TREINTA Y CINCO

Él la sostuvo unos segundos más de lo necesario, y sus alientos se mezclaron en el frío aire de la noche. Finalmente la soltó y ella se alejó unos pasos con la mayor naturalidad que pudo.

—Gracias. —Parecía demasiado simple para un momento tan íntimo como aquel, pero era lo único apropiado que podía decir estando Darius tan cerca y Griffin apenas unos pies más allá al otro lado de la verja.

Griffin subió y pasó por encima con mucho menos teatro. Debía de haber desenrollado la tela de lo alto de la verja, porque un minuto después de haber empezado a subir por el otro lado, la escala cayó en toda su longitud delante de Helen. En segundos Griffin estaba junto a ellos.

—¿Qué pasa con la escala? —preguntó Helen cuando Griffin recobró el aliento.

—Tendremos que dejarla —dijo Darius—. No importa. Los vigilantes no volverán por aquí hasta dentro de un rato. Además, les va a resultar difícil ver la escala a través de los árboles.

Helen no estaba muy contenta con la idea de completar su misión con tan poca ropa encima, pero nada se podía hacer al respecto.

—¿Cuál es la mejor manera de entrar en la casa? —Por primera vez Darius miró directamente a Raum.

—Depende —dijo Raum.

—¿De qué?

—De si una criada se escapa de su cuarto para ir al encuentro de un pretendiente, o de si el viejo mayordomo se ha dejado una puerta abierta.

—¿Entonces entrar en la casa depende del azar? —preguntó Helen.

Raum levantó la vista para mirarla.

—Todo depende del azar, Helen.

Ella no tenía tiempo de descifrar lo que quería decir con eso.

—Aún nos queda un rato antes de que pase la siguiente ronda —dijo Griffin—. Si tenemos cuidado y nos quedamos cerca de los árboles, podríamos echar un vistazo a la casa sin que nos descubran.

Ya estaban todos en marcha cuando Helen se dio cuenta de que Raum no los seguía. Se dio la vuelta y lo vio plantado con los brazos cruzados sobre su pecho.

—¿Qué ocurre? —susurró Helen.

Los hermanos habían dejado de andar. Raum extendió una mano en dirección a Darius.

—¿La espada?

Darius sostuvo la mirada de Raum, y durante un instante Helen se preguntó si se la devolvería.

Pero entonces dio unos pasos hacia Raum, se desató el arma y se la entregó sin mediar palabra.

Raum asintió, y se la ató al cinto mientras comenzaba a moverse hacia la casa.

—Adelante, pues.

Avanzaron entre los árboles, y aminoraron el paso cuando vieron las luces de la parte trasera de la casa. Raum señaló a la izquierda, y lo siguieron sin decir nada. Llegaron hasta un punto desde donde podían ver entera la parte posterior de la casa, y miraron hacia arriba para escrutar la fachada en busca de un sitio por donde entrar. Un momento después, Raum les hizo señas para que se acercaran. Señaló hacia el edificio.

—Ahí. En el segundo piso. —Todos se giraron para mirar mientras él susurraba. Había una ventana abierta en el segundo piso, por debajo de ella podía verse un enrejado que llegaba hasta el suelo, y tras los cristales la habitación estaba a oscuras.

—Podemos subir por el enrejado —dijo Raum.

—¿Cómo sabemos que la habitación estará vacía? —preguntó Helen.

—Por mi experiencia, diría que una ventana abierta encima de un enrejado en esta época del año tiene algo que ver con una cita nocturna —respondió él—. Aunque la verdadera respuesta a tu pregunta es que no lo sabemos.

—Estupendo. —No pudo evitar ser sarcástica. Aún tenía los brazos entumecidos debido a la escalada por encima de la verja, y se sentía demasiado expuesta sin su blusa. Pero ella había insistido en ir, y Darius y Griffin se lo habían permitido pese a pensar que era un error. No sería justo ahora buscar su compasión. De uno u otro modo subiría por el enrejado y se enfrentaría a lo que hubiese en esa habitación.

—Vamos. —Darius ya se dirigía hacia la casa cuando Raum lo sujetó por un brazo. Darius se quedó paralizado, y bajó la vista como si no pudiese creer que Raum se atreviera a tocarlo.

Raum apartó la mano.

—Una vez estemos dentro, yo iré al sótano para cortar el suministro de gas de las lámparas. Intentad no enfrentaros a Alastor hasta que no se hayan apagado.

—¿Y qué pasa contigo? —preguntó Helen—. ¿Cómo vamos a encontrarte?

Notó los ojos de Griffin encima de ella y se preguntaba si le dolería que ella se preocupara por la seguridad de Raum.

—Yo os encontraré —dijo Raum—. No os preocupéis por mí. Vosotros concentraos en la misión que tenemos entre manos.

