Si había algo que Gray sabía hacer con estilo era crear escenas con ambiente. Dos horas después de que hubiera salido del hotel, estaba de vuelta en su habitación dando los últimos toques a los detalles. No pensó más allá del primer paso. Algunas veces era más sabio, y seguro, ciertamente, no detenerse en cómo se desarrollaría la escena o se terminaría el capítulo. Después de dar una última mirada a su alrededor, asintió para sí mismo y bajó a buscar a Brianna.
—Brianna.
Brie no se dio la vuelta de la encimera, en donde estaba decorando meticulosamente una tarta de chocolate. Ya estaba más tranquila, pero no menos avergonzada por su comportamiento. Se había estremecido más de una vez en las últimas dos horas pensando en cómo se le había ofrecido a Gray.
Cómo se había arrojado a sus pies y él la había rechazado.
—Sí, aquí estoy. La cena está lista —dijo tranquilamente—. ¿Quieres que te sirva aquí abajo?
—Necesito que subas.
—Está bien. —Se sintió tremendamente aliviada de que Gray no quisiera celebrar una acogedora cena en la cocina—. Voy a prepararte la bandeja.
—No —le puso una mano sobre el hombro, y se sintió intranquilo cuando notó que a ella se le tensaban los músculos. Necesito que subas.
Bien. Pues tendría que afrontarlo tarde o temprano. Limpiándose las manos cuidadosamente en su delantal, se dio la vuelta. No pudo adivinar nada en la cara de Gray; ni la condena ni la rabia con las que la había tratado hacía un rato. No fue de mucha ayuda.
—¿Hay algún problema?
—Sube. Después me dirás.
—Está bien. —Lo siguió. ¿Debía disculparse de nuevo? No estaba segura. Tal vez lo mejor fuera fingir que no había pasado nada. Suspiró ligeramente cuando se acercaron a la habitación de Gray. Ay, esperaba que no fuera la fontanería. En ese momento el gasto sería…
Brianna se olvidó de la fontanería en cuanto entró en la habitación. Se olvidó de todo.
Gray había encendido velas por todas partes y la luz se derramaba como oro derretido sobre el gris de la habitación. Había flores repartidas en seis floreros diferentes: tulipanes y rosas, freesias y lilas. En una cubitera de plata descansaba una botella helada de champán, todavía con el corcho puesto. De alguna parte salía música. Era música de arpa. Miró, desconcertada, hacia el estéreo que estaba sobre el escritorio.
—Me gusta dejar las cortinas abiertas —le dijo Gray.
Brianna cruzó las manos debajo del delantal, donde sólo ella sabía que estaban temblando.
—¿Porqué?
—Porque uno nunca sabe cuándo va a poder atrapar un rayo de luna.
Brie sonrió ligeramente al escucharlo.
—No. Quiero decir que por qué has hecho todo esto.
—Para hacerte sonreír. Para darte tiempo de decidir si esto es lo que realmente quieres. Para ayudarme a persuadirte de que así es.
—Te has tomado muchas molestias… —Recorrió con la mirada la cama y después nerviosamente miró hacia el florero de rosas—. No tenías por qué hacerlo. He hecho que te sientas obligado.
—Por favor, no seas tonta… Es decisión tuya —dijo, pero se acercó a ella y le quitó una de las horquillas del pelo—. ¿Quieres que te demuestre todo lo que te deseo?
—Yo…
—Creo que tengo que demostrártelo, aunque sea sólo un poco. —Le quitó todas las horquillas, hasta dejarle caer el pelo suelto, y entonces metió las manos en él—. Después puedes decidir cuánto quieres dar. —La besó en la boca, un beso tan suave como el aire, tan erótico como el pecado. Cuando los labios de Brie se separaron temblando, Gray deslizó su lengua entre ellos, provocadoramente—. Esto te dará una idea. —Le besó la mandíbula, subió hasta la sien y después volvió a las comisuras de sus labios—. Dime que me deseas, Brianna. Quiero oírtelo decir.
—Te deseo. —No podía oír su propia voz, sólo la vibración en su garganta, donde la boca de él estaba besándola—. Te deseo, Gray. No puedo pensar… Necesito…
—Sólo a mí. Esta noche sólo me necesitas a mí, y yo sólo te necesito a ti. —Persuasivamente, bajó las manos por la espalda de ella—. Acuéstate conmigo, Brianna. —La levantó y la cogió en brazos—. Hay tantos lugares a los que quiero llevarte…
La acostó sobre la cama, donde la colcha y las mantas habían sido dobladas a manera de invitación. El pelo de Brianna se derramó sobre la impecable ropa de cama como fuego dorado, atrapando en sus sutiles ondas destellos de la luz de las velas. En sus ojos se había desatado una tormenta debido a la lucha entre las dudas y las necesidades.
