VEINTINUEVE

Helen sacudía la cabeza mientras Griffin tiraba de ella para alejarla de la puerta.

—¿Qué estás haciendo? —susurró, demasiado confusa como para quedarse callada—. Alsorta está ahí mismo. Está ahí mismo, Griffin.

Se encontraban a veinte pies de la habitación y aún continuaban retrocediendo con sigilo, como si tratasen de escapar de un perro rabioso.

—No lo entiendes —murmuró Griffin enérgicamente—. Tenemos que salir de aquí ahora mismo.

—¿Pero qué pasa con Alsorta?

Él sacudió la cabeza.

—Hemos cometido un error. Esto no lo podemos hacer solos.

Sin embargo ella se había escondido en demasiadas ocasiones en el pasado. Se había puesto a salvo entre las paredes de su casa mientras esta —y sus padres— habían ardido a su alrededor. Ya no podía seguir escondiéndose.

—El hombre responsable del asesinato de nuestros padres está ahí. —Tiró del brazo que él le sujetaba con la mano—. No pienso marcharme hasta que no me des una buena razón.

Griffin se inclinó hasta acercar su rostro al de Helen.

—Ese no es Alsorta.

Ella se giró para mirar hacia la puerta.

—¿Qué… qué quieres decir? Es él. Sí. Esta es su casa.

—Esta es la casa de Victor Alsorta y esa… cosa de ahí dentro se hace llamar Victor Alsorta, pero no es un hombre, Helen. Es otra cosa. Algo mucho peor y muchísimo más peligroso.

—¿Qué? —Levantó la vista para mirarlo a la cara, sin comprender—. ¿Qué es, Griffin?

A pesar de hablar en susurros, cuando contestó su tono era feroz.

—Ese símbolo que tiene en el cuello es la marca de Alastor, uno de los demonios más letales de la Legión y miembro de la Guardia Negra. No estamos equipados para luchar contra él —continuó—. Aquí no. Ni ahora.

—Griffin. —La voz de Darius sonó como una advertencia desde el fondo del pasillo.

El más joven de los Channing le hizo un gesto afirmativo a su hermano antes de volver con Helen.

—Tenemos que salir de aquí. Nos reorganizaremos y regresaremos, lo prometo, pero ahora tenemos que marcharnos antes de que nos descubran.

La súplica en sus ojos le aseguraba que estaba diciendo la verdad. Además, en el poco tiempo que conocía a los hermanos, nunca los había visto echarse atrás. Que ahora estuvieran haciéndolo le decía bastante de lo que necesitaba saber.

—De acuerdo, pero volveremos —insistió Helen.

Él asintió, casi tirando de ella en dirección a Darius, ahora a medio camino de las escaleras. Aún estaba retrocediendo, con el ojo puesto en la puerta entreabierta del fondo del pasillo, cuando su bota fue a parar a una tabla del suelo que crujió. El sonido cortó el silencio y se quedaron paralizados, mirándose unos a otros con pánico antes de volver a mirar hacia la puerta.

Helen echó un vistazo a las escaleras. Se encontraban lo bastante cerca. Eran la mejor opción. Había una puerta que daba al exterior en el lavadero. Si bajaban las escaleras corriendo y lograban salir por la puerta sin que los pillasen, tendrían posibilidades de adentrarse entre los árboles y regresar a los túneles. Y tal vez, solo tal vez, el ruido había pasado inadvertido. Quizás no había sido tan fuerte como parecía en el silencio del pasillo.

Pero mientras lo estaba pensando, oyó un arrastrar de pies proveniente de la habitación.

Después, todo sucedió demasiado deprisa. El ruido de unos pasos autoritarios que se dirigían hacia la puerta entreabierta, la cual se abrió de par en par para dejar a la vista a Victor Alsorta, sus ojos centelleantes como dos discos de plata. Y luego su voz, tan fría y suave como el hielo mientras daba órdenes a alguien a quien Helen no veía.

—¡Intrusos! Haced sonar la alarma.

En menos de diez segundos saltó la ensordecedora sirena para partir en dos la noche. Parecía venir de todas partes a la vez, hasta del interior de su propia cabeza, y deseó que todo parase y taparse los oídos hasta que quedara en silencio.

Pero no tuvo tal suerte. Griffin la agarró de la mano y tiró de ella. Corrieron hacia las escaleras, dieron la vuelta a la esquina en una carrera desenfrenada y bajaron los escalones de dos en dos o de tres en tres, con Darius a la cabeza.

