Capítulo 4

En el hotel los bollos siempre estaban calientes; las flores, frescas, y la tetera, hirviendo. A pesar de que todavía era temporada baja, Brianna Concannon hizo que Rogan se sintiera cómodo gracias a su amabilidad y eficiencia, como había hecho con todos los huéspedes que había tenido desde el verano siguiente a la muerte de su padre.

Le sirvió el té en la salita primorosamente arreglada, donde el fuego crepitaba alegremente en la chimenea y un florero lleno de fresias perfumaba el ambiente.

—Serviré la cena a las siete si le parece bien, señor Sweeney —dijo, pensando ya en cómo hacer que el pollo que tenía intención de preparar alcanzara para una persona más.

—Por mí está bien, señorita Concannon —dijo él, y bebió el té, que le pareció perfecto, a años luz de la gaseosa helada y azucarada que Maggie le había ofrecido—. Tiene usted un hotel encantador.

—Gracias. —El hotel era, si no su único orgullo, tal vez sí su única alegría—. Si necesita algo, lo que sea, sólo tiene que avisarme.

—¿Puedo usar el teléfono?

—Por supuesto —respondió, y empezó a alejarse, para que tuviera privacidad, cuando él levantó una mano para llamarla.

—¿Esa vasija que está sobre la mesa la ha hecho su hermana?

Brianna se sorprendió ante la pregunta, pero sólo la delató la expresión de sus ojos.

—Así es, sí. ¿Conoce el trabajo de Maggie?

—Sí. Tengo dos piezas de ella y acabo de comprar otra mientras la hacía. —Bebió té nuevamente, examinando a Brianna. Era tan diferente de Maggie como las piezas que realizaba. Lo que significaba, supuso Rogan, que eran iguales en algún punto muy por debajo de la superficie—. Vengo de su taller.

—¿Ha estado en el taller de Maggie? ¿Dentro? —Sólo una auténtica conmoción podía haber llevado a Brianna a hacerle una pregunta a un huésped en tal tono de escepticismo.

—¿Tan peligroso es?

—Usted parece estar sano y salvo —contestó Brianna esbozando una ligera sonrisa que le iluminó el rostro.

—Suficientemente bien. Su hermana es una mujer de inmenso talento.

—Es cierto.

Rogan reconoció el mismo orgullo y la misma contrariedad subyacentes en el tono de Brianna que los que había percibido en Maggie cuando le habló de su hermana.

—¿Tiene más piezas suyas?

—Unas cuantas. Cuando le apetece, Maggie trae alguna. Si no necesita nada más por ahora, señor Sweeney, lo veré a la hora de la cena.

Solo, Rogan se dispuso a disfrutar de su delicioso té. Qué pareja más interesante, pensó, las hermanas Concannon. Brianna era más alta, delgada y, sin lugar a dudas, mucho más agradable que Maggie. Su cabello era entre dorado y rosa, en lugar de color luego, y caía en suaves rizos sobre los hombros. Tenía los ojos grandes, de color verde pálido, casi translúcido. Era tranquila, incluso un poco distante, como sus modales. Tenía los rasgos más finos; los brazos, más delicados, y olía a flores silvestres, en lugar de a humo y sudor. Desde cualquier punto de vista, era más el tipo de mujer que él encontraría atractiva. Sin embargo, se sorprendió a sí mismo pensando en Maggie, con su cuerpo compacto, sus ojos temperamentales y su personalidad explosiva. Artistas, reflexionó, qué egos e inseguridades. Necesitan un guía, una mano firme. Dejó que su mirada vagara por la vasija y se perdiera en el torbellino de vidrio que iba desde la base hasta el borde. Verdaderamente, lo que más quería era guiar a Maggie Concannon.

—Entonces, ¿está aquí? —preguntó Maggie entrando en aquella cálida cocina que olía tan bien. Fuera seguía lloviendo.

—¿Quién es? —Brianna siguió pelando patatas. Había estado esperando que su hermana apareciera.

—Sweeney. —Se dirigió a la encimera, cogió una zanahoria pelada y le dio un mordisco—. Alto, trigueño, guapo y rico, muy rico. No pasa desapercibido.

—Si quieres tomar el té con él, está en la sala.

—No quiero hablar con él. —Maggie se sentó sobre la encimera y cruzó los tobillos—. Lo que quiero, Brie, es que me digas qué opinas de él.

—Es muy educado y amable.

Maggie entornó los ojos.

—Así también se describe a un monaguillo.

—Es un huésped en mi casa…

—Sí, uno que te está pagando.

—No tengo ninguna intención de hablar de él a sus espaldas —contestó Brianna sin hacer ninguna pausa.

