Capítulo 2

Se habló del velatorio de Thomas Concannon durante años. Hubo buena comida y buena música, como había planeado que sería la fiesta de celebración de su hija. La casa en la que había vivido sus últimos años estaba llena de gente.

Tom no había sido un hombre rico, dirían algunos, pero lo había sido en amigos. Todos acudieron, los que vivían en el pueblo y los que no. Llegaron desde las granjas vecinas, desde las tiendas y los alrededores. Llevaron comida, como suelen hacer los vecinos en esas ocasiones, y la cocina se fue llenando de panes, carne y tartas. Todos bebieron y cantaron a su salud.

El fuego ardía para evitar que el vendaval que hacía traquetear las ventanas se sintiera en la habitación, igual que el frío del duelo. Sin embargo, Maggie dudaba que pudiera entrar en calor alguna vez. Estaba sentada cerca del fuego mientras toda la gente llenaba la casa. En las llamas vio el acantilado y las aguas embravecidas del mar, y también se vio a sí misma abrazando a su padre moribundo.

—Maggie…

Se sobresaltó ante el sonido de la voz. Al volverse vio a Murphy en cuclillas frente a ella, ofreciéndole una taza humeante.

—¿Qué es?

—Whisky con un poco de té. —La miró con afecto y tristeza—. Tómatelo ya, para que te caliente. ¿No quieres comer algo? Te sentará bien.

—No puedo —contestó, pero le hizo caso y se bebió el contenido de la taza. Habría podido jurar que sintió cada gota bajándole por la garganta—. No debí llevarlo al acantilado, Murphy. Debí darme cuenta de que estaba enfermo.

—Eso es una tontería y lo sabes. Tom estaba perfectamente cuando salió del pub. Incluso estuvo bailando, ¿o no?

Maggie pensó que ojalá algún día pudiera encontrar consuelo en el hecho de haber bailado con su padre el día en que murió.

—Pero si no hubiéramos estado tan lejos, tan solos…

—El médico te lo dijo claramente, Maggie. No habría supuesto ninguna diferencia. El aneurisma lo mató, y fue misericordiosamente rápido.

—Y vaya si fue rápido.

Le tembló la mano, así que bebió de nuevo. Lo que siguió sí había sucedido muy lentamente. Fue espantoso tener que arrastrar el cuerpo de su padre lejos del mar, resollando, y luego tener que conducir con las manos sobre el volante helado.

—Nunca he visto a un hombre más orgulloso de su hija que él. —Murphy titubeó y bajó la mirada—. Tom era como un segundo padre para mí, Maggie.

—Lo sé. —Maggie extendió la mano y le quitó un mechón de pelo de la frente—. Y él también lo sabía.

Y ahora que perdía a un padre por segunda vez, pensó Murphy, de nuevo sentía el peso del dolor y la responsabilidad.

—Quiero estar totalmente seguro de que sabes que si necesitas algo, lo que sea, tú o tu familia, lo único que tienes que hacer es decírmelo.

—Me reconforta oírlo. Gracias por ser tan sincero.

Murphy levantó la mirada y sus ojos azul celta intenso se clavaron en los de ella.

—Sé que vender parte de sus tierras fue muy difícil. Y también lo fue que se las comprara yo.

—No. —Maggie puso a un lado la taza y tomó las manos de Murphy entre las suyas—. A mi padre no le importaban las tierras.

—Tu madre…

—Ella hubiera culpado a un santo por comprarlas —contestó Maggie enérgicamente—, aunque el dinero resultante puso comida en su mesa. Que las compraras tú lo hizo todo más fácil. Ni Brie ni yo te guardamos rencor por ello, Murphy. —Y se obligó a sonreírle, pues ambos lo necesitaban—. Tú has logrado lo que él no pudo, lo que él sencillamente no quería: has hecho que la tierra dé frutos. Así que no se hable más del tema.

Maggie echó un vistazo por toda la sala, como si acabara de entrar en una habitación llena de gente. Alguien estaba tocando la flauta y la hija de O’Malley, embarazada de su primer hijo, cantaba una suave y tierna canción. De repente escuchó un estallido de carcajadas al otro lado de la habitación, fresco y libre. Un bebé lloraba. Aquí y allá había hombres que hablaban de Tom y del tiempo, de la yegua enferma de Jack Marley y de la gotera del techo de la cabaña de los Donovan. Las mujeres también hablaban de Tom y del tiempo, de sus hijos y de matrimonios y entierros.

Vio a una anciana, una prima lejana, con zapatos rotos y medias remendadas, que tejía mientras contaba una historia a un grupo de jóvenes de ojos desorbitados.

