Capítulo 5

El pasto alto que había junto a la abadía en ruinas hacía que el lugar fuera bastante agradable para que descansaran los muertos. Maggie había tenido que pelear para que la dejaran enterrar a su padre allí, en lugar de en el impecable y frío camposanto que había cerca de la iglesia del pueblo. Quería paz y un toque de realeza para su padre. Por primera vez, Brianna había discutido con ella hasta que su madre había guardado silencio y se había lavado las manos en aquel asunto.

Maggie visitaba la tumba de su padre dos veces al año: en el cumpleaños de él y en el suyo. Iba a darle las gracias por haberle concedido el don de la vida. Nunca iba en el aniversario de su muerte ni se permitía llorarlo en privado.

Tampoco lo lloraba cuando iba a su tumba. Se sentaba en el pasto junto a ella, con las rodillas dobladas y los brazos alrededor de las piernas. Ese día el sol luchaba por brillar entre las capas de nubes para dar su calor a las tumbas, y el viento se sentía fresco, olía a flores silvestres.

No le había llevado flores, nunca lo hacía. Brianna había sembrado un lecho de flores justo sobre él, para que cuando la primavera calentara la tierra, su tumba floreciera en una explosión de color y belleza.

Apenas se estaban formando capullos en la adelfa. Las pequeñas cabezas de la aguileña se balanceaban suavemente entre los delicados brotes de la espuela de caballero y de la betónica. Maggie vio una urraca volar sobre las lápidas y mecerse sobre los campos. Una que augura dolor, pensó, y buscó en los cielos una segunda que augurara alegría, pero fue en vano.

Las mariposas volaban cerca, moviendo sus alas delicada y silenciosamente. Maggie las estuvo observando largo rato y encontró solaz en su color y movimiento. No había un sitio cerca del mar para haber enterrado a su padre, pero ese lugar, pensó, le habría gustado. Se recostó contra la lápida y cerró los ojos.

«Quisiera que estuvieras aquí —pensó— para poder contarte lo que estoy haciendo. Aunque probablemente no prestaría atención a tus consejos. Pero sería bueno escucharlos. Si Rogan Sweeney es un hombre de palabra, lo cual parece casi seguro, voy a ser una mujer rica. ¿Te imaginas? Cómo disfrutarías. Tendrías suficiente dinero para abrir tu propio pub, como siempre quisiste. Ay, fuiste un granjero del montón, papá. Pero el mejor de los padres. El mejor de los mejores».

Estaba haciendo todo lo que podía para cumplir su promesa, pensó Maggie. Para cuidar de su madre y de su hermana y tratar de alcanzar sus sueños.

—Maggie…

Abrió los ojos y levantó la cabeza para encontrarse con Brianna. Impecable como siempre, pensó Maggie mientras escrutaba a su hermana. Con el pelo perfectamente arreglado y la ropa bien planchada.

—Pareces una maestra de escuela —le dijo Maggie a su hermana, y se rió ante la expresión de ella—. Una adorable.

—Y tú pareces una pordiosera —le respondió Brianna con un gesto de desaprobación por los vaqueros rotos y el suéter andrajoso que Maggie llevaba puestos—. Una adorable.

Brianna se arrodilló junto a su hermana y entrelazó las manos, no para rezar, sino para no ensuciarse.

Se sentaron en silencio un rato, escuchando el viento respirar sobre los pastizales y flotar sobre las piedras derruidas.

—Qué día tan bonito para una visita al cementerio —comentó Maggie. «Hoy habría cumplido setenta y un años», pensó—. Parece que las flores se están abriendo.

—Debería arrancar las malas hierbas —contestó Brianna, y empezó a hacerlo—. Esta mañana he encontrado sobre la mesa de la cocina el dinero que me has dejado, Maggie, pero es demasiado.

—Ha sido una buena venta. Ahorra un poco.

—Preferiría que lo disfrutaras tú.

—Y lo estoy haciendo al saber que estás un paso más cerca de sacar a mamá de tu casa.

—Ella no es una carga para mí —contestó Brianna con un suspiro, y al ver la expresión en la cara de su hermana agregó—: No tanto como crees, en cualquier caso. Molesta sólo cuando se encuentra mal.

—Lo cual sucede la mayor parte del tiempo, Brie. Te quiero.

—Sé que me quieres.

—El dinero es la mejor manera de expresártelo. Papá quería que te ayudara con mamá. Y Dios sabe que yo no podría vivir con ella como tú. Terminaría en un manicomio, o en la cárcel por asesinarla mientras estuviera durmiendo.

—¿El trato con Rogan Sweeney lo hiciste por ella?

—Claro que no. —Maggie se estremeció sólo de pensarlo—. A causa de ella, tal vez, que no es lo mismo. Una vez que mamá esté establecida en otra parte y tú recuperes tu vida, te podrás casar y me darás una horda de sobrinos y sobrinas.

—Tú podrías tener tus propios hijos…

—No quiero casarme. —Acomodándose, Maggie cerró los ojos de nuevo—. No, para nada. Prefiero ir y venir a mi antojo y no tener que rendir cuentas a nadie. Voy a malcriar a tus hijos y ellos vendrán a ver a la tía Maggie cuando seas demasiado estricta con ellos. —Abrió los ojos y fijó la mirada en su hermana—. Podrías casarte con Murphy.