—Santa Brianna. —Maggie siguió comiendo la zanahoria haciendo muecas—. ¿Qué tal si te digo que Sweeney está aquí porque quiere ser mi agente, manejar mi carrera?

—¿Manejar? —Las manos de Brianna perdieron por un momento el ritmo, pero lo recuperaron al instante. Las pieles siguieron cayendo sobre el periódico que Brie había puesto en la encimera—. ¿Qué significa eso?

—Financieramente, para empezar. Exponer mi obra en sus galerías y convencer a los coleccionistas de que la compren por grandes sumas de dinero. —Jugueteó con lo que quedaba de la zanahoria antes de terminársela—. En lo único en lo que puede pensar ese hombre es en hacer dinero.

—Galerías —repitió Brianna—. ¿Es dueño de galerías?

—En Dublín y Cork. Y es socio de otras en Londres y Nueva York. También en París, creo, y probablemente en Roma. Todos en el mundo del arte saben quién es Rogan Sweeney.

—Y está interesado en tu trabajo. —A pesar de que el mundo del arte estaba tan lejos de la vida de Brianna como la luna, una sensación de orgullo la embargó al pensar que su hermana podría formar parte de él.

—Meter su nariz de aristócrata en él es lo que ha hecho —gruñó Maggie—. Me ha estado llamando, me ha enviado cartas, nada más que exigencias de derechos sobre todo lo que yo haga. Y hoy aparece en mi puerta diciéndome que lo necesito. Ja.

—Y, por supuesto, no es así.

—Yo no necesito a nadie.

—No, claro que no. —Brianna llevó las verduras al fregadero para lavarlas—. Tú no, Margaret Mary.

—Ay, detesto ese tono que usas a veces, frío y condescendiente. Pareces una madre. —Se bajó de la encimera y fue a husmear al frigorífico, sintiéndose culpable por lo que había dicho—. Nos las estamos arreglando bien, ¿no crees? —dijo al tiempo que sacaba una cerveza—. Pagamos los recibos, siempre hay comida sobre la mesa y tenemos un techo para todas. —Vio la tensión en la espalda de su hermana y dejó escapar un gruñido de impaciencia—. No podemos estar como estábamos antes, Brie.

—¿No crees que eso ya lo sé? —La voz cadenciosa de Brianna se volvió nerviosa—. ¿Crees que debería tener más? ¿Que no estoy contenta con lo que ya tenemos? —De repente, con una expresión de tremenda tristeza, miró por la ventana hacia los campos vecinos—. No soy yo, Maggie. No soy yo.

Maggie bebió la cerveza con gesto grave. Sabía que era Brianna quien sufría; ella, que siempre había estado en el medio. Ahora, pensó, tenía la posibilidad de cambiar las cosas. Lo único que debía hacer era vender parte de su alma.

—Ha estado quejándose de nuevo.

—No. —Brianna se llevó un mechón de pelo suelto al moño que tenía en la nuca y lo sujetó nuevamente—. La verdad es que no.

—Por la expresión de tu cara puedo afirmar que ha pasado uno de sus malos momentos y se ha estado desahogando contigo. —Antes de que Brianna pudiera contestar, Maggie levantó una mano y continuó—: Ella nunca va a ser feliz, Brianna. Tú no puedes hacerla feliz y Dios sabe que yo tampoco. Nunca le perdonará por haber sido lo que fue.

—¿Y qué fue? —preguntó Brianna en tono de exigencia dándose la vuelta para mirarla a la cara—. Sencillamente, ¿qué fue nuestro padre, Maggie?

—Humano. Imperfecto. —Bebió la cerveza y caminó hacia su hermana—. Maravilloso. ¿Recuerdas, Brie, cuando compró una mula y pensó que iba a hacer una fortuna si les cobraba a los turistas por sacarles una foto con un sombrero de pico y nuestro viejo perro sentado sobre su lomo?

—Claro que me acuerdo. —Brie iba a darle la espalda, pero Maggie la cogió de las manos—. ¿Y recuerdas que perdió más dinero por alimentar a una estúpida mula que tenía un genio de mil demonios que por cualquiera de sus otros proyectos?

