Gray se preguntó si su apetito había aumentado debido a que tenía otro tipo de hambre que estaba lejos de ser satisfecha. Pensó que tal vez sería mejor tomárselo filosóficamente y deleitarse en un banquete nocturno con el pudin de Brianna. Preparar té también se estaba convirtiendo en un hábito, así que puso a calentar la tetera sobre la estufa antes de servirse una buena porción de dulce.
Pensó que no había vuelto a estar tan obsesionado con el sexo desde los trece años. Por aquel entonces el objeto de su deseo había sido Sally Anne Howe, otra de las residentes del orfelinato Simón Brent Memorial. La buena Sally Anne, pensó ahora Gray, con su cuerpo en flor y que estaba más que dispuesta a compartir sus encantos con cualquiera que le pasara de contrabando cigarrillos o golosinas.
Entonces Gray pensaba que ella era una diosa, la respuesta a las plegarias de un adolescente cachondo. Ahora, sin embargo, miraba hacia atrás con lástima y rabia, pues había tomado conciencia del ciclo de abusos y de los fallos del sistema que habían hecho que una joven bonita pensara que su único valor yacía entre sus piernas.
Cuando apagaban la luz, Gray tenía muchos sueños sudorosos con Sally Anne. Y había tenido la suerte de poder robarle un paquete completo de Marlboro a uno de los consejeros. Veinte cigarrillos habían equivalido a veinte polvos, recordó. Y había sido un aprendiz veloz.
Con el paso de los años había aprendido un poco más, de chicas de su misma edad y de profesionales que ejercían su oficio en callejones oscuros que olían a grasa rancia y sudor agrio.
Acababa de cumplir dieciséis años cuando se escapó del orfelinato y se puso en camino, con la ropa que le cupo en una mochila que se echó a la espalda y en el bolsillo veintitrés dólares entre monedas y billetes arrugados.
Libertad era lo único que quería. Nada de reglas, regulaciones ni el ciclo infinito del sistema en el que había estado atrapado la mayor parte de su vida. La había encontrado, de modo que la usó y pagó por ella.
Vivió y trabajó en las calles mucho tiempo antes de darse un nombre y fijarse un propósito. Por suerte poseía un talento que evitó que se lo tragaran otras ansias.
A los veinte escribió su primera, noble y triste novela autobiográfica. El mundo editorial no se impresionó. A los veintidós logró estructurar una novelita inteligente e impecable. Los editores no la pidieron a gritos, pero un ligero interés por parte del ayudante de un editor lo tuvo encerrado en el cuartucho de una pensión aporreando las teclas de una máquina de escribir manual durante semanas. Y logró que se la compraran. Por una bicoca. Antes de eso, nunca nada había significado tanto para él. Nada había vuelto a hacerlo desde entonces.
Diez años después podía escoger cómo vivir, y pensaba que había escogido bien.
Sirvió el agua hirviendo en la jarra y se metió una cucharada de pudin en la boca. Se volvió para mirar la puerta de Brianna y se dio cuenta de que la luz se filtraba por la ranura inferior. Sonrió. También a ella la había escogido.
En una bandeja acomodó la jarra de té y dos tazas y, con ella en la mano, golpeó en la puerta.
—Adelante.
Brianna estaba sentada ante su pequeño escritorio, tan bien colocada como una monja con su pijama de franela y sus pantuflas. Tenía el pelo suelto y le caía sobre los hombros. Con dificultad, Gray tragó la saliva que se le acumuló en la boca.
—He visto que tenías la luz encendida. ¿Quieres un poco de té?
—Bueno, gracias. Justo estaba terminando de revisar unos papeles.
Con se desenroscó de su lugar a los pies de Brianna y fue a restregarse contra Gray.
—Yo también. —Puso a un lado la bandeja para acariciar el pelambre del perro—. El asesinato me da hambre.
—¿Has matado a alguien hoy?
—Brutalmente. —Gray lo dijo con tal deleite que Brianna se rio.
—Tal vez eso es lo que te hace estar de un humor similar todo el tiempo —reflexionó ella—. Todos esos asesinatos altamente emocionales purgan tu sistema. ¿Alguna vez…? —Se contuvo, al tiempo que extendía una mano para recibir de Gray la taza de té que le ofrecía.
—Adelante, pregunta. Casi nunca preguntas nada sobre mi trabajo.
—Porque me imagino que todo el mundo lo hace.
—Así es —dijo, y se puso cómodo—, pero no me importa.
—Bien, pues me preguntaba si alguna vez has creado algún personaje basado en alguien a quien conoces y después lo has matado.