Brianna se rió de buena gana y sus carcajadas provocaron eco entre el pastizal.

—Creo que le daría un ataque si te oyera.

—Siempre ha sido muy dulce contigo.

—Sí, claro, mucho… cuando yo tenía trece años. Es un hombre maravilloso y lo quiero tanto como querría a un hermano, pero no es el que quisiera por marido.

—¿Entonces lo tienes todo planeado?

—No tengo nada planeado —contestó Brianna muy seria—, y nos estamos desviando del tema. No quiero que hagas tratos con el señor Sweeney sólo porque te sientes obligada a ayudarme. Creo que es lo mejor que puedes hacer para dar a conocer tu trabajo, pero no quiero que seas infeliz porque creas que yo lo soy. Porque no lo soy.

—¿Este mes cuántas veces has tenido que servirle la comida en la cama?

—No llevo la cuenta…

—Pues deberías —la interrumpió Maggie—. En cualquier caso, ya está hecho. Firmamos los contratos hace una semana. Rogan Sweeney es ahora mi agente, y Worldwide, mi galería. Tengo una exposición en Dublín dentro de dos semanas.

—¡Dos semanas! Eso es muy pronto.

—Sweeney no parece ser un hombre que pierda el tiempo. Ven conmigo, Brianna. —Maggie tomó a su hermana de la mano—. Le haremos pagar un hotel elegante y cenaremos en restaurantes y compraremos tonterías.

Tiendas. Comida preparada por alguien más. No tener que hacer la cama. Brianna se ilusionó, pero sólo por un momento.

—Me encantaría ir contigo, Maggie, pero no puedo dejarla así como así.

—Claro que puedes, por Dios. Mamá puede hacerse compañía a sí misma durante unos cuantos días.

—No puedo. —Brianna dudó y se sentó cansinamente sobre las piernas—. La semana pasada se cayó.

—¿Se hizo daño? —Los dedos de Maggie apretaron con fuerza los de su hermana—. Maldita sea, Brie. ¿Por qué no me dijiste nada? ¿Cómo pasó?

—No te conté nada porque no fue grave. Mamá salió al jardín mientras yo estaba en el segundo piso arreglando las habitaciones. Al parecer perdió el equilibrio. Se hizo un moratón en la cadera y daño en un hombro.

—¿Llamaste al doctor Hogan?

—Por supuesto que sí. Dijo que no había nada de qué preocuparse. Sólo perdió el equilibrio. Y si hace más ejercicio, come mejor y todo lo demás, se pondrá más fuerte.

—¿Quién no sabe eso? —Maldita mujer, pensó Maggie. Y maldito el constante e incesante sentimiento de culpa que habitaba en su propio corazón—. Y apuesto a que se fue directamente a la cama y no se ha levantado desde entonces.

Los labios de Brianna se retorcieron en un amago de sonrisa.

—No he podido convencerla de que se levante. Dice que tiene un problema en el oído y que necesita ir a Cork a ver a un especialista.

—¡Ja! —Maggie sacudió la cabeza y la echó hacia atrás para ver el cielo—. Es tan típico de ella… Nunca he conocido a nadie que se queje tanto como Maeve Concannon. Y te tiene atada con una soga —dijo Maggie a su hermana clavándole un dedo.

—No lo voy a negar, y no tengo corazón para cortarla.

—Yo sí. —Maggie se paró y se sacudió las rodillas—. La respuesta es dinero, Brie. Es lo que siempre ha querido. Dios sabe que le hizo la vida imposible a papá porque no pudo ganarlo —dijo poniendo una mano sobre la lápida de su padre, como en un gesto protector.

—Es cierto, y se hizo la vida imposible a ella misma también. No he visto a dos personas tan poco compatibles. Algunos matrimonios no son ni el paraíso ni el infierno, sino que se quedan atascados en el purgatorio.

—Y algunas veces las personas son tan tontas o tan virtuosas que no pueden irse sin más. —Le dio una palmada a la lápida y retiró la mano—. Prefiero a los tontos que a los mártires. Guarda el dinero, Brie. Pronto vendrá más. Me encargaré de que así sea en Dublín.

—¿Vendrás a verla antes de irte?

—Sí —contestó Maggie con parquedad.

—Creo que te va a gustar —dijo Rogan a su abuela sonriendo, mientras introducía el tenedor en su tarta llena de crema—. Es una mujer interesante.

—Interesante. —Christine Sweeney levantó una ceja blanca. Conocía bastante bien a su nieto y podía interpretar cualquier sutil cambio de tono o de expresión, pero en el tema de Maggie Concannon, Rogan estaba siendo bastante enigmático—. ¿Cómo de interesante?

Él mismo no estaba seguro de la respuesta y se entretuvo un momento en escurrir la bolsita de té antes de contestar a su abuela.

—Es una artista brillante, tiene una visión extraordinaria. Sin embargo, vive sola en una cabaña pequeña en Clare cuya decoración es todo menos estética. Es apasionada en su trabajo, pero reacia a mostrarlo. Puede ser tanto absolutamente encantadora como terriblemente grosera, y ambos casos parecen ser inherentes a su naturaleza.

