Capítulo 1

Estaría en el pub, por supuesto. ¿Dónde más se guarecería un hombre inteligente en una tarde gélida y ventosa? En casa, al calor de su propia chimenea, seguro que no.

No. Tom Concannon era un hombre inteligente, pensó Maggie, y no estaría en casa.

Su padre estaría en el pub, entre amigos y pasándoselo bien. Era un hombre al que le encantaba reírse, llorar y planear sueños irrealizables. Algunos lo tachaban de tonto, pero Maggie no. Ella nunca.

A medida que tomaba la última curva del camino que conducía al pueblo de Kilmihil en su baqueteada camioneta, Maggie observó que no había ni un alma en la calle. Nada sorprendente, pues ya había pasado la hora de la comida y no era un día como para darse un paseo, con el invierno entrando desde el Atlántico como un can de un Hades congelado. La costa oeste de Irlanda tiritaba bajo su influjo y soñaba con la primavera.

Vio el destartalado Fiat de su padre, entre otros coches que reconoció, frente al pub de Tim O’Malley, que estaba bastante concurrido. Aparcó tan cerca como pudo de la entrada, que se encontraba entre varias tiendas Mientras caminaba calle abajo el viento la golpeó por la espalda, haciéndola arrebujarse en su chaqueta y calarse bien la gorra de lana negra. Una ráfaga de color apareció en sus mejillas, como un rubor. Bajo el frío se percibía un aroma a humedad, como una amenaza. «Helará antes del anochecer», pensó la hija del granjero.

No podía recordar un enero más amargo o uno que hubiera azotado tanto el condado de Clare con su infernal soplo helado. El pequeño jardín situado delante del pub, que atravesó a toda prisa, había sufrido sus estragos. Lo que quedaba de él lo había arrancado el viento y yacía congelado sobre un barrizal.

Le dio pena, pero las noticias que llevaba eran tan estupendas que se preguntó por qué las flores no estallaban anunciando la primavera.

Dentro del pub hacía bastante calor. Sintió la calidez en cuanto abrió la puerta. Notó el olor de los tizones que se quemaban en la chimenea y crujían alegremente, y el del guiso que la esposa de O’Malley, Deirdre, había servido en la comida. También se percibía el olor a tabaco y cerveza y ese suave aroma que dejan en el ambiente las patatas fritas.

Primero vio a Murphy, que estaba sentado en una de las mesitas, con las piernas, enfundadas en botas, extendidas, y entonaba una melodía en un acordeón irlandés que acompañaba perfectamente la dulzura de su voz. Los otros clientes del pub escuchaban al tiempo que soñaban un poco sobre sus cervezas. La canción era triste, como las mejores de Irlanda, melancólica y hermosa como las lágrimas de un amante. Era una canción que llevaba su nombre y hablaba sobre envejecer.

Murphy la vio y le sonrió ligeramente. Un mechón de pelo negro le cayó desordenadamente sobre la ceja, lo que hizo que moviera la cabeza para apartárselo del ojo. Tim O’Malley estaba de pie detrás de la barra. Era un hombre parecido a un tonel cuyo delantal a duras penas lo abarcaba. Tenía la cara ancha y llena de pliegues, que hacían que los ojos desaparecieran cuando se reía.

Estaba secando vasos. Cuando vio a Maggie, continuó con su tarea. Sabía que ella procedería educadamente y esperaría a que la canción terminara antes de pedir algo.

Maggie vio a David Ryan, que estaba pegado a un cigarrillo norteamericano, de los que su hermano le enviaba cada mes desde Boston, y a la pulcra señora Logan, que tejía con lana rosa mientras llevaba el ritmo de la canción con un pie. También se encontraba allí el viejo Johnny Conroy, con una sonrisa desdentada en el rostro y agarrado de la mano de la mujer con la que se había casado hacía cincuenta años. Estaban sentados muy juntos, como una pareja de recién casados, absortos en la canción de Murphy.

La televisión que había sobre la barra estaba sin volumen, pero la imagen era brillante y ofrecía una telenovela británica. Gente vestida con elegancia y con el cabello reluciente discutía alrededor de una mesa enorme iluminada con elegantes candelabros de plata y cristal. La fastuosa historia que contaba parecía estar situada a más de un país de distancia del pequeño pub donde se encontraba la tele, con su resquebrajada barra y sus paredes ahumadas.