Entonces comenzaron a moverse siguiendo los límites del bosque. Esperaron hasta llegar a la ventana abierta, sin querer apartarse del resguardo de los árboles antes de lo necesario. Luego, Raum les hizo señas para que siguieran adelante y cruzaron el césped a la carrera hasta el enrejado.

Al igual que en la verja, Darius fue el primero en subir, mientras el resto vigilaba. Al llegar arriba, desapareció un momento antes de reaparecer en la ventana, desde donde les hizo señas para que pasaran. Raum fue el siguiente, seguido de Helen. A pesar de la velocidad de ascenso de los hombres, ella lo hizo con precaución, sin querer tentar a su suerte. Pero después de unos pasos, estaba claro que el enrejado era macizo como un roble, y trepó el resto del trayecto a salvo de incidentes, maravillada de lo fácil que parecía después de la escala y la verja de hierro.

Asomada a la ventana, Helen montó guardia mientras Griffin comenzaba su ascenso. Apenas había avanzado un par de pies cuando vio luz de faroles en movimiento, muy cerca de la casa. La fuente de luz parecía bastante más alejada que su reflejo, y aunque no podía saber de dónde venía, había visto ya bastante durante las tres frías horas que estuvieron esperando hasta pasar por encima de la verja, para saber lo que eso significaba.

Se inclinó por encima del alféizar y susurró lo más alto que se atrevió:

—Date prisa, Griffin. Viene alguien.

Griffin apartó la vista del enrejado y siguió la mirada de Helen.

—Creo que es uno de los guardias —dijo ella.

Volviendo su atención al asunto que tenía entre manos, él trepó frenéticamente mientras Helen veía cómo el círculo de luz reflejado en el suelo iba creciendo y creciendo a cada segundo que pasaba. Griffin se encontraba apenas a cinco cuadrantes de distancia del alféizar, luego tres, luego dos. La pernera de un pantalón apareció abajo junto a la casa, la luz iluminaba un trozo de césped a los pies del hombre. Este se apartó del edificio y Helen reconoció a uno de los vigilantes que iban tras los perros cuando ellos desaparecieron en los túneles en la anterior incursión.

Ahora el hombre encabezaba la marcha, y se dirigía a la parte trasera de la propiedad. No miró en su dirección mientras Griffin se aupaba por encima del alféizar y Helen tiraba de sus brazos, como si eso sirviese de algo. Cayó dentro de la habitación, encima de ella, con un ruido sordo, y ella recitó en silencio una plegaria de agradecimiento porque los suelos estuviesen bien alfombrados.

En cuestión de segundos Griffin estaba en pie, le tendió una mano y la ayudó a levantarse del suelo.

—¿Estás bien? —susurró.

Ella asintió, mirando alrededor.

Se encontraban en un sencillo dormitorio. Había una cama pequeña pegada a la pared, un escritorio, un armario ropero y una mesilla de noche. Encima de la cama habían dejado una bata de muselina, y por un instante Helen se imaginó a la criada que probablemente ocupaba la habitación. Quizás se hubiese escapado esa noche para ir al encuentro de su amante. Helen se preguntaba si llevaría una vida sencilla. Si sentiría cariño por un hombre, solo uno, y si tendría una madre y un padre a los que visitaba en vacaciones.

Y entonces Helen vio cómo Raum se dirigía a la puerta.

—Recordad —les dijo al pasar junto a ellos—: no os enfrentéis a Alastor hasta que se hayan apagado todas las lámparas. De otro modo, tendréis que véroslas con más de un demonio. Iré a buscaros en cuanto pueda.

—¿No te parece que te olvidas de algo? —exclamó Griffin tras Raum cuando este alcanzó la puerta.

Raum se giró en redondo.

—¿De qué?

—¿La espada? —Griffin levantó las cejas con gesto interrogante—. Nosotros somos los que vamos a buscar a Alastor. Creo que deberíamos llevarla.

—¿Y daros un motivo más para que os olvidéis de mí? —Raum sacudió la cabeza—. Creo que no. Os dije que os ayudaría a luchar contra Alastor y pretendo ser fiel a mi palabra. Además, falta mucho para que salga el sol.

—¿Pero cómo vamos a saber dónde está Alastor? —preguntó Helen.

—No tengo ni idea —dijo Raum, encogiéndose de hombros.

Se dio la vuelta y desapareció por el pasillo.

Tardaron unos minutos en ponerse en movimiento. Discutieron si dirigirse primero al piso de arriba o al de abajo, y al final acordaron seguir el pasillo e ir al piso superior. Después de todo, allí fue donde encontraron a Alastor la vez anterior.

Griffin se pegó contra la pared al lado de la puerta para escuchar. Después asomó la cabeza al pasillo para asegurarse de que estaba despejado antes de hacer señas a Griffin y a Helen para que saliesen. Lentamente avanzaron hacia el tiro de la escalera, pisando las alfombras con cuidado, no fuera que alguna de las tablas de la tarima del suelo crujiera.

