Se encontraba sola, que era como más le gustaba estar. Desde la entrada de su cabaña veía la lluvia caer sobre los campos de Murphy Moldoon. Llovía reciamente sobre el pasto y las rocas, aunque un rayo de sol brillaba esperanzadoramente y con terquedad. Por el color del cielo se podían anticipar una docena de fenómenos meteorológicos diferentes, todos breves e inciertos.
Así es Irlanda.
Sin embargo, para Margaret Mary Concannon la lluvia era una cosa buena. Con frecuencia la prefería a la calidez del sol y al brillo del cielo azul despejado. La lluvia era como una cortina suave y gris que la separaba del mundo. O, más importante aún, que excluía el mundo más allá de su panorama de colinas, campos y grupos de vacas aquí y allá.
La granja de cercas de piedra y verdes pastizales que había más allá del jardín silvestre de intenso color ya no era propiedad de Maggie ni de su familia, pero ese pequeño terreno con su jardín le pertenecía sólo a ella, junto con su aire húmedo de primavera.
Era cierto que era hija de un granjero, pero ella no era del tipo granjero en absoluto. En los cinco años que habían transcurrido desde la muerte de su padre se había empeñado en construirse su propio espacio y en dejar la huella que él le había pedido. Probablemente todavía no era muy profunda, pero Maggie seguía vendiendo las piezas que hacía, ahora en Galway y Cork, así como en Ennis.
No necesitaba nada más de lo que tenía. Tal vez quería más, pero sabía que los deseos, sin importar cuan profundos e intensos fueran, no bastaban para pagar las cuentas. También sabía que cuando se hacen realidad algunas ambiciones, hay que pagar un alto precio. A veces se sentía frustrada y se impacientaba, y entonces tenía que recordarse que estaba donde necesitaba estar y haciendo lo que había escogido. Pero en mañanas como ésa, con el sol y la lluvia peleando, pensaba en su padre y en todos los sueños que no había podido ver convertirse en realidad. Tom había muerto sin riquezas, sin éxito y sin la granja que la familia Concannon había arado y cultivado a lo largo de muchas generaciones.
Maggie no lamentaba el hecho de que se hubiera tenido que vender la mayor parte de su herencia para pagar impuestos, deudas y las fantasías grandilocuentes de su padre. Tal vez tenía una ligera sensación de pesadumbre por las lomas y los campos que una vez había recorrido a caballo con toda la arrogancia y la inocencia de la juventud, pero todo eso formaba parte del pasado. Era un hecho que ella no quería trabajar la tierra, ni preocuparse por ella. No sentía la inclinación de su hermana Brianna por cultivar o sembrar. Disfrutaba de su jardín, es cierto, de su aroma y sus bellas flores, pero éstas crecían las cuidara ella o no.
Maggie tenía su propio espacio, y todo lo que había más allá estaba fuera de su reino y, por tanto y por lo general, fuera de su mente. Prefería no necesitar a nadie ni nada que no pudiera conseguir personalmente. Sabía que la dependencia y desear más de lo que se tiene eran el camino hacia la infelicidad y la insatisfacción. Tenía ante sus ojos el ejemplo de sus padres.
Salió a la intemperie y se paró bajo la pertinaz lluvia; notó en el aire su dulce humedad mezclada con los endrinos en flor que formaban un seto hacia el este, y hacia el oeste con las rosas que luchaban por florecer. Los vaqueros holgados y la camisa de franela revelaban a una mujer menuda pero bien proporcionada. Sobre el cabello desordenado, que le llegaba a la altura de los hombros, llevaba un sombrero flexible tan gris como el cielo. Sus ojos eran del verde temperamental y místico del mar.
La lluvia humedeció su rostro: la suave curva de las mejillas y la mandíbula, su boca amplia y melancólica. Llenó de rocío su piel blanca y su pelo rojo y unió las pecas doradas que tenía dispersas sobre el puente de la nariz. Dio un sorbo al té fuerte y dulce que se había servido en una taza diseñada por ella misma e hizo caso omiso del teléfono, que había empezado a sonar en la cocina. No prestar atención a su repiqueteo era tanto política como hábito, especialmente cuando tenía la cabeza centrada en el trabajo. En ese momento estaba imaginándose una escultura, y la veía en su mente tan claramente como una gota de lluvia. Era pura y delicada y el vidrio fluía hacia su interior.
