Capítulo 8

Los viajes en avión privado, el champán y las resplandecientes bodas de la alta sociedad estaban bien, pensó Brianna, pero se alegró de estar en casa. A pesar de que sabía que los cielos y el aire suave no eran de fiar, prefirió pensar que ya había pasado lo peor del invierno. Empezó a soñar con su invernadero nuevo mientras atendía los brotes de las semillas que había sembrado en el cobertizo. Y a planear cómo convertiría en una habitación el desván mientras tendía la ropa lavada.

Durante la semana que había transcurrido desde que había vuelto de Dublín había tenido la casa para ella sola, pues Gray se había encerrado en su habitación a trabajar. De vez en cuando salía a dar una vuelta o iba a olisquear la comida en la cocina. Y no estaba segura de si se sentía aliviada u ofendida de que Gray pareciera demasiado preocupado como para tratar de besarla de nuevo.

Aun así, se había visto obligada a admitir que su soledad era más placentera sabiendo que Gray estaba arriba. Por la noche podía sentarse junto al fuego a leer, tejer o esbozar sus planes sabiendo que en cualquier momento él podía aparecer en la sala y quedarse a acompañarla.

Pero no fue Gray quien la interrumpió mientras tejía en un frío atardecer, sino su madre y Lottie.

Oyó que un coche se detenía fuera, lo que no la sorprendió, pues con frecuencia vecinos y amigos paraban a saludarla cuando veían que tenía la luz encendida. Puso a un lado su labor y se dirigió a la puerta, y a medio camino pudo escuchar a su madre y a Lottie discutiendo fuera.

Brianna sólo pudo suspirar. Por razones que no lograba comprender, las dos mujeres al parecer disfrutaban riñendo.

—Buenas tardes a las dos —dijo, y saludó a cada una con un beso—. Qué maravillosa sorpresa.

—Espero que no te estemos interrumpiendo, Brie. —Lottie entornó sus alegres ojos—. A Maeve se le metió en la cabeza que debíamos venir, así que aquí estamos.

—Siempre es una alegría veros.

—Ya estábamos fuera, ¿verdad? —soltó Maeve—. Esta perezosa no ha querido cocinar hoy y nos ha tocado salir a un restaurante, sin importar si me sentía bien o no.

—Incluso Brie debe de cansarse a veces de su propia comida —contestó Lottie mientras colgaba el abrigo de Maeve en el perchero del corredor—, pese a lo buena que es. Además, es bueno salir de cuando en cuando y ver gente.

—No hay nadie que yo necesite ver.

—Querías ver a Brianna, ¿no es cierto? —A Lottie la complació anotarse un pequeño punto—. Por eso estamos aquí.

—Lo que quiero es un té decente, no ese asco que sirven en el restaurante.

—Ya lo preparo yo —dijo Lottie dándole una palmadita a Brianna en el brazo—. Te espera una agradable visita de tu madre. Ya sé dónde están las cosas.

—Y llévate ese perro contigo a la cocina. —Maeve le echó a Con una impaciente mirada de desagrado—. No voy a tolerar que venga a babearme.

—Me vas a acompañar, ¿no es cierto, muchacho? —Alegremente, Lottie le dio unas palmaditas a Con en la cabeza—. Ven con Lottie, eso es, buen chico.

Complaciente, e incluso con la esperanza de que le dieran un buen capricho, Con siguió a Lottie a la cocina.

—Ven a la sala a sentarte, mamá. Tengo puesta la chimenea.

—Qué desperdicio de combustible —murmuró Maeve—. La sala está suficientemente tibia sin ella.

Brianna hizo caso omiso del dolor de cabeza que le estaba naciendo por las cuencas de los ojos.

—Pero es reconfortante tenerla prendida. ¿Has cenado bien?

Maeve resopló mientras se sentaba. Le gustaba ver la chimenea encendida y la sensación que le producía, pero por nada del mundo iba a admitirlo.

—Lottie me arrastró a un sitio de Ennis y pidió pizza, ¡pizza con un montón de cosas encima!

—Sí, sé de qué lugar me hablas. Tienen una comida deliciosa. Rogan dice que allí la pizza sabe igual que la de Estados Unidos. —Brianna retomó su labor—. ¿Sabías que Kate, la hermana de Murphy, está embarazada de nuevo?