—Sí, pero fue muy divertido. Recuerdo que fuimos a los acantilados de Mohr y que hacía un día maravilloso, de los mejores del verano. Los turistas deambulaban por allí y había música. Y recuerdo a papá sujetando a la mula y al pobre Joe, aquel viejo perro, tan asustado de la mula como lo habría estado de un león hambriento. —La expresión de Brianna se suavizó, no pudo evitarlo—. Pobre Joe, sentado sobre el lomo de la mula, temblando de miedo. Y luego vino un alemán que quería hacerse una foto con Joe y la mula. Pero la mula le dio una coz —continuó Maggie sonriendo y levantando la cerveza como para brindar— y el alemán empezó a gritar en tres idiomas distintos mientras saltaba sobre un pie. Y Joe, muerto de miedo, saltó sobre un puesto de collares y la mula salió corriendo y fue espantando a los turistas. Qué imagen: un montón de gente corriendo y gritando. Y había un violinista, ¿te acuerdas?, que siguió tocando como si fuéramos a empezar a bailar en cualquier momento.

—Y un chico muy simpático de Killarney logró agarrar las riendas de la mula y traerla de vuelta. Y papá trató de vendérsela en ese mismo instante.

—Y casi lo logró. Es un recuerdo muy bonito, ¿no, Brie?

—Hizo que nos quedaran muchos recuerdos bonitos de los cuales reírnos. Pero no se puede vivir sólo de la risa.

—Pero no se puede vivir sin ella, como mamá. Él estaba vivo. Ahora parece que esta familia está más muerta que él.

—Ella está enferma —dijo Brianna de golpe.

—Como lo ha estado durante más de veinte años. Y como seguirá estándolo si te sigue teniendo para que la atiendas.

Eso era cierto, pero saber la verdad no cambiaba el corazón de Brianna.

—Es nuestra madre.

—Sí, es nuestra madre. —Maggie bebió cerveza nuevamente y la dejó a un lado. El sabor a levadura entró en disputa con la amargura de su lengua—. Acabo de vender otra pieza, así que te daré dinero para final de mes.

—Te estoy muy agradecida por ayudarnos. Igual que ella.

—Sí, claro, seguro que ella también está agradecida. —Maggie clavó sus ojos en los de su hermana; en su mirada hervían de ira y el dolor—. No lo hago por ella. Cuando tengamos suficiente dinero, vas a contratar a una enfermera que se encargue de ella y le conseguirás otro sitio donde vivir, su propio espacio.

—No es necesario…

—Claro que lo es —la interrumpió Maggie—. Ése fue el acuerdo, Brie. No voy a permitir que sigas recibiendo sus órdenes y que te siga molestando el resto de su vida. Una enfermera y una casa para ella en el pueblo.

—Si eso es lo que ella quiere.

—No. Eso es lo que va a tener. —Maggie inclinó la cabeza—. Anoche no te dejó dormir.

—Estaba intranquila. Se sentía abochornada. —Brianna se dio la vuelta y empezó a preparar el pollo—. Una de sus migrañas.

—Ah, sí.

Maggie recordaba bastante bien las migrañas de su madre y cuan oportunas podían ser. Si Maeve estaba perdiendo una pelea: migraña instantánea. Una salida familiar que ella no aprobaba: empezaban las palpitaciones.

—Sé cómo es, Maggie —dijo Brianna, a quien le empezó a doler su propia cabeza—. Pero eso no la hace menos madre mía.

Santa Brianna, pensó Maggie de nuevo, pero esta vez con afecto. Su hermana era un año menor que ella, tenía veintiocho, pero siempre era quien se hacía cargo de las responsabilidades.

—Y tú no puedes cambiar tu naturaleza, Brie. —Maggie abrazó a su hermana con fuerza—. Papá siempre decía que tú serías un ángel bueno y yo un ángel malo. Por fin tuvo razón en algo. —Cerró los ojos un momento—. Dile al señor Sweeney que venga al taller por la mañana. Quiero hablar con él.

—Entonces, ¿vas a aceptar su propuesta?

La pregunta hizo que Maggie ensayara una mueca de dolor.

—Sólo dile que vaya —repitió, y salió bajo la lluvia.

Si Maggie tenía una debilidad era su familia. Esa debilidad la mantenía despierta hasta tarde y hacía que se levantase temprano, sin importar cuán fría o húmeda fuera la mañana. Ante el mundo exterior prefería fingir que ella sólo tenía responsabilidades hacia sí misma y su arte, pero detrás de esa fachada se escondía un constante amor por su familia y las pesadas, y a veces amargas, obligaciones que éste implicaba.

Quería rechazar a Rogan Sweeney, primero, por principios. Para ella el arte y los negocios no podían ni debían mezclarse. Quería rechazarlo, en segundo lugar, porque su tipo, pudiente, seguro y de sangre azul, la irritaba. En tercer lugar, y más importante, quería rechazarlo porque hacer lo contrario era aceptar que no era capaz de manejar sola sus asuntos. Esto último era lo que más le molestaba.