—Una mujer contradictoria.

—Mucho —dijo, echándose para atrás.

En el primoroso saloncito, era un hombre completamente satisfecho con una taza de porcelana de Sèvres en la mano y la cabeza recostada sobre el cojín de brocado de un sillón estilo Reina Ana. El fuego de la chimenea calentaba agradablemente el espacio. Las flores eran frescas, y la tarta estaba recién horneada.

A Rogan le encantaban esas reuniones ocasionales para tomar el té con su abuela, al igual que a ella. La paz y el orden de su casa eran tranquilizadores, como ella misma, con su dignidad perpetua y su belleza ligeramente marchita.

Él sabía que su abuela tenía setenta y tres años, pero se enorgullecía de que pareciera diez años más joven. Su piel era tan pálida como el alabastro, y sí, tenía arrugas, pero los signos de la edad no hacían sino aumentar la serenidad de su rostro. Sus ojos eran azul brillante y tenía el pelo suave y blanco como una primera nevada.

Christine era de mente aguda, gusto incuestionable, corazón generoso y con frecuencia podía ser bastante mordaz. Rogan le decía que ella era su mujer ideal, cosa que la halagaba profundamente, pero también la preocupaba.

Rogan la había decepcionado sólo en una cosa: aún no había sido capaz de ser feliz en el terreno personal, de encontrar el mismo bienestar que había logrado en el plano profesional.

—¿Cómo van los preparativos para la exposición? —preguntó Christine a Rogan.

—Muy bien, pero sería mucho más fácil si nuestra gran artista atendiera el condenado teléfono —respondió, y se sacudió la irritación con un gesto—. Las piezas que han llegado ya a la galería son maravillosas. Deberías ir a visitarme un día para que pudieras verlas con tus propios ojos.

—Puede que lo haga —repuso, aunque estaba más interesada en la artista que en su arte—. ¿Me has dicho que es una mujer joven?

—¿Hmmmm?

—Maggie Concannon, ¿me has dicho que es joven?

—Ah, debe de tener poco más de veinticinco años, supongo. Sí, joven, por el alcance de su trabajo.

Dios, hablar con él era como sacar información con sacacorchos.

—¿Y dirías que es llamativa? Como… ¿cómo se llamaba? Ah, sí, Miranda Whitfield-Fry, la mujer que hacía esculturas en metal y siempre se ponía un montón de joyas y echarpes de colores. ¿Como ella?

—No se parece en nada a Miranda. —«Gracias a Dios», pensó. Recordó con un estremecimiento cómo lo había perseguido esa mujer, sin descanso, sin vergüenza—. Maggie es más del tipo de camiseta de algodón y botas. Tiene el pelo como si le hubiera pasado la corriente.

—Poco atractivo, entonces.

—Al contrario, muy atractivo, pero de una manera inusual.

—¿Es masculina?

—No —respondió, y recordó, con un poco de incomodidad, la intensa tensión sexual, el sensual olor de Maggie, haber notado en ella un corto e involuntario temblor cuando la agarró del brazo—, en absoluto.

—Te intriga —dijo Christine a su nieto, pensando que definitivamente sacaría tiempo para conocer a la mujer que le ponía a Rogan esa expresión en la cara.

—Mucho. De lo contrario no habría firmado un contrato con ella.

Rogan observó la expresión de su abuela y levantó una ceja igual que lo hacía ella.

—Son sólo negocios, abuela, sólo negocios.

—Claro —contestó Christine sonriendo para sí misma, y le sirvió un poco más de té—. Cuéntame qué más has hecho estos días.

Rogan llegó a la galería a las ocho de la mañana del día siguiente. La noche anterior había ido al teatro y a cenar con Patricia, una amiga con la que salía a veces. Como siempre, ella le pareció encantadora y deliciosa. Patricia era la viuda de un viejo amigo suyo y la sentía más como una prima lejana que como una cita. Hablaron sobre la obra de Eugene O’Neill durante la cena, que consistió en salmón y champán, y se despidieron con un beso platónico pasada la medianoche.

Y no había pegado ojo.

Pero no había sido la risa fácil de Patricia ni su sutil aroma lo que le había tenido dando vueltas en la cama, totalmente desvelado.

Maggie Concannon, pensó. Era natural que aquella mujer estuviera presente en su cabeza, dado que la mayor parte de su tiempo y esfuerzo estaba concentrado en ese momento en preparar su exposición. No era de extrañar que pensara en ella, y más teniendo en cuenta que había sido imposible hablar con ella.

Su aversión al teléfono lo había obligado a echar mano de los telegramas, que envió al oeste con intensa regularidad. Pero la única respuesta de Maggie había sido breve y concisa: «Deja de molestarme».

Increíble, pensó Rogan mientras abría las elegantes puertas de vidrio de la galería. Maggie lo había acusado de molestarla, como si fuera un chico malcriado y quejica. Él era un hombre de negocios, por Dios santo, uno que estaba a punto de dar a su carrera un giro drástico. Y ella ni siquiera se dignaba tomarse el tiempo de levantar el auricular del teléfono para mantener una conversación razonable.