—Esa chica se reproduce como los conejos. ¿Cuántos hijos tiene ya, cuatro?

—Este será el tercero. Tiene dos niños y espera que esta vez sea una niña. —Sonriendo, Brianna levantó la lana rosa pálido—. Le estoy tejiendo esta mantita para que le dé suerte.

—Dios le dará lo que le vaya a dar, sin importar de qué color le tejas la manta.

Las agujas de Brianna siguieron haciendo clic clac tranquilamente.

—Sí, supongo que sí. Ayer recibí una postal del tío Niall y la tía Christine. Una foto preciosa del mar y las montañas. Dicen que están pasándoselo de lo lindo en su crucero por las islas griegas.

—Luna de miel a su edad… —comentó, aunque en su corazón Maeve anhelaba conocer las montañas y los mares lejanos por sí misma—. Claro, si tienes dinero, puedes ir donde quieras y hacer lo que quieras. No todos podemos volar a lugares cálidos durante el invierno. Si yo pudiera, tal vez el frío no me cargaría tanto el pecho.

—¿Te encuentras mal? —La pregunta le salió automática, como la respuesta a las tablas de multiplicar que había aprendido en el colegio. E hizo que se avergonzara lo suficiente como para levantar la cara y esforzarse un poco más—. Lo siento, mamá.

—Estoy acostumbrada. El doctor Hogan no hace más que chasquear la lengua y decirme que estoy divinamente. Pero yo sé cómo me siento.

—Por supuesto, claro. —Brianna empezó a bajar el ritmo de las agujas mientras le daba forma a una idea en la cabeza—. Me pregunto si te sentirías mejor si pudieras ir a algún lugar a tomar el sol.

—Ja. ¿Y qué sitio es ése?

—Maggie y Rogan tienen una villa en el sur de Francia. Dicen que es muy bonito y cálido. ¿Te acuerdas de que Maggie me hizo unos dibujos?

—Sí, se fueron juntos de viaje a ese país extranjero antes de casarse.

—Ahora están casados —le contestó Brianna suavemente—. ¿No te gustaría ir, mamá, con Lottie? Podríais quedaros una o dos semanas. Te sentaría bien el descanso al sol, y el aire marino siempre resulta medicinal.

—¿Y cómo voy a llegar allá?

—Mamá, sabes que Rogan dispondría el avión para que te llevara.

Maeve pudo imaginárselo. El sol, los criados, la hermosa casona con vistas al mar… Ella podría haber tenido una casa así si… si…

—No le voy a pedir a esa niña ningún favor.

—No necesitas hacerlo. Yo puedo pedírselo por ti.

—No sé si estoy en condiciones de viajar —le contestó Maeve por el simple placer de hacer que las cosas fueran difíciles—. El viaje a Dublín me fatigó.

—Pues más razón para que te tomes unas vacaciones —le devolvió Brianna; conocía bien el juego—. Mañana hablaré con Maggie para arreglar el asunto. Y después te ayudaré a hacer las maletas, no te preocupes.

—Estás ansiosa de que me vaya, al parecer.

—Mamá… —replicó Brie, cuyo dolor de cabeza iba en vertiginoso aumento.

—Me iré, está bien. —Maeve levantó una mano—. Pero que quede claro que lo hago sólo por mi salud, porque el Señor sabe cómo me va a afectar los nervios estar entre tantos extranjeros. —Entrecerró los ojos—. ¿Y dónde está el yanqui?

—¿Grayson? Está arriba, en su habitación, trabajando.

—Trabajando —exhaló ruidosamente—. Quisiera saber desde cuándo trabajar es contar una historia. Mucha gente en este país cuenta historias.

—Ponerlas en papel es diferente, creo. Y a veces, cuando baja después de haber escrito largo rato, parece que ha estado cavando zanjas; así de cansado se le ve.

—En Dublín se le veía bastante vivaracho cuando no dejaba de ponerte las manos encima.

—¿Qué? —Brianna soltó las agujas y se quedó mirando a su madre.

