DIECISÉIS

Se dirigieron hacia la entrada de la casa, haciendo planes para quedar más tarde para cenar con Darius. Mientras tanto, Griffin tenía que atender unos asuntos, y ya casi había salido por la puerta cuando a Helen se le ocurrió algo.

—¿Griffin?

Él se giró para mirarla, con el sol a su espalda iluminando sus cabellos dorados.

—¿Sí?

—¿Qué pasa con la hoz? —preguntó ella—. ¿Puedo tener una ya? Para defenderme, por si fuera necesario.

Él se quedó callado, mirándola fijamente a los ojos. Por fin hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Hablaré con Darius.

Cerró la puerta despacio tras él. Helen se quedó parada a los pies de la escalera. Preguntándose si las dudas de Griffin se debían a la preocupación que sentía por su seguridad o al miedo a su incompetencia con la hoz. Suspiró. Quizás diese igual.

Se paseó por el vestíbulo, deslizando la mano por la lustrosa barandilla y por la mesa de caoba pulida. Resultaba casi imposible resignarse a un mundo en el que la casa desconocida donde estaba ahora fuera lo más parecido que tenía a un hogar. Un mundo, en el que su propia casa, imponente y sólida sobre el cielo londinense, ya no se llenaría de luz y risas y animadas discusiones casi todas las noches.

Notó un leve escozor en los ojos, un agotamiento que venía de lejos, aunque solo pensar en irse a su habitación le crispaba los nervios. Su mente jamás le permitiría descansar.

No hasta que lo viese por sí misma.

Lo dudó un momento antes de abrir la puerta. Luego salió al fresco aire de la tarde, el viento fustigaba sus cabellos, los ruidos de la ciudad la rodeaban.

Se encaminó primero al Claridge, volviendo sobre sus pasos de la noche que escapó, tratando de no recordar los espantosos acontecimientos que la habían obligado a hacerlo. En cuanto pasó delante del hotel, no le resultó difícil encontrar el camino a casa. Menos de veinte minutos después de haber salido del hogar de los Channing, pasó de largo ante la botica de la esquina y continuó por la tienda de dulces al final del bloque. Todo le era dolorosamente familiar, y aun así, parecía distinto a través de la lente de cuanto había sucedido desde la última vez que recorrió aquellas calles.

La velocidad de sus pasos se redujo cuando Helen comenzó a cuestionarse la conveniencia de llegar a su destino. Ella sabía lo que había sucedido. Y cómo había acabado.

¿No era así?

O tal vez no le bastase con que le hubiesen dicho que sus padres habían muerto. Que su casa había ardido hasta los cimientos con su madre y su padre dentro. Tal vez tenía que verlo por sí misma, por horrendo que fuese el descubrimiento. Continuó caminando despacio por la calle, firmemente decidida.

Lo primero que le llegó fue el olor. No se trataba más que de un vago recuerdo del tiempo que pasó entre las paredes de su habitación, algo más acre que el permanente humo residual de las farolas londinenses. El olor fue acentuándose a medida que se adentraba en la calle.

Percibió el paisaje alterado que le esperaba incluso antes de verlo, como si todo el aire de los alrededores de la casa hubiese cambiado a causa de la desintegración de la madera, la pintura y los muebles que un día la ocuparon.

A pesar de estar preparada, Helen tuvo que inspirar hondo cuando por fin la casa apareció ante sus ojos. Su inconsciente rechazaba la imagen; el esqueleto ennegrecido de piedra y ladrillo, las ventanas que miraban como ojos vacíos según iba acercándose.

Esa no era su casa. No podía serlo.

Nada de suelos lujosamente alfombrados en los que había aprendido a gatear y a caminar, o del comedor, en el que ella y padre —con aquellos ojos que brillaban juguetones tras sus anteojos— habían discutido de política. Ese paisaje desolado no podía haber sido la casa que daba al exuberante jardín donde había tomado el té con Raum siendo niña. Ni el lugar donde se arrodillaba su madre, con un sombrero de ala ancha protegiendo su piel delicada del sol, para cortar las extravagantes rosas con sus tallos.

Sin embargo lo era. Ella lo sabía. Lo reconocía, del mismo modo que en su día había podido intuir los singulares trazos del rostro de su madre en aquellos daguerrotipos en los que una irreconocible señora Cartwright aparecía de niña.

Se aproximó a la casa con cautela, resistiéndose a la necesidad de taparse la nariz y la boca a causa del hedor. Resistiéndose a imaginar qué era lo que lo producía.

Finalmente, se detuvo ante la puerta de hierro, que se sostenía torcida sobre sus goznes. Al levantar la vista para mirar la fachada manchada de hollín, a Helen le pareció casi posible creer que el incendio no había sido grave. Aparte de los ladrillos ennegrecidos que rodeaban los marcos de las ventanas y la puerta de entrada, la fachada de la casa estaba intacta. Únicamente al dejar vagar su mirada fue cuando descubrió la extensión del daño.