El desprecio que sintió Maggie por esos atildados personajes en su lujosa habitación fue inmediato y automático, como un espasmo muscular. También lo fue el sentimiento de envidia.

Si alguna vez llegaba a tener tanto dinero, pensó, aunque, por supuesto, la traía sin cuidado, con certeza sabría qué hacer con él.

Entonces él la vio. Estaba solo, sentado en una esquina. No estaba apartado del todo, sólo tanto como lo estaba la silla en la que descansaba. Tenía un brazo colgando sobre el respaldo, mientras con la mano del otro sostenía una taza, que ella sabía que contenía té cargado mezclado con un chorro de licor.

Era un hombre impredecible, lleno de arranques, paradas y curvas rápidas, pero ella lo conocía. De todos los hombres que había conocido, a ninguno había amado tanto como a Tom Concannon.

Ella no dijo nada; simplemente se dirigió hacia él, se sentó a su lado y puso la cabeza sobre su hombro.

Su amor por él creció en ella como un fuego que calentaba hasta los huesos pero sin quemar. El hombre sacó el brazo de detrás de la silla, la abrazó, atrayéndola hacia sí, y le dio un ligero beso en la sien.

Cuando terminó la canción, ella tomó la mano de él entre las suyas y la besó.

—Sabía que te encontraría aquí —le dijo.

—¿Cómo sabías que estaba pensando en ti, Maggie, mi amor?

—Debe de ser porque yo estaba pensando en ti —respondió mientras levantaba la cabeza para sonreírle.

Era un hombre pequeño pero de complexión fuerte. Como un toro enano, como solía referirse a sí mismo con una de sus carcajadas. Cuando se reía y las arrugas de sus ojos se acentuaban, Maggie lo encontraba aún más guapo. Su pelo había sido rojo y abundante en el pasado, pero con los años se había vuelto fino y los mechones grises aparecían entre el fuego como humo. Sin embargo, para Maggie era el hombre más atractivo del mundo.

Era su padre.

—Papá —dijo—, tengo noticias.

—Ya lo sé, lo veo en tu cara.

Con un guiño, Tom le quitó la gorra para que su cabello intensamente rojo le cayera sobre los hombros. Siempre le había gustado observarlo centellear. Todavía recordaba cuando la levantó en brazos por primera vez, colmada con el ímpetu de la vida, sacudiendo sus pequeños puños frenéticamente. Y su cabello resplandeciendo como una moneda nueva.

No se sintió decepcionado por no haber tenido un hijo. Recibir el don de una hija lo llenó de humildad.

—Tim, tráele un trago a mi niña.

—Tomaré un té, Tim. Hace un frío endiablado. —Y ahora que estaba allí quería tener el placer de postergar las noticias, saborear la dilación—. ¿Por eso estás aquí cantando y bebiendo, Murphy? ¿Quién está calentando a tus vacas?

—Ellas mismas —contestó—. Y si el tiempo sigue así, en primavera tendré más terneros de los que pueda cuidar, pues el ganado hace lo mismo que el resto del mundo en una larga noche de invierno.

—Sí, claro, sentarse con un buen libro junto a la chimenea, ¿no es cierto? —dijo Maggie, y todos en el local se rieron. No era un secreto, aunque lo abochornaba un poco, el bien conocido amor de Murphy por la lectura.

—He tratado de inculcarles el amor por la literatura, pero esas vacas prefieren ver la televisión —dijo tamborileando con los dedos sobre su vaso vacío—, y por eso he venido aquí, para buscar un poco de silencio. ¿Qué pasa con tu horno, que ruge como el trueno día y noche? ¿Por qué no estás en casa jugando con el vidrio?

—Papá —le dijo Maggie a su padre cuando Murphy se levantó para dirigirse a la barra, tomando nuevamente su mano entre las suyas—, necesitaba contártelo a ti primero. ¿Sabías que esta mañana he llevado unas piezas a la tienda McGuinness, en Ennis? ¿Lo sabías?

Él sacó su pipa y le dio un golpecito.

—Debiste decirme que ibas a ir; te habría acompañado.

