dicho…

—Ah, sí, claro. Seguro que no. —Maggie se sintió más insultada por el hecho de que sabía que se habría metido en la cama de Rogan en un abrir y cerrar de ojos—. Por lo que veo, has decidido que soy bastante facilona. Pues bien, no tengo por qué explicarte mi pasado. Y en lo que respecta a mi afecto y respeto, primero tienes que ganártelos.

—Bien, entonces estamos de acuerdo.

—Estamos de acuerdo en que puedes irte directo al infierno. Y tu empleada se llama Noreen.

Las palabras de Maggie fueron distracción suficiente para que apartara los ojos de la carretera y la mirara a ella.

—¿Qué?

—Tu empleada, estúpido, aristócrata cargado de prejuicios, no se llama Nancy. Se llama Noreen. —Maggie cruzó los brazos sobre el pecho y miró resueltamente por la ventanilla.

Rogan sólo sacudió la cabeza.

—Muchas gracias por aclararme ese punto. Sólo Dios sabe la vergüenza que habría pasado si hubiera tenido que presentársela a los vecinos.

—Eres un esnob de sangre azul —murmuró Maggie.

—Y tú una víbora de lengua viperina.

Y ambos se sumergieron en un silencio encolerizado durante el resto del trayecto.