—Pues, por ejemplo, a un estirado camarero de Dijon. Lo estrangulé.
—Ay —exclamó Brie, y se frotó el cuello con una mano—. ¿Cómo fue?
—¿Para él o para mí?
—Para ti.
—Satisfactorio. —Se llevó otra cucharada de pudin a la boca—. ¿Quieres que mate a alguien por ti, Brie? Tus deseos son órdenes para mí.
—No, por el momento no. —Se levantó y algunos de sus papeles cayeron al suelo.
—Necesitas una máquina de escribir —le dijo mientras la ayudaba a recoger los papeles—. Mejor aún, un ordenador. Te ahorraría tiempo al escribir cartas de trabajo.
—No si me toca buscar cada tecla. —Mientras Gray leía la correspondencia de Brie, ella levantó una ceja, divertida—. Eso no es muy interesante.
—Hmm. Perdón, lo hago por hábito. ¿Qué es Triquarter Mining?
—Parece que es una compañía en la que mi padre debió de invertir. Encontré un certificado de acciones entre sus cosas en el desván. Ya les he escrito una vez. —Y añadió un poco exasperada—: Pero no he recibido respuesta. Por eso les estoy escribiendo de nuevo.
—Diez mil acciones. —Gray frunció los labios—. Eso no es cualquier cosa.
—Sí lo es, no te imaginas. Tendrías que haber conocido a mi padre: siempre estaba tras algún proyecto que lo haría millonario, pero que siempre le costaba más de lo que nunca le produciría. Sin embargo, tengo que hacerme cargo de esto. —Levantó una mano—. Ésa es una copia del certificado. Rogan tiene guardado el original, por seguridad, me dijo, y me dio la fotocopia.
—Debiste pedirle que verificara qué clase de empresa es.
—No quería molestarlo. Ya tiene suficiente en qué pensar con la apertura de la nueva galería… Y con Maggie.
Gray le devolvió la fotocopia.
—Incluso si costara un dólar cada acción, es una cantidad considerable.
—Me sorprendería si valiera más de un centavo cada una. Dios sabe que él no pudo haber pagado mucho más que eso. Lo más probable es que la compañía ya haya quebrado.
—Entonces te habrían devuelto la carta que enviaste.
—Ya has estado aquí el tiempo suficiente para conocer cómo es el correo irlandés —le dijo sonriendo—. Creo que… —Ambos miraron a Con, que empezó a gruñir—. ¿Con?
En lugar de responder a su ama, el perro gruñó de nuevo y se le erizó el pelo del lomo. En dos zancadas Gray llegó hasta la ventana, pero no vio nada más que niebla.
—Neblina —murmuró Gray—. Iré a ver.
No —le dijo tajantemente a Brie cuando la vio dispuesta a salir también—. Está oscuro, hace frío, hay mucha humedad y tú te vas a quedar aquí.
—No hay nada fuera.
—Con y yo vamos a echar un vistazo. Vamos. —Gray chasqueó los dedos y, para sorpresa de Brianna, el perro respondió de inmediato y salió siguiéndole los talones.
Brianna siempre tenía una linterna en el primer cajón de la cocina. Gray la sacó antes de abrir la puerta. Con se sacudió y, en cuanto Gray le dijo «Ve», saltó hacia la oscuridad de la noche. En unos segundos, el sonido de sus patas al galope se ahogó en el silencio.
La neblina distorsionaba la luz de la linterna. Gray empezó a caminar con cautela, aguzando los ojos y los oídos. Oía a Con ladrar, pero no podía establecer con certeza dónde o a qué distancia. Se detuvo en las ventanas de la habitación de Brianna y apuntó la luz hacia el suelo. Allí, en la inmaculada cama de margaritas, vio una sola huella.
Era pequeña, notó Gray, tanto como para ser la de un niño. Podía ser tan sencillo como eso, niños pasándose de listos. Pero cuando continuó rodeando la casa, escuchó el sonido de un motor poniéndose en marcha. Maldiciendo, apretó el paso Entonces Con apareció rompiendo la neblina como un buzo emergiendo sobre la superficie de un lago.
—¿No has tenido suerte? —Para reconfortarse, Gray le acarició la cabeza al animal y ambos se quedaron un momento mirando hacia la espesura de la niebla—. Bueno, creo que ya sé de qué se trata todo esto. Vamos a casa.
Brianna estaba mordiéndose las uñas cuando entraron por la puerta de la cocina.
—¿Por qué habéis tardado tanto?
—Queríamos darle toda la vuelta a la casa —contestó. Dejó la linterna sobre la encimera y se pasó una mano por el pelo húmedo—. Esto podría estar relacionado con lo que pasó el otro día.