Rogan estaba acostumbrado a lidiar con artistas. Sólo el cielo sabía que muchas veces había tenido que complacer sus excentricidades, aplacar sus inseguridades y manejar sus exigencias, a veces infantiles. Era parte de su trabajo, y se consideraba bueno en ello. Pero Maggie Concannon retaba tanto sus habilidades como su paciencia.

Cerró las puertas tras de sí y aspiró profundamente el tranquilo y perfumado aire de la galería. Su abuelo había construido el edificio, que era amplio y elegante, un verdadero legado al arte con su mampostería gótica y sus balaustres tallados.

El interior estaba formado por doce salas; algunas eran pequeñas y otras, grandes, y todas estaban conectadas por medio de amplios arcos. Las escaleras serpenteaban fluidamente hacia un segundo piso, en donde había un espacio del tamaño de un salón de baile rodeado de saloncitos íntimos decorados con sofás antiguos.

Allí era donde iba a hacer la exposición de Maggie. En el segundo piso, en el espacio grande, iba a situar una pequeña orquesta. Y mientras los invitados disfrutaban de la música, el champán y los canapés, podrían caminar entre las piezas, dispuestas estratégicamente. Las más grandes y audaces las pensaba iluminar, y las más pequeñas, exponerlas en vitrinas en los saloncitos más íntimos.

Caminó hacia su oficina a través del primer piso imaginando cómo sería, ajustando los detalles en su cabeza. Encontró al administrador de la galería, Joseph Donahoe, sirviéndose un café en la cocina.

—Llegas temprano —dijo Joseph con una sonrisa que dejaba al descubierto el destello de un diente de oro—. ¿Café?

—Sí, quería ver cómo van los preparativos en el segundo piso antes de meterme en la oficina.

—Pues llegas justo a tiempo —aseguró Joseph. A pesar de que ambos eran de la misma edad, Joseph estaba empezando a quedarse calvo por la coronilla. Compensaba la pérdida de pelo dejándoselo largo y sujetándoselo en una cola de caballo. Se había partido la nariz jugando al polo, por lo que la tenía ligeramente desviada hacia la izquierda. El resultado era un pirata vestido con un traje de Savile Row. Las mujeres se morían por él—. Tienes mal aspecto.

—No he pegado ojo en toda la noche —contestó Rogan, y dio un sorbo a su café—. ¿Han desembalado el envío que llegó ayer?

Joseph hizo una mueca y respondió:

—Me temía que fueras a preguntar… —Levantó su taza y murmuró—: No ha llegado.

—¿Cómo?

Joseph entornó los ojos. Llevaba trabajando para Rogan más de diez años, así que conocía bien ese tono.

—El paquete no llegó ayer, pero estoy seguro de que en cualquier momento de la mañana llegará. Por eso hoy he venido temprano.

—¿Qué está haciendo esa mujer? Las instrucciones que le dimos fueron bastante precisas y sencillas. Tenía que enviarnos la última pieza en el correo nocturno, para que estuviera aquí ayer temprano.

—Es una artista, Rogan. Probablemente tuvo un ataque de inspiración de última hora, se quedó trabajando más tiempo y no llegó a enviar la pieza anteayer. Pero no te preocupes, hay tiempo de sobra.

—No voy a permitir que se atrase. —Indignado, Rogan levantó el auricular del teléfono de la cocina y marcó el número de Maggie, que no tuvo que mirar en su agenda porque ya se lo sabía de memoria. Esperó mientras sonaba una y otra vez. Y otra—. Qué mujer más irresponsable.

Joseph sacó un cigarrillo mientras Rogan colgaba el auricular con furia.

—Tenemos más de treinta piezas —dijo mientras encendía el cigarrillo con un mechero esmaltado bastante vistoso—. Incluso sin esa última pieza es suficiente. Y el trabajo, Rogan, es deslumbrante, incluso para mí, que soy un viejo hastiado del arte.

—Pero ésa no es la cuestión en absoluto.

—Claro que lo es —dijo Joseph exhalando el humo y frunciendo los labios.

—Acordamos cuarenta piezas, no treinta y cinco, ni treinta y seis. Cuarenta. Y por Dios que son cuarenta las piezas que me va a dar esa mujer.

—¡Rogan! —gritó Joseph cuando salió a toda prisa de la cocina—. ¿Adónde vas?

—Al maldito condado de Clare.

Bon voyage —contestó Joseph dándole otra calada al cigarrillo y brindando en el aire con su taza de café.

El vuelo fue corto y no le dio tiempo a que se le calmaran los nervios. El hecho de que el cielo estuviera gloriosamente azul y el aire fuera fresco no cambió en nada su estado de ánimo. Todavía seguía maldiciendo a Maggie cuando cerró la puerta del coche que había alquilado y empezó a alejarse del aeropuerto de Shannon. Y cuando llegó a la cabaña de Maggie, le hervía la sangre.

Menudo descaro que tenía esa mujer, pensó Rogan mientras caminaba hacia la puerta delantera. Alejarlo de su trabajo, de sus obligaciones… ¿Acaso pensaba que ella era la única artista a la que él representaba?

Golpeó la puerta hasta que le dolieron los dedos. Y haciendo caso omiso de las buenas maneras, la abrió de un empujón.