El impulso de la visión la urgió a ponerse a trabajar. Caminó bajo la lluvia obviando el sonido del teléfono y al acercarse oyó el relajante ronroneo del horno.
Desde su oficina de Dublín, Rogan Sweeney esperaba impacientemente a que cogieran el teléfono, pero nada. Escuchó hasta el último tono en el auricular y soltó una palabrota. Era un hombre demasiado ocupado como para desperdiciar el tiempo en una artista grosera y temperamental que insistía en perder su oportunidad. Tenía negocios que atender, llamadas que hacer, documentos que leer y presupuestos que aprobar. Antes de que se acabara el día debía bajar a la galería a revisar el último pedido que había llegado. Después de todo, la cerámica de los indígenas norteamericanos era su niña bonita, y no en vano había pasado meses escogiendo las mejores piezas.
Pero, por supuesto, ése era un reto que ya había cumplido. Dicha exposición en particular ratificaría, una vez más, que las galerías Worldwide estaban entre las mejores del mundo en cuanto a calidad. Mientras tanto, la maldita y testaruda mujer de Clare ocupaba sus pensamientos. A pesar de que todavía no la conocía en persona, dedicaba demasiado tiempo a ella y a su genio.
La nueva exposición contaría con toda su atención, cuidado y pericia, eso por descontado, pero una artista nueva, en particular una que hubiera cautivado totalmente su imaginación, le entusiasmaba en un nivel diferente. La emoción del descubrimiento era para Rogan tan vital como el marketing y la venta de las piezas del artista.
Quería a Concannon en exclusiva para las galerías Worldwide. Y como con todos sus deseos, que Rogan consideraba bastante razonables, no descansaría hasta lograr su propósito.
Era un hombre que había sido educado para tener éxito. Formaba parte de la tercera generación de una familia de prósperos marchantes que eran muy hábiles a la hora de hacer buenos negocios. La galería, que su abuelo había fundado sesenta años antes, había florecido bajo su liderazgo porque Rogan Sweeney no aceptaba un no por respuesta. Alcanzaba sus metas trabajando mucho y gracias a su encanto personal y tenacidad, o por cualquier otro medio que estuviera a su alcance.
Margaret Mary Concannon y su excepcional talento eran su objetivo más reciente y frustrante.
A sus ojos él era una persona razonable, y probablemente le hubiera sorprendido y hasta sentido insultado al descubrir que muchos de sus conocidos lo tachaban de irracional. Así como les exigía a sus empleados largas jornadas de duro trabajo, le las exigía a sí mismo. La iniciativa y la dedicación no eran en Rogan meras virtudes, sino necesidades inherentes a su naturaleza.
Podría contratar a un administrador que llevara las galerías y disfrutar de una plácida existencia gracias a las rentas. Viajar por placer y no por trabajo y disfrutar de su herencia sin tener que trabajar. Podría… pero el sentido de la responsabilidad y la ambición eran sus marcas de nacimiento.
Y Margaret Concannon, artista que trabajaba el vidrio, ermitaña y excéntrica, era su nueva obsesión.
Iba a hacer cambios en la galería, cambios que reflejarían su propia visión y exaltarían el encanto de su país. Concannon era el primer paso, y por nada del mundo iba a permitir que la terquedad de aquella mujer hiciera tambalear sus planes.
Ella no había entendido —porque no había querido escuchar, pensó Rogan con gravedad— que él pretendía convertirla en la primera estrella irlandesa de Worldwide. Cuando su abuelo y su padre habían dirigido las galerías, se habían especializado en arte internacional. Rogan no quería limitar el espectro, pero sí darle un giro a la propuesta y ofrecerle al mundo lo mejor de su tierra natal. E iba a poner en juego tanto su capital como su reputación para conseguirlo.
Si su primer artista era un éxito, como pretendía que fuera, la inversión que había hecho se cubriría, le daría la razón a su instinto, y su sueño, una galería nueva que sólo expusiera arte irlandés, se convertiría en realidad.
Para empezar, quería a Margaret Mary Concannon.
Molesto contigo mismo, se levantó de su escritorio de roble antiguo y se paró delante de la ventana. La ciudad se extendía ante él, las calles amplias, los verdes parques y el destello plateado del río con los puentes que lo cruzaban.
