ONCE

Helen se despertó al día siguiente con la mente y las ideas claras. Tras poner la fotografía en la mesilla de noche, cogió algo de dinero de la caja y volvió a colocarle la tapa. La deslizó bajo la cama. Era un escondite ridículo, pero eso carecía de importancia en aquellas circunstancias.

Era el único efecto secundario positivo de perderlo todo: ya no podían arrebatarle nada valioso. Eso la hacía sentirse temeraria y libre. Sin embargo una voz seguía alertándola en el fondo de su mente:

Siempre hay algo que perder.

Para cuando se hubo vestido y estuvo lista para salir de su habitación, ya era pasado mediodía. Pensó en posponer el plan hasta la mañana siguiente. Sería más fácil escabullirse de la casa antes de que saliera el sol. Pero enseguida descartó la idea. Cada segundo contaba, y no podría prepararse para lo que estaba por venir hasta que no llevase a buen término lo que había decidido.

Abrió la puerta con cautela y echó un vistazo al pasillo antes de salir de su cuarto. Llegar hasta la escalera no era difícil.

Recordó el recorrido: Izquierda, derecha, derecha.

Llegó sin problemas. No resultaba fácil pasar inadvertida en mitad del rellano. Si hubiese habido alguien en la entrada, la habrían pillado. Pero el recibidor estaba vacío, silencioso como una tumba. Bajó las escaleras con ligereza, afortunadamente la madera estaba cuidada y los escalones no crujían.

Ya tenía la mano en el pomo de la puerta cuando escuchó a alguien aclararse la garganta a sus espaldas.

—¿Vas a alguna parte?

Dejando escapar un suspiro, se dio la vuelta para encontrar a Griffin apoyado contra la barandilla. La contemplaba con una sonrisa cansada.

Ella se enderezó un poco.

—Lo cierto es que tengo que hacer un recado.

—¿Un recado?

—Sí. Un recado personal.

Él se incorporó y fue tranquilamente hacia ella.

—Se acabaron los recados personales. Ya no más. No para ti.

Se puso pálida de la impresión.

—Solo porque ambos nos encontremos en esta… esta situación poco corriente, eso no te da derecho a actuar como mi padre.

Él inclinó la cabeza, una débil sonrisa jugueteaba en sus labios.

—No estoy tratando de intimidarte, Helen. De verdad.

Ella asintió ante su tono de disculpa.

Él continuó.

—Es por tu propia seguridad. Anoche ya viste en la calle a los espectros. Ellos son la menor de las amenazas que nos acechan.

Helen no pudo rebatir su razonamiento, aunque eso no variaba sus planes.

—Pero tengo que hacer un recado.

—Y yo estaré encantado de acompañarte.

Había cierta terquedad en su tono. Algo que la hizo pensar si Griffin era realmente tan dócil como aparentaba.

Ella sonrió.

—Aún no sabes de qué se trata. Cuando lo averigües, puede que cambies de opinión.

—¿No me puedes dar más detalles sobre nuestro destino? —preguntó Griffin.

Helen sabía a dónde iba, y lo conducía entre las mujeres adineradas que salían a tomar el té y las jóvenes damas que paseaban con sus pretendientes.

—Bueno, si tienes que saberlo, necesito ropa.

Él la agarró del brazo y la obligó a detenerse.

—¿Vamos de compras?

—No exactamente —dijo ella—. Vamos a la modista. Y si te avergüenza hacer este recado, eres libre de volverte a casa.

—No me avergüenza. —Se restregó la barbilla con una mano, frunciendo el ceño pensativo—. Pero no es muy aconsejable que frecuentes las tiendas a las que solías ir.

—¿Por qué no?

Él la tomó del brazo y la apartó de la multitud que se abría paso por la calle.

—Porque fueran quienes fuesen los que mataron a tus padres, tienen planeado terminar su trabajo y te buscarán en los sitios a los que acostumbrabas a ir.

Ella no pudo evitar la sonrisa de incredulidad que asomó a sus labios.

—¿Me estás diciendo que conocen lo bastante de mí como para saber dónde me he hecho mis vestidos?

—Saben mucho más que eso, Helen. Apenas estamos empezando a unir las piezas, pero quien mató a tus padres, y a los nuestros, no es más que un asesino a sueldo. Detrás de esos sicarios se esconde alguien muy poderoso. Y saben mucho más de lo que puedas imaginarte.

Ella sacudió la cabeza.

—¿Entonces, qué se supone que debo hacer? Tengo que tener ropa, y me la tienen que hacer pronto y según mis indicaciones.

—Y así será.

Él colocó la mano de ella en su brazo, y dio media vuelta. Cuando llegaron a la altura de la casa, pasaron de largo.

—¿Griffin? —preguntó ella mientras caminaban.

—¿Mmmm?

—¿Por qué Darius y tú seguís en la casa de vuestra familia? ¿Quedaros allí no es ponérselo fácil a los asesinos? —Era algo que no podía quitarse de la cabeza desde que Galizur le hablara de los asesinatos.