—¡Por ahí! —Helen señaló hacia la puerta del lavadero.

Darius corrió el cerrojo. La puerta se abrió y Helen y Griffin pasaron corriendo detrás de él. Helen apenas se percató del frío aire nocturno. Estaba demasiado ocupada corriendo hacia la fila de árboles, arrastrada por Griffin, quien seguía teniéndola fuertemente agarrada de la mano.

El terreno, donde antes había habido escasas luces parpadeantes, ahora estaba completamente iluminando, de manera que no había una sola sombra. Ningún sitio donde ocultarse. Una actividad frenética surgió a su alrededor: voces de hombres que gritaban, ruido de pisadas apresuradas entre los árboles…

Y los perros.

Helen los oyó a lo lejos. Tocó los dardos con los dedos, aún en la bolsa oculta bajo el chaleco, mientras seguía a Griffin para adentrarse en el bosque. Una vez que la casa quedó fuera de su vista, perdió del todo la orientación. Sumergida en una oscuridad casi total, solo le cabía esperar que Darius, que iba delante de ellos, supiese a dónde se dirigía. Todo cuanto ella podía hacer era seguir corriendo, tratando de esquivar las nudosas raíces de los árboles que sobresalían del suelo, medio cubiertas por las hojas caídas.

Los perros estaban más cerca. Ladraban furiosos, ahogando los ruidos de los hombres que se gritaban unos a otros entre la arboleda. Los gruñidos y ladridos, no venían de atrás, sino que parecían estar justo delante. No entendía cómo los animales los habían rodeado para cortarles el paso cuando salieran de la zona arbolada, pero ahora había que correr. Para evitar enfrentarse a ellos, tendrían que alcanzar la entrada a los túneles antes que los perros los encontrasen.

—¿Falta mucho? —se atrevió a gritar, jadeando.

—No mucho. —La voz de Griffin quedó sofocada por los ladridos, las hojas que pisaban y la propia respiración agitada de la muchacha. Corrieron hasta que Helen pensó que sus piernas ya no resistirían más. Hasta que los pulmones se le salían por la boca. Las ramas bajas no cesaban de golpearla, y le dejaban cortes que escocían en los brazos y en la cara. Pero todo eso daba igual. Porque los perros estaban cerca. Demasiado cerca. No iban a llegar a tiempo a los túneles. Los animales les interceptarían el paso en cualquier momento.

Darius se paró en seco justo cuando una enorme bestia salió de pronto volando de entre los árboles delante de ellos. Aterrizó con un destello de su pelaje de ébano, gruñó y chasqueó bruscamente las mandíbulas desde el otro lado del claro en el cual se habían detenido.

Darius extendió sus manos.

—Buen chico.

El perro gruño de nuevo, sacudiendo la cabeza. Un momento después, dos perros más aparecieron brincando entre la fila de árboles. Se detuvieron cerca del primero, gruñendo intensamente y mostrando los dientes.

—Estupendo —dijo Griffin—. ¿Y ahora qué? Los hombres no pueden estar ya muy lejos allá atrás.

En efecto, Helen los oía, y vio cómo sus faroles se bamboleaban entre los árboles mientras se abrían paso hacia donde se encontraban los perros.

—Mirad a la izquierda —dijo Darius, sin apenas mover la boca.

Helen siguió la mirada de Griffin hacia los arbustos. Al principio no lo vio, pero entonces el viento agitó la seda azul marino. Su cinta. Era su cinta. Habían encontrado el camino de vuelta a los túneles, aunque fuese demasiado tarde para escapar por ellos.

—¿Dónde está la entrada? —dijo Griffin en voz baja.

Darius movió su pie, aunque muy despacio, atrás y adelante sobre el suelo.

Los gruñidos aumentaron y el que estaba en cabeza ladró a modo de advertencia.

—¡Darius! —dijo Griffin—. Deja de moverte.

—Tú mira abajo —dijo Darius, sin apartar la vista de los perros.

Helen y Griffin bajaron la mirada a donde descansaba el pie de Darius, no sobre las hojas muertas que cubrían el suelo, sino sobre la tapa de madera que daba a los túneles.

Griffin tomó aire.

—Tenemos que encontrar el modo de distraer a los perros.

Como respuesta, los animales incrementaron sus gruñidos, y empezaron a avanzar lentamente hacia donde ellos estaban.

—¿Eso es todo? —preguntó Darius.

Helen se maravilló de que fuera capaz de bromear en una situación así.