—No veo por qué. No has encontrado a nadie, ¿no?
—Porque no hemos sido lo suficientemente rápidos. O hay otra explicación posible —dijo, y se metió las manos en los bolsillos—: Yo.
—¿Tú? ¿Qué quieres decir?
—Ya me ha pasado algunas veces: algún fanático hiperentusiasta descubre dónde me alojo. Algunas veces llaman al lugar haciéndose pasar por viejos amigos míos, otras veces sólo me persiguen como si fueran mi sombra. De vez en cuando se meten en mi habitación para buscar algún souvenir.
—Eso es terrible.
—Es molesto, pero prácticamente inofensivo. Una vez, en el Ritz de París, una mujer con bastantes recursos logró abrir la puerta de mi habitación, se desnudó y se metió en mi cama. —Trató de sonreír—. Fue… embarazoso.
—Embarazoso —repitió Brianna después de lograr cerrar la boca—. ¿Qué…? No, creo que no quiero saber qué hiciste.
—Llamé a seguridad. —Los ojos le brillaron divertidos. Hay límites en cuanto a lo que hago por mis lectores. En cualquier caso, es probable que hayan sido niños, pero si ha sido alguno de mis adorables fanáticos, tal vez quieras que me vaya a otro sitio.
—Claro que no. —Su instinto protector hizo su aparición—. No tienen derecho a entrometerse en tu intimidad de esa marera y sin lugar a dudas no te irás de aquí debido a ello. —Exhaló ruidosamente—. Es que no solamente son tus historias, ¿sabes?, las que logran envolver a la gente, todo parece tan real, y siempre hay algo heroico que se erige sobre todo lo demás, sobre la avaricia, la violencia y el dolor. Y también es tu foto.
A Gray le encantó la descripción que acababa de hacer Brianna de su trabajo, pero contestó distraídamente.
—¿Qué pasa con ella?
—Tu cara —respondió, y se volvió a mirarlo—. Tienes una cara hermosa.
Gray no supo si reírse o hacer una mueca de dolor.
—¿En serio?
—Sí, es… —Se aclaró la garganta. Vio en los ojos de Gray un destello que conocía demasiado bien como para no confiar en él—. Y la pequeña biografía que está en la contracubierta del libro, todo lo que no dice, mejor dicho. Es como si vinieras de ninguna parte. Todo el misterio que te rodea es atractivo.
—Es cierto que vengo de ninguna parte. Pero ¿por qué no volvemos a mi cara?
Brianna dio un paso atrás.
—Creo que hemos tenido suficientes emociones esta noche.
Gray siguió avanzando hacia delante, hasta que pudo poner sus manos sobre los hombros y sus labios quedamente sobre los de ella.
—¿Vas a poder dormir?
—Sí —contestó, exhalando perezosamente el aire que había estado reteniendo—. Con me va a hacer compañía.
—Qué suerte tiene ese perro. Anda, ve a dormir —añadió, y esperó hasta que ambos se acomodaran en sus respectivas camas y después hizo algo que Brianna nunca había hecho en todos los años que llevaba viviendo en esa casa: cerró las puertas con cerrojo.
El mejor lugar para esparcir noticias o enterarse de ellas era, lógicamente, el pub del pueblo. En las semanas que Gray llevaba en el condado de Clare había desarrollado un especial afecto por O’Malley’s. Por supuesto, durante sus investigaciones había visitado diversos pubs de la zona, pero O’Malley’s se había convertido para él en lo más cercano a lo que sería el bar de su barrio.
Pudo escuchar la cadencia de la música incluso antes de entrar. Murphy, pensó. Eso era suerte. En el momento en que Gray entró, lo saludaron por su nombre con un alegre bullicio. O’Malley empezó a servirle una Guiness antes de que se sentara en la barra.
—Bueno, ¿y cómo va el relato estos días? —le preguntó O’Malley.
—Va bien. Dos muertos, ningún sospechoso.
Sacudiendo la cabeza, O’Malley le puso la cerveza delante.
—No entiendo cómo un hombre puede jugar con la muerte todo el día y, sin embargo, estar sonriente por la noche.
—Antinatural, ¿no es cierto? —le contestó Gray sonriendo.
—Tengo una historia que contarte —le dijo David Ryan, que siempre se sentaba al final de la barra y siempre estaba pegado a un cigarrillo americano.
Gray se acomodó en su asiento, entre la música y el humo. Siempre había una historia que contar, y él era tan buen público como narrador.