—Quería ir sola.

—Mi pequeña ermitaña —dijo, y le apretó ligeramente la nariz.

—Papá, las han comprado. —Sus ojos, tan verdes como los de su padre, brillaron—. Me han comprado cuatro piezas y me han pagado ahí mismo.

—¡No me digas, Maggie, no puede ser! —Se levantó y la arrastró con él mientras gritaba—: ¡Damas y caballeros, escuchen esto: mi Margaret Mary ha vendido su vidrio en Ennis!

Todos aplaudieron espontáneamente y llovieron preguntas sobre Maggie.

—En McGuinness —dijo, tratando de contestarles a todos—, cuatro piezas, pero quieren más. Dos jarrones, un tazón y un… Supongo que puede decirse que es un pisapapeles. —No pudo sino reírse cuando Tim les ofreció a ella y a su padre un whisky—. ¡Está bien! —Levantó su vaso y brindó—: Por Tom Concannon, que creyó en mí.

—No, no, Maggie. —Su padre negó con la cabeza y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Por ti, todo por ti. —Chocaron los vasos y bebió el licor de un solo trago—. ¡Haz que suene ese acordeón, Murphy, que quiero bailar con mi hija!

Murphy lo complació y empezó a tocar. Tom sacó a bailar a su hija mientras todos lo animaban y aplaudían. Deirdre salió de la cocina limpiándose las manos en el delantal; tenía la cara encendida de cocinar, y sacó a bailar a su esposo. Al compás del baile y la música folclórica, Maggie pasó de pareja en pareja hasta que le dolieron las piernas.

Y a medida que otras personas fueron llegando al pub, ya fuera atraídas por la música o por la posibilidad de tener compañía, las noticias fueron corriendo. Maggie sabía que al anochecer todo el mundo a veinte kilómetros a la redonda las habría oído.

Era el tipo de fama que esperaba. Su secreto era que deseaba más.

—Ya basta —dijo entonces mientras se hundía en la silla y bebía su té frío—. Tengo el corazón a punto de explotar.

—Igual que yo, de orgullo por ti. —La sonrisa de Tom seguía siendo amplia, pero sus ojos se empañaron un poco—. Debemos contárselo a tu madre y a tu hermana.

—Se lo contaré a Brianna esta noche —replicó, pero el ánimo de Maggie se ensombreció con la mención de su madre.

—Está bien. —Tom cogió la mano de su hija y la acarició suavemente con su mejilla—. Hoy es tu día, Maggie Mae, y nada te lo va a estropear.

—No, es nuestro día. No habría soplado mi primera burbuja de vidrio de no haber sido por ti.

—Entonces durante un momento lo compartiremos sólo los dos. —Se sintió sofocado, con un poco de mareo y calor. Durante un instante oyó un golpecito dentro de su cabeza. Necesitaba aire, pensó—. Tengo ganas de dar un paseo. Quiero oler el mar, Maggie. ¿Me acompañas?

—Por supuesto que sí —dijo ella al tiempo que se levantaba—, pero está helando y el viento es espantoso. ¿Estás seguro de que quieres ir al acantilado?

—Lo necesito. —Se puso el abrigo y se enrolló una bufanda alrededor del cuello. Sentía que los colores oscuros y ahumados del pub le daban vueltas en los ojos. Pensó que estaba un poco pasado de copas, pero ése era el día para estarlo. Antes de salir les dijo a los presentes—: Mañana por la noche daremos una fiesta. Con buena comida, bebida y música, para celebrar el éxito de mi hija. Espero a todos mis amigos en casa.

Maggie aguardó a estar fuera para decirle a su padre:

—¿Una fiesta? Papá, sabes que ella no querrá hacer una fiesta.

—Todavía sigo siendo el que manda en mi propia casa. —Su barbilla, tan parecida a la de su hija, se estremeció un poco—. Habrá fiesta, y yo lidiaré con tu madre. ¿Conduces tú?

—Está bien.

No había lugar a discusiones una vez que Tom Concannon había tomado una decisión; Maggie lo sabía y se sentía agradecida por ello. De no haber sido así, ella no habría podido ir a Venecia y trabajar como aprendiz en un taller de vidrieros. Tampoco habría podido construir su estudio gracias a lo que había aprendido, ni hacer realidad lo que soñaba. Sabía que su madre le había hecho pagar caro a Tom el dinero que había costado, pero él se había mantenido firme.