Sin embargo, no lo iba a rechazar; lo había decidido en algún momento de la larga e intranquila noche. Iba a permitir que Rogan Sweeney la hiciera rica.

No era que no pudiera mantenerse a sí misma, y bien. Lo había estado haciendo durante más de cinco años. Y el hotel de Brianna daba lo suficiente para sostener ambas casas entre las dos sin que fuera una carga demasiado pesada. Pero, definitivamente, no podían encargarse de una tercera.

La meta de Maggie, su santo grial, era que su madre viviera en una casa independiente. Y si Rogan podía ayudarla en su cometido, haría tratos con él. Haría tratos con el mismo diablo si fuera necesario.

Pero podía ser que el diablo lamentara haber hecho negocios con ella.

En su cocina, con la lluvia cayendo fuera suave y constantemente, Maggie preparaba té mientras planeaba cómo proceder. Tenía que manejar muy astutamente a Rogan Sweeney, pensaba. Con la cantidad justa de desdén y adulación femenina. El desdén no era problema, pero el otro ingrediente sería difícil de conseguir.

Se imaginó a su hermana cocinando, cuidando el jardín, arrellanada en un sillón con un libro frente a la chimenea… Sin la voz quejumbrosa y exigente de su madre perturbando esa paz. Entonces Brianna podría casarse y tener hijos. Maggie sabía que ése era un sueño que su hermana mantenía guardado en su corazón. Y allí se quedaría todo el tiempo que Brianna tuviera que hacerse cargo de su madre hipocondríaca.

Y aunque no entendía la necesidad de su hermana de atarse a un hombre y a seis hijos, haría lo que fuera necesario para ayudar a Brianna a convertir en realidad su sueño.

Era posible, sólo posible, que Rogan Sweeney pudiera interpretar el papel de «hada madrina».

Golpearon en la puerta enérgicamente y con impaciencia. Esa hada madrina, pensó Maggie mientras iba a abrir la puerta, no haría una entrada con polvos mágicos y luces de colores.

Al abrir la puerta, Maggie no pudo evitar sonreír un poco. Rogan estaba mojado, como el día anterior, y vestido igual de elegante. Se preguntó si habría dormido con el traje y la corbata puestos.

—Buenos días, señor Sweeney.

—Buenos días, señorita Concannon —dijo, entrando para protegerse de la lluvia y la neblina.

—¿Quiere darme el abrigo? Se le secará en un momento ni lo ponemos cerca de la chimenea.

—Gracias. —Se quitó el abrigo, se lo dio y la vio ponerlo sobre una silla cerca del fuego. Ese día estaba diferente, pensó. Agradable. El cambio lo hizo ponerse en guardia—. Dime, ¿pasa algo más en Clare además de llover?

—El clima es bastante bueno en primavera. Pero no te preocupes, señor Sweeney, ni siquiera siendo dublinés te derretirás en la lluvia del este. —Le dirigió una sonrisa encantadora, pero en sus ojos brillaba un destello de picardía—. Estoy preparando té, ¿te apetece una taza?

—Bueno, gracias. —Antes de que Maggie pudiera darse la vuelta para ir a la cocina, él la detuvo, agarrándola del brazo. Pero no tenía la atención fija en ella, sino en la escultura que reposaba sobre la mesa que había frente a ellos. Era una curva larga y sinuosa azul profundo, como de hielo. Del color de un lago ártico. Vidrio unido a vidrio en ondas por el borde y luego fluyendo hacia abajo, como hielo líquido—. Interesante pieza —comentó finalmente.

—¿De veras lo crees? —Maggie se controló para no soltarse de su mano. Rogan la tenía agarrada firmemente, como con un sentido tácito de posesión que la hacía sentirse ridículamente incómoda. Estaban tan cerca que podía olerlo, sentir su colonia con un ligero aroma a madera, que probablemente se había puesto después de afeitarse, mezclada con restos del olor del jabón con que se había bañado. Cuando él pasó un dedo a lo largo del vidrio curvo, Maggie trató de evitar estremecerse. Por un momento, un absurdo momento, sintió como si él hubiera pasado el dedo a lo largo de su garganta y hasta la clavícula.

—Femenina, obviamente —murmuró. A pesar de que tenía los ojos puestos en el vidrio, era totalmente consciente de ella. La tensión en su brazo, el temblor repentino que había tratado de ocultar, el perfume salvaje e intenso de su pelo—. Es poderosa. Una mujer a punto de rendirse sexualmente a un hombre.

Se puso nerviosa, porque él tenía razón.

—¿Cómo puedes encontrar poder en la rendición?

Entonces la miró. Sus ojos azul infinito la miraban fijamente y sentía su mano fuerte sobre el brazo.