Abajo, el tráfico fluía a un ritmo continuo y los trabajadores y los turistas se movían por todas partes formando una multitud colorida que resaltaba bajo el sol. Parecían muy ajenos a él, andaban en grupos o en parejas. Fijó su atención en una pareja que se abrazaba, un encuentro casual de brazos y labios. Ambos cargaban en la espalda una mochila y tenían en la cara una expresión de felicidad. Rogan volvió la cara al sentir un ligero aguijonazo de envidia.
No estaba acostumbrado a sentirse intranquilo, como estaba en ese momento. Tenía trabajo pendiente sobre su escritorio, y apuntadas varias citas en la agenda que debía cumplir, pero no podía concentrarse en ninguna tarea. Desde que era un niño había actuado con un propósito, de la escuela al trabajo, de un éxito a otro. Como se esperaba de él. Como él esperaba de sí mismo.
Había perdido a sus padres siete años atrás. Su padre había sufrido un ataque cardíaco mientras conducía y chocó contra un poste de la luz. Aún podía recordar la sensación de pánico y la ligera incredulidad que lo habían invadido durante el vuelo entre Dublín y Londres, ciudad a la que habían viajado sus padres por cuestiones de trabajo, y el olor a desinfectante del hospital.
Su padre murió en el acto y su madre apenas sobrevivió una hora más. Así que ambos murieron antes de que Rogan llegara, mucho antes de que fuera capaz de aceptarlo. Pero hasta entonces ya le habían enseñado muchas cosas, sobre la familia y el orgullo de la herencia, el amor al arte y el amor a los negocios y cómo combinarlos.
A los veintiséis años se encontró con la realidad de ser el director de Worldwide y sus sucursales y, por tanto, responsable del personal, de tomar las decisiones y de elegir las piezas que le mostraban en las galerías. Había trabajado durante siete años no sólo para que el negocio creciera, sino para que fuera deslumbrante. Lo que había logrado era más que suficiente para él.
Rogan sabía que la sensación de desasosiego, el dilema que lo embargaba, tenía sus raíces en la tarde de invierno en la que había visto el trabajo de Margaret Concannon por primera vez.
Esa primera pieza, descubierta en un acto al que se había visto obligado a asistir con su abuela, lo había incitado a poseer… No, pensó, no se sentía cómodo con esa palabra. Controlar, se corrigió. Quería controlar el destino de la obra y la carrera de la artista. Desde esa tarde, sólo había podido comprar dos piezas de Maggie. Una era una columna espigada, casi etérea, tan delicada como un sueño diurno, colmada de colores brillantes y apenas más grande que su mano, desde la muñeca hasta la punta del dedo corazón.
La segunda, la que en privado podía admitir que lo había embrujado y seducido, era una violenta pesadilla nacida de una mente apasionada y convertida en una turbulenta maraña de vidrio. Parecía una pieza desequilibrada, pensó Rogan ahora que la examinaba sobre su escritorio. Debía ser fea, con su salvaje lucha de colores y formas, y con aquellos tentáculos retorciéndose y abriéndose camino fuera de la base. Y, sin embargo, era una pieza fascinante y con tantas connotaciones sexuales, que hacía que el espectador se sintiera incómodo. Y al galerista le hacía preguntarse qué tipo de mujer podía crear ambas esculturas con igual destreza e intensidad.
Puesto que había comprado esa última pieza hacía tan sólo un par de meses, todavía no había podido contactar con la artista y ofrecerle su mecenazgo.
La había llamado por teléfono dos veces, pero ella había sido tan tajante y tan breve que rayaba en la grosería. Concannon se mostró firme: no necesitaba un agente, y menos si se trataba de un negociante dublinés con demasiada educación y muy poco gusto.
Desde luego, eso le había dolido.
Le había dicho con su musical acento del condado occidental que estaba contenta trabajando a su propio ritmo y vendiendo sus piezas cuando y donde mejor le pareciera. No necesitaba sus contratos ni a nadie que le dijera qué debía vender. Era su obra, ¿no?, así que ¿por qué no se dedicaba él a sus libros de contabilidad, pues ella sabía que seguramente tenía muchos, y la dejaba en paz?
«Qué mujer más insolente», pensó Rogan, enfureciéndose de nuevo. Ahí estaba él ofreciéndole ayuda, una ayuda que incontables artistas rogarían por recibir, y ella lo despreciaba.