—¿Crees que soy igual de ciega que achacosa? —A Maeve se le subieron los colores a las mejillas—. Me sentí muy humillada al comprobar cómo dejaste que te manoseara, y en público, encima.

—Estábamos bailando —dijo Brianna en un suspiro que dejó escapar entre los labios, que se le pusieron tensos y fríos—. Le estaba enseñando unos pasos.

—Vi lo que vi. —Maeve apretó la mandíbula—. Y te pregunto en este mismo instante si le has entregado tu cuerpo.

—Si le he… ¿Cómo te atreves a preguntarme tal cosa? —La lana rosa rodó por el suelo.

—Soy tu madre y puedo preguntarte lo que me venga en gana. No hay duda de que la mitad del pueblo está hablando de ello. Tú aquí sola con ese hombre noche tras noche.

—Nadie está hablando de ello. Administro un hotel y él es un huésped.

—Un conveniente camino hacia el pecado… Lo he dicho desde que insististe en abrir este negocio. —Maeve asintió con la cabeza como si la presencia de Gray en la casa confirmara su opinión—. No me has contestado, Brianna.

—Y no debería, pero lo voy a hacer. No, no me he entregado a él ni a nadie más.

Maeve aguardó un momento en silencio y después asintió otra vez.

—Nunca has sido mentirosa, así que te voy a creer.

—Pues la verdad es que me tiene sin cuidado lo que creas. —Sabía que era ira lo que le hizo temblar las rodillas cuando se puso de pie—. ¿Crees que me siento feliz y orgullosa de no haber conocido nunca a un hombre, de no haber encontrado a alguien que me ame? No deseo pasarme la vida sola o estar siempre haciendo cosas para los bebés de otras mujeres.

—No me levantes la voz, niña.

—¿Qué bien hace levantarla? —Brianna respiró profundamente y luchó por calmarse—. ¿Qué bien hace no levantarla? Voy a ayudar a Lottie con el té.

—Te vas a quedar donde estás. —Con una expresión severa en la boca, Maeve ladeó la cabeza—. Deberías dar granas a Dios de rodillas por la vida que llevas, niña. Tienes un techo sobre la cabeza y dinero en el bolsillo. Puede que no me guste cómo te ganas la vida, pero has alcanzado pequeños éxitos con tus decisiones en cuanto a lo que muchos considerarían una forma de vida honesta. ¿Crees que un hombre y unos bebés pueden reemplazar eso? Pues bien, estás equivocada si es así.

—Maeve, ¿ahora por qué le estás dando la lata a la niña?

Cansinamente, Lottie entró y puso la bandeja sobre la mesa.

—No te metas, Lottie.

—Por favor —dijo Brianna, quien fría y calmadamente inclinó la cabeza—, déjala que termine.

—Por supuesto que voy a terminar. Una vez tuve algo que podía llamar mío. Y lo perdí. —A Maeve le temblaron los labios, pero los apretó—. Perdí la oportunidad de ser lo que quería ser. Todo por culpa de la lujuria. Con una hija en el vientre, ¿qué más podía ser sino la mujer de un hombre?

—La mujer de mi padre —dijo Brianna despacio.

—Así que lo fui. Concebí una hija en el pecado y lo he pagado toda mi vida.

—Tuviste dos hijas —le recordó Brianna.

—Sí, claro que sí. La primera, tu hermana, está marcada. Salvaje ha sido y lo seguirá siendo. Pero tú fuiste una hija del matrimonio y el deber.

—¿Deber?

Con las manos sobre los brazos de la silla, Maeve se inclinó hacia delante y habló con amargura.

—¿Crees que yo quería que me tocara de nuevo? ¿Crees que disfrutaba que me recordara por qué nunca iba a poder ser lo que deseaba en lo más profundo de mi corazón? Pero la Iglesia dice que el matrimonio debe concebir hijos. Así que cumplí con mi deber según dice la Iglesia y dejé que me plantara otro hijo en el vientre.

—Deber —repitió Brianna, y las lágrimas que quería verter se le congelaron en el corazón—. Sin amor, sin placer, ¿de ahí es de donde provengo?

—No hubo más necesidad de compartir mi cama con él una vez que supe que estaba encinta. Sufrí otro duro parto, otro alumbramiento, y le agradecí a Dios que fuera el último.