La biblioteca, en su día protegida por el ladrillo en uno de los laterales de la casa, ahora se hallaba expuesta al mundo. Apenas consiguió distinguir las estanterías tras un montón de escombros que al parecer pertenecían al segundo piso. Los libros de padre —libros de los que ella había aprendido— ya no eran más que cenizas. Resultaba obsceno que los transeúntes levantasen la mirada para ver las habitaciones que le habían proporcionado cobijo desde que nació. De pronto se sentía vulnerable, como si estuviese en la calle llevando únicamente puesto el corsé.

De los escombros salía humo, una niebla amarga que limaba las asperezas de la destrucción. Apenas se percató del chirrido de la puerta cuando la empujó para abrirla. Cruzarla fue algo instintivo. Tenía que verlo por sí misma. Demasiadas cosas habían quedado pendientes la noche del incendio, que ya no era más que una huella borrosa en su memoria. Había sucedido todo tan deprisa. Necesitaba conciliar sus recuerdos con lo que realmente había ocurrido mientras estuvo escondida en las paredes de su cuarto, mientras huía por los túneles del subsuelo de la casa.

Como una cobarde, le susurraba una voz airada en su cabeza. Hizo cuanto pudo por ignorarla. Al recorrer el sendero, levantó la cabeza para contemplar el tejado. Se había derrumbado hacia un lado, dejando un enorme agujero abierto al cielo. A través de él, Helen podía distinguir el yeso ennegrecido, el espejo aún colgado de la pared de la habitación de su madre.

Continuó avanzando, sorprendida de ver aún intactos los peldaños que conducían a la puerta principal de la casa. Alguien debería detenerla, decirle que no era seguro.

Nadie lo hizo.

La gente que pasaba por la acera parecía muy lejana, y los ruidos de la calle y sus ocupantes, de otro mundo. Se detuvo en el umbral, recordando la puerta de madera tallada que una vez contuvo el marco. No había rastro de ella, ni restos quemados a sus pies. Era como si se hubiese desvanecido en el aire o nunca hubiese existido siquiera.

La traspasó para entrar en la oscuridad, poniendo a prueba las tablas de madera del suelo con su peso, mientras se abría paso hacia el recibidor. La escalera, antes magnífica y curvada a ambos lados para encontrarse en el centro, ahora estaba impracticable. Helen supuso que la pila de maderas humeantes que tenía delante era lo que quedaba de ella, aunque no había forma de saberlo con seguridad. Sea como fuere, no podría echar un último vistazo a su dormitorio. Ni escarbar en busca de recuerdos salvables. Al menos no en los pisos de arriba.

Continuando por el pasillo, giró hacia el salón. Sabía que se trataba del salón por su ubicación, pero estaba tan calcinado y que no lo habría reconocido. El suelo era un río turbio de hollín, en el que extraños objetos flotaban en el agua que debieron usar para apagar las llamas. Por los agujeros que aparecían intermitentemente entre los listones de madera y el yeso, se veían los árboles y enredaderas del exterior, que también estaba renegrido por el humo.

En aquel lugar todo estaba irreconocible. Habían desaparecido los muebles, como si hubiese venido un contingente de hombres de mudanza a llevárselos. No lo habían hecho, por supuesto. El fuego se había encargado de todo.

Estaba sopesando si sería prudente ir a la cocina cuando una tabla del suelo crujió a sus espaldas. El ruido hizo que detuviese sus pasos. Por un momento se quedó demasiado paralizada por el miedo como para hacer otra cosa que quedarse absolutamente quieta en medio de la habitación, esperando haberse equivocado. Cuando volvió a escucharlo, se giró en redondo, y retrocedió instintivamente hacia la pared.

Durante un instante se encontró en otra habitación y en otro tiempo. Una concurrida fiesta en la que ella era al menos un par de pies más baja que todos lo presentes. Gente con vestidos de fiesta, con copas en las manos y riéndose a carcajadas. Escuchaba la voz de su padre en su oído.

—Imagina que ahora mismo ves a alguien, Helen. Alguien para quien querrías permanecer invisible. ¿Qué es lo primero que tendrías que hacer?

Ella había respondido sin dudarlo. En sus recuerdos hablaba en voz baja.

—Pasar inadvertida.

Vio la solemne mirada de su padre contemplándola.

—¿Y eso por qué?

—Porque tendré menos probabilidades de escapar si alguien me ve primero —había dicho ella.

—Muy bien, hija mía. —Su padre había asentido con la cabeza, dibujándose una triste sonrisa en su boca—. Muy bien.

En su mente su voz sonaba con la claridad de una campana, y retrocedió hacia las sombras, con cuidado de que las tablas del suelo no crujiesen al posar en ellas todo su peso.

Cuando la figura ensombreció el umbral de la puerta del salón, ella se obligó a respirar despacio y regularmente. Sus ojos encontraron las salidas en menos de cinco segundos.

