Cogieron un vuelo de la compañía holandesa KLM que hacía escala en Amsterdam. Durante las dos horas de espera en el aeropuerto antes de coger el vuelo hacia África, Larry dio las primeras señales de vida.
—¿Dónde… dónde estamos? —preguntó abriendo los párpados, que le pesaban toneladas por el sueño. Caminaba arrastrando los pies y cogido del poderoso brazo del mayordomo. No era la primera vez que sus amigos lo veían comportándose como un zombi, pero en este caso el sueño estaba más que justificado: se había pasado toda la noche estudiando primero los documentos del
dosier y, después, un libro que describía Kenia en profundidad.
Agatha, que tomaba apuntes en su libreta nueva, hizo que se sentara en una silla de la sala de espera.
—Vuelve a dormirte. Ya queda poco.
Mister Kent reprimió como pudo las carcajadas por la mentirijilla de la señorita. En realidad no estaban ni a la mitad del viaje, que en total duraría once horas.
El vuelo continuó sin contratiempos. Muy pronto estuvieron sobrevolando el mar Mediterráneo y luego siguieron el curso del Nilo en dirección al sur. Durante aquel largo trayecto, Agatha se entretuvo jugando con Watson, observó el magnífico paisaje africano desde la ventana y charló un rato con el mayordomo. Al rato, apoyó la cabeza en el hombro de Larry.
Durante el aterrizaje en el aeropuerto Jomo Kenyatta de Nairobi, el aspirante a detective se despertó de golpe y chilló de terror:
—¡Aaah! ¡Una bestia salvaje! ¡Se lanza contra mí!
Agatha se incorporó y se frotó los ojos.
—Algún día me gustaría saber qué pasa por tu cerebro mientras duermes —dijo la chica haciéndose la ofendida, y guiñó un ojo a mister Kent—. ¿Es que parezco una bestia salvaje?
—Claro que no, señorita —contestó rápidamente el mayordomo.
Los tres se habían preparado para las frescas temperaturas nocturnas de Kenia poniéndose unos canguros con forro por encima de los pantalones cortos y los jerséis.
La humedad les golpeó tan pronto como salieron del avión. Eran las nueve de la noche y el sol ya se había puesto más allá del horizonte.
Después de recoger las maletas, les asaltó un tropel de chicos que los invitaban a participar en sus safaris. Larry, todavía grogui por el viaje, iba rechazando las ofertas diciendo que no con la mano. De repente se acercó a él una mujer de unos treinta años, con el pelo corto y un físico que se perfilaba de manera espectacular con el uniforme de camuflaje que llevaba puesto.
Tenía la piel de color café y los ojos, de un tono negro profundo e intenso.
—¿Qué desea? —preguntó el joven detective—. Tenemos prisa…
—¿Y adónde queréis ir sin mí, Larry Mistery? —repuso ella en tono de desafío.
El chico se quedó completamente fuera de juego.
—¿Tú… tú eres… eres… Haida? —preguntó sorprendido, porque no había visto ninguna foto de ella.
La chica le guiñó un ojo a Agatha y afirmó, solemne:
—¡Haida Mistery, preparada para la misión, agente LM14! —dijo antes de estallar en carcajadas y abrazar con entusiasmo a los recién llegados.
—Creía que eras una guarda de seguridad —replicó Larry secándose el sudor de la frente—. Me imagino que el mono de camuflaje es para que los animales de la selva no te vean…
—¡De la sabana! —lo corrigió Haida, y añadió—: Agatha me ha informado de que nos dirigiremos al sur, a la reserva del Masái Mara.
—Nuestro querido Larry ha pasado la noche en compañía de un gran libro ilustrado sobre Kenia —intervino Agatha con una amable sonrisita—. Pero, por lo que parece, no le ha servido de mucho. —Se puso seria de repente y preguntó a su prima—: ¿Qué te parece si vamos a comer algo, encontramos algún sitio donde pasar la noche y salimos mañana, cuando amanezca, hacia el Masái Mara?
La chica asintió y acompañó al grupito a la salida.
—Podemos quedamos en mi despacho, aunque deberemos adaptarnos. No hay mucho sitio… Sabéis, paso poco tiempo en la ciudad. Normalmente prefiero dormir bajo un techo estrellado…
Había dicho la verdad, como descubrirían bien pronto.
Después de una frugal cena a base de arroz, verduras y pollo, fueron a la sede de Safari sin Fronteras. El despacho de la agencia estaba en el centro de Nairobi y parecía más bien un garaje grande, al lado de una salita de cristal donde estaban expuestos prospectos, itinerarios y pósteres de animales y paisajes.
—Normalmente, a mis clientes les gusta correr riesgos, pero con vosotros tomaré todas las medidas de seguridad posibles —anunció Haida señalando la silueta de un todoterreno. El Land Rover estaba lleno de salpicaduras de barro y completamente cubierto de polvo y ramitas secas. Haida invitó al mayordomo a dejar las maletas con las trastos de acampada, las provisiones y los tanques de agua y gasolina que ya había cargado ella antes de que llegasen sus huéspedes. Larry aprovechó entonces para echar un vistazo al interior del coche con una mirada llena de dudas. El vehículo tenía el techo descapotable y los seis asientos remendados y llenos de arena. Por su aspecto andrajoso, parecía que aquella carraca hubiera cruzado media África.