A Gray el estómago se le encogió sólo con mirarla. De deseo, sí, pero también de miedo. Iba a ser su primer amante. Sin importar lo que pasara después, Brianna iba a recordar esa noche el resto de su vida y lo iba a recordar a él.
—No sé qué debo hacer —confesó Brie, y cerró los ojos, excitada, avergonzada, encantada.
—Pero yo sí. —Gray se acostó a su lado y la besó en la boca una vez más. Brie temblaba contra él, lo que le produjo una sensación ardiente de pánico que le contrajo las entrañas. ¿Y si se movía demasiado rápido? ¿Y si se movía demasiado despacio? Para tranquilizarlos a los dos, Gray le separó los dedos nerviosos a Brie y se los besó uno por uno—. No estés asustada, Brianna. No me tengas miedo. No voy a hacerte daño.
Pero sí estaba asustada, y no sólo por el dolor que sabía que implicaba la pérdida de la inocencia. También temía no ser capaz de dar placer ni de sentir plenamente toda la verdad del acto.
—Piensa en mí —murmuró Gray, profundizando el grado del beso y del estremecimiento. Si no lograba nada más, por lo menos, se juró, iba a exorcizar hasta el último de los fantasmas del dolorido corazón de Brianna—. Piensa en mí —y cuando lo repitió, supo, desde alguna parte escondida en la profundidad, que él necesitaba ese momento tanto como ella.
Dulce, pensó Brianna entre brumas. Qué extraño que la boca de un hombre pudiera saber tan dulce y pudiera ser fuerte y suave a la vez. Fascinada por el sabor y la textura, dibujó con la punta de su lengua los labios de Gray y escuchó el suave ronroneó de él en respuesta.
Uno a uno los músculos de Brianna se fueron desentumeciendo a medida que el sabor de él se fue filtrando dentro de su cuerpo. Y qué bello era que la besaran como si fuera a seguir siendo así hasta que el tiempo se detuviera. Qué sólido y agradable era el peso de Gray sobre ella, y qué fuerte se sentía su espalda cuando se atrevió a dejar que sus manos exploraran.
Gray se puso tenso y ahogó un quejido cuando los dedos dubitativos de Brianna se deslizaron sobre sus caderas. Ya estaba duro, así que cambió de posición ligeramente, preocupado de que pudiera asustarla.
Lentamente, se ordenó. Con delicadeza.
Deslizó el tirante del delantal por encima de la cabeza de Brie y desató el que lo sujetaba a la cintura para quitárselo después. Brianna mantuvo los ojos bien abiertos y curvó los labios.
—¿Me besarías otra vez? —La voz le sonó espesa como la miel, cálida—. Cuando lo haces, lo veo todo dorado.
Gray descansó sus cejas sobre las de ella y esperó un momento hasta que pensó que podría darle la gentileza que ella le estaba pidiendo. Entonces tomó su boca y se la bebió amorosamente, con suavidad. Brianna parecía derretirse debajo de él, el estremecimiento daba paso a la docilidad.
Brianna no sentía nada más que la boca de Gray, esa boca maravillosa que se daba un suntuoso banquete sobre su piel. Entonces él puso una mano sobre su garganta, como si verificara el pulso que galopaba allí antes de seguir su camino hacia abajo.
Ella no se había dado cuenta de que Gray le había abierto la camisa. Entonces abrió los ojos de par en par cuando sintió sus dedos siguiendo la curva de sus senos sobre el sujetador. Gray mantuvo sus ojos fijos en los de ella, con tal concentración que la hizo temblar otra vez. Brie empezó a protestar, a hacer un sonido de negativa, pero la caricia de los dedos de Gray era muy excitante, apenas un roce de sus yemas contra su piel.
No era aterrador, pensó Brianna. Más bien era relajante tan dulce como los besos. Y mientras se dejaba ir, los dedos inteligentes de él se deslizaron debajo del algodón y encontraron el punto sensible.
El primer jadeo de Brianna se abrió paso a través de él, el sonido, la sensación excitante del cuerpo de ella arqueándose de sorpresa y placer. Gray a duras penas estaba tocándola, pensó sintiendo cómo le palpitaba la sangre. Brianna no sabía cuánto más había aún. Dios, él estaba desesperado por mostrárselo.