Casi habían llegado a las escaleras cuando Darius los hizo detenerse levantando una mano abierta.

Con un gesto les indicó que escuchasen. Helen se quedó muy quieta, tratando de desconectar el sonido de su propia respiración y del tictac de un viejo reloj en algún lugar de la casa. Al principio no oía nada, pero después captó algo en el aire. Ladeó la cabeza, aguzando el oído.

La música le llegaba en forma de brisa, instrumentos de cuerda y viento, procedente del piso inferior.

Darius enarcó las cejas y señaló abajo con un gesto mudo. Griffin asintió y comenzaron a bajar las escaleras. Helen deseaba fervientemente que no hubiese ningún criado paseando de noche por los pasillos.

Llegaron abajo sin ver ni un alma. Darius puso un pie en el suelo, y se dirigió hacia un nicho de la pared. Se hallaban casi a resguardo entre las sombras cuando la voz de un hombre llegó hasta ellos desde una puerta abierta.

—Vengan, vengan —les dijo con voz grave y amigable—. No sean tímidos. Los estaba esperando.

Ellos se quedaron paralizados y alarmados, con los ojos abiertos de par en par.

—Sí, estoy hablando con ustedes, amigos —dijo la voz—. Reúnanse conmigo en la biblioteca, por favor. ¿No habrán hecho todo este camino para pasar de largo, verdad?

No cabía duda de que el hombre invisible estaba hablándoles a ellos, aunque Helen no alcanzaba a comprender cómo podía saber de su presencia.

Pero no importaba. Oyó cómo Griffin tomaba aire y supo que los habían pillado. Apretó los labios cuando se encaminó hacia la puerta, arrastrando tras de sí a Helen en un gesto protector, mientras Darius se colocaba al lado de su hermano.

Un fuego crepitaba en la chimenea y el calor abofeteó de lleno a Helen en la cara mientras cruzaba el umbral de la habitación. Podría haberse tratado de cualquier biblioteca privada espléndidamente surtida. Las estanterías se alineaban en las paredes, y llegaban hasta el techo con toda su elegante magnificencia. Al captar la esencia de limón, a Helen no le cupo duda de que enceraban las maderas con regularidad, pues los estantes brillaban incluso al extenderse hasta las sombras.

—Ah. Aquí están. —Un hombre se levantó de un sillón cercano al fuego.

No. Un hombre no.

Un monstruo, se recordó Helen, fuera cual fuese su aspecto exterior.

—Me alegro de conocerles. —Se dirigió hacia ellos, tendiéndoles la mano para saludarlos.

Griffin y Darius ignoraron la mano que les ofrecía.

—Como quieran. —Aún sonriendo, Alastor encogió los hombros ante su evidente desdén. Dirigió su mirada a los hermanos—. Usted debe de ser Griffin Channing. Y supongo que el caballero de aspecto fiero que está a su lado es su hermano Darius. —Se inclinó para contemplarlos y clavó sus ojos en Helen como un hombre famélico que acaba de encontrar pan. Helen no comprendía el hambre de su mirada, pero no le gustaba—. Y esta debe de ser la hermosa Guardiana, Helen, de los Cartwright. Pese a todo, debo decirle que sentía bastante admiración por sus padres. Vivieron más tiempo que los demás, y también la mantuvieron viva a usted.

Helen se estremeció ante sus palabras. No quería pensar en esa cosa dando caza a sus padres. Urdiendo sus muertes. Ordenando el incendio que los había matado.

Les volvió la espalda y se encaminó hacia una bandeja con bebidas que estaba encima de un aparador pegado a la pared. Su falta de interés por su presencia allí preocupaba a Helen. Estaba demasiado confiado para alguien en desventaja de tres contra uno.

—¿Puedo ofrecerles alguna cosa? —preguntó, aún de espaldas mientras vertía algo dentro de un vaso—. ¿Licores? ¿Vino, tal vez? ¿O prefieren ese insípido brebaje británico llamado ?

Justo por encima del cuello de su camisa, Helen alcanzó a ver la marca. Era un dragón que surgía de un gran fuego, como la mítica ave Fénix.

Se adelantó para mirar, aunque seguía estando con Darius y Griffin, y sus ojos se deslizaron hasta las lámparas, las llamas lamiendo las pantallas de cristal. Vio en sus expresiones lo que ya sabía: tendrían que aguardar a que las lámparas se apagasen antes de hacer su jugada. Además, Raum seguía teniendo la espada, y sin ella no podrían acabar con Alastor.

—¿No? ¿Nada? —Alastor se dio la vuelta para encararse con ellos de nuevo—. ¿Nada para refrescarse mientras esperan en vano a su traidor aliado?