—De eso se trata, precisamente —contestó sin dejar de mirar al frente.

—¿A qué te refieres?

—A nuestros padres no los mataron en casa como a los tuyos. Los mataron en la calle, como animales.

Ella bajó la mirada, apenada por el sufrimiento que percibía en su voz.

—¿Cómo supisteis que aquello estaba relacionado con las… ejecuciones?

—El bastardo dejó una señal. Siempre deja algo. —Sus palabras estaban envueltas en amargura—. Darius y yo llevamos esperando desde entonces para poder vengarnos.

—Lo siento mucho, Griffin. —Él se estremeció cuando ella le tocó el brazo.

Caminaron en silencio un momento mientras Helen se armaba de valor para hacerle la siguiente pregunta.

—¿Quién crees que está detrás de los asesinatos? —Resultaba difícil decirlo en voz alta. Sus padres también habían muerto.

—No lo sé —respondió Griffin. Habían llegado a una zona peligrosa de la ciudad, y la guio para esquivar una pelea entre peones que incluía empujones y lenguaje soez—. Galizur aún está juntando las piezas. Iremos a verlo esta noche otra vez, después de que nuestra gente regrese de inspeccionar los restos del fuego.

—¿El fuego? —murmuró ella—. ¿El que quemó mi casa?

Él asintió con la cabeza.

—Hasta ahora, el asesino siempre deja una pista, aunque no hemos conseguido averiguar lo que significa.

—¿Qué clase de pista?

Él titubeó antes de contestar.

—Sería demasiado difícil de explicar. Te lo enseñaré más tarde, esta noche.

Cruzaron la calle, sorteando los carruajes que pasaban veloces, y Helen trató de imaginar a un asesino lo bastante desalmado y morboso como para dejar una pista en la escena de sus crímenes. Por fin, Griffin se detuvo frente a un escaparate anticuado.

—Ya hemos llegado.

Ella miró dubitativa el rótulo, tan desvaído que ni siquiera pudo descifrar sus letras.

Él soltó una carcajada. Ella se rio al oírlo, y se dio cuenta de que el joven tenía una risa maravillosa. Sincera, aunque ligeramente tímida.

—Sé que no parece gran cosa —dijo él—. Pero, al igual que Galizur, Andrew trabaja en nombre de los Dictata. No anuncia sus servicios. Un sitio como este es menos probable que atraiga a clientes ocasionales. Confía en mí, Andrew es capaz de hacer cualquier cosa que necesites.

Ella vaciló ante la mención del nombre masculino. Únicamente había tenido costureras. Le resultaría extraño que un hombre le pusiera alfileres y le tomara medidas. Pero las reservas se esfumaron enseguida.

Asintió, extendiendo una mano hacia la puerta.

—Pues estupendo, entonces.

Él detuvo su mano y se adelantó.

—No te conoce. No contestará a menos que me vea a mí.

Griffin se acercó a la puerta de cristal, cubierta con una cortina por el otro lado, y llamó. Un momento más tarde Helen consiguió ver un ojo que se asomaba por una rendija de la cortina, segundos antes de oír cómo descorrían los cerrojos. La puerta se abrió.

—¡Señor Channing! ¡Qué agradable sorpresa! Pase.

El hombre, pequeño y ágil, dio un paso atrás, permitiéndoles pasar.

—¿Y esta es…? —Gesticuló nerviosamente, mirándola.

—Sí, efectivamente. —Griffin esperó a que el hombre cerrara la puerta y volviera a correr la cortina sobre el cristal, antes de continuar—. Helen Cartwright, Andrew Lancaster. Andrew, Helen.

El hombre tendió una mano. Ella le tendió la suya para saludarlo, y se quedó atónita cuando él se encorvó para rozarle con sus labios el dorso de la mano.

—Siento lo sucedido a sus padres. Eran personas maravillosas.

Helen no pudo reprimir su sorpresa.

—¿Usted los conocía?

—Vagamente. Tenían fama de buenos y justos.

Ella asintió, y se fijó en la franqueza de sus marchitos ojos azules.

—¿Cómo se ha enterado de su…? Ocurrió anoche.

—En nuestro círculo las palabras viajan deprisa, señorita Cartwright. Y, últimamente, hemos acabado acostumbrándonos a las malas noticias.

El silencio, saturado de oscura realidad, se instaló entre ellos.

Por fin Griffin se decidió a hablar.

—Helen necesita con urgencia algunas cosas. ¿Nos puede ayudar?

Andrew se frotó las manos y se dirigió de inmediato hacia la trastienda.

—Por supuesto, por supuesto. Vengan. Llamaré a Lawrence.

Helen miró a Griffin inquisitiva, pero él se limitó a extender una mano indicándole que siguiera al señor Lancaster. Este ya se había adelantado bastante y era casi invisible en la semipenumbra. La joven echó a andar a toda prisa, siguiendo el sonido de su voz que resonaba a través de las estancias débilmente iluminadas.