La pared que tenía detrás, que era lo bastante inestable como para poder atravesarla dándole un buen empujón.

Las vidrieras sin cristales de la fachada de la casa, que podría alcanzar en apenas cuatro zancadas.

Y el umbral de la puerta, en el cual estaba parada ahora la misteriosa y alta figura.

Obviamente, un último recurso.

No sabía si la estaría viendo o no, pero antes de considerar la conveniencia de correr, mejor que quedarse quieta y esperar a que no la hubiese visto, la figura habló.

—Imagino que ya habrás buscado por dónde escapar. —Era una voz familiar y masculina—. Os han entrenado bien a todos.

Raum.

Pensó en permanecer escondida, para darse el mayor tiempo posible e idear un plan de huida. Pero aquellas palabras la irritaron y salió de entre las sombras sin pensárselo, roja de furia y echando humo.

Nos han entrenado bien. —Escupió las palabras—. Tú fuiste uno de nosotros.

Él avanzó un paso, arrojando una sombra espeluznante bajo la escasa luz que entraba del exterior. Cuando habló, la cólera de su voz era un reflejo de la de ella misma.

—Ha pasado mucho tiempo desde que fui uno de vosotros.

Ella sacudió la cabeza.

—No lo bastante como para justificar tu traición.

—Tú no estás en posición de juzgarme. —Rugió las palabras, y ella empezó a sentir cómo los primeros efectos del miedo se abrían paso por su estómago—. No sabes nada acerca de mi vida.

—¿Que no estoy en posición de juzgar? —dijo ella con incredulidad—. Tengo todo el derecho a hacerlo. Has asesinado a mi familia, y me habrías asesinado también a mí, si no hubiese escapado.

Él pareció estremecerse antes de esconderse bajo un gesto impasible.

—Ya te dije que yo no lo hice.

—Ah, sí, ya me acuerdo. Tú solo ordenaste los asesinatos. —Sus dedos ansiaban tener un arma. Una espada, o una hoz—. Y eso lo justifica todo, ¿no?

Él bajó la vista al suelo antes de mirarla a los ojos. Sus cabellos brillaban como la caoba pulida, incluso en la penumbra.

—No sabía que eras tú.

—¿Cómo no ibas a saberlo? No creo que tus esbirros seleccionen al azar. Habéis estado matando a los Guardianes uno a uno.

Se estremeció cuando él avanzó hacia ella pisando fuerte. Al retroceder, calculó qué posibilidades tenía de escapar. Se encontraba demasiado cerca de la pared para coger suficiente impulso y atravesarla. La ventana seguía siendo una posibilidad, aunque Raum parecía en forma y rápido. Era mucho más alto que ella, y sus piernas bastante más largas. Era arriesgado.

Y entonces lo tuvo justo delante de ella, y la agarró de tal modo del brazo que ya no tuvo duda de que la superaba en fuerza.

—A mí no me daban los nombres de los Guardianes —dijo a la defensiva—. Solo me daban los apellidos de la familia. Cartwright y una dirección. Y de todos modos, no recuerdo el nombre que te pusieron. Solo me acuerdo de una niña seria, de manos suaves, que me invitaba a merendar en un jardín repleto de rosas. Fueron tus ojos… esos ojos de color violeta, los que me confirmaron que eras tú.

El tono de su voz se había ido suavizando y entristeciendo de tal modo, que Helen tuvo que recuperar su ira ante aquella inoportuna sensación de familiaridad con el hombre que había ordenado el asesinato de sus padres. Y el de ella.

—No me importa lo que recuerdes o no. Tú asesinaste a mi madre y a mi padre. Tú asesinaste a los demás Guardianes y a sus familias. —Titubeó, tragando saliva y levantó la barbilla—. Y supongo que ahora me matarás a mí también.

No tenía intención de darse por vencida sin oponer resistencia, pero necesitaba ganar algo de tiempo. Tiempo para zafarse y decidir el plan de huida.

Pero Raum no se movió para coger un arma. No hizo el más mínimo movimiento. Simplemente la miró de arriba abajo, sus ojos encendidos en llamas. Los segundos se hicieron eternos entre ambos, solo se oían en la sala sus respiraciones, la mano de él firmemente asida alrededor de su brazo.

Por fin la soltó. Tras retroceder, dejó caer sus manos a ambos lados.

—Puede que estés pensando en que esta no es ni la primera ni la última vez que te equivocas —dijo, bajando la voz.

Se encaminó hacia la puerta.

—¿Y qué se supone que quiere decir eso? —exclamó ella a sus espaldas.

Él no respondió. Se limitó a seguir andando.

Justo antes de desaparecer en el vestíbulo, se dio la vuelta.

—Tus amigos se llevaron algo de mi estudio. Ahora ya tenéis lo que necesitáis.

—¿A qué te refieres?

—Te he dejado con vida. Por ahora. —Sus palabras le cayeron como una piedra en el estómago—. La respuesta está a la vista de todos. Ya no puedo darte más.

Y luego desapareció.