Una ligera brisa despejó el smog que sofocaba el aire de Londres. Agatha Mistery se sentía viva y llena de energía. Estaba contenta porque aquel sábado por la tarde había quedado con su anticuario favorito.
Mister Kent, el mayordomo de Mistery House que había sido boxeador profesional, le abría paso entre la multitud de Portobello Road, que alberga el famoso mercado de antiguallas de la zona de Notting Hill. Estaba lleno de pintorescas paradas y tiendecitas que vendían objetos muy difíciles de encontrar: vestidos y complementos vintages, cuadros de todos los estilos y épocas, joyas de oro y plata, cafeteras antiguas, cámaras fotográficas de fuelle y toda clase de chatarra. Y por todas partes había un enorme griterío de clientes que admiraban la mercancía e intentaban arañar los precios más ajustados.
—Deberíamos venir más a menudo —comentó Agatha mirando a todos lados con curiosidad—. ¡En el mercado de Portobello hay un ambiente mágico!
—¿De verdad, señorita? —dijo el mayordomo aflojándose el nudo de la corbata—. ¿No cree que hay demasiada gente y que resulta difícil respirar?
—Es el mayor mercado de antigüedades del mundo —reflexionó la chica—. Es inevitable que esté así de concurrido.
Mister Kent estaba deseando volver a la tranquilidad de Mistery House y aceleró el paso.
—Me parece que allí abajo veo la paradita que usted estaba buscando —dijo—. El Anaquel de Monsieur Truffaut, si no recuerdo mal…
Agatha se agarró del brazo del mayordomo.
—Tienes una vista fantástica —bromeó. Se había dado cuenta de que mister Kent quería terminar con el asunto rápido—. ¡Venga, acompáñame! —añadió.
Eran las cuatro y las negociaciones no se alargaron demasiado. Agatha necesitaba una nueva libreta para tomar notas y monsieur Truffaut estaba especializado en ejemplares de principios del siglo XX, productos de artesanos franceses para las papelerías parisinas. Eran los mismos cuadernos que habían usado grandes escritores como Oscar Wilde y Ernest Hemingway. Ella, de mayor, también quería ser escritora, en concreto de novela negra. Por este motivo guardaba un montón de libretas que llenaba continuamente de detalles curiosos, borradores de argumentos y descripciones de personajes.
Enseñó a mister Kent el ejemplar que había elegido.
—Tapa blanda de cartón revestida de piel, papel de color marfil, páginas encuadernadas con hilo, esquinas redondeadas, cinta de punto de libro y goma para cerrarla —enumeró, satisfecha—. ¡Es simplemente perfecta!
El mayordomo asintió.
—La mejor del mercado, señorita —se apresuró a decir.
Agatha le dio las gracias al silencioso monsieur Truffaut y se dirigió a la salida aspirando con deleite el olor del papel.
—Me pondré enseguida a trabajar en un relato —dijo—. Siempre que no haya nadie que me distraiga…
No había acabado la frase cuando se topó con dos figuras casi idénticas que solo se distinguían por una ligera diferencia de estatura. Pelo color platino, chaqueta a la última, falda corta y botas: eran su amiga Jessica y su madre.
—¡Agatha, guapa, qué sorpresa! —dijo la compañera de escuela abrazándola con un gesto teatral—. ¡Tú también vienes a Portobello! ¿Qué has comprado? —preguntó, curiosa.
Mister Kent, aturdido por el efluvio de perfume que emanaban, se apartó educadamente para estornudar.
Sin esperar la respuesta de Agatha, Jessica sacó de las bolsas la ropa que se acababa de comprar y se la enseñó emocionada a su compañera, que le hizo unos tibios cumplidos. La moda no formaba parte de los intereses de la joven escritora.
Mirando el reloj, la madre intervino impaciente y dijo:
—¡Date prisa, Jessica! ¡Esta noche has de asistir a la gran gala y al menos necesitarás tres horas para maquillarte!
Agatha cogió la ocasión al vuelo y aprovechó para poner fin a la conversación:
—¡Por favor! No me gustaría que llegases tarde por mi culpa —le dijo a su amiga con una sonrisita irónica—. Ya nos veremos en la escuela.
—¡Ah, la escuela! —refunfuñó la señora—. Mi hija se la toma como un desfile de haute couture…
Enrabietada, Jessica le dio bruscamente las bolsas a su madre para marcharse, pero, antes de empezar a caminar, se dio la vuelta por última vez.
—Agatha, bonita, ¿cómo se llama ese primo tuyo tan mono? ¿Jerry? ¿Terry?
—Larry —la corrigió Agatha—. ¿Por qué me lo preguntas?