—¡Maggie! —gritó atravesando la sala y entrando en la cocina—. ¡Maldita sea! —Sin detenerse, se dirigió a la puerta trasera de la casa y salió hacia el taller.

Debía haber supuesto que estaría allí.

Maggie lo vio desde su banco de trabajo y una montaña de papel picado.

—Qué bien que estés aquí, me viene bien la ayuda.

—¿Por qué diablos no contestas al teléfono? ¿Para qué tienes el maldito aparato si no le prestas atención?

—Con frecuencia yo me hago la misma pregunta. ¿Me pasarías el martillo, por favor?

Rogan lo levantó y calculó cuánto pesaba, fantaseando por un momento con la imagen placentera de plantarle a Maggie el martillo en la cabeza.

—¿Dónde demonios está mi paquete?

—Aquí. —Se pasó una mano por la maraña de pelo antes de coger el martillo—. Ahora mismo lo estaba empaquetando.

—Se supone que debía llegar ayer a Dublín.

—Pues no está allí sencillamente porque todavía no se ha enviado. —Maggie empezó a clavar clavos con movimientos rápidos y expertos en la caja que tenía en el suelo—. Y si has venido a asegurarte de que enviaría la caja, debo decir que no tienes mucho que hacer.

Rogan levantó a Maggie del suelo y la sentó sobre el banco. La joven soltó el martillo, que cayó con estruendo sobre el cemento, a escasos centímetros de los pies de Rogan. Antes de que ella pudiera tomar aliento él la agarró por la barbilla.

—Tengo más que suficiente que hacer con mi tiempo —dijo llanamente—. Y hacer de niñera de una mujer irresponsable y perturbada interfiere en mi agenda. En mi galería hay personal cuyo trabajo está cuidadosa, incluso meticulosamente, programado. Lo único que tenías que hacer era seguir las instrucciones y enviar la maldita mercancía.

Maggie le apartó con furia la mano de la cara.

—Me importan un comino tu agenda y tu horario. Firmaste con una artista, Sweeney, no con una recepcionista.

—¿Y qué asunto artístico ha impedido que sigas unas sencillas instrucciones?

Maggie apretó los dientes, considerando si golpearlo o no; al final apuntó con un dedo y sólo dijo:

—Eso.

Rogan levantó la mirada y se quedó paralizado. Sólo la ceguera de la ira podía haber impedido que la viera y lo fulminara en cuanto había entrado en el taller. La escultura reposaba sobre una mesa en el fondo de la estancia. Medía unos noventa centímetros y era una explosión de colores sangrantes y formas retorcidas y sinuosas. Una maraña de miembros, con seguridad, pensó Rogan, desvergonzadamente sexual, con toda la belleza humana. Atravesó el taller y se dirigió hacia la escultura para examinarla desde diferentes ángulos.

Casi, casi podía ver caras, pero parecían fundirse en la imaginación, dejando sólo la sensación de plenitud absoluta. Era imposible definir dónde empezaba una figura y terminaba otra, pues estaban completa y perfectamente fusionadas.

Rogan pensó que era una exaltación del espíritu humano y la sexualidad de la bestia.

—¿Cómo se llama?

Entrega —dijo ella con una sonrisa—. Al parecer me inspiraste, Rogan. —Llena de energía renovada, empujó el banco. Estaba exultante y algo mareada, se sentía en la gloria—. Me costó una eternidad lograr los colores correctos. No creerías todos los colores que mezclé y mezclé para luego descartarlos. Pero podía verla, perfecta, y tenía que ser exacta. —Se rió, recogió el martillo y se dispuso a clavar otro clavo—. No recuerdo cuándo fue la última vez que dormí, tal vez hace dos o tres días. —Volvió a reírse, pasándose las manos lentamente por el desordenado pelo que le caía sobre los hombros—. No estoy cansada, me siento increíblemente bien, llena de energía. Parece que no puedo parar.

—Es magnífica, Maggie.

—Es la mejor obra que he hecho. —Se giró para observarla de nuevo, dándose golpecitos en la palma de la mano con el martillo—. Probablemente la mejor que haga nunca.

—Voy a pedir que nos envíen una caja. —La miró por encima del hombro. La vio tan pálida como la cera, con el agotamiento que su exacerbado cerebro todavía tenía que transmitirle a su cuerpo—. Me encargaré del envío personalmente.

—Estaba haciendo la caja. No me llevará mucho tiempo.

—No eres una persona de fiar.

—Claro que sí. —Su ánimo estaba tan pletórico que no se ofendió—. Y será más rápido si yo hago la caja que si la encargas. Ya tengo las medidas.

—¿Cuánto te falta?

—Una hora.

—Bien. Voy a usar tu teléfono para pedir una furgoneta. Supongo que tu teléfono funciona, ¿no?

—El sarcasmo —contestó Maggie entre risas y acercándose a él— se personifica en ti. Al igual que esa corbata impecablemente apropiada.

Antes de que cualquiera de los dos tuviera la oportunidad de pensar, Maggie agarró la corbata y atrajo a Rogan hacia sí. Su boca cálida cerró la de él, inmovilizándolo. Rogan deslizó su mano entre el pelo de ella y apretó su cuerpo contra el suyo. El beso chisporroteó y ardió. Y tan rápidamente como lo había iniciado, Maggie lo terminó.