A Helen se le cayó el alma a los pies y se quedó sin respiración. Alastor sabía lo de Raum.

—¿Qué ha hecho con él? —preguntó, tratando de no dejarse llevar por el pánico.

Alastor habló con calma.

—Raum Baranova me interesa muy poco. Mis guardias lo tendrán bajo control bastante antes de que llegue al panel de control. —Se encaminó hacia el sillón junto al fuego—. Vengan. Siéntense. Tenemos mucho que discutir.

—No tenemos nada que discutir —gruñó Griffin.

Alastor se echó a reír. Con frialdad y sin sentimiento.

—Ahí se equivoca, mi joven Guardián.

—Todo esto no sirve de nada. —Las palabras salieron de la boca de Helen sin que ella pudiese evitarlas—. No sabemos dónde está.

Alastor volvió la mirada hacia ella. Sus ojos eran negros como los de un cuervo.

—Ah, pues en eso nos diferenciamos, señorita Cartwright. Yo .

—¿Entonces, por qué no la ha cogido? —preguntó Griffin—. Si sabe dónde está, podría haberla cogido cuando quisiera.

Helen sabía que Griffin estaba haciendo tiempo, con la esperanza de que Alastor se hubiese tirado un farol respecto a Raum y de que la luz de las lámparas se extinguiese.

Alastor asintió.

—Tiene razón. Pero ya ve, solo lo suponía, y dada la… urgencia de mi trayectoria vital, me parecía más prudente dejar que regresaran a mí, como sabía que harían tras el fracaso de anoche. —Tomó un sorbo de su bebida—. Por cierto, me enteré de lo de ese vejete, Galizur. Lástima.

Darius dio un paso adelante, su rostro tenso de rabia.

Griffin puso una mano sobre el brazo de su hermano.

—Aún no —susurró.

Alastor se echó a reír, poniéndose en pie y se dirigió al fuego.

—¡No sabe cómo admiro su pasión, Darius! Su ridícula esperanza y esa confianza aún más ridícula para afrontar una derrota segura. —Cogió un atizador del hogar y empujó los troncos chisporroteantes dentro de la chimenea mientras seguía hablando—. Esa es una auténtica seña de humanidad. A pesar de que detesto su debilidad, su sufrimiento, codicio su convicción. Su voluntad de sacrificio por eso que llaman bien supremo. Su fe absoluta en el bien y el mal. —Se volvió para mirarlos—. Al parecer la Alianza ha potenciado esas cualidades también en sus Guardianes. Qué triste para ustedes.

Griffin sacudió la cabeza.

—No necesitamos su lástima por ser como somos.

Alastor asintió. A Helen le maravillaba que pudiese tener ese aspecto tan humano. Que pudiese cruzar la biblioteca y depositar su bebida encima de la mesa, como si fuese un hombre cualquiera, de cualquier hogar londinense.

—Sea como sea, sí que da lástima desperdiciar tal fuerza, tal talento, en algo tan cercano a un mortal. —Se frotó las manos—. Pero ya es suficiente. Somos adversarios, lo mismo que siempre. Una noche discutiendo no va a cambiarlo ¿no? —Continuó sin esperar respuesta—. Ahora, si quieren entregarme a la chica, ya pueden marcharse.

Helen creyó haber entendido mal hasta que Griffin habló.

—¿Entregarle a la chica? —preguntó, claramente perplejo. Siguió la mirada de Alastor, posada de lleno sobre ella—. ¿Helen?

—Eso es. Si dejan a Helen Cartwright, pueden marcharse los dos y salir ilesos —lo dijo tal cual, como si fuese algo completamente lógico, en lugar de ser un absoluto disparate.

—Helen no va a quedarse con usted. —Griffin se acercó a ella, con el rostro tenso de rabia—. ¡Debe de estar loco!

Alastor captó el gesto de protección de Griffin. El rostro del demonio lo daba a entender.

—Ah. ¿Así que se trata de eso? Bueno, eso complica las cosas, aunque no demasiado.

—Yo… no lo entiendo —dijo Helen—. Yo no la tengo. Yo no tengo la llave.

—Eso déjemelo a mí —dijo Alastor, con frialdad—. ¿Debo entender entonces, que se niega a acceder a mi demanda?

—Yo le diré lo que puede hacer con su demanda… —empezó a decir Darius.

—Darius —le advirtió Griffin.

Alastor suspiró.

—Pues muy bien.

Helen miró a su alrededor cuando el silencio se impuso en la habitación. Una inquietante calma se apoderó del rostro de Alastor, y aunque seguía teniendo los ojos abiertos, parecía no estar mirándolos. Helen se preguntaba si no deberían aprovechar ese extraño trance para hacer algo, pero entonces recordó.

Las lámparas seguían encendidas. Y no tenían la espada.