—Cuéntame en qué estás trabajando ahora.

—Es una especie de botella que quiero que sea muy alta y delgada. Que vaya ampliándose de abajo hacia arriba para que la boca se abra como un lirio. Y el color debe ser muy delicado, como un albaricoque por dentro.

Maggie podía verla tan claramente como veía la mano con la que la describía.

—Son muy bellas las imágenes que tienes en la cabeza —comentó su padre.

—Es fácil verlas así —dijo con una sonrisa—, lo difícil es hacerlas realidad.

—Tú las harás realidad. —Le dio un golpecito en la mano y guardó silencio.

Maggie tomó el tortuoso y angosto camino que conducía hacia el mar. Lejos, hacia el oeste, las nubes que flotaban en el cielo se veían fustigadas por el viento y oscurecidas por la tormenta. Los retazos claros eran absorbidos por la oscuridad, pero luchaban por brillar nuevamente entre el peltre.

De repente se imaginó una vasija, ancha y profunda, en la que se arremolinaban los colores, y empezó a fantasear con ella.

El camino dio un giro y luego siguió recto. A un lado y otro de la carretera se alineaban árboles quemados por el invierno que eran más altos que un hombre. En un margen del camino se encontraba un altar dedicado a la Virgen que señalaba la entrada a un pueblo. La Virgen tenía una expresión serena y los brazos abiertos en señal de bienvenida; a sus pies había unas ridículas flores de plástico.

Un suspiro de su padre hizo que Maggie se volviera a mirarlo. Lo vio un poco pálido y ojeroso.

—Pareces cansado, papá. ¿Estás seguro de que no quieres que te lleve a casa?

—No, no. —Sacó su pipa y la golpeó contra la palma de la mano con aire ausente—. Quiero ver el mar. Se está formando una tormenta, así que veremos un gran espectáculo desde los acantilados de Loop Head, Maggie Mae.

—Seguro que sí.

Al dejar atrás el pueblo el camino se hizo angustiosamente estrecho, tanto que pasaron con la camioneta como si estuvieran enhebrando algodón en una aguja. Un hombre muy abrigado para protegerse del frío caminaba con dificultad hacia ellos con un perro que lo seguía estoicamente. Ambos se pararon a la vera del camino para dejar pasar la camioneta, que a punto estuvo de pisarle los pies. El hombre saludó a Maggie y a Tom a su paso con una inclinación de cabeza.

—¿Sabes, papá? He estado pensando que si pudiera vender unas pocas piezas más, podría tener otro horno. Quiero trabajar con más colores. Si pudiera construir otro horno, podría hacer más mezclas. Los ladrillos refractarios no son caros. Pero necesito más de doscientos.

—Yo puedo ayudarte con algo.

—No, otra vez no. —Maggie habló con firmeza—. Te agradezco que quieras ayudarme, pero voy a hacer esto por mi cuenta.

Tom se sintió ofendido y frunció el ceño.

—¿Para qué sirve un padre si no es para dar a sus hijos lo que necesitan? Tú no quieres ropa elegante ni cosas bonitas, sino ladrillos refractarios; entonces, ladrillos tendrás.

—Sí que los voy a tener, pero me los voy a comprar yo misma —contestó—. Necesito hacer esto sola. No es dinero lo que quiero, sino fe.

—Ya me pagaste de sobra lo que me debías. —Abrió un poco la ventanilla para que el viento entrara mientras encendía la pipa—. Soy un hombre rico, Maggie. Tengo dos hijas maravillosas, una joya cada una. Y aunque un hombre no podría pedir más que eso, tengo una buena casa y amigos con quienes contar.

Maggie notó que su padre no había mencionado a su madre entre sus tesoros, y añadió:

—Y siempre el tesoro al final del arco iris.

—Siempre —contestó él, y se sumió en el silencio de nuevo.

Pasaron viejas cabañas de piedra sin techo, abandonadas al borde de extensos campos de color gris verdoso de una belleza increíble bajo la luz nebulosa. Vieron una iglesia que resistía la fuerza feroz del viento y sólo estaba protegida por dos árboles retorcidos y sin hojas.