—Relájate —dijo, y la besó una y otra vez mientras sus dedos seguían excitándola. Llevó la mano que tenía libre a la espalda de ella para desabrocharle el sujetador—. Sólo siéntelo.
Brianna no tenía opción. Las sensaciones bullían dentro de ella como diminutas flechas de placer e impacto. La boca de él se tragaba el aliento ahogado de la joven mientras le terminaba de quitar la ropa y la dejaba desnuda hasta la cintura.
—Dios, eres tan bella…
Mirar por primera vez esa piel pálida como la leche, esos senos pequeños que cabían perfectamente en la palma de su mano, hizo que casi se perdiese. Incapaz de resistirse, bajó la cabeza y los saboreó.
Brianna gimió, larga, profunda, gravemente. Los movimientos del cuerpo de ella bajo el de Gray eran puro instinto, él lo sabía, y no un ardid deliberado para hacerle perder el control. Entonces la complació, suavemente, y encontró que su placer crecía desde el de ella.
La boca de Gray era tan cálida, y el aire, tan denso… Cada vez que él apretaba, tiraba, lamía, le desencadenaba una reacción en la boca del estómago. Un revoloteo que crecía y crecía en algo más parecido al dolor, demasiado parecido al placer tanto, que no se podían separar.
Gray le murmuró suaves palabras de amor que le dieron vueltas en la cabeza como si fueran un arco iris. Lo que le dijera no tenía importancia, le habría confesado Brianna si hubiera podido. Nada importaba mientras él no dejara de tocarla nunca, nunca.
Gray se sacó la camisa por la cabeza, ansiando la sensación de piel contra piel. Cuando descendió de nuevo a ella, Brianna hizo un ligero sonido y lo envolvió entre sus brazos.
Sólo pudo suspirar cuando Gray empezó a recorrerla con la boca el torso, las costillas. Se le calentó la piel, los músculos se le contrajeron y le temblaron bajo las manos y la boca de él. Gray supo que Brianna estaba perdida en un oscuro túnel de sensaciones.
Con cuidado, le desabrochó los pantalones, lo que le fue descubriendo nueva piel lentamente para explorar con delicadeza. Brianna levantó las caderas una vez inocentemente, y entonces Gray tuvo que apretar los dientes y controlar la desgarradora necesidad de tomar, de poseer y satisfacer el acoso de su tirante cuerpo.
Brianna le enterró las uñas en la espalda, haciéndolo gemir de placer mientras la acariciaba las caderas desnudas. Sabía que ella se arquearía de nuevo y le rogó a cualquier dios que estuviera escuchando que le diera fortaleza.
—No hasta que estés lista —le murmuró Gray, y de nuevo la besó en los labios con infinita paciencia—, te lo prometo. Pero quiero verte. Entera. —Se hizo a un lado y se arrodilló junto a ella. Otra vez adivinó el miedo en sus ojos, aunque el cuerpo le temblaba debido a esas necesidades contenidas durante tanto tiempo. No pudo calmar su propia voz ni sus manos, pero las mantuvo quietas—. Quiero tocarte todo el cuerpo —mantuvo los ojos fijos en los de ella mientras se quitaba los vaqueros—. Por completo.
Cuando terminó de desnudarse, la mirada de Brianna se dirigió inexorablemente hacia su miembro. Y se multiplicó su temor. Sabía lo que estaba a punto de suceder. Después de todo era la hija de un granjero, por más pobre que éste hubiera sido. Habría dolor y sangre y…
—Gray…
—Tienes la piel tan suave… —Observándola, pasó un dedo muslo arriba—. Muchas veces me he preguntado cómo serías, pero eres mucho más hermosa de lo que me había imaginado.
Inquieta, Brianna se cubrió los senos con un brazo. Gray la dejó y volvió a donde había empezado, con besos suaves, lentos e hipnóticos. Y después caricias con manos pacientes y hábiles que sabían dónde una mujer anhela que la toquen, incluso cuando la mujer no lo sabe. Impotente, Brianna se rindió bajo él, con la respiración agitada convirtiéndose en jadeos mientas Gray le acariciaba el vientre plano con una mano para después descender hacia el terrible y glorioso fuego.
«Sí —pensó él controlando el delirio—. Ábrete para mí. Déjame. Tan sólo déjame». Brianna estaba húmeda y caliente cuando la tocó. Un gruñido emergió de la garganta de Gray cuando la joven se retorció y trató de resistirse.