Un grito de uno de los hombres, esta vez mucho más cercano, hizo que Helen se decidiese. Llevó su mano despacio hasta la bolsa a la altura de su cintura, se puso a hablar con toda la calma que pudo, tratando de no tomar contacto visual con los perros que gruñían y chasqueaban los dientes.

—Yo me encargaré de los perros. Vosotros quitad la tapa de la entrada al túnel.

Sintió la mirada de Griffin sobre su rostro.

—No pienso dejarte con esas bestias, Helen.

Le asustó la determinación que había en su voz. Tenía que hacérselo comprender. Era importante que confiase en ella. Sus vidas dependían de ello.

—Escucha —dijo, sacando uno de los dardos del cinturón—. Tengo algo que se encargará de los perros, pero tienes que abrir la entrada al túnel para que yo pueda meterme en cuanto hayan caído.

—¿En cuanto hayan caído? —Hasta Darius estaba perplejo.

Los perros, babeaban enseñando los dientes, cada vez más cerca.

—No tenemos tiempo —dijo Helen—. Voy a contar hasta tres. Y será mejor que os mováis y despejéis la escalera para que pueda meterme en cuanto termine.

—Pero… —empezó a decir Griffin.

—Uno —dijo ella con calma—. Dos…

Helen sintió alivio al ver cómo se tensaba el cuerpo de Darius. Al menos él haría lo que les pedía.

—Tres…

Todo pareció ralentizarse mientras su presión sanguínea se aceleraba. Tuvo una extraña sensación de euforia cuando sacó el primer dardo de la bolsa. Para los perros era señal de que se había terminado la espera y comenzaron a avanzar sobre las hojas muertas mientras Helen apuntaba rápidamente hacia el que iba en cabeza.

Escuchó cómo cobraba vida el diminuto motor y vio una luz roja que se encendió durante el vuelo del dardo. Rápidamente cogió velocidad. Casi se sorprendió cuando fue a dar contra el musculoso pecho del perro, tal como Galizur le había dicho. Estaba a punto de soltar el segundo dardo cuando el primer perro cayó al suelo con un movimiento nervioso. A Helen no le dio tiempo a apuntar debidamente, pero no importaba. El segundo dardo alcanzó su objetivo tal como lo había hecho el primero.

Uno más, pensó, sosteniendo el tercer dardo delante de ella, observando cómo el último perro salvaba las pocas yardas que los separaban.

Lo soltó, y esperó verlo zumbar hacia su diana, como los demás. Pero algo fue mal. El dardo emitió un ruido como una tos seca mientras volaba erráticamente durante unos pocos pies y luego se estrellaba contra el suelo.

El perro se hallaba peligrosamente cerca cuando sacó el cuarto dardo de la bolsa. Tan cerca que podía oler su aliento cálido y rancio. Se tomó un segundo de más para apuntar bien y luego lo soltó, moviéndose ya y rezando por que el perro cayese.

Lo hizo un segundo después. Helen avanzó deprisa y se inclinó sobre los perros paralizados.

—¡Helen! ¡Por el amor de Dios! ¿Qué estás haciendo?

Ella levantó la vista hacia Griffin. No había seguido a Darius dentro del túnel. Estaba sentado en el borde de la entrada, con los pies colgados sobre el vacío. Tal como prometió, y a pesar de sus deseos, no la había dejado sola.

Ella extrajo los dardos de la piel de los perros y los volvió a guardar en la bolsa mientras se dirigía al túnel.

—¡Te dije que te marcharas! —le gritó.

—Y yo te dije que no pensaba dejarte aquí.

Helen percibió por su tono de voz que nunca se plantearía abandonarla, pero no quedaba tiempo para discutir. Eso vendría después. Ahora tenían casi encima a los hombres. Tanteó el borde del peldaño de arriba, puso un pie sobre él y comenzó a descender. Casi estaba a punto de desaparecer por completo cuando otro perro surgió de pronto entre los árboles. Se veían luces de faroles a su espalda. Contó los dardos que había lanzado.

El primer perro, el segundo perro, el dardo defectuoso. El tercer perro.

Cuatro dardos usados.

Metió la mano en la bolsa, cerró los dedos alrededor del último dardo. Antes de que el perro hubiese cruzado la mitad del terreno que los separaba, ya estaba fuera y volando por el aire. Y después, Helen bajó la escalera lo más deprisa que le permitían sus pies, tirando de las piernas de Griffin, hasta que él también comenzó su descenso.

Arrastró la tapa sobre la entrada y el mundo se sumió en la oscuridad.