Habría podido ser una imagen profundamente triste, pero Tom la encontró hermosa. No compartía el amor de Maggie por la soledad, pero cuando contemplaba algo como aquello, con el cielo y la tierra baldía encontrándose a lo lejos, prácticamente sin la presencia de ningún hombre, entonces la entendía.

A pesar de que tenía la ventanilla apenas abierta pudo oler el mar. Alguna vez había soñado con cruzarlo.

Hacía mucho tiempo había soñado muchas cosas.

Siempre había buscado el tesoro al final del arco iris. Y sabía que era culpa suya no haberlo encontrado. Era granjero de nacimiento, pero no por convicción. Lo había perdido todo salvo unas pocas hectáreas, suficientes sólo para las verduras y las flores que su hija Brianna cultivaba con tanta pericia. Suficientes sólo para recordarle que había fracasado.

Demasiados proyectos, pensó Tom al tiempo que otro suspiro le colmó el pecho. Su esposa, Maeve, tenía razón. Siempre había estado lleno de proyectos, pero nunca tuvo la sensatez o la suerte para llevarlos a la práctica.

Pasaron otra granja y un edificio en cuyo letrero se leía que era el último pub hasta Nueva York. Como siempre, el ánimo de Tom mejoró un poco ante la perspectiva.

—¿Qué tal si nos vamos a Nueva York a tomarnos una cerveza? —preguntó a Maggie, como de costumbre.

—Yo invito a la primera ronda.

Tom se rió. Una sensación de urgencia lo embargó cuando Maggie aparcó la camioneta al final del camino, que daba paso al pasto y las piedras y, finalmente, al mar que llevaba a América.

Se apearon para encontrarse inmersos en la furia del sonido del viento y el mar golpeando el acantilado. Agarrados del brazo, se tambalearon como si estuvieran ebrios, se rieron y empezaron a caminar.

—Es una locura venir aquí en un día así.

—Tienes razón, pero es una magnífica locura. ¡Siente el aire, Maggie! Siéntelo… El viento quiere llevarnos hasta Dublín. ¿Te acuerdas de cuando fuimos?

—Recuerdo al malabarista que tiraba al aire pelotas de colores. Me encantó que tú aprendieras a hacerlo.

Tom estalló en carcajadas.

—¡La cantidad de manzanas que destrocé!

—Comimos tarta y compota de manzana durante semanas.

—Y pensé que podría ganarme unas cuantas libras con mi nueva habilidad y me fui a la feria de Galway…

—Y gastaste cada centavo en regalos para Brianna y para mí.

Maggie notó que había vuelto el color al rostro de su padre y que le brillaban los ojos. Lo acompañó de buena gana a través del pasto desigual hasta el borde del acantilado, donde se escuchaba más fuerte el rugir del viento y se veían las poderosas olas del Atlántico golpeando la roca sin piedad. El agua se estrellaba y se retiraba y, al hacerlo, dejaba docenas de cascadas entre las hendiduras. Las gaviotas chillaban y volaban en círculos una y otra vez, haciéndole eco al estruendo de las olas.

La espuma llegaba bien arriba, era blanca como la nieve en la base, pero las gotas que esparcía en el aire helado eran cristalinas. Ningún barco surcaba las embravecidas aguas ese día. Sólo se veían las crestas blancas de las fieras olas.

Maggie se preguntó si su padre iba tan a menudo a ese lugar porque la unión del mar y la roca simbolizaba a sus ojos tanto el matrimonio como la guerra. La convivencia había sido siempre una batalla: la rabia y la amargura constantes de su esposa haciendo mella en su corazón, desgastándolo paulatinamente.

—¿Por qué sigues con ella, papá?

—¿Qué? —preguntó él, dejando de prestar atención al mar y el cielo.

—¿Por qué sigues con ella, papá? —repitió—. Brie y yo ya somos adultas. ¿Por qué te quedas donde no eres feliz?

—Es mi esposa —contestó Tom sencillamente.

—¿Por qué se supone que ésa debe ser la respuesta? —preguntó de nuevo—. ¿Por qué tiene que terminar todo ahí? Entre vosotros no hay amor, ni siquiera cariño. Ella te ha hecho la vida imposible desde que tengo memoria.