—Suéltate, Brianna. Déjame llevarte, déjame.
Brianna estaba suspendida de un acantilado abismal aferrada al borde sólo con la punta de los dedos. El terror manó dentro de ella. Se estaba resbalando. Perdía el control. Estaban pasando demasiadas cosas en su interior de una sola vez como para que su carne ardiente pudiera contenerlas… La mano de Gray era como una antorcha que encendía su piel, que la lastimaba sin piedad hasta que la obligó a soltarse y sumergirse en lo desconocido.
—Por favor —sollozó—. Dios mío, por favor.
Entonces el placer, como una corriente líquida, discurrió dentro y fuera de ella, robándole el aliento, la conciencia, la visión. Durante un momento glorioso se volvió ciega y sorda a todo salvo a sí misma y los choques de terciopelo que la hacían convulsionar.
Se abrió a sus manos y lo hizo gemir como un hombre agonizante. Gray tembló al mismo tiempo que ella, y después enterró la cara en su piel haciéndola gemir de nuevo.
Poniendo a prueba la cadena de su propio control, Gray esperó a que Brianna llegara a la cumbre.
—Abrázame, aférrate a mí —murmuró, embriagado con sus propias necesidades mientras luchaba por abrirse paso delicadamente dentro de ella. Brianna era tan estrecha, tan apretada, y estaba tan deliciosamente caliente… Gray usó cada gramo de voluntad para no embestirla ávidamente cuando la sintió cerrarse alrededor suyo—. Sólo un segundo —le prometió—. Sólo un segundo, después todo será bueno otra vez.
Pero Gray estaba equivocado. Nunca dejó de ser bueno. Brianna lo sintió rompiendo la barrera de su inocencia y llenándola de sí mismo, y sólo experimentó una gran alegría.
—Te amo —le dijo Brianna al tiempo que se arqueaba para darle la bienvenida.
Gray escuchó las palabras y sacudió la cabeza para negarlas. Pero ella lo estaba envolviendo, llevándolo hacia un pozo de generosidad. Y él, impotente, no pudo hacer nada más salvo sumergirse.
Para Brianna volver al espacio y al tiempo fue como deslizarse ligeramente sobre una delgada y blanca nube. Suspiró y dejó que la suave gravedad se apoderara de ella hasta que una vez más se encontró en el viejo camastro con la luz de las velas titilando en rojo y dorado en sus párpados cerrados y el increíblemente placentero peso de Gray hundiéndola en el colchón.
Pensó entre la bruma que ningún libro que hubiera leído, ninguna charla que hubiera escuchado en boca de otras mujeres, ninguna ensoñación secreta que hubiera tenido le habría podido enseñar lo maravilloso que era tener el cuerpo de un hombre desnudo presionado contra su cuerpo.
El cuerpo en sí mismo era una creación sorprendente, más hermoso de lo que se había imaginado. Los largos y musculosos brazos eran tan fuertes como para levantarla, pero a la vez tan delicados como para abrazarla como si fuera una frágil cascara de huevo vacía.
Las manos eran de palma amplia y dedos largos y sabían exactamente dónde tocar y presionar. Entonces seguían los hombros anchos, la bella, delgada y larga espalda, las caderas angostas que desembocaban en unos muslos fuertes y unas pantorrillas firmes.
Duro. Sonrió para sí misma. ¿No era un milagro que algo tan duro, tan resistente y fuerte pudiera estar recubierto de piel tan suave y delicada?
Ah, el cuerpo de un hombre sí que era una cosa gloriosa, pensó.
Gray sabía que si ella seguía tocándolo, enloquecería silenciosamente. Pero si dejaba de hacerlo, estaba seguro, se quejaría.
Esas bellas manos domésticas se estaban deslizando sobre él, acariciándolo ligeramente, explorando, dibujando, probando, como si quisieran memorizar cada músculo y curva de su cuerpo de hombre.
Todavía estaba dentro de ella, no podía soportar la idea de separarse. Sabía que debía hacerlo, debía salir y darle tiempo de recuperarse, porque por más que había hecho todo lo posible por no hacerle daño, el acto implicaba un poco de malestar.
Y, sin embargo, él estaba tan satisfecho, y a ella se la veía tan feliz… Todos los nervios que le habían invadido de sólo pensar en tomarla por primera vez, su primera vez, se habían fundido en dicha perezosa.
Cuando esas ligeras caricias lo empezaron a estimular de nuevo, se obligó a moverse, y entonces se levantó sobre los codos para mirarla.