—Sólo ha sido un antojo —dijo, y sonrió. El corazón le daba brincos en el pecho, pero pensaría en ello más tarde—. Échale la culpa a la falta de sueño y al exceso de energía. Ahora…

Rogan la asió del brazo antes de que ella pudiera darse la vuelta. No se escaparía tan fácilmente, pensó. No iba a paralizarlo y un momento después dejarlo así como así.

—Yo también tengo un antojo —murmuró.

Le pasó la mano por detrás del cuello y la miró directamente a los ojos, notando su sorpresa. Maggie no opuso resistencia. Rogan creyó ver un atisbo de diversión en su cara antes de que la besara.

Pero la diversión se desvaneció rápidamente. El beso fue suave, dulce, suntuoso. Tan inesperado como pétalos de rosa en el resplandor de un horno, calmaba, aliviaba y excitaba, todo a la vez. Maggie creyó escuchar un ruido, algo entre un suspiro y un quejido. El hecho de que hubiera salido de su propia garganta ardiente la sorprendió. Sin embargo, no retrocedió, ni siquiera cuando escuchó el sonido de nuevo, tranquilo e impotente. No, no se opuso. La boca de Rogan era demasiado lista, demasiado convincente y suave. Maggie se abrió al beso y lo absorbió.

Parecía que se fundían, lentamente, el uno en el otro. La primera oleada de calor se había atenuado hasta convertirse en un ardor extenso. Rogan olvidó que había estado furioso o que lo habían retado; sólo sabía y sentía que estaba vivo.

El sabor de Maggie era denso, peligroso, y tenía la boca llena de ella. Su mente sólo podía pensar en tomar, en conquistar, en poseer. El hombre civilizado que tenía dentro, al que habían educado para seguir un estricto código ético, dio un paso atrás, horrorizado.

A Maggie la cabeza le daba vueltas, y tuvo que apoyarse con la mano en el banco de trabajo, puesto que las piernas le temblaban. Tomó aire profundamente y luego otra vez, para lograr aclarar la vista. Y lo vio con la mirada fija en ella, con una mezcla de impacto y deseo en los ojos.

—Bueno —logró decir separándose de Rogan—, esto es algo que definitivamente nos da que pensar.

Habría sido absurdo disculparse por sus pensamientos, se dijo Rogan a sí mismo. Era ridículo culparse por el hecho de que su imaginación había pintado vividas imágenes eróticas de Maggie en el suelo y él desgarrándole los vaqueros y la camiseta. No lo había hecho. Tan sólo la había besado. Pero pensó que era posible, incluso preferible, culparla a ella.

—Tenemos una relación profesional —empezó a decir Rogan secamente—. Sería poco inteligente e incluso destructivo dejar que algo interfiriera en ella en este punto.

—¿Y dormir juntos complicaría las cosas? —preguntó Maggie ladeando la cabeza, y volviéndose a colocar firmemente sobre ambos pies.

Maldita Maggie por hacerlo quedar como un imbécil. Y dos veces maldita por dejarlo tembloroso y terriblemente necesitado.

—Creo que en este punto debemos concentrarnos en el lanzamiento de tu obra.

—Hmmmm —dijo Maggie, que se dio la vuelta con la excusa de poner en su sitio el banco, aunque la realidad era que necesitaba un momento para serenarse.

No era una mujer promiscua en ningún sentido y no se iba a la cama con cualquier hombre que la atrajera, pero le gustaba pensar que era suficientemente independiente, liberal e inteligente como para escoger a sus amantes cuidadosamente.

Se dio cuenta en ese momento de que había escogido a Rogan Sweeney.

—¿Por qué me has besado? —preguntó.

—Me irritas.

La amplia y generosa boca de Maggie hizo una mueca.

—Pues, dado que al parecer te irrito con bastante frecuencia, pasaremos mucho tiempo con los labios pegados.

—Es cuestión de control. —Rogan sabía que estaba resultando estricto y remilgado, y la odió por ello.

—Me imagino que tú tienes toneladas de control, pero yo no —replicó Maggie, que sacudió la cabeza y cruzó los brazos sobre el pecho—. Si decido que te deseo, ¿qué vas a hacer al respecto? ¿Rechazarme?

—Dudo que lleguemos a eso. —La imagen le produjo punzadas de disgusto y desesperación—. Ambos tenemos que concentrarnos en el negocio que tenemos entre manos. Éste puede ser el momento decisivo de tu carrera.

—Sí. —«Sería inteligente recordar eso», pensó Maggie—. Así que nos usaremos profesionalmente el uno al otro.

—Nos potenciaremos el uno al otro profesionalmente —la corrigió. Dios, necesitaba aire—. Voy a ir a tu casa a pedir la furgoneta.

—Rogan —dijo Maggie, esperando hasta que él llegase a la puerta y se diese la vuelta hacia ella—, me gustaría irme contigo.

—¿A Dublín? ¿Hoy?

—Sí. Puedo estar lista para cuando llegue la furgoneta. Sólo necesito hacer una parada en el hotel de mi hermana.