—No hay nada más poderoso que una mujer justo en el momento antes de entregarse —dijo, y volvió a pasar el dedo por el vidrio—. Obviamente, eres consciente de ello.

—¿Y el hombre?

Él sonrió con la más tenue curva de sus labios. El apretón del brazo parecía ahora más una caricia. Una petición. Y sus ojos, divertidos, interesados, le escrutaban la cara.

—Eso, Margaret Mary, depende de la mujer.

Maggie no se movió, absorbió toda la intensidad sexual y la reconoció con una ligera inclinación de cabeza.

—Estamos de acuerdo en algo: el sexo y el poder generalmente dependen de la mujer.

—Eso no es en absoluto lo que he dicho ni lo que he querido decir. ¿Qué te impulsa a crear algo como esto?

—Es difícil explicarle el arte a un hombre de negocios.

Ella trató de dar un paso atrás, pero él la sujetó del brazo con más fuerza.

—Inténtalo.

—Lo que me viene, me viene —contestó, sintiendo que una sensación de disgusto le recorría el cuerpo—. No hay argumento, ni plan. Tiene que ver con emociones, con pasión. No tiene ninguna relación con el pragmatismo o el dinero. De lo contrario, estaría haciendo pequeños cisnes de vidrio para venderlos en las tiendas de regalos. Dios santo, qué horror.

La sonrisa de Rogan se amplió.

—Horripilante. Por fortuna, no estoy interesado en cisnes de vidrio. Pero sí quisiera ese té que me has ofrecido.

—Vamos a la cocina, entonces. —De nuevo trató de safarse y de nuevo él apretó la mano alrededor de su brazo, deteniéndola. Los ojos de Maggie relampaguearon—. Estás bloqueándome el paso, Sweeney.

—No lo creo. Estoy a punto de abrírtelo —replicó, y la soltó y la siguió en silencio hasta la cocina.

Su cabaña estaba a años luz de la comodidad del hotel de Brie. No había olores deliciosos flotando en el ambiente, ni cojines mullidos ni muebles relucientes de madera. Era austera, práctica y desordenada. Razón por la cual, pensó Rogan, las piezas de vidrio que estaban repartidas aquí y allá tenían un efecto aún más impactante.

Se preguntó dónde dormiría ella y si su cama sería tan suave y acogedora como en la que él había dormido la noche anterior. Y se preguntó si la compartiría con ella. No, se corrigió, no «si», sino «cuándo».

Maggie puso la tetera sobre la mesa junto con dos tazas de cerámica.

—¿Estás disfrutando de tu estancia en Blackthorn Cottage? —preguntó mientras servía el té.

—Mucho. Tu hermana es encantadora. Y cocina como los ángeles.

Maggie se relajó y le puso tres cucharadas generosas de azúcar a su té.

—Brie es toda un ama de casa, en el mejor sentido del término. ¿Ha hecho bollos de grosellas esta mañana?

—Me he comido dos.

Maggie se rió y cruzó una pierna, poniendo sobre la rodilla el otro pie y dejando ver las botas que llevaba puestas.

—Nuestro padre solía decir que Brie tenía todo el oro, y yo, todo el bronce. Me temo que no encontrarás aquí panecillos recién horneados, Sweeney, pero puedo abrirte una caja de galletas, si quieres.

—No es necesario.

—Supongo que quieres ir directo al grano, es decir, a los negocios. —Tomando su taza entre las dos manos, Maggie se inclinó hacia delante—. ¿Qué pasaría si te dijera sencillamente que no estoy interesada en tu propuesta?

Rogan meditó la pregunta, sorbiendo el té negro y fuerte.

—Tendría que decirte que eres una mentirosa, Maggie. —Sonrió al ver el fuego que desprendían sus ojos—. Porque si no estuvieras interesada, no habrías accedido a verme esta mañana. Y seguro que yo no estaría tomando té en tu cocina. —Levantó una mano antes de que ella pudiera contestar—. Estamos de acuerdo en una cosa, sin embargo, y es en que no quieres estar interesada.

Un hombre inteligente, pensó Maggie, sólo un poco humillada. Los hombres inteligentes son peligrosos.

—No quiero que me manejen, me patrocinen o me guíen.

—Muy pocas veces queremos lo que necesitamos —dijo, mirándola por encima del borde de la taza, disfrutando incluso de cómo el pálido rubor de sus mejillas parecía suavizarle la piel y hacer más profundo el verde de sus ojos—. Déjame explicarme mejor. Tu arte es tu dominio y no tengo ninguna intención de interferir de ninguna manera en lo que hagas en tu taller. Puedes crear lo que te dicte tu inspiración, como y cuando quieras.