—Nunca compartiste la cama con él en todos esos años…

—No habría más hijos. Contigo hice lo que pude por absolver mi pecado. Tú no eres salvaje como Maggie. En ti hay frialdad y control. Usarás eso para mantenerte pura, a menos que dejes que algún hombre te tiente. Rory casi lo logra.

—Yo amaba a Rory. —Odiaba sentirse tan cerca de las lágrimas. Por su padre, pensó, y la mujer que amaba y había dejado marchar.

—Entonces eras sólo una niña —repuso Maeve desestimando el dolor del corazón partido de la juventud—, pero ahora eres una mujer, y lo suficientemente bonita como para atraer la mirada de un hombre. Quiero que recuerdes lo que puede pasarte si cedes. El que está arriba puede ir y venir a su antojo. Si lo olvidas, puedes encontrarte sola y con un bebé creciendo bajo tu delantal y el corazón lleno de vergüenza.

—Con mucha frecuencia me pregunté por qué no había amor en esta casa. —Brianna se tragó un aliento tembloroso e hizo un esfuerzo para que la voz no le temblara—. Sé que no amabas a papá, por alguna razón no podías. Me dolía saberlo. Pero cuando supe por Maggie que solías cantar, que tenías una carrera y que la habías perdido, pensé que te entendía y que podía sentir compasión por el dolor que debiste de sufrir.

—Nunca podrás saber lo que es perder todo lo que siempre has soñado.

—No, no puedo. Pero tampoco puedo entender a una mujer, cualquier mujer, que no puede albergar amor en su corazón para los hijos que llevó en su vientre y que dio a luz. —Levantó las manos y se tocó las mejillas. No estaban húmedas, sino, por el contrario, frías y secas, como mármol en contacto con sus dedos—. Siempre culpaste a Maggie, sencillamente por haber nacido. Y ahora veo que yo no fui para ti sino un deber, una especie de penitencia por un pecado previo.

—Te crie con cuidado —empezó Maeve.

—Con cuidado… Sí, es cierto que nunca me levantaste la mano como lo hiciste con Maggie. Es un milagro que no creciera odiándome sólo por eso. Eras fuego con ella y fría disciplina conmigo. Y funcionó bien. Nos hizo, supongo, lo que somos. —Con cautela, se sentó de nuevo y tomó la labor entre las manos—. Quería amarte. Solía preguntarme por qué no podía darte más que lealtad y deber. Ahora veo que no era por una carencia mía, sino tuya.

—Brianna, ¿cómo puedes decirme tales cosas? —Profundamente impresionada, Maeve se puso de pie—. Yo sólo he tratado de ahorrarte problemas, de protegerte.

—No necesito protección. Estoy sola, ¿no es cierto?, y soy virgen, tal como quieres. Estoy tejiendo una manta para el hijo de otra mujer, como lo he hecho antes y como lo volveré a hacer otra vez. Tengo mi negocio, como dijiste. Nada ha cambiado aquí, madre, salvo el desahogo de mi conciencia, le voy a seguir dando lo que siempre te he dado, nada menos, sólo que desde hoy voy a dejar de flagelarme por no poder darte más. —Con los ojos secos, levantó la mirada—. Lottie, ¿podrías por favor servir el té? Quiero contarte cómo van a ser las vacaciones que tú y mamá vais a disfrutar pronto. ¿Has estado en Francia?

—No. —Lottie se tragó el nudo que tenía en la garganta. El corazón le sangraba por ambas mujeres. Miró con lástima a Maeve, sin saber cómo consolarla. Suspiró y empezó a servir el té—. No —repitió—, nunca he estado allí. ¿Vamos a ir?

—Si, claro. —Brianna retomó el ritmo del tejido—. Muy pronto, si así lo queréis. —Leyó la compasión en los ojos de Lottie y entonces hizo un esfuerzo por sonreír—. Tendrás que ir a comprar un biquini.

Lottie recompensó a Brianna con una carcajada. Después de poner la taza de té en la mesa, junto a Brianna, Lottie le acarició la fría mejilla.

—Buena chica —murmuró.