Debería dejarla en paz, se dijo. Dejar que siguiera trabajando en la sombra. Ni él ni Worldwide la necesitaban.
Pero, maldita sea, él la quería.
En un impulso, levantó el auricular del teléfono y llamó a su secretaria:
—Eileen, cancele todas mis citas de los próximos dos días. Me voy de viaje.
A Rogan le resultaba raro viajar por negocios a los condados del oeste. Recordaba haber pasado unas vacaciones familiares allí cuando era pequeño, pero sus padres por lo general preferían ir a París o a Milán, o hacer alguna escapada a la villa que tenían en la costa mediterránea francesa. Habían hecho viajes que combinaban los negocios con el placer: Nueva York, Londres, Bonn, Venecia, Boston… Pero una vez, cuando tenía nueve o diez años, viajaron por tierra hasta Shannon, para adentrarse en los hermosos paisajes salvajes del oeste. Recordaba retazos de aquellas vacaciones. La vertiginosa vista desde los acantilados de Mohr, el agua resplandeciente de los lagos, los apacibles pueblos y el verde infinito de las granjas.
Era muy hermoso, pero también inconveniente. Ya estaba lamentando haber seguido su impulso de conducir hasta allí, especialmente porque las instrucciones que le habían dado en el pueblo le obligaban a tomar un camino sin asfaltar. Su Aston Martin se portaba bien, a pesar de que el polvo se había ido convirtiendo en barro a medida que se recrudecía la incesante lluvia. Su estado de ánimo no superó tan bien los baches del camino como su coche.
Lo único que le impedía dar la vuelta era su testarudez. Aquella mujer debía entrar en razón, por Dios. Él se encargaría de eso. Si ella quería esconderse detrás de setos de majuelos y espinos, era su problema, pero su arte tenía que ser de él. Sería suyo.
Siguiendo las instrucciones que le habían dado en la oficina de correos, pasó el hotel llamado Blackthorn Cottage, con sus maravillosos jardines y postigos azules. Más allá se encontró con cabañas de piedra, establos para los animales, un granero y un cobertizo de techo empizarrado junto al cual un hombre trabajaba en un tractor.
El hombre lo saludó con la mano y luego prosiguió su trabajo al tiempo que Rogan tomaba una curva angosta. El granjero era la primera señal de vida con que se encontraba desde que había salido del pueblo, aparte del ganado disperso a lo largo del camino.
Cómo alguien podía vivir en esas tierras olvidadas de Dios estaba más allá de su comprensión. Él prefería con mucho las calles atestadas de gente de Dublín y todas sus modernas comodidades a los extensos campos y esa lluvia infinita que caía todos los días de la semana. Maldito paisaje.
Se había escondido bastante bien, pensó Rogan. A duras penas pudo entrever la puerta del jardín y la impecable cabaña blanca que había más allá, entre los arbustos de aldiernas y fucsias.
Rogan aminoró la velocidad a pesar de que ya avanzaba lentamente. En la entrada había una camioneta azul despintada y oxidada. Aparcó su resplandeciente Aston justo detrás y se apeó.
Franqueó la puerta del jardín y recorrió a pie el sendero que conducía a la casa, que estaba bordeado por grandes flores que se balanceaban bajo la lluvia. Golpeó tres veces en la puerta, que era de color magenta brillante, y luego tres veces más, pero la impaciencia lo hizo ir hasta una ventana a fisgonear dentro.
Un pequeño fuego ardía en la chimenea; cerca se encontraba una silla de anea. En un rincón se veía un sofá hundido cubierto con una tela de flores que combinaba rojos con azules y morados intensos. Habría podido pensar que se había equivocado de casa de no haber sido por las piezas diseminadas por todo el lugar. Había estatuas, botellas, vasijas y tazones sobre todas las superficies posibles.
Rogan limpió el vaho de la ventana y miró con atención el candelabro de varios brazos que descansaba sobre la repisa de la chimenea. Estaba hecho de vidrio tan claro, tan puro, que bien podría haber sido de agua congelada. Los brazos se curvaban naturalmente hacia arriba y la base parecía una catarata. Entonces sintió un vuelco, el pálpito interno que presagiaba una adquisición.
Sí, señor. La había encontrado.
Ahora sólo faltaba que ella abriera la maldita puerta.