Maggie cumplió su palabra y estuvo lista cuando llegó la furgoneta. Tan pronto ésta arrancó con la carga, ella metió su maleta en el maletero del coche alquilado de Rogan.

—Dame diez minutos —dijo Maggie a Rogan mientras él tomaba el camino hacia el hotel—. Estoy segura de que Brie tendrá preparado té o café.

—Está bien. —Rogan detuvo el coche en la entrada de Blackthorn y recorrió junto a Maggie el sendero que conducía al hotel.

Maggie no llamó a la puerta, sino que abrió, entró y se dirigió directamente hacia la cocina, Brianna estaba allí, con un delantal blanco atado a la cintura y las manos llenas de harina.

—Oh, señor Sweeney; Maggie, hola. Tendrán que excusar el desorden, pero tenemos huéspedes y estoy preparando una tarta para la cena.

—Me voy a Dublín.

—¿Tan pronto? —Brianna usó papel de cocina para sacudirse la harina de las manos—. Pensaba que la exposición se inauguraba la semana que viene.

—Así es, pero voy a ir antes. ¿Está en su habitación?

La sonrisa cortés de Brianna se desdibujó ligeramente en las comisuras de sus labios.

—Sí. Déjame avisarla de que estás aquí.

—Se lo diré yo misma. ¿Podrías ponerle a Rogan un café?

—Por supuesto —contestó Brie dirigiéndole una mirada preocupada a su hermana mientras ésta se encaminaba al apartamento contiguo—. Señor Sweeney, si quiere, póngase cómodo en la sala, ahora le llevo su café.

—No te preocupes —replicó Rogan, cuya curiosidad iba en aumento—. Me lo tomaré aquí, si no te estorbo —dijo con una sonrisa—. Y, por favor, llámame Rogan. Y trátame de tú.

—Lo tomas solo, si no recuerdo mal.

—Tienes buena memoria. —«Y estás hecha un manojo de nervios», hubiera añadido, al ver a Brianna sacar una taza y un plato.

—Trato de recordar los gustos de mis huéspedes. ¿Quieres una porción de tarta de chocolate? Queda un poco de la que hice ayer.

—El recuerdo de tus dotes culinarias hace imposible que rechace esa oferta. —Rogan se sentó a la mesa de madera—. ¿Lo haces todo tú misma?

—Sí, yo… —empezó, pero entonces escuchó las voces acaloradas procedentes del apartamento de su madre—; yo lo hago todo. ¿Estás seguro de que no te encontrarás más cómodo en la sala? Tengo la chimenea encendida.

El aumento en el volumen de las voces hizo que Brianna enrojeciera de vergüenza. Rogan a duras penas levantó su taza.

—¿A quién grita Maggie esta vez?

—A nuestra madre. No se llevan muy bien que digamos —contestó Brie tratando de sonreír.

—¿Maggie se lleva bien con alguien?

—Sólo cuando le apetece. Pero tiene un gran corazón, maravilloso y generoso. Aunque lo guarda celosamente. —Brianna suspiró. Si Rogan no se sentía avergonzado por los gritos, ella tampoco—. Te cortaré un trozo de tarta.

—Nunca cambiarás. —Maeve miró a su hija mayor entornando los ojos—. Igual que tu padre.

—Si crees que me insultas con tus palabras, estás equivocada.

Maeve olisqueó y acarició el borde de encaje del edredón de su cama. Los años y su propia insatisfacción le habían robado la belleza a su rostro. Lo tenía hinchado y pálido, y lleno de profundas arrugas alrededor de la boca. El pelo, que una vez había sido tan dorado como los rayos del sol, se había desteñido en distintos tonos de gris; lo llevaba recogido toscamente en un moño sobre la nuca.

Estaba hundida entre una montaña de almohadones y sostenía una Biblia en una mano y en la otra, una caja de bombones. La televisión murmuraba al otro lado de la habitación.

—Así que te vas a Dublín… Brianna me dijo que te ibas. A malgastar dinero en hoteles, me imagino.

—Es mi dinero.

—Ah, y no vas a dejar que me olvide de ello. —La amargura se dibujó en su rostro. Maeve se sentó. Toda su vida alguien más había manejado el dinero: sus padres, su marido y, ahora, más humillante aún, su propia hija—. Y pensar en todo el dinero que él desperdició en ti, comprándote vidrio, mandándote a ese país extranjero, ¿y para qué? Para que pudieras jugar a ser una artista y sentirte superior a todos nosotros.

—Papá no desperdició nada en mí. Me dio la oportunidad de aprender.

—Mientras yo me quedaba en la granja trabajando como una mula.

—Tú no has trabajado ni un solo día de tu vida. Fue Brianna quien trabajó mientras tú te quedabas acostada, quejándote de una cosa y de otra.

—¿Crees que disfruto siendo frágil?

—Por supuesto que sí —contestó Maggie con gusto—. Te regodeas.

—Es la cruz que llevo a cuestas. —Maeve levantó la Biblia y la presionó contra su pecho, como si fuera un escudo protector. Había pagado por su pecado, pensó. Había pagado cien veces más. Sin embargo, a pesar de que el perdón le había llegado, no ocurría lo mismo con el consuelo—. Eso y una hija desagradecida.