—¿Y qué pasa si hago algo que no te gusta?

—He expuesto y vendido muchas piezas que no quisiera tener en mi casa. Así es el negocio, Maggie. Y mientras yo no interfiera en tu arte, tú no interferirás en mis negocios.

—¿No voy a tener ni voz ni voto sobre quién compra mis piezas?

—No —contestó llanamente—. Si tienes algún vínculo emocional con alguna pieza, debes superarlo o quedarte con ella. Una vez tu obra llegue a mis manos, es mía.

—Y cualquiera que tenga el dinero para pagarla puede tenerla —dijo Maggie apretando la mandíbula.

—Exactamente.

Maggie puso de un golpe la taza sobre la mesa y se paró bruscamente; luego empezó a caminar de un lado a otro. Usaba todo su cuerpo, un hábito que Rogan admiraba. Piernas, brazos, hombros, todos en movimientos coordinados furiosamente. Se terminó el té y se echó para atrás en la silla, dispuesto a disfrutar del espectáculo.

—Creo algo que proviene de mí, lo hago realidad, lo vuelvo sólido, tangible, ¿y cualquier idiota de Derry o Dublín, o, Dios me libre, de Londres puede venir y comprarlo para dárselo a su esposa en su cumpleaños, sin tener ni la más mínima idea de lo que es, de lo que significa?

—¿Estableces relaciones personales con todas las personas que compran tus piezas?

—Al menos sé adónde van, quién las está comprando. —Por lo general, se dijo mentalmente.

—Tengo que recordarte que compré dos piezas tuyas antes de que nos conociéramos.

—Sí, y mira adónde me ha llevado eso.

Temperamento, se dijo él con un suspiro. A pesar de que llevaba tanto tiempo trabajando con artistas, seguía sin entenderlos.

—Maggie —empezó él con el tono más razonable que pudo—, la razón por la cual necesitas un agente es justamente para erradicar esas dificultades. No tendrás que preocuparte por las ventas, sólo por el proceso de creación. Y sí, si alguien de Derry o Dublín o, Dios te libre, Londres entra en alguna de las galerías y se interesa en alguna de tus piezas, puede tenerla en tanto pueda pagar el precio. Sin curriculum, sin referencias personales. Y para final de año serás una mujer rica.

—¿Eso es lo que crees que quiero? —Sintiéndose ofendida y furiosa, empezó a dar vueltas alrededor de él—. ¿Crees que cada vez que me pongo la caña en la boca estoy calculando cuánto dinero puedo sacar de lo que estoy haciendo?

—No, claro que no. Y ahí es exactamente donde yo entro en escena. Eres una artista excepcional, Maggie. Y a pesar de que corro el riesgo de inflarte el ego, que ya parece tener proporciones titánicas, admito ante ti que desde la primera vez que vi tu trabajo, me cautivó.

—Tal vez tengas un gusto decente —contestó con un gesto refunfuñón.

—Sí, eso me han dicho. Lo que quiero decir es que tu trabajo merece más de lo que le estás dando. Tú mereces más de lo que te estás dando a ti misma.

—Y tú me vas a ayudar a conseguirlo por la bondad de tu corazón —dijo Maggie inclinándose sobre la encimera de la cocina para verlo más de cerca.

—Mi corazón no tiene nada que ver. Voy a ayudarte porque tu trabajo afianzará el prestigio de mis galerías.

—Y el de tu chequera.

—Un día tendrás que explicarme cuál es la raíz del desprecio que sientes por el dinero. Mientras tanto, se te está enfriando el té.

Maggie suspiró profundamente. No estaba haciendo un buen trabajo en la parte de adularlo, se recordó a sí misma, y volvió a sentarse.

—Rogan —dijo, y se permitió sonreír—, estoy segura de que eres muy bueno en lo que haces. Tus galerías tienen fama de ser honestas y exponer sólo obras de calidad, lo que con seguridad es un reflejo de la persona que eres.

Maggie era lista, reflexionó Rogan, y se pasó la lengua sobre los dientes. Sí, muy lista.

—Me gusta pensar que así es.

—Sin lugar a dudas, cualquier artista te sentiría emocionado de que lo consideraras, pero yo estoy acostumbrada a hacer mis cosas, a manejar todos los aspectos de mi trabajo, desde hacer el vidrio hasta vender la pieza terminada o, por lo menos, dejarla en manos de alguien a quien yo conozca y en quien confíe para que la venda. Pero la cosa, Rogan, es que yo a ti no te conozco.

—¿Ni confías en mí?

