VEINTIOCHO

El aire estaba acre y húmedo. Los platos repiqueteaban mientras la gente pegaba gritos sin cesar por encima del jaleo. Tras analizar la zona desde la puerta, Helen encontró lo que estaba buscando en una fila de colgadores. Cogió un delantal de uno de ellos y una cofia de otro, y se puso ambas prendas en menos de diez segundos mientras se adentraba en la cocina.

La sangre fluía por sus venas al pasar ante dos mujeres viejas que lavaban platos y esquivar a una más joven que estaba fregando el suelo. Helen evitó el contacto visual con todas ellas, y levantó la voz hasta convertirla en un estridente tono mandón, mientras cruzaba apresuradamente la estancia.

—No me importa lo que le haya dicho Henry. —Las palabras iban dirigidas a Griffin, sin mirarlo realmente a la cara—. El señor Alsorta necesita que el carruaje esté brillante como una patena para primera hora de la mañana. Y quizás, si no se pasase usted tanto tiempo jugando a las cartas a la puerta de la casa, recordaría sus instrucciones.

—Yo… esto… lo siento, señorita —dijo Griffin—. Me… me encargaré de que alguien lo haga.

Helen continuó su marcha por la lóbrega cocina, dirigiéndose a una puerta al final de la estancia.

—Seguro que sí. Voy a darle un cubo y unas bayetas limpias y se marcha usted ahora mismo.

Se hallaba ante la puerta, a punto de soltar un suspiro de alivio, cuando una voz la detuvo.

—¿Y se puede saber quién eres tú?

Griffin se puso tenso a su lado, una mano sobre su hoz, mientras Helen se daba la vuelta para encontrarse con una mujer mayor que la estaba mirando con una viva mirada. Era la misma que le había echado a Maude un rapapolvo fuera de la cocina.

Helen recompuso su gesto en lo que esperaba que fuese una máscara de serenidad.

—Por supuesto, soy Helen.

—¿Helen? —La frente de la mujer mayor se arrugó despectiva—. ¿Y de dónde se supone que sales?

—¿Me mandó la agencia? —Helen la miró directamente a los ojos, reafirmando su voz—. Esta mañana temprano.

—¿La agencia?

Helen asintió.

—El señor Alsorta está bastante disgustado por el carruaje. Me han ordenado que les dé a los hombres lo necesario para lavarlo de inmediato.

La mujer se la quedó mirando con una expresión de asombro mientras el silencio se instalaba entre ellas. Helen ya estaba anotándose las salidas de la estancia cuando la mujer asintió con la cabeza.

—Pues entonces hazlo. No me gusta hacer esperar al señor.

Helen asintió, se dio la vuelta y salió con Griffin pegado a sus talones. Continuaron caminando incluso después de que la puerta se cerrara tras ellos. Helen mantuvo la cabeza erguida hasta que encontró un hueco entre las sombras. Entonces se metió dentro, se apoyó en la pared y casi se desmaya de alivio.

—No puedo creer lo que acabas de hacer. —Griffin apoyó su cabeza contra la pared al lado de ella, en su voz un tono de incredulidad—. Ha sido… —Empezó a reírse—. Ha sido lo más asombroso que he visto jamás.

—Eso no ha sido asombroso. Lo asombroso será salir de aquí con Alsorta. —Sonrió, susurrando—. Pero gracias.

A salvo de la cólera de la bruja de la cocina, Helen se asomó fuera del hueco y trató de orientarse. A lo lejos, un largo pasillo se extendía en dirección a la entrada, y aunque no podía estar segura del todo, sabía que no se encontraban en las dependencias de los sirvientes. Las alfombras y los muebles eran demasiado elegantes.

Un ruido al otro lado del pasillo les hizo dar un respingo y retrocedieron de nuevo entre las sombras.

Era la voz de la bruja, y Helen se extrañó de que le infundiese temor, aun cuando la mujer careciese de autoridad sobre ella.