—¿Sabes? A mi padre le encantaba tener gente a su alrededor. —El dolor estaba allí, palpitando en su voz como una herida—. Habría llenado la casa de personas todos los días si hubiera podido. Siempre le sorprendió que yo prefiriera estar sola. —Suspiró y trató de hacer que su voz resultara normal—. ¿Alguna vez le oíste hablar de una mujer llamada Amanda?

—¿Amanda? —Murphy frunció el ceño mientras pensaba—. No. ¿Por qué me lo preguntas?

—Por nada. Seguramente lo entendí mal. —Decidió no darle importancia. Estaba segura de que la última palabra de su padre no podía ser el nombre de una mujer extraña—. Debería ir a ayudar a Brie en la cocina. Gracias por el té, Murphy, y por lo demás —dijo, le dio un beso en la mejilla y se levantó.

Por supuesto, llegar al otro lado de la habitación no fue fácil. Tuvo que detenerse una y otra vez para dejar que le dieran el pésame o escuchar alguna anécdota de su padre, o, como en el caso de Tim O’Malley, para consolarlo ella misma.

—Dios, cómo lo echo de menos —le dijo Tim al tiempo que se enjugaba los ojos—. Nunca he tenido un amigo al que apreciara tanto y nunca tendré otro como él. Siempre me tomaba el pelo diciendo que iba a abrir un pub, ya sabes, para hacerme un poco la competencia.

—Lo sé. —Maggie también sabía que no era una broma, sino otro sueño.

—Quería ser poeta —dijo alguien más mientras Maggie abrazaba a Tim y le daba palmaditas en la espalda—. Decía que el único problema era que le faltaban las palabras para serlo.

—Tenía alma de poeta —contestó Tim entre sollozos—, el corazón y el alma de un poeta, eso es seguro. Ningún hombre más noble que Tom Concannon ha pisado la faz de la Tierra.

Maggie finalmente habló un momento con el sacerdote para concretar los detalles del funeral, que se celebraría la mañana siguiente, y por fin pudo entrar en la cocina, que estaba tan llena de gente como el resto de la casa; allí varias mujeres trabajaban afanosamente, sirviendo comida o preparándola.

Los sonidos y los olores de la cocina estaban llenos de vida: la tetera silbaba, la sopa hervía y el jamón se asaba. Varios niños andaban estorbando por ahí, así que las mujeres, con esa gracia maternal con la cual parecen nacer, los esquivaban o los quitaban de su camino, según fuera la necesidad.

El cachorro que Tom le había regalado a Brianna en su último cumpleaños roncaba apaciblemente debajo de la mesa de la cocina, mientras su ama trabajaba competentemente en el horno con expresión reposada. Maggie notó las sutiles señales de dolor en sus ojos inexpresivos y en su boca suave y seria.

—Ven a comer —le dijo a Maggie una de las vecinas en cuanto la vio; inmediatamente empezó a servirle—. Tienes que comer sí o sí.

—Sólo he venido a ayudar.

—Ayudarás comiéndote todo lo que te voy a poner. Hay suficiente para alimentar a un ejército. ¿Sabes que una vez tu padre me vendió un gallo? Me dijo que era el mejor del condado y que mantendría felices a las gallinas durante muchos años. Tom tenía una manera de ser, de decir las cosas, que hacía que uno le creyera aunque supiera que decía tonterías. —Hablaba mientras servía una gran cantidad de comida en el plato, al tiempo que se tomó la molestia de quitar a un niño de su camino, pero sin perder el ritmo—. Sin embargo, resultó ser un malvado y terrible gallo que no cantó ni una nota en su miserable vida.

Maggie sonrió y dijo lo que se esperaba de ella, a pesar de que conocía bien la historia:

—¿Y qué hizo con el gallo que mi padre le vendió, señora Mayo?

—Le retorcí el pescuezo y preparé un guiso con él. Le di un gran plato a tu padre. Me dijo que era el mejor guiso que había probado en su vida. —Se rió y le pasó el plato a Maggie.

—¿Y lo era?

—La carne era fibrosa y dura como el cuero viejo, pero Tom se comió hasta la última migaja. Dios lo bendiga.

Maggie decidió comer, porque no había nada más que pudiera hacer salvo vivir y seguir adelante. Escuchó las historias que contaron de su padre y contó algunas otras. Cuando empezó a anochecer y la cocina se fue desocupando, se sentó y puso al cachorro sobre su regazo.

—Era una persona muy querida —dijo Maggie.

—Lo era —contestó Brianna, que seguía junto al horno, con un paño en la mano y una expresión de aturdimiento en los ojos.

No quedaba nadie más a quien darle de comer ni a quien atender, nada que mantuviera su mente y sus manos ocupadas, así que el dolor empezó a cercar su corazón como un enjambre de abejas. Para mantenerlo alejado un poco más, empezó a recoger los platos.