—Me lo he encontrado hace media hora en la entrada del mercado: ¡te estaba buscando!
—¿Ah, sí? —respondió ella, sorprendida.
Jessica soltó una risita tímida.
—Corría como un poseso —añadió—. Tiene una cara tan graciosa…
No recibió ninguna respuesta.
Porque, en un santiamén, Agatha y mister Kent se habían desvanecido de la vista de la madre y la hija, y se movían a toda velocidad entre el gentío.
—¡Una nueva misión! —exclamó Agatha—. Por suerte, anoche avisé a Larry que esta mañana iría a Portobello.
El mayordomo se detuvo, aprovechó su altura para mirar a su alrededor y preguntó:
—¿Cómo lo encontraremos entre tanta gente?
Agatha se mordió el labio y comenzó a pensar.
—A ver, si ha llegado hace media hora, ya debe de haber recorrido el mercado entero al menos una vez —reflexionó—. Conociendo la poca resistencia de Larry, no me sorprendería que estuviese descansando en alguna parte…
—Pero ¿dónde? ¡No veo ningún banco por los alrededores!
—¡Te olvidas de su insaciable glotonería! —rio Agatha. Paseó la vista por los alrededores y señaló un letrero con el índice—, ¡Me juego lo que quieras a que ya está tomándose un chocolate en aquel bar de allí abajo!
Se pusieron en marcha en dirección al bar, regateando los pequeños tenderetes que había en su camino. El mercado cerraba a las cinco de la tarde, pero no parecía que el gentío se fuera a dispersar. Cuando llegaron al bar, miraron al interior desde fuera.
Vislumbraron a Larry, que saboreaba una taza humeante en un rincón de la sala con la mirada perdida. Un momento después, mordió una rosquilla de avellana y miró a su artefacto mientras suspiraba.
Agatha, contenta por haber acertado con su hipótesis, se acercó corriendo a la mesa.
—No tengas miedo, primito: ¡ya estamos aquí! —le saludó con una sonrisa.
Debido a la sorpresa, el joven detective se tragó un trozo de rosquilla demasiado rápido y casi se atragantó. Tuvo que intervenir mister Kent, golpeándole suavemente en la espalda. Cuando recuperó el aliento, Larry se levantó de un salto, como si fuese un muelle.
—¡Misión en Kenia, por las barbas de la reina! —exclamó—. ¡Despegamos a las seis de la tarde, no podemos perder ni un minuto!
Había hablado tan alto que todos los clientes del bar se dieron la vuelta a la vez. Agatha y mister Kent lo acompañaron hasta la salida con una incómoda sonrisa en la cara.
—¿Cómo piensas llegar al aeropuerto en menos de una hora, primito? —preguntó Agatha—, ¡Tenemos que volver a Mistery House, hacer las maletas, estudiar el dosier de la misión y meter a Watson en la bolsa de viaje!
—Señorito Larry, ¿ha considerado la posibilidad de coger otro vuelo? —continuó el mayordomo.
El joven detective siempre iba muy agobiado con los exámenes de la escuela, y cuando fue consciente de que ya iba tarde incluso antes de empezar, eso le supuso el golpe de gracia. Se quedó paralizado mirando fijamente la hilera de coloristas casas de Portobello Road, sin prestar atención a los golpes que le iba dando la gente que pasaba a su lado.
Agatha suspiró y pasó su mano por delante de los ojos de su primo.
—¿Te has quedado encantado, primito? —preguntó en tono de broma—. Mira en el EyeNet si hay vuelos que salgan esta noche. No tenemos que desanimamos por menudencias.
Él se sacó el artefacto del bolsillo y pulsó unos botones.
—Ostras —murmuró después de buscar unos instantes—. Esto se va a pique…
—Déjame ver —dijo la prima.
Agatha vio rápidamente que hasta la mañana siguiente no había otro vuelo a Nairobi, la capital de Kenia, pero de todas maneras intentó tranquilizar a Larry.
—Dormiremos en mi casa y mañana a las seis estaremos frescos como unas rosas —comentó, despreocupada.
Mister Kent arqueó una ceja de la sorpresa.
—¿A las seis?
Ella le dio un leve codazo, después se cogió del brazo de Larry y marcharon con ímpetu al aparcamiento subterráneo de Kensington.
—¿No te hace ilusión un viajecito a África? —comenzó Agatha—. Será un espectáculo fascinante y ¡podremos ver leones de cerca!
Desgraciadamente, había olvidado que su primo tenía un terror innato a los felinos y tuvo que aguantar hasta llegar a casa su amplio repertorio de quejas, lamentos y protestas.