Pasaron la noche en las tiendas del refugio, porque era imposible continuar. Pero se despertaron muy pronto y se dirigieron rápidamente hacia el oeste, a la zona de las plantaciones de tabaco, donde habían descubierto, consultando los archivos de la Eye, que McDuff tenía una inmensa finca.
Iban en paralelo a la carretera que une la capital, Nairobi, con la ciudad de Mombassa, el gran puerto que se abre al océano índico.
—Casi hemos llegado —avisó Haida hacia el mediodía, separando las manos del volante para estirar los brazos.
—Por suerte —comentó Larry, pálido como el papel por culpa de los traqueteos del Land Rover por la pista de tierra—. No creo que pudiera resistir mucho más.
—Concéntrate en los datos que tenemos sobre McDuff —le aconsejó Agatha—. Hay algo que no me cuadra…
El camino pasaba por en medio de un bosque de arbustos de tronco estrecho y hojas que reflejaban el sol como minúsculos espejos.
—¡Qué cantidad de tabaco! —murmuró mister Kent secándose el sudor de la frente—. Si hay un incendio, quedaremos bastante ahumados.
La plantación de John McDuff era realmente infinita y, de vez en cuando, sobresalían grupitos de trabajadores, camiones destartalados y chozas con techo de paja.
El terreno, que tenía una ligera subida, formaba una pequeña colina y, en la cima, se levantaba una gran villa colonial de paredes muy blancas.
—Finalmente hemos llegado a la finca —dijo Haida con una sonrisa. Detuvo el todoterreno justo delante del porche de la entrada. Un instante más tarde, salió corriendo por la puerta principal una señora más bien gordita que llevaba un vestido de color nata lleno de puntillas y un vistoso sombrero, del cual sobresalían unos mechones grises.
—¡John! ¡John! —gritó la mujer, con las mejillas coloradas—. ¡No puedes estar tanto tiempo fuera de casa a tu edad!
Se puso unas gafas, miró perpleja el todoterreno y entonces pareció que por fin veía y reconocía a Agatha, Larry y los otros.
—Ustedes no son mi John —balbuceó.
—Creo que no —respondió Agatha bajando de un salto del Land Rover—. De hecho, en realidad nosotros también lo estamos buscando.
—¿Son amigos de mi John, jovencitos? —preguntó ella con un hilo de voz.
—No exactamente —comentó Larry, decidido.
Pero, por suerte, la mujer no lo oyó.
Tal como habían descubierto en los archivos de la Eye International, aquella señora de aspecto atolondrado se llamaba Cordelia y era la mujer de John McDuff. Tan pronto como vio a Watson, se acercó a él, lo cogió en brazos y lo acarició detrás de las orejas. Pareció que el gato lo agradecía y empezó a ronronear.
—¡Permítanme que les acoja como huéspedes, señores! ¡Todos los amigos de mi John son bienvenidos en casa! —dijo Cordelia, contenta, sin esperar siquiera a que se presentasen—. ¡Les serviré una comida que se chuparán los dedos!
Los condujo a todos hacia el interior de la gran casa.
Incluso una persona menos aguda que Agatha se hubiera dado cuenta de que aquella era la vivienda de un experto cazador. Había pieles de animales por todas partes, pero parecían desgastadas por el paso del tiempo. Los colores dominantes de las salas eran el de la madera maciza y el blanco de las cortinas. En la sala señorial, se les invitó a sentarse en una gran mesa de teca, sobre la cual el personal de la villa había dispuesto platos típicos de la cocina inglesa.
—Eeeh… Su colección de trofeos… es realmente… original —balbuceó Larry para romper el silencio.
La señora McDuff se acercó a los ojos un pañuelo con puntillas.
—¡La caza ha sido siempre la única pasión de mi marido! —gimió secándose una lágrima.
Era el momento ideal para introducir en la conversación el tema del que todos estaban deseando hablar.
—¿Por qué llora, señora Cordelia? —preguntó Patrick Lemonde—. ¿Le ha pasado algo al señor McDuff?
—¡Mi John desapareció hace una semana! Pero ya sé por qué, ¡ese cabezota inconsciente! —El grupo la miró con una expresión de interrogación. Como única respuesta, la mujer se sacó del bolsillo un frasco de cristal y estuvo revolviendo las pastillas que había dentro—. ¡Mi pobre John está enfermo del corazón! —chilló desesperada—. No debería cansarse ni estar al sol cuando hace demasiado calor. Peor, conociéndolo, seguro que está en una cacería larga, como hacía antes con los amigos de la Condecorada Sociedad de los Caballeros Británicos.
Agatha dirigió una mirada de complicidad a sus compañeros, mientras la señora suspiraba, con Watson en la falda y una tacita de té temblándole en las manos. El aroma era el mismo que la mezcla de Ceilán que habían encontrado el día antes.
«Todo cuadra, pero ahora ¿cómo continuamos la investigación?», pensó la chica.
