Hacia el mediodía, la reserva nacional del Masái Mara se presentó en todo su esplendor. Haida detuvo el Land Rover en una colina para que los chicos pudiesen contemplar el grandioso paisaje.
El mundo parecía dividido en dos: arriba, un cielo turquesa; abajo, un inmenso valle de hierba amarilla y escuálidas acacias.
Un rebaño de ñus y cebras ramoneaba en silencio, preparado para arrancar a la menor señal de peligro. Los flamencos se disputaban el cielo con otros pájaros de gráciles vuelos.
Agatha se acercó con los prismáticos.
—Parece que hayamos viajado en el tiempo a hace millones de años —murmuró con la voz trémula por la emoción.
Mientras, Haida enseñaba a mister Kent algunos truquitos para el mantenimiento del Land Rover. Él la escuchaba con atención, a la vez que acariciaba el pelo de Watson, que intentaba escaparse de sus brazos con gestos bruscos, arañazos y maullidos. Probablemente, el gato sentía la llamada de la naturaleza y quería ir a cazar invisibles roedores.
Cuando volvieron a encontrarse, todos tenían en la cara una sonrisa serena y se morían de ganas de reemprender la misión.
Antes de continuar el viaje, se comieron unas chuletas con judías secas. Hacia las tres de la tarde, el poblado masái asomó finalmente la cabeza por detrás de las onduladas colinas. Estaba a unos cuantos kilómetros de la carretera y Haida tuvo que meterse en medio de la hierba, avanzando con las marchas cortas.
—Es una maniobra arriesgada —confesó—. ¡Sobre todo, no intentéis repetirla vosotros solos!
—¿Tercera lección de supervivencia? —preguntó Larry con ironía. Su broma hizo que se riesen con tantas ganas que los pájaros posados en las acacias levantaron el vuelo. Orgulloso de su sentido del humor, el joven detective se relajó contra el respaldo y estiró las piernas—. ¡Hacemos un equipo formidable, chicos! —dijo, exultante—. ¡Me juego lo que queráis a que los masáis estarán encantados de vemos y a que cerraremos la investigación en un periquete!
Unos minutos más tarde, Larry comprendió que se había equivocado. Y bastante.
Un poco más adelante, diez guerreros masáis de paso majestuoso salieron del bosque y les ordenaron que se detuviesen. Iban ataviados con unas túnicas rojas y agarraban amenazadores las afiladas lanzas. Haida les dijo a sus compañeros que no se moviesen y bajó para hablar con ellos en suajili.
Larry y Agatha aguantaron un buen rato la respiración, mientras mister Kent tocaba el fusil instintivamente.
—\Oloibon\ —gritaron los guerreros al final de la conversación.
Entonces, uno de ellos se separó del grupo y comenzó a correr en dirección al poblado al ritmo de un maratoniano.
Haida volvió a subir al vehículo con aspecto de preocupación.
—No nos dejan continuar —anunció—. Debemos esperar a los antropólogos en el Land Rover.
Antes de que su primo comenzara a protestar, Agatha razonó lo siguiente:
—Era esperable: la tribu quiere conservar sus raíces y no ve bien la presencia de forasteros.
—¿Y entonces nos quedaremos aquí? —preguntó Larry—, ¿No hay ningún sitio donde descansar por aquí?
—Estamos en medio de la sabana —repuso Haida consultando el mapa—. El primer complejo turístico se encuentra a unas horas en coche.
Agatha dobló los brazos detrás de la cabeza y dijo:
—Cuarta lección, primito: ¡tener paciencia!
Pareció que, de golpe, el tiempo se detenía. Bajo aquella capa de calor opresivo, solo zumbaban los insectos; todo lo demás parecía paralizado.
Pasó media hora antes de que la barrera de los guerreros masáis se abriese para dejar pasar a alguien. Los chicos vieron a un hombre y a una mujer con la piel quemada por el sol y ataviados con telas y collares tribales.
Eran Patriek Lemonde y Annette Vaudeville, acompañados de un anciano encorvado sobre un bastón que pronunciaba frases incomprensibles. Los dos antropólogos le tenían un gran respeto, escuchaban sus consejos y le hacían unas leves reverencias.
Solo cuando recibió el consentimiento del hombre, la pareja de estudiosos pudo acercarse al Land Rover.
—Nos temíamos que ya no iban a venir —comenzó Patrick. Tenía el rostro mucho más flaco que en la foto del dosier.
La expresión de Annette reveló inmediatamente una cierta desilusión.
—¡Pero si sois unos críos! ¡No sabéis lo que nos ha costado convencer al oloibon de que era necesaria la intervención de los agente del Eye! —dijo, mordaz.
Agatha, sin pensárselo, cogió las riendas de la situación.
—Les presento al multicondecorado LM14, señores —afirmó señalando a Larry—. Él es el encargado de conducir la investigación.