Se dio por vencido en la puerta principal y caminó alrededor de la casa, por la hierba mojada, hacia la parte trasera. Allí había más flores creciendo silvestres como maleza. O, se corrigió, creciendo silvestres entre maleza. Obviamente, la señorita Concannon no pasaba mucho tiempo arreglando su jardín.
Había un cobertizo al lado de la puerta en el cual se encontraban apilados bloques de turba. Una bicicleta antiquísima con una rueda pinchada estaba recostada contra ellos junto con un par de botas de goma embarradas hasta los tobillos.
Empezó a llamar a la puerta nuevamente, pero entonces un estruendo lo hizo volverse hacia los establos. El rugido, constante y grave, era casi como el sonido de las olas del mar. Vio el humo saliendo de la chimenea y cómo se dispersaba en el cielo plomizo.
El lugar de donde provenía el sonido tenía varias ventanas y algunas estaban abiertas, a pesar de la humedad y el frío que hacía. Sin duda era su taller, pensó Rogan, y se encaminó hacia él, complacido de haberla encontrado y seguro de que podrían llegar a un acuerdo después de conversar.
Llamó y, a pesar de no haber recibido respuesta, abrió la puerta de par en par. Una oleada de calor lo golpeó en la cara y lo asaltó el olor acre del recinto. Entonces la vio: una mujer menuda sentada en una silla grande de madera con una caña de hierro en la mano.
Rogan pensó en hadas y encantamientos.
—¡Maldita sea! Cierra la puerta, que hay corriente.
Él obedeció automáticamente, un poco enfadado por la furia de la orden.
—Tienes las ventanas abiertas…
—Por la ventilación, idiota. —No dijo nada más, ni lo miró más que de reojo. Se llevó la caña a la boca de nuevo y empezó a soplar.
A pesar de todo, Rogan no pudo dejar de mirar la burbuja de vidrio, totalmente fascinado. «Es un procedimiento tan sencillo —pensó—, sólo aliento y vidrio fundido». Los dedos de la mujer trabajaban sobre la caña, dándole vueltas una y otra vez, desafiando la gravedad, usándola hasta que quedó satisfecha con la forma que tomó el vidrio.
Maggie no pensó nada sobre él mientras trabajaba. Le hizo un cuello a la burbuja y usando unas pinzas realizó una hendidura poco profunda justo al terminar la cabeza de la caña. Debía seguir los pasos, docenas de ellos, que faltaban para terminar la pieza, pero ya podía verla tan claramente como si la tuviera entre sus manos, fría y sólida.
En el horno, empujó la burbuja bajo la superficie del vidrio fundido calentado allí para hacer la segunda acumulación. De vuelta al banco, hizo rodar el vidrio sobre un bloque de madera para que se enfriara y se le formara la «piel». Todo el tiempo sus manos estuvieron moviendo la caña, firme y controladamente, al igual que en las etapas preliminares del trabajo, en las cuales era la boca la que controlaba la tarea.
Repitió el mismo procedimiento una y otra vez, con infinita paciencia y totalmente concentrada en su labor mientras Rogan observaba de pie desde la puerta. Usaba bloques más grandes a medida que la forma crecía. Y pasó el tiempo y ella no dijo ni una palabra. Rogan se quitó el abrigo y esperó.
Hacía calor en el recinto a causa del horno. El sentía como si la ropa le hirviera sobre el cuerpo. Parecía que a ella no le afectaba; totalmente ajena a todo lo externo, trabajaba en su pieza, usaba una herramienta de vez en cuando mientras la otra mano continuaba haciendo girar la caña constantemente.
Era evidente que la silla en la que estaba sentada era de fabricación casera. Tenía un asiento profundo y brazos largos, con ganchos aquí y allá para colgar las herramientas. Cerca había varios baldes con arena, agua o cera caliente.
Tomó una herramienta que a Rogan le pareció un par de tenazas afiladas y la puso en el borde del vaso que estaba creando. Parecía que iba a atravesar el vidrio, pues era muy semejante al agua, pero ella le dio forma sin romperlo, alargándolo y estilizándolo.
Cuando se levantó de nuevo, él empezó a hablar, pero ella emitió un sonido, algo así como un gruñido, que lo hizo levantar una ceja y guardar silencio.