—¿Dónde demonios estabas? ¿Te parece que al señor le gusta afeitarse con agua fría? ¡Ahora te vas a enterar! ¡Y con toda la razón!

—Lo siento —dijo una conocida vocecilla—. Ahora mismo subo, señora.

Maude se escabulló de la cocina con una palangana de agua, dejando que la puerta se cerrara sola tras ella, mientras iba en dirección contraria a la puerta principal.

—¿La escalera de servicio? —susurró Helen a Griffin.

Él asintió.

Esperaron a que los pasos apresurados de Maude se desvaneciesen antes de atreverse a seguirla. El pasillo estaba vacío y emprendieron la marcha hacia la parte trasera de la casa a toda prisa. Helen recurrió a lo que había memorizado del dibujo que habían usado para trazar su estrategia. Visualizó el largo pasillo central, en el que ahora se encontraban, las diversas habitaciones que había a derecha y a izquierda. Al fondo había un gran lavadero. Si lo recordaba bien —y Helen lo hacía casi siempre— ahí estaría la escalera de servicio.

—Por ahí —dijo—, girando a la izquierda al final del pasillo.

Griffin la siguió, bien porque confiaba de verdad en el instinto de Helen o bien porque a él no se le ocurría nada mejor. No podía estar segura, pero no importaba. El lavadero estaba al fondo del pasillo trasero, y tal como recordaba, había un tiro de escaleras estrecho y oscuro empotrado en la pared.

Griffin levantó la vista a la oscuridad.

—¿Preparada?

Ella asintió.

—Quédate cerca —le dijo él.

—¿Y qué pasa con Darius?

—Puede cuidar de sí mismo. Encontraremos a Alsorta y esperaremos a que Darius se reúna con nosotros. Tengo el presentimiento de que vamos a hacer falta todos para llevárnoslo.

Comenzó a subir por las escaleras sin decir nada más. Helen lo siguió, preguntándose cómo se las apañarían los criados para subir y bajar por unas escaleras tan pobremente iluminadas. A excepción de un aplique parpadeante a medio camino, no había una sola fuente de iluminación. Jamás había estado en la escalera de servicio de su propia casa, aunque de pronto se preguntaba si los sirvientes de su familia se habrían visto forzados a transitarla en tales condiciones. Sinceramente, esperaba que no.

Helen sintió alivio cuando llegaron a lo alto de las escaleras sin encontrarse con nadie del servicio. No habría habido modo de evitarlos, y pese a haber sido capaz de engañar a la vieja de la cocina, estaba dispuesta a apostar a que su presencia habría levantado sospechas entre los demás criados, quienes probablemente conocían los nombres de sus compañeros de trabajo.

Griffin se detuvo en lo alto de las escaleras, mirando en ambas direcciones antes de hacerle señas a ella para continuar adelante. Fueron a parar a otro vestíbulo, este tan lujosamente decorado, que toda la planta semejaba una crisálida. Las alfombras eran mullidas, los muebles decorativamente tallados y lustrosos. El efecto era de un aislamiento absoluto del resto del mundo. Casi era posible creer que la casa estaba situada en un universo aparte, completamente separado del ruido, la delincuencia y el humo negro de Londres.

Agachándose, Griffin palpó con sus dedos una mancha húmeda sobre la alfombra antes de hacerle señas a Helen para que lo siguiese hasta la parte trasera de la casa. La guio pasando rápidamente por delante de las puertas cerradas a lo largo del pasillo. Ella no le preguntó si sabía adónde se dirigían, pero cuando se detuvo ante una puerta entreabierta al final del corredor, bajó la vista y comprendió.

Allí donde terminaba la alfombra, el suelo de madera estaba cuajado de gotitas de agua. Al mirar atrás se fijó en las manchas más oscuras que iban hasta el final del pasillo y supo que la muchacha había venido por este camino con la palangana.