—En el campo, cerca de Tralee, vivía una joven tan hermosa como un amanecer. Tenía el pelo como el oro sin tocar y los ojos tan azules como Kerry. —Las voces se fueron apagando y Murphy bajó el sonido de la música, para que apenas fuera el telón de fondo de la historia—. Y sucedió que dos hombres empezaron a cortejarla —continuó David—. Uno era un intelectual y el otro, un campesino. La joven los quería a los dos, a su manera, pues era tan inconstante de corazón como encantadora de rostro. Así que, disfrutando de la atención masculina, como cualquier joven casadera, dejó que ambos se prendaran de ella y les hizo promesas a ambos. Pero en el corazón del joven campesino empezó a crecer una mancha negra, hombro con hombro con el amor que sentía por la muchacha. —Hizo una pausa, como lo hacen con frecuencia quienes cuentan historias, y examinó la punta candente de su cigarrillo. Le dio una buena calada y exhaló el humo—. Entonces, una noche, esperó a su rival a la vera del camino y cuando el intelectual llegó silbando, porque la joven le había dado sus besos libremente, el campesino le saltó encima al novel amante y lo tumbó en el suelo. Lo arrastró bajo la luz de la luna a través de los campos y a pesar de que el pobre diablo todavía respiraba, lo enterró en lo más profundo de la tierra. Al amanecer sembró sobre el intelectual su cosecha y así terminó con la competencia. —David hizo otra pausa, le dio una calada a su cigarrillo y bebió de su cerveza.
—¿Y? —preguntó Gray, totalmente cautivado por la historia—. Se casó con la joven, claro.
—No, en realidad no se casaron. La joven se escapó ese mismo día con un muchachito de mala calaña. Pero el campesino tuvo la mejor cosecha de heno de toda su vida.
El público estalló en carcajadas y Gray sólo pudo menear la cabeza. Se consideraba a sí mismo un mentiroso profesional, y muy bueno. Pero allí la competencia era feroz. Entre risas Gray cogió su cerveza y fue a sentarse junto a Murphy.
—Davey tiene una historia para cada día de la semana —le dijo Murphy, acariciando con suavidad los botones de su acordeón.
—Creo que mi agente lo acogería bajo su tutela en un abrir y cerrar de ojos. ¿Has oído algo, Murphy?
—No, nada útil. La señora Leery cree haber visto un coche en el camino el día del incidente. Cree que es verde, pero no le prestó mayor atención.
—Alguien anduvo husmeando por el hotel anoche. Lo perdí entre la neblina —recordó Gray disgustado—. Pero fuese quien fuese estuvo lo suficientemente cerca como para dejar una huella en el lecho de flores que hay ante la ventana de Brie. Tal vez fueran unos niños —dijo, y bebió de su cerveza—. ¿Alguien ha estado preguntando por mí?
—Tú eres el tema diario de conversación —le contestó Murphy secamente.
—Ah, la fama… Pero no, me refiero a extraños.
—No que yo haya oído. Deberías ir a preguntar a la oficina de correos. ¿Por qué?
—Creo que podría ser un fan descontrolado. Ya me ha pasado antes. Pero, otra vez —dijo, y se encogió de hombros—, así es como funciona mi cabeza, siempre conjeturando más de lo que hay.
—Hay una docena de hombres a un silbido de distancia si alguien te causa problemas, a ti o a Brie. —Murphy levantó la mirada al sentir que habían abierto la puerta. Entonces entró Brianna, acompañada de Maggie y Rogan. Levantó una ceja y miró de nuevo a Gray—. Y una docena de hombres o más que te arrastrarían hasta el altar si no cuidas esa chispa que hay en tus ojos.
—¿Qué? —Gray levantó su cerveza de nuevo y curvó los labios—. Sólo estoy mirando.
—Sí, claro. Soy un vagabundo —cantó Murphy— que casi nunca está sobrio. Soy un vagabundo de alto nivel. Porque cuando bebo, siempre estoy pensando qué hacer para conseguir a mi amada.
—Este vaso está medio vació —murmuró Gray, y se levantó y se dirigió hacia Brianna—. Pensé que tenías cosas que remendar.
—Así es.
—La amenazamos para que viniera —explicó Maggie, y dio un pequeño suspiro al tiempo que se acomodaba en un asiento.
—La convencimos —corrigió Rogan—. ¿Quieres un vaso de Harp, Brie?
—Bueno, gracias.
—Té para Maggie, Tim —ordenó Rogan, y le sonrió a su esposa mientras ésta refunfuñaba—. Un vaso de Harp para Brie, una Guiness para mí y, Gray, ¿otra para ti?
—Así está bien, gracias. —Gray se inclinó sobre la barra—. Todavía recuerdo la última vez que bebí contigo.