«Está bien», pensó Rogan. Podía ser paciente. Una hora, dos o el tiempo que fuera necesario. Si ella podía soportar ese calor infernal, por Cristo que él también.
Pero ella ni siquiera se percataba de su presencia de lo absorta que estaba. Sumergió la batea, otra acumulación de vidrio fundido, al lado del vaso que estaba creando. Cuando se suavizó la superficie del vidrio caliente, metió una lima puntiaguda cubierta de cera dentro del vidrio.
Suave, muy suavemente.
Las llamas brillaron debajo de su mano a medida que la cera se quemaba. Ahora tenía que trabajar deprisa para evitar que la herramienta se pegara al vidrio. La presión tenía que ser exacta para lograr el efecto que quería. La pared interna hizo contacto con la externa, uniéndose, creando la forma interna, el columpio del ángel.
Vidrio dentro de vidrio, transparente y fluido.
Maggie sonrió muy ligeramente.
Con mucho cuidado, sopló de nuevo la forma antes de aplanar el fondo con una pala. Adhirió el vaso a un puntel caliente y luego sumergió una lima en uno de los baldes con agua, dejando que goteara en la ranura del cuello del vaso. A continuación, con un golpe que sobresaltó a Rogan, pegó la lima contra la caña. Con el vaso adherido al puntel, lo metió con fuerza dentro del horno para calentar el borde y luego dio un golpe seco al puntel con la lima para romper el sello.
Ajustó el tiempo y la temperatura y caminó hacia un pequeño refrigerador. Tuvo que agacharse puesto que era bajo, lo que obligó a Rogan a ladear la cabeza para apreciar bien la vista. La tela de los vaqueros holgados que llevaba puestos estaba empezando a transparentarse en varios sitios interesantes. Maggie se enderezó, se volvió y le lanzó a Rogan una de las dos latas de gaseosa que había sacado de la nevera. Él la atrapó por puro reflejo, pues le pilló por sorpresa.
—Sigues aquí. —Abrió la lata y dio un trago largo—. Debes de estar asándote con ese traje. —Ahora que su trabajo no le ocupaba la mente, pudo examinarlo.
Era alto, delgado y moreno. Bebió de nuevo. Buen corte de pelo, un pelo tan negro como el ala de un cuervo, y ojos tan azules como un lago de Kerry. Era bastante guapo, reflexionó Maggie golpeando la lata con un dedo mientras se miraban el uno al otro. Tenía una boca bonita, generosa y bien delineada. Pero pensó que él no debía de usarla mucho para sonreír. No con esos ojos que, a pesar de ser tan azules y atractivos, tenían una expresión fría, calculadora y segura.
La cara tenía rasgos definidos y buenos huesos. «Buenos huesos, buena raza», solía decir su abuela. Y él, a menos que ella estuviera muy equivocada, tenía sangre azul bajo la piel.
El traje era de sastre, probablemente inglés. La corbata era discreta. De los puños de su camisa salían unos destellos dorados. Y permanecía quieto como un militar, uno de alto rango.
Maggie le sonrió, complacida por poder ser amigable ahora que su trabajo había salido bien.
—¿Te has perdido?
—No. —La sonrisa la transformaba en un duendecillo capaz de hacer magia y todo tipo de encantamientos. La prefería con el ceño fruncido, como cuando estaba trabajando—. He recorrido un largo camino para hablar contigo. Soy Rogan Sweeney.
Entonces la sonrisa de Maggie se desvaneció y se convirtió en un rictus de desprecio. Sweeney, pensó, el hombre que quería apoderarse de su trabajo…
—El dublinés. Definitivamente, eres un hombre obstinado. Espero que hayas tenido un viaje placentero, así no habrás perdido el tiempo.
—Ha sido un viaje espantoso.
—Qué lástima.
—Pero no considero que haya perdido el tiempo. —Y aunque habría preferido una taza de té fuerte, abrió la lata de gaseosa y bebió—. Tienes un taller muy interesante aquí.
Inspeccionó el recinto con la mirada, fijándose en el horno grande y en los más pequeños, los bancos, el amasijo de herramientas de madera y metal, las varas, las cañas y los estantes y armarios en los que Rogan supuso que debía de guardar los productos químicos.
—Me va suficientemente bien, como creo que te dije por teléfono.