—Lawrence, tenemos compañía. Trae la cinta y tijeras, ¿quieres?

El almacén estaba abarrotado de rollos de tela y hojas de papel que representaban trajes diversos. Estaban encima de las mesas y prendidas a las paredes en lugares extraños. Cuando llegaron a la trastienda, el señor Lancaster sacó una silla de debajo de una mesa y le indicó que se sentara. Cuando lo hizo, le entregó una hoja de papel y una pluma.

—Escriba todo lo que necesite. Especifíquelo bien, porque nunca se sabe lo que se puede uno encontrar después. —Sus ojos brillaron con picardía.

Bajando la vista hacia el papel, ella comenzó a reflexionar sobre cómo expresar con palabras su pedido. Griffin, que estaba de pie cerca de su hombro, arrojaba una sombra sobre la hoja, y ella levantó la vista, de pronto se sentía cohibida. Arqueando las cejas, buscó su mirada.

—¿Qué? —preguntó él, mirando alrededor como si la respuesta a su gesto se hallase en la habitación abarrotada—. ¿Quieres que me vaya?

—No tienes que irte. Bastaría con que… te alejaras hacia la entrada del almacén o más al fondo.

Él suspiró, pasándose una mano por el pelo alborotado.

—Está bien.

Se dirigió hacia la parte delantera de la tienda mientras Helen se giraba de nuevo hacia la mesa e inclinaba su cabeza sobre el papel para escribir. Ya había estado pensando en las cosas que iba a necesitar. Una vez se hubo marchado Griffin, escribió sin parar, citando todo lo que necesitaba reponer y detallando instrucciones especiales para su ropa nueva.

Por fin, con la mano agarrotada de tanto escribir, le pasó la lista al señor Lancaster.

Este la supervisó concentrado antes de levantar la vista hacia ella.

—Mi querida niña, ¿está usted bien segura?

Ella asintió.

—Sé que suena extraño, pero es necesario para que pueda defenderme yo sola. Y si hay algo que mi padre me enseñó, es a depender solo de mí misma, siempre que fuese posible.

La mirada del señor Lancaster se dulcificó.

—Su padre parecía una persona muy sabia. —Se inclinó, hablando en voz baja—. Aunque, si permite que se lo diga, a la hora de la verdad los hermanos Channing son una buena opción. Si hay alguien que pueda protegerla, son ellos.

Ella sonrió.

—Gracias. Pero me gustaría estar preparada cuanto antes para defenderme yo sola.

—Por supuesto —asintió él, que comprendió el significado profundo de sus palabras.

Ella se puso en pie.

—¿Puedo preguntarle cuánto tardará en entregarme las prendas?

El señor Lancaster miró a su alrededor y la lámpara de aceite que estaba en la mesa hizo brillar su calva.

—¡Lawrence! —Bajó la voz hasta convertirla en un murmullo—: ¿Dónde demonios se ha metido?

Un hombre alto y robusto apareció momentos después como si lo hubiese conjurado la voz del señor Lancaster.

—Estaba buscando las tijeras buenas y la cinta que dejó usted en la máquina de arriba —refunfuñó.

El señor Lancaster lo miró.

—¿Están disponibles los refuerzos esta noche?

—Creo que podemos contar con ellos.

El señor Lancaster sonrió satisfecho y se volvió para mirar a Helen.

—Le haremos la entrega mañana por la tarde. Supongo que estará usted en casa de los Channing, ¿no es así?

—Sí, ¿pero está usted seguro? ¿Cómo piensa tenerlo todo hecho? A la costurera de mi madre le llevaba al menos una semana tener lista la primera prueba para un vestido.

El señor Lancaster inclinó la cabeza.

—Señorita Cartwright, Lawrence y yo tenemos cierto número de… esto… recursos a los que acudimos en situaciones como esta. Situaciones desesperadas, ¿no es así?

Ella asintió despacio.

—Supongo que sí.

—Tendrá sus cosas mañana —le dijo él, mirándola a los ojos.

Ella sonrió.

—Gracias.

—Y ahora, necesitamos que se ponga detrás del biombo para tomarle algunas medidas —dijo él, incorporándose.

La condujo a la parte trasera de la tienda hasta un gran biombo forrado de tela. Con ambos, Lawrence y el señor Lancaster, midiéndola por todas partes, no hubo lugar para inhibiciones. Una hora más tarde, cuando salió de la tienda, le parecía que conocía a ambos de toda la vida. Nada más llegar ella y Griffin a la puerta de salida, el señor Lancaster y Lawrence ya estaban empezando a trabajar en la trastienda, y ella se dio cuenta de que no le habían entregado la factura. Tuvo la sensación de que no se trataba de algo accidental. Antes de salir, deslizó un grueso fajo de billetes debajo de un jarrón que había junto a la puerta y luego la cerró tras de sí, sin apenas hacer ruido.