Una familia procedente de Helsinki se quedó un fin de semana en el hotel. Brianna se mantuvo ocupada atendiendo a la pareja y a sus tres hijos. Con mucha lástima, tuvo que mandar a Con a casa de Murphy, pues al parecer el rubio niño de tres años no podía resistirse a tirarle de la cola y las orejas, un oprobio que Concobar sufría en silencio.

Esos inesperados huéspedes ayudaron a Brianna a mantener la mente lejos de la agitación emocional que su madre le había provocado. La familia era estrepitosa y bulliciosa, y estaba tan hambrienta como un clan de osos recién salidos de la hibernación.

A Brianna le encantó cada minuto que los tuvo en casa.

Le dio a cada niño un beso de despedida y los despachó con una docena de pastelillos para el siguiente tramo de su viaje al sur. En el mismo momento en que el coche se perdió en la distancia, Gray se acercó a Brianna por detrás.

—¿Ya se han ido?

—¡Ay! —exclamó Brie llevándose una mano al corazón—. Casi me matas del susto. —Dándose la vuelta, metió de nuevo en el moño unos mechones de pelo que se le habían escapado—. Pensé que ibas a bajar a despedirte de los Svenson. El pequeño Jon ha preguntado por ti.

—Todavía tengo sus pegajosas huellas digitales marcadas en la mitad del cuerpo y en la mayoría de mis papeles. —Con una sonrisa irónica se metió los pulgares en los bolsillos delanteros del pantalón—. Simpático chico, pero, por Dios, es incansable.

—Por lo general los niños de tres años son activos.

—Ni que lo digas. Un paseo a caballito y quedé comprometido de por vida.

Brianna sonrió al recordarlo.

—Estabas muy tierno con él. Me imagino que siempre se acordará del yanqui que jugó con él en el hotel irlandés —dijo, inclinando la cabeza—. Cuando se fue llevaba en la mano la camionetita que le compraste ayer.

—La vi cuando estaba dando una vuelta por el pueblo, eso fue todo —replicó él encogiéndose de hombros.

—Sólo la viste casualmente, claro —le contestó Brianna con un ligero asentimiento de cabeza—, igual que las dos muñecas para las niñas.

—Así es. En cualquier caso, siempre disfruto de los HOP.

—¿HOP?

—Los hijos de otras personas. Pero ahora —empezó Gray, deslizando firmemente las manos alrededor de la cintura de Brianna—, estamos solos de nuevo.

Brianna presionó una mano en el pecho de Gray antes de que éste pudiera rodearla con su cuerpo en un movimiento protector instintivo.

—Tengo recados que hacer.

Gray bajó la mirada hacia la mano de ella y levantó una ceja.

—¿Recados?

—Así es, y me espera una montaña de ropa para lavar cuando vuelva.

—¿Vas a tender la ropa lavada? Me encanta mirarte cuando cuelgas la ropa de las cuerdas, especialmente cuando hay brisa. Es increíblemente sexy.

—Qué cosas tan tontas dices.

La sonrisa de Gray se hizo más amplia.

—Y ni que decir de cuando te sonrojas.

—No estoy sonrojada —aseguró ella, pero podía sentir el calor en las mejillas—. Estoy impaciente. Necesito irme, Grayson.

—¿Qué tal esto? Te llevaré a donde tengas que ir. —Antes de que ella pudiera decir nada, Gray bajó la cabeza y frotó ligeramente sus labios contra los de ella—. Te he echado de menos, Brianna.

—No puede ser cierto. ¡Si he estado aquí todo el tiempo!

—Te he echado de menos. —Vio cómo la joven bajaba las pestañas. Las respuestas de Brianna, tímidas e inciertas, le daban una particular sensación de poder. Puro ego, pensó divertido—. ¿Dónde está tu lista?

—¿Mi lista?

—Siempre haces listas para todo. —Brianna levantó la mirada de nuevo. Esos brumosos ojos verdes lo miraban con atención y un poco de miedo. Gray sintió una oleada de calor que le subía desde los talones hasta el bajo vientre. Apretó los dedos convulsivamente alrededor de su cintura antes de que se pudiera obligar a dar un paso atrás y respirar—. Tomarlo despacio me está matando —susurró.