—Esa pieza en la que estabas trabajando cuando llegué es preciosa. —Se paró junto a una mesa en la que reposaban desordenadamente libretas, lápices, carboncillos y tizas. Levantó un bosquejo de la escultura de vidrio que se estaba cociendo en el horno. Era delicada, fluida—. ¿Vendes los bocetos?
—Soy vidriera, señor Sweeney, no dibujante.
Rogan le lanzó una mirada y puso sobre la mesa el dibujo.
—Si lo firmaras, podría venderlo por cien libras. —Maggie bufó en señal de escepticismo y lanzó al cubo de la basura la lata vacía—. ¿Y cuánto pides por la pieza que acabas de terminar?
—¿Y por qué esa información habría de ser de tu incumbencia?
—Tal vez esté interesado en comprártela.
Maggie se sentó en el banco y empezó a balancear los pies, tratando de considerar la propuesta. Nadie podía decirle cuánto costaba su trabajo, ni siquiera ella misma. Pero tenía que poner un precio, lo sabía bien. Artista o no, tenía que comer.
Su método para establecer los precios era bastante voluble y flexible. A diferencia de su método para hacer vidrio y mezclar colores, éste no tenía mucho que ver con la ciencia.
Calculaba el tiempo que le había llevado hacer la pieza y tenía en cuenta sus sentimientos hacia ella y su opinión sobre el posible comprador. La opinión que tenía de Rogan Sweeney le iba a costar caro a él.
—Doscientas cincuenta libras —decidió Maggie. Cien iban por cuenta de los gemelos de oro.
—Te extenderé un cheque —replicó él, y diciendo eso sonrió. Maggie notó que agradecía que Rogan no usara con frecuencia esa arma. «Es mortal cómo se le curvan los labios y se le oscurecen los ojos cuando sonríe», pensó. Parecía desprender encanto sin ningún esfuerzo, naturalmente—. Y a pesar de que la voy a sumar a mi colección personal, digamos que por puro sentimentalismo, te aseguro que podría venderla por el doble de esta cantidad en mi galería.
—Me sorprende que sigas teniendo clientes si los exprimes de esa manera, señor Sweeney.
—Te subestimas, señorita Concannon. —Se dirigió hacia ella como si supiera repentinamente que había ganado ventaja. Esperó a que ella levantara la cabeza, para que sus ojos quedaran a la misma altura—. Por eso me necesitas.
—Sé exactamente lo que estoy haciendo.
—Hoy y aquí —repuso, y levantó un brazo para mostrar el taller— he sido afortunado testigo de eso que dices. Pero el mundo de los negocios es algo completamente distinto.
—No estoy interesada en los negocios.
—Precisamente —le dijo Rogan sonriendo, como si ella hubiera respondido a una pregunta particularmente difícil—. A mí, por el contrario, me fascinan.
Maggie estaba en desventaja, sentada en el banco mientras él se cernía sobre ella. Pero no le importaba.
—No quiero que nadie se inmiscuya en mi trabajo, señor Sweeney. Hago lo que yo quiero cuando yo quiero. Y me las arreglo bastante bien.
—Hace lo que quiere cuando quiere. —Tomó una pieza de madera que estaba en el banco, como si quisiera admirar las vetas—. Y lo haces muy bien. Pero qué desperdicio tan grande que alguien con tu talento simplemente se las arregle. Y en cuanto a… inmiscuirme en tu trabajo, no tengo ninguna intención de hacerlo. Aunque verte trabajar ha sido bastante interesante. —Pasó los ojos de la madera a ella con tal rapidez que la hizo dar un brinco—. Muy interesante.
Maggie se levantó. Mejor estar sobre sus propios pies. Le dio un empujón a Rogan para abrirse paso y se dirigió hacia el centro del taller.
—No quiero un agente.
—Ah, pero necesitas uno, Margaret Mary. Y lo necesitas con urgencia.
—Parece que sabes mucho sobre lo que necesito —murmuró, y comenzó a andar—, estafador dublinés de zapatos elegantes.
Él habría sacado dos veces más. La mente de Maggie repasó incesantemente las palabras que Rogan había pronunciado hacía un rato. Dos veces más de lo que ella había pedido. Tenía que velar por su madre y pagar los recibos, y, santo Dios, el precio de los productos químicos era exorbitante.