Mientras Agatha pensaba una solución tocándose la punta de la nariz de manera insistente, Cordelia McDuff continuó contando su historia. Describió cómo le había suplicado a su marido que dejase de pensar tan solo en los safaris y que se dedicase a la plantación de tabaco que rodeaba la villa. Después de muchas dudas, John había aceptado esto para contentar a su mujer y había colgado el fusil de caza. Parecía que todo iba bien hasta que, hacía unas cuantas semanas, había recibido una extraña carta. Desde entonces se había mostrado cada vez más inquieto, casi impaciente. Cordelia lo había pillado un día abrillantando sus escopetas y, entonces, una noche desapareció con sus tres ayudantes más leales y se llevó consigo un todoterreno y una camioneta.
—Seguro que se ha embarcado en alguna loca aventura —suspiró la mujer—. Pero ya no es un jovencito ni tiene los mismos reflejos que antes. Además, se dejó las pastillas para el corazón y, sin ellas, a la larga ¡podría morir!
En la mirada de Agatha brilló una chispa de astucia.
—Ya le llevaremos nosotros las pastillas, señora Cordelia —la tranquilizó con una gran sonrisa—. A cambio, querríamos pedirle que nos enseñe esa carta tan extraña que nos ha comentado.
Mister Kent y Larry se guiñaron al ojo para valorar aquella genial estratagema. Haida también sonrió levemente, mientras que Patrick Lemonde parecía nervioso.
Cordelia se levantó de su asiento y los condujo por los pasillos de la villa hasta una gran puerta coronada con una punta de cuerno de antílope.
—Este es el despacho de mi marido, pero no sé dónde puede estar la carta. La he buscado, pero no la he encontrado. En cualquier caso, si la conservó, seguro que está aquí —dijo la mujer.
Larry fue el primero en cruzar la puerta y se encontró ante un león encogido en la alfombra. Tenía unas patas enormes, las zarpas muy afiladas y la cabellera del color del fuego. Tan pronto como el chico puso un pie en el despacho de McDuff, la bestia se irguió de un salto y abrió la boca con un rugido terrible.
¡GRRRRR!
—¡Aaaaah! —gritó Larry, que retrocedió de manera precipitada y desequilibrada y chocó con la corpulencia de mister Kent.
—No se preocupe, jovencito —exclamó Cordelia, divertida—. Es Elton, el león de mi marido. Ahora ya está viejecito y es completamente inofensivo… Pero es un guardián magnífico. Todavía da miedo, ¿verdad?
—Ya… ya lo puede decir —balbuceó Larry, mientras la señora acariciaba el morro del majestuoso rey de la sabana.
El despacho de John McDuff era luminoso, con una gran mesa de baobab y una silla de mimbre. En las paredes había colgada una espléndida colección de lanzas y otras armas africanas.
Encima del escritorio, había una carpeta de cuero, un tintero y una pluma, un abrecartas que imitaba una pezuña de ñu y otras cartas.
—Quizá entre la correspondencia —dijo Cordelia alargando a mister Kent un montón de hojas arrugadas.
El mayordomo de la casa Mistery le pasó los documentos a Agatha, que se los dio a Larry.
Mientras el joven detective los examinaba con atención, su prima pequeña empezó a curiosear por la sala.
—¡Aquí no hay nada interesante! —refunfuñó Larry después de consultarlos—. ¡Estamos donde antes!
—No te preocupes —lo tranquilizó su prima enseñándole un papelito—. ¡La misteriosa carta estaba escondida detrás de este escudo de madera!
Más que de una carta, se trataba de un corto telegrama que decía así:
El TRANSPORTE DE LA JIRAFA BLANCA YA ESTÁ ORGANIZADO STOP EL BARCO ESTRELLA DESLUMBRANTE SALDRÁ DE MOMBASSA A LAS 19.15 DEL MARTES 28 DE ABRIL STOP PAGO AL FINAL DE LA MISIÓN STOP FIRMADO PRÍNCIPE H. F. S.
—¿Príncipe H. F. S.? —preguntó Patrick Lemonde.
—¿Barco Estrella deslumbrante? —dijo Haida.
—¿Jirafa blanca? —exclamó la señora McDuff, más preocupada que nunca.
Agatha tomó la palabra.
—Ahora está todo aclarado —reflexionó—. Ese príncipe H. F. S. contrató a John McDuff para que capturase a la jirafa Hwanka, ¡a la que embarcarán esta misma noche en Mombassa!
—¡Entonces, tenía razón, ha ido a cazar! —gimió Cordelia—. ¡Por favor, llévenle los medicamentos!
—Lo haríamos encantados, pero el tiempo juega contra nosotros —repuso mister Kent mirando el reloj—. ¡Necesitaríamos un medio de transporte muy rápido para llegar a Mombassa antes de que salga el barco!
Cordelia McDuff sonrió de manera enigmática.
—Vengan conmigo, señores.
Los acompañó fuera de la villa, hasta un almacén. En el interior había un destartalado biplano pintado de color amarillo, con la hélice de madera y dos asientos en el fuselaje. La tela de las alas estaba llena de polvo y las ruedas del tren de aterrizaje un poco deshinchadas, pero, a pesar de todo, podía llegar a levantar el vuelo.
—Larry, Watson y yo nos podemos apretar en la parte de delante —valoró Agatha—. Mister Kent puede sentarse detrás y pilotar: tiene el carné.
—¿Y Haida y yo? —preguntó Patrick Lemonde, preocupado.
—Ah, tranquilo —lo calmó Haida—. El Land Rover es mucho más lento que el avión, pero, si corremos, ¡llegaremos a Mombassa al atardecer!