—¿Qué dices?

—No importa. Trae tu lista y lo que necesites para llevarte.

—No tengo lista. Sólo necesito ir a casa de mi madre para ayudarlas a ella y a Lottie a hacer las maletas, pues se van de viaje. No hay necesidad de que me lleves.

—Conducir me vendría bien. ¿Cuánto tiempo planeas estar allí?

—Dos horas, a lo sumo tres.

—Puedo llevarte y después recogerte. Voy a salir, de todas maneras —dijo, y añadió antes de que ella pudiera discutir—: Así también ahorraremos gasolina.

—Está bien, si estás seguro. Estaré preparada en un minuto.

Mientras esperaba, Gray se paró frente a la casa, junto al jardín. En el mes que llevaba allí, había visto tormentas, lluvia y la luminosa luz del sol irlandés. Se había sentado en los pubs del pueblo y había escuchado los chismes y la música tradicional. Había caminado por los senderos que los granjeros usaban para llevar sus vacas de un campo a otro y por los tortuosos escalones de castillos en ruinas, escuchando al tiempo ecos de guerra y muerte. Había visitado cementerios y se había quedado de pie al borde de acantilados de vértigo observando el mar incesante.

Sin embargo, de todos los lugares en donde había estado, ninguna vista parecía ser más atractiva que la que se apreciaba desde el jardín delantero de Brianna. Pero Gray no estaba del todo seguro de si era el sitio o la mujer a quien estaba esperando. De cualquier modo, decidió, el tiempo que pasara allí con certeza sería uno de los episodios más satisfactorios de su vida.

Después de dejar a Brianna en la primorosa casa de las afueras de Ennis, Gray vagó por ahí. Durante más de una hora estuvo trepando por las rocas en el Burren, tomando fotos mentales. La diáfana inmensidad lo fascinaba, al igual que el Altar del Druida, que atraía a tantos turistas con su cámara dispuesta.

Condujo sin rumbo y se detuvo aquí y allá, en una pequeña playa desierta salvo por un niño y un perro enorme, en un campo donde las cabras pacían y el viento susurraba a través de altos pastizales, en un pueblecito en donde le compró a una mujer una golosina, la cual, después de contar las monedas con dedos retorcidos por la artritis, le ofreció una sonrisa tan dulce como la luz del sol…

Una abadía en ruinas con una torre redonda atrajo su atención y se detuvo a la vera del camino para echar un vistazo de cerca. Le fascinaban las torres redondas de Irlanda, pero las había visto más que nada en la costa este. Para protegerse, suponía él, de invasiones procedentes del mar de Irlanda. Esa torre estaba completa e intacta y se alzaba en un ángulo singular. Gray pasó algún tiempo dando vueltas a su alrededor, examinándola y preguntándose cómo podía integrarla en su libro.

Allí también había tumbas, algunas antiguas y otras nuevas. Siempre le había intrigado la manera tan cómoda en que las diferentes generaciones se relacionaban en la muerte cuando rara vez lo lograban en vida. En cuanto a él, escogería el modo vikingo: una barca a la deriva por el mar con una antorcha. Pero a pesar de ser un hombre que se ganaba la vida con la muerte, prefería no detenerse demasiado en pensamientos sobre su propia mortalidad.

Casi todas las tumbas por las cuales pasó estaban cubiertas de flores. Muchas tenían cajas de plástico por encima que estaban empañadas por la condensación, y los retoños no mostraban más que una pizca de color. Se preguntó por qué no encontraba eso divertido. Tendría que haber sido así. Pero, por el contrario, estaba conmovido, colmado de devoción por los muertos.

Habían pertenecido a alguien alguna vez, pensó. Tal vez ésa era la definición de familia: pertenecer a alguien alguna vez, pertenecer siempre.

Él nunca había tenido ese problema. O ese privilegio.

Caminó entre las tumbas un poco más, preguntándose cuándo los maridos, las esposas y los hijos irían a dejar las coronas y las flores. ¿En el aniversario de la muerte? ¿En el cumpleaños? ¿El día del santo con cuyo nombre el muerto había sido bautizado? O en Pascua, tal vez, que era una fiesta importante para los católicos. Decidió que se lo preguntaría a Brianna. Era algo que definitivamente podía servirle para su libro.