—Lo que necesito es paz y silencio. Y espacio. —Se volvió hacia él. Su mera presencia la avasallaba—. Espacio. No necesito que alguien como tú venga y me diga que quiere tres jarrones para la semana siguiente o veinte pisapapeles o seis cálices con el pie rosa. No soy una fábrica, Sweeney, soy una artista.
Con mucha calma, Rogan sacó del bolsillo una pluma de oro y una libreta y empezó a escribir.
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy anotando que no aceptas encargos de jarrones, pisapapeles o cálices con el pie rosa.
La boca de Maggie se torció con una mueca antes de que pudiera evitarlo.
—No acepto encargos de nada en general.
Los ojos de él se clavaron en los de ella.
—Creo que eso se sobreentiende. Soy dueño de un par de fábricas, señorita Concannon, y entiendo perfectamente la diferencia que hay entre la producción en serie y el arte. Casualmente vivo de ambos.
—Muy bien por ti —dijo, y agitó los brazos antes de ponerse los puños en la cadera—. Te felicito. ¿Por qué me necesitas entonces?
—No te necesito —respondió él, guardando en el bolsillo la pluma y la libreta—, pero te quiero.
La barbilla le dio un respingo antes de responder:
—Pues yo no te quiero a ti.
—No, pero me necesitas. Y en ese aspecto es en donde nos complementamos. Te voy a convertir en una mujer rica, Margaret Mary. Y más importante aún: en una artista famosa. —Ante esa perspectiva, Rogan vio un destello en los ojos de Maggie. Ah, pensó, la ambición. Y entonces pudo girar la llave en la cerradura con facilidad—. ¿Creas tus obras tan sólo para esconderlas en tus repisas y armarios? ¿Para vender unas pocas piezas aquí y allá y sólo sobrevivir, o quieres que la gente aprecie tu trabajo, que lo admire e incluso lo aplauda? —El sonido de su voz cambió sutilmente, adquirió un tono sarcástico tan ligero que apuñalaba sin hacer sangrar—. O… ¿te da miedo que no sea así?
Los ojos de Maggie se fueron poniendo vidriosos a medida que el puñal se hundía profundamente.
—No tengo miedo. Mi trabajo se defiende por sí solo. Pasé tres años como aprendiz en un taller de vidrieros en Venecia y trabajé duramente. Allí aprendí la técnica, pero no el arte, porque ése lo llevo dentro. —Se golpeó el pecho con una mano—. El arte está en mí, yo soy la que le doy vida al vidrio con mi aliento. Y al que no le guste mi trabajo puede irse al infierno.
—Me parece justo. Te doy la posibilidad de que expongas en mi galería, así veremos cuántos se van de paseo al infierno.
Un reto, maldita sea. No estaba preparada para algo así.
—Para que un montón de esnobs del mundillo artístico puedan criticar mi obra mientras beben champán.
—Tienes miedo.
—¡Largo de aquí! —siseó entre dientes, y caminó hasta la puerta con decisión—. Vete para que pueda pensar. Me abrumas.
—Hablemos por la mañana —contestó Rogan al tiempo que cogía su abrigo—. Tal vez puedas recomendarme algún lugar donde pasar la noche. Que esté cerca.
—Blackthorn Cottage, al final del camino.
—Sí, lo he visto cuando venía hacia aquí —replicó, poniéndose el impermeable—. Tiene un jardín precioso, muy bien cuidado.
—Es limpio y acogedor. Las camas son mullidas y la comida es muy buena. Mi hermana es la dueña. Tiene un alma práctica y casera.
Rogan levantó una ceja debido al tono de la voz de ella, pero no dijo nada.
—Entonces confío en que voy a estar bastante cómodo hasta mañana.
—Lárgate ya de una vez —repuso Maggie abriendo la puerta de par en par hacia la lluvia—. Si quiero hablar contigo, llamaré al hotel por la mañana.
—Ha sido un placer conocerte, Margaret Mary. —A pesar de que ella no le había ofrecido su mano, él la tomó entre las suyas y la miró fijamente a los ojos—. Pero más aún ha sido verte trabajar —añadió, y en un impulso que los sorprendió a ambos, levantó la mano de Maggie, se la llevó a los labios y le dio un ligero beso, que demoró lo suficiente para saborear su piel—. Vendré de nuevo mañana.
—Espera a ser invitado —le contestó, y dio un portazo detrás de él.