—Hablando del tío Niall —los interrumpió Maggie—, él y su esposa están pasando unos días en Creta. Toca algo alegre, ¿vale, Murphy?
Sintiéndose complacido, Murphy empezó a tocar Whiskey in the Jar y la acompañó con el golpeteo de sus botas.
Después de prestarle atención a la letra de la canción, Gray preguntó:
—¿Por qué vosotros los irlandeses estáis siempre cantándole a la guerra?
—¿Eso hacemos? —Maggie sonrió y bebió de su té mientras esperaba para unirse al coro.
—Algunas veces cantáis sobre la traición o la muerte, pero por lo general cantáis sobre la guerra.
—¿Es un hecho científicamente demostrado? —Sonrió por encima del borde de su taza—. No podría decirlo. Pero puede que se deba a que hemos tenido que pelear por cada centímetro de nuestra propia tierra durante siglos. O…
—No la hagas empezar —le pidió Rogan—. Ahí dentro hay un corazón rebelde.
—Dentro de cada hombre y mujer irlandeses hay un corazón rebelde. Murphy tiene una gran voz. ¿Por qué no cantas con él, Brie?
—Prefiero escuchar —contestó Brie disfrutando el momento, y bebió de su cerveza.
—Me gustaría escucharte —le dijo Gray acariciándole el pelo.
—Brie tiene la voz de un ángel —dijo Maggie, entrecerrando los ojos por el gesto de Gray—. Siempre nos preguntamos de dónde la habría sacado, hasta que supimos que nuestra madre cantaba de joven.
—¿Qué tal Danny Boy?
Maggie entornó los ojos.
—Tenía que ser un yanqui quien pidiera esa canción. La escribió un inglés, extranjero. Más bien canta. James Connolly, Murphy. Brie va a cantar contigo.
Con un movimiento resignado de cabeza, Brianna fue a sentarse junto a Murphy.
—Juntos tienen una armonía maravillosa —murmuró Maggie sin quitarle la mirada de encima a Gray.
—Mmm. Brie canta por la casa cuando se le olvida que hay alguien por ahí.
—¿Cuánto tiempo planeas quedarte en el hotel? —le preguntó, haciendo caso omiso del gesto de desaprobación de Rogan.
—Hasta que termine —contestó un ausente Gray.
—¿Y después al siguiente lugar?
—Así es: después al siguiente lugar.
A pesar del hecho de que Rogan tenía la mano aferrada a la nuca de Maggie, ella empezó a hacer alguno de sus comentarios. Pero fueron los ojos de Gray, más que la molestia de su marido, lo que la hizo detenerse. El deseo que se adivinaba en ellos despertó su instinto protector. Pero ahora había algo más. Se preguntó si él era consciente de ello.
Cuando un hombre miraba a una mujer de esa manera, estaba involucrado mucho más que las hormonas. Maggie pensó que tenía que considerar el asunto y descifrar qué le parecía. Mientras tanto, levantó su taza sin dejar de mirar a Gray.
—Veremos qué pasa —murmuró Maggie—. Ya veremos.
Una canción se convirtió en dos, y dos, en tres. Canciones de guerra, canciones de amor, las delicadas y las tristes. Gray empezó a construir una escena en su cabeza.
El pub lleno de humo está colmado de ruido y música, es un santuario ajeno a los horrores del exterior. La voz de la mujer cautiva al hombre, que no quiere dejarse cautivar. En este punto, pensó Gray, justo en este punto es cuando el héroe pierde la batalla. Ella está sentada ante el fuego, con las manos reposando quedamente sobre su regazo, su voz invadiendo el recinto, encantadora y sin esfuerzo, sus ojos tan hipnóticos como la melodía.
Entonces él se enamora de ella, hasta el punto de no temer dar su vida por ella, si es necesario. Con certeza, la vida le ha cambiado. Con ella podría olvidar su pasado y mirar hacia el futuro.
—Estás pálido, Gray. —Maggie le dio unos golpecitos a Gray en el brazo hasta que reaccionó y se recostó contra el respaldo de la silla—. ¿Cuántas cervezas te has tomado?
—Sólo ésta —contestó, y se frotó las mejillas con una mano para ayudarse a tomar conciencia—. Sólo estaba… trabajando —concluyó. Eso era, por supuesto. Sólo había estado pensando en personajes, en cómo construir una mentira. No se trataba de nada personal.
—Parecía un trance.
—Es lo mismo —dijo. Se le escapó un suspiro y entonces se rio de sí mismo—. Creo que después de todo sí me voy a tomar esa otra cerveza.