Los estudiosos se miraron, dudando de estas palabras.
—¿Y el resto? ¿Sois el apoyo logístico? —inquirió Lemonde.
Haida presentó rápidamente al grupo y cedió la palabra a Agatha, quien, sin perder un segundo más, comenzó a lanzar preguntas.
—¿Dónde vieron por última vez la jirafa blanca? —quiso informarse pasándoles el mapa.
Los antropólogos señalaron con el bolígrafo la zona por donde se movían habitualmente las jirafas. En su recorrido seguían el bosque de acacias, desde la cima de las colinas, en el norte, hasta el torrente que pasaba por las puertas del poblado.
—Cada mañana, Hwanka visitaba la tribu para abrevar —explicó Annette—. Después, el grupo iba hacia una zona sombreada, más o menos por aquí… —Trazó un círculo en una zona situada a unos cuantos kilómetros de donde se encontraban en aquel momento.
—¿Hwanka? —preguntó Larry, sorprendido—. ¿Se llama así la jirafa?
—Significa «espíritu de la suerte» —explicó Patrick—. El oloibon afirma que la desaparición de Hwanka anuncia grandes desgracias para la tribu. Pero, al mismo tiempo, no quiere que su gente interfiera en el destino…
—Eso quiere decir que todavía no han examinado la zona para ver qué ha podido pasarle a la jirafa, ¿verdad? —intervino Agatha.
Los dos antropólogos asintieron.
—Nosotros obedecemos las reglas del poblado —continuó Annette—. Como hemos dicho, por suerte hemos podido convencer al sabio para que nos concediese un permiso especial para avisarlos…
—¿A qué esperamos, entonces? —saltó Larry, nervioso—. ¡Podría haber pistas en la zona! ¡Rápido!
Instados por el joven detective, Haida y mister Kent subieron rápidamente al Land Rover.
—¿No pueden acompañarnos en la búsqueda? —preguntó Agatha a los estudiosos, antes de subirse al todoterreno.
Durante unos instantes, Annette miró a su compañero y le cogió la mano.
—Ve con ellos —le susurró—. El oloibon ha aceptado la ayuda. Si les traes a Hwanka de vuelta, ¡te recibirán como un héroe!
Se abrazaron y después Patrick se sentó al lado de Agatha, en la parte de delante. El todo terreno retrocedió marcha atrás y se adentró en el espeso bosque, bajo la silenciosa mirada de los guerreros masáis y del anciano sabio.
—¿Estamos seguros de que Hwanka no ha sido atacada por leones, leopardos o hienas? —apuntó mister Kent.
—Imposible —replicó Haida—. Por norma general, los depredadores no atacan a las jirafas.
Todos esperaban una intervención de Lemonde, pero antes intervino Agatha.
—Sin duda, es obra de cazadores furtivos —declaró mirando el mapa que tenía en el regazo—. Querían capturar la jirafa blanca y le han tendido una trampa en el bosque, donde los guerreros masáis no se adentran. —Se rascó la punta de la nariz y le mostró a Haida una zona en concreto—. Me juego lo que queráis a que aquí encontraremos un vivac, huellas de neumáticos y otras pistas de una emboscada.
—¿Cómo estás tan segura? —preguntó Larry.
—La noticia de que hay una jirafa blanca llama la atención de los furtivos, primito —explicó ella—. Y el profesor Lemonde podrá confirmamos que últimamente han desaparecido otros ejemplares de jirafa…
Patrick quedó impresionado de la agudeza de Agatha.
—No soy ningún experto en caza, pero la reconstrucción de la señorita me parece plausible —afirmó—. Además, los disparos de fusil se oyen a kilómetros de distancia, mientras que los proyectiles para dormir animales son silenciosos. Supongo que la durmieron para llevarla a un zoo.
Haida se mordió el labio con rabia.
—Las jirafas son una especie protegida —murmuró—, ¡Tenemos que atrapar como sea a quienes han cometido este delito!
Después, apretó el acelerador, puso la marcha más larga y recorrió una extensa pradera con un gran traqueteo, mientras antílopes, cebras y gacelas corrían por todos lados. Muy pronto llegaron al lugar que había sugerido Agatha. Las suposiciones de la joven londinense resultaron exactas.
—Mirad: ¡huellas de neumáticos! —exclamó Larry mirando desde la ventana.
—Aquellas son las piedras ennegrecidas de una hoguera —añadió mister Kent.
Patrick Lemonde, en cambio, señaló unas jirafas que alargaban el cuello para rumiar hojitas.
—¡Diría que reconozco a sus compañeras! —exclamó, contento.
En los siguientes minutos recorrieron el terreno de punta a punta para recoger pistas.
¡Eran la seis de la tarde y la caza de los furtivos acababa de empezar!