—Eres demasiado dura con tu madre. —Eso también lo pensaba sobre sí mismo. Por querer tanto a su hija había sido incapaz de negarse a aceptar el amor incondicional de Maggie hacia él. Un amor que, Tom lo sabía, no había dejado espacio para entender las desilusiones de la mujer que la había dado a luz—. Tanto tu madre como yo somos responsables de lo que pasa entre nosotros. Un matrimonio es una cosa delicada, Maggie. Es el equilibrio de dos corazones y dos esperanzas. Algunas veces, el peso es demasiado grande de un lado y el otro no lo puede levantar. Lo entenderás cuando te cases.

—Yo nunca me voy a casar —dijo Maggie con fiereza, como si estuviera haciendo un voto ante Dios—. Nunca le voy a dar a nadie el derecho de hacerme tan infeliz.

—No digas eso; no lo hagas. —Tom le apretó la mano con fuerza, preocupado—. No hay nada más valioso que el matrimonio y la familia; nada en el mundo.

—Si es así, ¿cómo puede ser semejante prisión?

—No debería serlo. —De nuevo se sintió débil y el frío le caló hasta los huesos—. Tu madre y yo no os hemos dado un buen ejemplo, y lo siento tanto…, no te imaginas cuánto. Pero hay algo que sé, Maggie, mi niña: cuando amas con toda tu alma, no sólo te arriesgas a ser infeliz, también puedes alcanzar el paraíso.

Maggie apretó la cara contra el abrigo de su padre, buscando consuelo en su olor. No pudo decirle que ella sabía, que lo había sabido durante años, que él no había alcanzado el paraíso. Y que él nunca había huido de esa prisión conyugal por ella.

—¿Alguna vez la amaste?

—Claro que sí. Y el amor fue tan cálido como uno de tus hornos. Tú eres hija de esa pasión, Maggie Mae, naciste del fuego, como una de tus piezas más refinadas y audaces. Sin embargo, ese fuego que una vez ardió se fue enfriando. Tal vez si no hubiera sido tan abrasador, tan fuerte, habríamos podido hacer que durara.

Algo en el tono de su voz hizo que Maggie levantara los ojos para mirarlo directamente a la cara, para descifrar su expresión.

—Hubo alguien más.

El recuerdo que se agolpó en la memoria de Tom era duro y doloroso a la vez. Volvió a mirar hacia el mar, como si pudiera atravesarlo con la vista y encontrar a la mujer que había dejado marchar.

—Sí, una vez. Pero fue algo que no debía ser, no tenía derecho a ser. Déjame decirte una cosa, Maggie: cuando el amor llega, cuando la flecha te atraviesa el corazón, no hay marcha atrás. E incluso sangrar es placentero. Así que no me digas que nunca vas a amar, niña mía, porque quiero que tengas lo que yo no he podido tener.

Maggie no respondió, pero pensó: «Tengo veintitrés años, papá, y Brie, uno menos que yo. Sé lo que opina la Iglesia, pero por nada del mundo puedo creer que en el Cielo hay un Dios que disfruta castigando a un hombre durante toda su vida porque cometió un error».

—… un error…

—Mi matrimonio no es un error, Margaret Mary —continuó Tom al tiempo que bajaba las cejas y sostenía la pipa entre los dientes—. Nunca digas que lo ha sido. Tú y Brie nacisteis de él. ¿Un error? No. Un milagro. Yo tenía más de cuarenta años cuando naciste, ni siquiera pensaba ya en formar una familia. Imagínate lo que habría sido mi vida sin vosotras dos. ¿Dónde estaría ahora? Con casi setenta años y solo… Solo. —Se llevó las manos a la cara y miró a Maggie con dureza—. Todos los días doy gracias a Dios cuando llego a casa y veo a tu madre. Agradezco que entre los dos hayamos construido algo que podemos dejar cuando ya no estemos aquí. De todas las cosas que he hecho, y de las que no, tú y Brianna sois mi principal y más importante motivo de regocijo. Y no vamos a hablar más de errores e infelicidad, ¿me has oído?

—Te quiero, papá.