Brianna estaba sonriendo. Gray no pudo averiguar por qué ese gesto le pareció tan entrañable, tan perfectamente encantador. Tenía los labios curvados en una sonrisa, los ojos cálidamente verdes y la piel ligeramente sonrojada. Ahora que ese primer torrente de necesidades y nervios estaba calmado podía disfrutar del momento, las luces, las sombras, el placer de la excitación. Presionó los labios contra sus cejas, sus sienes, sus mejillas, su boca.
—Preciosa Brianna.
—Ha sido muy bonito. —La voz le sonó grave, todavía áspera debido a la pasión—. Tú has hecho que fuera bonito.
—¿Cómo te sientes ahora?
—Débil —le contestó, pensando que Gray le preguntaba no sólo por amabilidad, sino por curiosidad. Se rio—. Invencible. ¿Por qué crees que algo tan natural como esto debería suponer una diferencia tan grande en la vida?
Gray frunció el ceño, pero se suavizó de inmediato. Responsabilidad, pensó, era su responsabilidad. Tenía que recordarse que Brie era una mujer adulta y que la decisión había sido de ella.
—¿Te sientes cómoda con esa diferencia?
Brie le sonrió amplia, bellamente, y le acarició una mejilla.
—He esperado tanto por ti, Gray…
La señal interna de defensa de Gray se prendió. Incluso inmerso en ella, tibio, condenado y medio excitado, la señal empezó a prenderse y a apagarse. «Ten cuidado —le advirtió una parte fría y controlada de su mente—. Alerta: intimidad».
Brianna notó el cambio en sus ojos, un sutil pero distingo distanciamiento, incluso cuando le cogió la mano que él tenía en su mejilla y le besó la palma.
—Te estoy aplastando —dijo Gray. Brie quiso replicar «no, quédate», pero Gray ya se estaba separando de ella—. No nos hemos tomado el champán. —Cómodo con su desnudez, se levantó de la cama—. ¿Por qué no te das una ducha mientras yo abro la botella?
De repente, Brianna se sintió incómoda, extraña, cuando no se había sentido sino natural con él yaciendo sobre y dentro de ella. Entonces vio las sábanas y pasó una mano sobre ellas.
—Las sábanas… —empezó, y se sorprendió sonrojándose y sin poder decir nada. Sabía que se iban a manchar con su inocencia.
—Yo me encargaré. —Viendo que el sonrojo se hacía más intenso y entendiendo lo que pasaba, Gray se acercó a ella y le levantó la cara por el mentón—. Yo puedo cambiar las sábanas, Brie. E incluso si no sabía hacerlo antes, he aprendido viéndote. —Acarició sus labios con los de ella, la voz se le hizo más grave—: ¿Sabes con cuánta frecuencia me has enloquecido con sólo verte estirar y meter bajo el colchón mis sábanas?
—No. —Sacó la lengua y la apoyó sobre el labio superior un momento, llena de placer y deseo—. ¿De veras?
Gray sólo pudo reírse, y entonces apoyó su frente en la de la joven.
—¿Qué gran obra habré hecho para merecer esto, para merecerte? —Dio un paso atrás, pero sus ojos ya se habían encendido de nuevo, haciendo que el corazón de Brianna palpitara despacio y fuerte contra sus costillas—. Anda, ve a ducharte. Tengo ganas de hacerte el amor otra vez —le dijo con acento irlandés, lo que hizo que ella curvara los labios—, si te apetece.
—Bueno, está bien. —Inhaló profundamente, dándose ánimo para levantarse desnuda de la cama—. Me gustaría mucho. No tardo nada.
Cuando Brianna entró en el baño, Gray respiró profundamente también. Para estabilizar su sistema nervioso, se dijo.
Nunca había conocido a ninguna mujer como ella. No sólo era que nunca había saboreado la inocencia, lo que ya habría sido suficiente, sino que ella era única para él. Sus respuestas: esa duda y esa avidez contradiciéndose. Todo recubierto con su total confianza.
Le había dicho que lo amaba.
Era mejor no detenerse en ello. Las mujeres tendían a fantasear y a darle un matiz emocional al sexo en la mayoría de los casos. Con toda certeza cuando una mujer experimentaba el sexo por primera vez tendía a confundir lujuria con amor. Las mujeres usaban las palabras y las necesitaban. Gray lo sabía bien, por esa razón escogía con mucho cuidado las suyas.