Griffin abrió los ojos al oír las voces que salían de la habitación. Ambos se arrimaron a la pared para escuchar. Se hallaban completamente expuestos. No había ningún hueco donde esconderse. Ningún rincón a oscuras. Si salía alguien de la habitación, los vería. Por primera vez, desde que hubieron bajado al túnel, Helen se permitió imaginarse lo que harían si los pillaban antes de que Darius los encontrara. Seguramente habría ventanas por las que podrían huir, pero era poco probable que pudiesen escapar por la finca si Alsorta aún podía dar órdenes a sus hombres.

Griffin cruzó con cuidado al otro lado del marco de la puerta, para que ambos pudieran asomarse por la abertura. Helen se inclinó hacia ella, la cabeza de Griffin apenas a unas pulgadas de la suya mientras trataban de mirar adentro sin hacer ruido. Ella solo pudo ver una parte pequeña de la habitación. Un decorativo papel damasquinado, que cubría las paredes. Un armario y un aguamanil cerca de una ventana. Y una mano, sumergiéndose rítmicamente en la palangana, haciendo tintinear suavemente algo contra el metal.

—¿Qué me he perdido?

Helen se tapó la boca con una mano, para contener a duras penas el grito que amenazaba con escapar cuando oyó la voz al lado de su oreja.

Volviéndose hacia el rostro sonriente de Darius, bajó el brazo para indicarle silencio, y frunciendo el ceño sin atreverse a decir nada en voz alta, Griffin se llevó un dedo a los labios, al tiempo que le señalaba a su hermano la habitación.

—¿Sabemos cuántos hay dentro? —le susurró Darius a ella en el oído.

Helen sacudió la cabeza y se inclinó hacia él.

—Creo que solo una criada. Pero no podemos estar seguros.

Antes de que Helen pudiese protestar, Darius se echó hacia la puerta y le dio suavemente con la punta del pie. Para alivio de ella, la puerta se abrió unas cuantas pulgadas más sin hacer ningún ruido.

Se asomaron más, y consiguieron ver a un hombre sentado en una silla, de espaldas a la entrada. Era Alsorta. Helen estaba segura de ello, incluso desde su limitada posición estratégica. Tenía el pelo canoso como en las fotografías que Galizur les había mostrado, y la rígida línea de su espalda revelaba el poder que estaba acostumbrado a ejercer sobre los demás.

La criada estaba de pie con una toalla, mientras un caballero anciano blandía una cuchilla en silencio.

La pasó por un lado de la cara de Alsorta antes de sumergirla de nuevo en el agua, y llevarla a la parte trasera de la cabeza del hombre.

Tras pasar una brocha en círculos por la piel de Alsorta, el caballero le raspó la parte posterior del cuello con la cuchilla. Helen se inclinó un par de pulgadas más, preguntándose si se estaba imaginando la imagen que poco a poco el paso de la cuchilla iba dejando a la vista. Pero no. Había algo allí. O tal vez parte de algo. Esperó a que el barbero remojara de nuevo su herramienta, y la deslizara suavemente por el cuello del hombre, revelando otro fragmento de la imagen.

Helen la miró detenidamente, intentando desentrañar de qué se trataba. ¿Un… dragón? Pensó que era un dragón tatuado en la piel. O algo parecido. Parecía algo rodeado de llamas.

Se estaba dando la vuelta para preguntar sobre ello a uno de los hermanos cuando se fijó en Darius, que retrocedía por el pasillo, aún de cara a la habitación, como si temiese darle la espalda.

Griffin la cogió de la mano y la apartó de la puerta mientras ella se resistía, preguntándose por qué demonios tendrían que marcharse cuando ni siquiera habían intentado nada.

Y entonces vio la mirada de Darius mientras retrocedía, y aquello bastó para que el corazón le palpitara en el pecho como un animal asustado.

No era ira. Ni sarcasmo o amargura u odio. Cualquiera de ellas habría sido bienvenida. Esta vez había algo nuevo en la expresión de Darius. Algo que jamás había visto antes.

Miedo.