La expresión de Tom se suavizó, y replicó:

—Lo sé. Demasiado, tal vez, pero no puedo lamentarlo. —De nuevo lo invadió una sensación de urgencia, como una brisa que lo instaba a apresurarse—. Necesito pedirte algo, Maggie.

—¿Qué necesitas?

Escrutó el rostro de su hija y lo acarició con los dedos como si de repente tuviera la necesidad de memorizar cada rasgo: la barbilla afilada y testaruda, la suave curva de sus mejillas, los ojos tan verdes e inquietos como el mar que retumbaba a su espalda.

—Eres una mujer fuerte, Maggie. Recia y fuerte, con un corazón noble tras ese acero. Dios sabe que eres inteligente. No entiendo las cosas que sabes o cómo las sabes. Tú eres mi estrella fulgurante de la misma manera que Brie es mi rosa apacible. Quiero que vosotras, las dos, alcancéis vuestros sueños. Lo quiero más que nada en el mundo. Y cuando sigáis el camino que os llevará hasta ellos, lo haréis tanto por vosotras como por mí.

El rugido del mar se hizo lejano en los oídos de Tom y la luz se oscureció en sus ojos. En un momento, la cara de Maggie se volvió borrosa y se desvaneció.

—¿Qué te pasa? —Angustiada, Maggie lo sostuvo. Se había puesto tan gris como el cielo y de pronto lo vio horriblemente viejo—. ¿Estás enfermo, papá? Ven, vamos a la camioneta.

—No. —Era de suma importancia, por razones que no comprendía, que se quedara allí, en la punta más lejana de su país, y terminara lo que había empezado—. Estoy bien. Sólo es un mareo pasajero, nada más.

—Estás helado. —Maggie sintió entre sus manos el enjuto cuerpo de su padre como poco más que una bolsa de huesos de hielo.

—Escúchame —dijo con voz aguda—. No permitas que nada te impida ir donde tengas que ir, que hagas lo que tengas que hacer. Deja tu huella en el mundo, y que sea profunda, para que perdure, pero no…

—¡Papá! —El pánico la invadió cuando él se tambaleó y cayó de rodillas—. Dios mío, papá, ¿qué tienes? ¿Es el corazón?

No, no era el corazón, pensó Tom con una sensación de dolor sordo. Escuchaba sus propios latidos fuerte y claramente, pero de repente sintió que algo dentro de él se rompía, explotaba y se derramaba.

—No te endurezcas, Maggie, prométemelo. Nunca pierdas lo que tienes dentro. Cuida de tu hermana. De tu madre. Prométemelo.

—Tienes que levantarte. —Trató de levantarlo, de espantar así el miedo. El oleaje sonaba como el inicio de una tormenta, una tormenta de pesadilla que los iba a arrastrar a ambos hacia el vacío, contra las rocas—. ¿Me has oído, papá? Tienes que levantarte ya.

—Prométemelo.

—Sí, te lo prometo. Lo juro ante Dios. Siempre velaré por ambas. —Los dientes empezaron a castañetearle y gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.

—Necesito un sacerdote —jadeó Tom.

—No. Lo que necesitas es escapar de este frío. —Maggie supo que era una mentira en cuanto lo dijo. Tom empezó a escurrirse entre sus brazos, sin que importara el esfuerzo que ella hiciera por sostenerlo. Se estaba abandonando—. No me dejes así. Así no.

Con desesperación, Maggie buscó con la mirada a alguien que la ayudara; año tras año la gente caminaba hasta allí, donde estaban ellos, para ver el espectáculo del mar. Pero en ese instante no había nada ni nadie. Entonces gritó, intentando conseguir ayuda.

—Papá, trata… trata de ponerte en pie para que pueda llevarte a un médico.

Tom descansó la cabeza sobre el hombro de Maggie y suspiró. Ya no le dolía nada, sólo se sentía embotado.

—Maggie —susurró, y luego pronunció otro nombre, el de alguien que ella no conocía, y eso fue todo.

—¡No! —exclamó ella, y tratando de protegerlo del viento que él ya no sentía, Maggie lo acunó entre sus brazos con fuerza y lo meció llorando.

Y el viento rugió hacia el mar y con él cayeron las primeras gotas de lluvia de hielo.