Pero algo había sucedido en su interior cuando ella le había susurrado esa frase tan manida. La calidez y la necesidad lo habían inundado y, por un instante, tan sólo un latido, había sentido una necesidad desesperada de creerlo. Y de hacerse eco de esas palabras.
Pero por experiencia propia sabía que no había que fiarse. Y aunque haría cualquier cosa que estuviera a su alcance para evitar que Brianna sufriera y todo lo que pudiera por hacerla feliz mientras estuvieran juntos, existían límites en cuanto a lo que podía darle y de hecho le daría. No sólo a ella, sino a cualquier persona.
«Disfruta el momento —se dijo—. Eso es todo lo que hay». Esperaba poder enseñar a Brianna a que lo disfrutara también.
Brianna se sintió extraña mientras se envolvía en la toalla con la piel recién lavada. Diferente. Era algo que nunca podría explicar a un hombre, supuso. Ellos no perdían nada cuando se entregaban por primera vez. No tenían que desgarrarse por dentro para dejar entrar a alguien más. Pero no le había dolido, recordó, ni siquiera la sensación de ardor entre los muslos la hizo pensar en términos de invasión violenta. Había sido en unidad en lo que ella había pensado. El sencillo y dulce vínculo de la unión de dos personas.
Se observó en el espejo empañado. Decidió que parecía cálida. Era la misma cara que había visto incontables veces en incontables espejos. Sin embargo, ¿no tenía ahora una suavidad en la que no había reparado antes? ¿En los ojos, alrededor de la boca? El amor había logrado eso. El amor que guardaba en su corazón, el amor que había saboreado por primera vez con su cuerpo.
Tal vez tan sólo era la primera vez que una mujer se sentía tan consciente de sí misma, absolutamente despojada de todo salvo de su carne y de su alma. Y, tal vez, pensó, dado que ella era mayor que la mayoría, el momento era aún más abrumador y preciado.
Gray la deseaba. Brie cerró los ojos para sentir mejor esos largos y lentos estremecimientos de complacencia. La deseaba un hombre apuesto con una mente brillante y un corazón amable. Toda su vida había soñado con encontrarlo. Y ahora lo había encontrado.
Entró en la habitación y lo vio. Había cambiado las sábanas y había puesto uno de sus pijamas de franela blanca a los pies de la cama. Estaba de pie con los vaqueros abiertos sujetados relajadamente en la cadera. En la mano tenía dos copas de champán burbujeante y en los ojos, el resplandor de las velas.
—Tenía la esperanza de que te pusieras esto —le dijo Gray cuando ella llevó la mirada hacia su mojigato y anticuado pijama—. He fantaseado con quitártelo desde esa primera noche, cuando te vi bajando por las escaleras con una vela en una mano y un lobo en la otra. Casi me mareé.
Brianna levantó una de las mangas. Cuánto deseaba que fuera de seda o de encaje o de algún material que le hiciera hervir la sangre a cualquier hombre.
—Creo que esto no es muy excitante que digamos.
—Crees mal.
Puesto que no tenía nada más que ponerse y parecía que a él le complacía, Brianna se puso el pijama. Lo deslizó desde la cabeza y dejó caer la toalla a medida que la franela caía sobre su cuerpo. El gemido sordo de Gray la hizo sonreír inciertamente.
—Brianna, qué visión. Deja la toalla —le murmuró cuando ella se inclinó a recogerla—. Ven acá. Por favor.
La joven dio un paso adelante, con una media sonrisa en la cara y los nervios amenazando con tragársela, con quitarle la copa de la mano a Gray. Bebió y se dio cuenta de que el vino espumoso no aliviaba en nada su garganta seca. Él la miraba, pensó ella, igual que un tigre miraría a un cordero antes de abalanzársele encima.
—No has cenado —le dijo.
—No. —«No la asustes, idiota», se advirtió a sí mismo, y luchó contra esa urgencia de devorar que lo invadía. Bebió de su copa sin quitarle la mirada de encima, deseándola—. Justo ahora estaba pensando que me gustaría cenar, que podríamos comer aquí arriba, juntos. Pero ahora… —Se le acercó y enredó un mechón de pelo húmedo de Brie en uno de sus dedos—. ¿Puedes esperar?
Así que sería sencillo de nuevo, pensó Brie. Y otra vez era decisión suya.
—La cena puede esperar —dijo, y a duras penas logró hacer que las palabras atravesaran el fuego de su garganta—, pero tú no.
Con toda naturalidad, caminó hacia sus brazos.