—¿Por qué habría de estar agradecida? ¿Por haberte quejado todos los días de tu vida? ¿Por haber demostrado claramente tu insatisfacción con mi padre y conmigo con cada palabra y cada mirada tuyas?

—¡Yo te parí! —gritó Maeve—. Casi muero por darte la vida. Y por haberte llevado en mi vientre tuve que casarme con un hombre que no me amaba y a quien yo no amaba. Lo sacrifiqué todo por ti.

—¿Sacrificios? ¿Qué sacrificios has hecho? —preguntó Maggie cansinamente.

Maeve se hundió en la furia amarga de su orgullo.

—Muchos más de los que crees. Y mi recompensa es haber tenido hijas que no sienten amor por mí.

—¿Crees que porque te quedaste embarazada y te casaste para darme un nombre debo olvidarme de todo lo que has hecho? ¿De todo lo que no has hecho? —«Como amarme, aunque sólo hubiera sido un poquito», pensó Maggie, y con fiereza alejó el dolor—. Fuiste tú la que tuvo relaciones sexuales, mamá, yo soy el resultado, no la causa.

—¿Cómo te atreves a hablarme de esa manera? —Maeve se puso colorada y hundió los dedos en el edredón—. Nunca me has tenido ningún respeto, ni has sido amable o compasiva conmigo.

—No. —Sus ojos centelleaban, su voz sonó aguda como un látigo—. Y es esa carencia la que he heredado de ti. Y hoy sólo he venido a decirte que más vale que no hagas trabajar demasiado a Brie mientras yo no estoy. Si me entero de que te estás aprovechando de ella, dejaré de darte dinero.

—¿Me quitarías el alimento de la boca?

—Puedes estar segura de ello —contestó Maggie después de inclinarse hacia delante y dar unos golpecitos en la caja de bombones.

—«Honrarás a tu padre y a tu madre» —dijo Maeve, y apretó la Biblia contra sí misma—. Estás incumpliendo un mandamiento, Margaret Mary, y por ello tu alma irá al infierno.

—Prefiero renunciar a mi lugar en el cielo que vivir como una hipócrita en la tierra.

—¡Margaret Mary! —gritó Maeve cuando Maggie se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta—. Nunca vas a tener nada. Eres como él. La maldición de Dios caerá sobre ti, Maggie, por haber sido concebida fuera del sacramento del matrimonio.

—No he visto en mi casa ningún sacramento del matrimonio, sólo la angustia que produce. Y si hubo algún pecado en mi concepción, con segundad no fue mío.

Maggie salió del cuarto de su madre dando un portazo detrás de ella y luego se recostó un momento contra la puerta para calmarse.

Siempre ocurría lo mismo, pensó Maggie. Nunca podían estar en una misma habitación sin que terminaran insultándose. Sabía, desde que tenía doce años, por qué Maeve no la quería, por qué la condenaba. Su existencia era la razón por la cual la vida de su madre había pasado de ser un sueño a ser una dura realidad.

Un matrimonio sin amor, una hija de siete meses y una granja sin granjero. Eso fue lo que su madre le lanzó a la cara cuando llegó a la pubertad. Y eso era lo que ninguna de las dos podía perdonar a la otra.

Enderezando los hombros, Maggie caminó hacia la cocina. Cuando entró, no era consciente de que sus ojos aún despedían ira, de que estaban más brillantes de lo normal ni de que tenía la cara pálida. Se dirigió hacia su hermana y le dio un beso brusco en la mejilla.

—Te llamaré desde Dublín.

—Maggie. —Había demasiado y a la vez nada que decir. Brianna sólo apretó la mano de su hermana—. Quisiera poder estar allí contigo.

—Podrías si lo quisieras lo suficiente. Rogan, ¿estás listo?

—Sí —dijo él levantándose—. Adiós, Brianna, y gracias.

—Os acompañaré hasta… —Se interrumpió cuando oyó la voz de su madre llamándola.

—Ve a ver qué quiere —dijo Maggie, y salió deprisa de la casa. Iba a abrir la puerta del coche cuando Rogan le puso una mano sobre el hombro.

—¿Estás bien?

—No, pero no quiero hablar sobre ello —contestó, y abrió la puerta y se subió al coche.

Rogan rodeó el vehículo rápidamente y se sentó a su vez en el asiento del conductor.

—Maggie…

—No me digas nada. Nada en absoluto. No hay nada que puedas decir o hacer que cambie lo que siempre ha sido. Simplemente conduce y déjame en paz. Me harías un gran favor —añadió, y entonces empezó a llorar, apasionada, amargamente, mientras Rogan se debatía entre su necesidad de consolarla y cumplir la petición que ella le había hecho.

Al final, decidió conducir sin decir nada, pero agarrándola de la mano. Ya estaban cerca del aeropuerto cuando Maggie dejó de sollozar y se aflojaron sus dedos en la mano de él. Rogan le echó una mirada de reojo y se dio cuenta de que Maggie se había quedado dormida.

No se despertó cuando Rogan la llevó hasta su avión privado ni cuando la depositó con cuidado en un asiento. Tampoco se despertó durante el viaje, mientras él la miraba y se preguntaba qué secretos escondería aquella mujer.