Era delgada y esbelta y tenía una tranquila manera de moverse. Si su familia hubiera tenido dinero y los medios para pagar su formación, probablemente habría sido bailarina. Tenía el cabello, de color dorado y grueso, recogido en una coleta sobre la nuca. Llevaba un sencillo vestido negro que estaba cubierto por un delantal blanco.

En contraste, Maggie tenía el pelo suelto, y le caía desordenadamente a ambos lados de la cara. Llevaba puesta una falda que había olvidado planchar y un suéter que necesitaba un par de remiendos.

—El tiempo no va a mejorar mañana. —Brianna había olvidado los platos que tenía en las manos y se había detenido ante la ventana a observar cómo bramaba el viento esa noche helada.

—No, no va a mejorar. Pero de todas formas la gente vendrá, igual que hoy.

—Después del entierro deberíamos invitar a la gente a que viniera a comer. Hay tanta comida que no sé qué vamos a hacer con ella… —La voz de Brianna se fue apagando.

—¿No ha salido de su habitación?

Brianna se quedó quieta un instante y después empezó a apilar los platos, y respondió:

—No se encuentra bien.

—Dios santo, no. Su marido ha muerto y todo aquel que lo conocía ha venido hoy. ¿Ni siquiera puede hacer algún aspaviento y fingir que le importa?

—Claro que le importa —contestó Brianna con voz tensa. No creía que pudiera soportar una discusión en ese momento, no cuando sentía que el corazón se le hinchaba como si fuera un tumor—. Vivió con él más de veinte años.

—Y no hizo mucho más con él. ¿Por qué la defiendes incluso ahora?

Brianna apretó con tanta fuerza el plato que tenía en la mano que le sorprendió que no se partiera en dos. Su voz sonó totalmente calmada y razonable cuando contestó a su hermana:

—No estoy defendiendo a nadie, sólo digo lo que es verdad. ¿No podemos vivir en paz? ¿No podemos tener paz en esta casa al menos hasta que lo enterremos?

—Nunca ha habido paz en esta casa —dijo entonces Maeve desde la puerta. No había rastro de lágrimas en su rostro, que era duro, frío y rencoroso—. Él se encargó de ello, de la misma manera que se está encargando de ello ahora. Incluso muerto me hace sufrir.

—No hables de él. —La furia que Maggie había acumulado todo el día se abrió paso como una pesada roca a través de un cristal. Se levantó enérgicamente de la silla, haciendo que el perro saliera corriendo a buscar dónde esconderse—. ¡No te atrevas a hablar mal de él!

—Diré lo que me venga en gana. —Las manos de Maeve se aferraron a su chal de lana, que ella hubiera preferido de seda, y se lo llevó hasta la garganta—. Mientras vivió no me dio nada más que dolor, y ahora que ha muerto me ha dado aún más.

—No veo lágrimas en tus ojos, madre.

—Y no las verás. Ni nací ni me voy a morir siendo hipócrita, pero mis palabras son la verdad. Thomas Concannon se irá al infierno por lo que me ha hecho hoy. —Sus ojos, amargos y azules, se posaron en Brianna—. Y hasta que Dios no lo perdone, no lo haré yo.

—¿Es que ahora sabes lo que piensa Dios? —le espetó Maggie—. ¿Acaso todos tus rezos y rosarios te han dado línea directa con el Señor?

—¡No blasfemes! ¡No toleraré blasfemias en esta casa! —explotó Maeve, con las mejillas encendidas por la ira.

—Yo también diré lo que me venga en gana —contestó Maggie imitando a su madre con una ligera sonrisa—. Como, por ejemplo, que Tom Concannon no necesita de tu apestoso perdón.

—¡Ya basta! —A pesar de que estaba temblando por dentro, Brianna puso firmemente una mano sobre el hombro de Maggie. Respiró profunda y lentamente para asegurarse de que su voz sonara tranquila—. Ya te lo he dicho, mamá, te daré la casa. No tienes nada de qué preocuparte.

—¿De qué va todo esto? —preguntó Maggie a su hermana—. ¿Qué pasa con la casa?

—¿No oíste lo que decía el testamento? —inquirió Brianna, pero Maggie negó con la cabeza.

—No presté atención, pensé que sólo era palabrería de abogados.

—Se la ha dejado a ella. —Todavía temblando, Maeve levantó el dedo índice y apuntó hacia Brianna, como si la acusara—. Le ha dejado la casa a ella. Todos estos años de sufrimiento y sacrificio, y él me quita hasta eso.

—Se calmará en cuanto tenga la certeza de que va a tener un techo bajo el que cobijarse y que no debe hacer nada para que sea así —dijo Maggie en cuanto su madre salió de la cocina.

Era cierto. Y Brianna pensó que podría mantener la paz. Llevaba toda la vida practicando.

—Voy a quedarme con la casa y ella seguirá aquí. Puedo hacerme cargo de ambas.