—Sería una tonta si no confiara en las galerías Worldwide. —Levantó una mano y la dejó caer de nuevo—. Pero es difícil para mí imaginarme un negocio de ese tamaño. Soy una mujer sencilla.

Rogan se rió tan espontánea, tan vivazmente que Maggie se quedó desconcertada. Antes de que ella pudiera recuperarse, él se inclino hacia delante y le cogió una mano.

—Oh, no, Margaret Mary, sencilla es exactamente lo que tú no eres. Eres aguda, obstinada, brillante y hermosa, y tienes mal genio. Pero sencilla, nunca.

—Claro que lo soy. —Retiró su mano de entre las de él de un tirón y trató de no sentirse encantada por las palabras que había pronunciado—. Y me conozco mejor de lo que tú me conoces o llegarás a conocerme jamás.

—Cada vez que terminas una escultura estás gritando que ésa eres tú. Por lo menos hoy. Eso es lo que hace que el arte sea verdadero.

Maggie no podía discutirle eso. No era una observación que esperase de un hombre con su formación. Comerciar con arte no significaba que uno lo entendiera, pero aparentemente él sí lo hacía.

—Soy una mujer sencilla —repitió, como retándolo a que la contradijera una vez más—. Y prefiero seguir siéndolo. Si te acepto como agente, habrá reglas, pero las mías.

Rogan la tenía, y lo sabía. Pero un negociador astuto nunca es engreído.

—¿Y cuáles serían?

—No participaré en campañas de publicidad a menos que me venga bien. Pero te prometo que ninguna me vendrá bien.

—Afianzará el misterio, ¿no?

Maggie estuvo cerca de reírse, pero se contuvo y continuó.

—No me disfrazaré ni me adornaré como un pastel para las inauguraciones de las exposiciones, si es que decido asistir.

Esta vez Rogan se mordió la lengua.

—Estoy seguro de que tus gustos en cuanto a la moda reflejan tu naturaleza artística.

Maggie no estuvo segura de si sus palabras habían sido un insulto, pero continuó.

—Y no seré simpática con quien no me apetezca serlo.

—Temperamento otra vez artístico —dijo, y brindó con su taza de té—. Hará que vendamos más.

Aunque se estaba divirtiendo, Maggie se echó para atrás en la silla y se cruzó de brazos antes de proseguir.

—Nunca, nunca repetiré una pieza ni crearé algo por encargo.

Rogan frunció el ceño y negó con la cabeza.

—Ése puede ser un inconveniente para las ventas. Había pensado en un unicornio con polvo de oro en el cuerno y las patas. De muy buen gusto.

Maggie empezó a reírse entre dientes, pero finalmente se dio por vencida y estalló en carcajadas.

—Está bien, Rogan. Tal vez suceda un milagro y podamos trabajar juntos. ¿Cómo lo hacemos?

—Tengo un modelo de contrato que podemos usar. Worldwide quiere derechos exclusivos sobre tu obra.

Maggie hizo una mueca de dolor al escuchar las palabras de Rogan. Sentía como si estuviera entregando una parte de sí misma. Tal vez la mejor parte.

—Derechos exclusivos sobre las piezas que yo decida vender.

—Por supuesto.

Maggie pasó de la mirada de él a la ventana, hacia los campos que se extendían fuera. Una vez, hacía mucho tiempo, los había sentido, como su arte, parte de ella. Ahora sólo eran una vista hermosa.

—¿Qué más?

Rogan dudó, pues Maggie parecía increíblemente triste.

—Nuestro trato no va a cambiar lo que haces ni lo que eres.

—Estás equivocado —murmuró. Hizo un esfuerzo por cambiar la expresión de su cara y lo miró de frente otra vez—. Prosigue. ¿Qué más?

—Quiero hacer una exposición dentro de dos meses, en la galería de Dublín. Obviamente necesito ver qué has terminado, para preparar los detalles del envío. También necesito que me mantengas informado de lo que termines en las próximas semanas. Les pondremos precio a las piezas y cualquier inventario que quede después de la exposición se mostrará en la galería de Dublín y en las otras.

—Te agradecería que no te refirieras a mi trabajo como inventario. O por lo menos no en mi presencia —dijo después de respirar profunda y calmadamente.

—Hecho. Por supuesto, te enviaremos un informe detallado de las piezas que se hayan vendido. Por otra parte, si quieres, puedes opinar sobre cuáles se deben fotografiar para incluirlas en el catálogo. O puedes dejar que nosotros decidamos.

—¿Y cómo y cuándo me pagarás? —preguntó, pues realmente quería saberlo.

—Puedo comprarte las piezas ya mismo; no tengo ninguna objeción al respecto puesto que confío en la calidad de tu trabajo.