Durmieron en una amplia tienda que Haida había montado en la parte de atrás. Parecía una casita en miniatura, con una cocina y los sacos de dormir alineados. Unos minutos después de haberse metido en el suyo, Larry preguntó con una vocecita tímida:
—¿Podemos abrir la mosquitera? ¡Aquí dentro hace un calor infernal!
—Bajo tu propio riesgo —respondió Haida, riendo disimuladamente.
Agatha sacó de la bolsa un espray repelente de insectos y se roció la piel. Después se lo pasó al mayordomo y a su prima, mientras el chico sacaba la cabeza y disfrutaba de la fresca brisa.
—¡Os aconsejo que toméis un poco el aire, chicos! —exclamó Larry—, ¡Aquí fuera se está mucho mejor!
En aquel mismo instante un escuadrón de mosquitos y coleópteros tomó a Larry por asalto y lo picó por todas partes.
—¡Una invasión! —gritó moviendo los brazos como un pulpo—. ¡Cerrad deprisa o se nos comerán vivos!
De ello se encargó mister Kent, mientras en la tienda los demás estallaban en una carcajada general. Parecía que incluso Watson se estaba divirtiendo.
—Primera lección de supervivencia, agente LM14 —dijo Haida cuando las risas se calmaron—. ¡No subestimes las trampas ocultas de África!
Agatha aprovechó la ocasión para recoger más información sobre los riesgos que podía conllevar la investigación. Haida no era guía turística, pero en sus aventuras de supervivencia extrema se había topado de muy cerca con leones, guepardos, elefantes, rinocerontes y búfalos.
—Los famosos Big Five —comentó Agatha, embelesada con aquellas descripciones—. ¡Los animales más peligrosos del continente negro!
—Exacto —confirmó Haida—. Pero tampoco tenéis que menospreciar los rebaños de ñus, cebras y antílopes. No solo porque podríais acabar bajo sus pezuñas…
—Sino porque atraen a los depredadores —completó el mayordomo.
Ella lo confirmó con un gesto.
—Después están los monos y las serpientes, los escorpiones y los insectos venenosos —continuó dándose la vuelta cansada hacia un lado—. En realidad, mañana no os alejéis bajo ningún concepto del Land Rover sin mí. También tengo un fusil, por si surgiera algún imprevisto.
Larry suspiró.
—Esta noticia me levanta la moral —dijo—. ¡Te juro que me pegaré a ti y seguiré todos tus consejos!
Con aquella promesa se acabó la conversación y todos se durmieron profundamente.
Al amanecer, después de refrescarse, se metieron por las calles de Nairobi. Era una ciudad lívida, dominada por una tonalidad sucia. De las chimeneas de las fábricas se elevaba un humo negro y, en las calles, el aire era espeso y polvoriento. Dejaron el centro y comenzaron a recorrer una carretera elevada respecto al nivel del suelo. El asfalto era un continuo de subidas y bajadas, y los baches hacían que el vehículo traqueteara continuamente. A los lados de la calzada había restos de coches oxidándose, neumáticos ardiendo y procesiones de mujeres y niños.
Aquellas escenas encogieron el corazón de los tres londinenses, que no volvieron a abrir la boca hasta que el ambiente no cogió algo de color.
—Aquí empiezan los parques y la reservas —avisó Haida—. Para llegar al Masái Mara, aún nos quedan cinco horas de camino, si no tenemos ningún imprevisto.
La frase no era un buen presagio. Media hora más tarde, Watson se puso a maullar en la bolsa, olfateando el aire y mirando a su alrededor. Mister Kent también notó un olor extraño y preguntó:
—¿Se está quemando algo?
Los neumáticos del Land Rover chirriaron con el repentino frenazo. Haida abrió la puerta y salió del coche corriendo, seguida por los demás. Un pestilente humo se elevaba desde el motor.
—No os preocupéis, solo es el aceite —los tranquilizó Haida—. Esta es la segunda lección de supervivencia: no viajéis nunca sin todas las reservas necesarias.
Mientras Haida cambiaba el aceite, los chicos se quitaron los canguros. La temperatura había aumentado con el paso de los minutos y ahora ya debía de estar rondando los treinta grados. Larry quiso comprobar si el EyeNet recibía la señal del satélite y se puso a toquetearlo, un poco apartado de los otros. Agatha fue a estirar las piernas hacia allí y le preguntó:
—¿Todo bien?
—Funciona perfectamente —respondió él, alegre. Después hizo una mueca y le susurró—: Solo faltaba esta parada imprevista…
—No te preocupes, con Haida estamos en buenas manos —sonrió Agatha.
Larry miró el horizonte, que temblaba de calor.
—¿Sabe algo de nuestra misión secreta?
—No —respondió la prima—. Pero, si quieres, podemos establecer juntos un plan de acción.
El aprendiz de detective asintió.
—Tenemos que contárselo todo, hasta el más mínimo detalle. ¡Necesitamos su experiencia! —afirmó.
Y así fue: durante el resto del trayecto hablaron de los masáis, de los antropólogos y del extraño caso de la jirafa blanca.