—Santa Brianna —murmuró Maggie sin malicia—. Entre las dos nos encargaremos de todo. —Decidió que el horno nuevo tendría que esperar. Y mientras McGuinness siguiera comprando sus piezas, habría suficiente dinero para mantener las dos casas.

—He estado pensando… Papá y yo lo hablamos hace poco… He estado pensando… —Brianna titubeó.

—Dilo ya de una vez, anda. —Maggie apartó sus propios pensamientos y prestó atención a su hermana.

—Ya sé que necesita algunos arreglos, y ya me queda poco dinero del que me dejó la abuela… Y también está la hipoteca…

—Yo voy a pagar la hipoteca.

—No, no estaría bien.

—Claro que estará bien. —Maggie se paró a coger la tetera—. Papá hipotecó la casa para mandarme a Venecia, ¿no es cierto? Y además tuvo que capear el temporal que desató mamá por hacerlo. Estuve estudiando tres años gracias a él. Y ahora necesito devolver el dinero.

—La casa es mía. —La voz de Brianna era firme—. Así que también lo es la hipoteca.

Su hermana la miraba con indulgencia, pero Maggie sabía que Brianna podía ser tan terca como una mula cuando quería.

—Podemos discutir hasta morirnos, así que mejor que paguemos la hipoteca entre las dos, ¿vale? Si no me dejas hacerlo por ti, Brie, al menos déjame hacerlo por él. Lo necesito.

—Ya encontraremos una manera —replicó Brianna tomando la taza de té que Maggie le había servido.

—Cuéntame qué has pensado.

—De acuerdo. —Se sentía un poco tonta, pero esperaba que sonara bien—. Quiero convertir la casa en un hotel.

—¡Un hotel! —Maggie se sorprendió tanto que apenas acertó a decir algo—. ¿Quieres tener huéspedes en casa husmeando por ahí? No tendrías ningún tipo de privacidad, Brianna, y te tocaría trabajar desde el amanecer hasta el anochecer.

—Me gusta tener gente alrededor —contestó Brianna tranquilamente—. No todo el mundo quiere ser un eremita como tú. Y creo que se me da bien hacer que la gente se sienta cómoda. Lo llevo en la sangre. —Sacó un poco la barbilla—. El abuelo tenía un hotel y la abuela lo llevó cuando él murió. Yo también podría hacerlo.

—No he dicho que no puedas, es sólo que no puedo entender por qué quieres hacerlo. Imagínate: extraños entrando y saliendo todo el día —repuso Maggie, estremeciéndose al pensarlo.

—Sólo espero que vengan. Las habitaciones del segundo piso necesitan renovarse, por supuesto. —Se le nubló la mirada mientras pensaba en los detalles—. Habría que pintarlas y empapelarlas de nuevo, poner un par de alfombras y arreglar la fontanería, desde luego. Necesitamos otro baño, y creo que se podría poner en el armario que está arriba al final del pasillo. También tendría que sacar un apartamento pequeño de aquí a la cocina, para mamá, para que nadie la moleste. Y agrandar un poco el jardín, y poner un rótulo discreto. No quiero nada a gran escala, sólo un sitio pequeño, de buen gusto y acogedor.

—Quieres hacer todo eso en serio, ¿no? —murmuró Maggie, fijándose en el brillo de los ojos de su hermana—. De verdad lo quieres.

—Sí, es en serio. De verdad que quiero hacerlo.

—Entonces hazlo. —Maggie la tomó de las manos—. Sencillamente hazlo, Brie. Renueva las habitaciones y arregla la fontanería; pon un rótulo bonito. Papá querría que lo hicieras.

—Creo que sí. Se rió cuando le conté mi idea, se carcajeó de esa forma tan alegre que tenía.

—Sí, tenía una preciosa manera de reírse.

—Me besó y me dijo que ya que el abuelo tenía un hotel, yo debía seguir con la tradición. Si empiezo con poco, podría abrir este verano. Por lo general los turistas vienen a los condados del oeste en esa época, y siempre buscan un lugar bonito y cómodo donde pasar la noche. Podría… —Brianna cerró los ojos—. Oh, ¿cómo podemos tener esta conversación?, mañana enterramos a nuestro padre…

—Eso sería lo que él habría querido escuchar —dijo Maggie, capaz ya de sonreír de nuevo—: Un gran proyecto como ése. ¡Papá te hubiera animado!

—Nosotros, los Concannon —replicó Brianna sacudiendo la cabeza—, somos fantásticos a la hora de imaginar proyectos.

—Brianna, ese día, en el acantilado, habló de ti. Te llamó su rosa, y quería que florecieras.

Y ella había sido su estrella, pensó Maggie. E iba a hacer todo lo que estuviera a su alcance para brillar.