Maggie recordó que el día anterior Rogan le había dicho que en la galería se podía pedir dos veces más por la escultura que le había comprado. Ella no era una mujer de negocios, pero tampoco era tonta.

—¿De qué otra manera trabajas?

—Por comisión. Exponemos la pieza y, cuando la vendemos, descontamos un porcentaje.

Más como una apuesta, pensó ella. Prefería las apuestas.

—¿Cuál es el porcentaje?

Esperando una reacción, Rogan le sostuvo la mirada y soltó:

—El treinta y cinco por ciento.

Maggie estuvo a punto de atragantarse.

—¡¿Treinta y cinco?! ¡¿Treinta y cinco por ciento?! ¡Eres un ladrón! ¡Un atracador! —Maggie se levantó de golpe—. Eres un buitre, Rogan Sweeney. ¡Vete al diablo con tu treinta y cinco por ciento!

—Yo soy quien corre todos los riesgos y asume todos los gastos —replicó, extendiendo los brazos—. Tú sólo tienes que crear.

—Sí, como si todo lo que tuviera que hacer es sentarme y esperar a que me llegue la inspiración, como gotas de lluvia. No sabes nada, nada de cómo es. —Empezó a caminar de un lado a otro de nuevo, moviendo los brazos enérgica y furiosamente—. Te recuerdo que no tendrías nada que vender sin mí. Y los compradores pagarían bien por mi trabajo, mi sangre y mi sudor. Te doy el quince por ciento.

—Treinta.

—La peste te tomaría por un ladrón de caballos, Rogan Sweeney. Veinte.

—Veinticinco. —Se levantó y se paró frente a ella—. Worldwide se merecerá ese cuarto de tu sangre y de tu sudor, Maggie, te lo prometo.

—Un cuarto —repitió entre dientes—. ¿Eso es lo que son para ti los negocios? ¿Rapiñar el arte?

—Y lograr que el artista tenga seguridad económica. Piénsalo, Maggie. La gente podrá ver tu arte en Nueva York, Roma y París. Y nadie que lo vea podrá olvidarlo.

—Sí que eres listo, Rogan, pasar del dinero a la fama. —Frunció el ceño y continuó—: Al diablo tú y tu comisión. Tendrás entonces tu veinticinco por ciento.

Eso era exactamente lo que Rogan quería y había planeado. La tomó de la mano y le dijo:

—Nos va a ir bien juntos, Maggie.

Ella tenía la esperanza de que les fuera lo suficientemente bien como para sacar a su madre del hotel y trasladarla al pueblo, lejos de Brie.

—Si no es así, Rogan, me las vas a pagar caro.

—Me arriesgaré —dijo, llevándose la mano de ella a la boca, porque le gustaba cómo sabía.

Sus labios permanecieron en la mano de Maggie lo suficiente como para que a ella se le acelerara el pulso.

—Si querías seducirme, tenías que haber sido más inteligente y empezar a hacerlo antes de que hubiéramos llegado a un acuerdo.

Las palabras de Maggie sorprendieron a Rogan e hicieron que se sintiera molesto.

—Prefiero mantener los asuntos personales al margen de los profesionales.

—Otra diferencia entre tú y yo —dijo ella. Le divertía notar que había sido capaz de perturbar su talante, aparentemente tan bien educado—. Mi vida personal y mi vida profesional están fusionándose continuamente. Y disfruto de ambas cuando se me antoja —añadió, y sonriendo retiró su mano de entre las de él—. Pero no es éste el caso… personalmente hablando. Si se da la ocasión, te lo haré saber si se me antoja y cuando se me antoje.

—¿Estás provocándome, Maggie?

Maggie hizo ademán de pensar, como si lo estuviera considerando seriamente.

—No, sólo te estoy explicando ciertas cosas. Ahora vamos al taller para que puedas escoger las piezas que quieres que te envíe a Dublín. —Se dio la vuelta y descolgó del perchero un impermeable—. Lo mejor es que te pongas tu abrigo, pues sería una pena mojar ese traje tan elegante que llevas puesto.

Rogan la miró fijamente un momento, preguntándose por qué debería sentirse insultado. Sin decir ni una palabra, se dirigió a la sala y cogió su abrigo.

Maggie aprovechó la oportunidad para salir bajo la lluvia y así refrescarse un poco para calmar los ánimos. Era ridículo, pensó, que sintiera tanta tensión sexual sólo por un beso en la mano. Rogan Sweeney era suave, demasiado tal vez. Era realmente una bendición que viviera al otro lado del país. Pero mayor fortuna era que no fuera su tipo.

Para nada.