No habría podido decir por qué se detuvo justo en ese momento ni por qué decidió mirar hacia abajo, a una lápida en particular. Pero lo hizo, y se quedó solo, de pie, con la brisa jugueteando con su pelo, mirando hacia la tumba de Thomas Michael Concannon.

¿El padre de Brianna?, se preguntó, y sintió una extraña angustia en el corazón. Las fechas parecían coincidir. O’Malley le había contado muchas historias sobre Tom Concannon cuando había ido a tomar cerveza al pub. Eran historias llenas de afecto, sentimiento y humor.

Gray sabía que había muerto de repente, en el acantilado de Loop Head y que sólo Maggie había estado con él. Pero las flores sobre la tumba, Gray estaba seguro, eran obra de Brianna.

Las había plantado en la tierra, sobre la tumba. Y a pesar de que el invierno había sido inclemente con ellas, Gray notó que hacía poco que las habían desyerbado. Algunas valientes hojas verdes estaban haciendo su aparición en busca del sol.

Nunca había estado de pie sobre la tumba de alguien a quien conociera. Sin embargo, visitaba con frecuencia a los muertos, aunque no como peregrinaje a la tumba de alguna persona a quien quisiera. Pero tuvo una sensación que lo hizo arrodillarse y pasar ligeramente una mano sobre el cuidadosamente atendido montículo. Deseó haber llevado flores.

—Tom Concannon —murmuró—, la gente te recuerda con cariño. Hablan de ti en el pueblo y sonríen cuando mencionan tu nombre. Supongo que es el mejor epitafio que cualquier persona pudiera pedir.

Extrañamente contento, se sentó junto a Tom un rato y observó cómo la luz del sol y las sombras jugaban sobre las piedras que los vivos habían plantado para honrar a los muertos.

Gray le dio a Brianna tres horas. Era obvio que había sido más que suficiente, puesto que salió de la casa casi en el mismo momento en que él aparcó junto a la acera. Su sonrisa de bienvenida se convirtió en una mirada inquisitiva cuando vio a Brie más de cerca.

Tenía el rostro pálido, y él sabía que era como se ponía cuando estaba molesta o conmovida. A pesar de que tenía la mirada tranquila, los ojos mostraban rastros de nerviosismo. Miró hacia la casa y vio que la cortina se movía. Apenas pudo vislumbrar brevemente el rostro de Maeve, pero notó que estaba tan pálido e infeliz como el de su hija.

—¿Habéis hecho todo el equipaje? —le preguntó Gray a Brianna en cuanto ésta subió al coche, tratando de mantener suave el tono.

—Sí. —Sentándose, Brianna apretó entre las manos su bolso, como si fuera lo único que pudiera evitar que se derrumbara—. Gracias por venir a buscarme.

—Muchas personas consideran que hacer las maletas es una labor ardua. —Gray arrancó y por primera vez mantuvo una velocidad moderada.

—Puede serlo. —Por lo general, disfrutaba haciéndolas. Los nervios de visitar un lugar nuevo y, más aún, los de regresar a casa—. Pero ya hemos terminado y están listas para viajar por la mañana.

Dios, cómo quería cerrar los ojos, escapar del dolor que le palpitaba en la cabeza y el sentimiento de culpa que la embargaba y dormir.

—¿Quieres decirme qué te tiene molesta?

—No estoy molesta.

—Estás tensa, triste y tan blanca como una pared.

—Es personal. Un asunto de familia. —A Gray le sorprendió que lo hiriera la respuesta tajante de ella, pero sólo se encogió de hombros y guardó silencio—. Lo siento. —Entonces Brianna sí cerró los ojos. Quería paz. ¿No podía darle alguien un momento de paz?—. No pretendía ser descortés.

—Olvídalo. —No necesitaba los problemas de ella, se recordó Gray a sí mismo. Entonces la miró de reojo y maldijo por lo bajo. Brie parecía exhausta—. Quiero hacer una parada.

Brianna empezó a poner objeciones, pero decidió mantener los ojos y la boca cerrados. Gray había sido muy amable al llevarla y recogerla, se dijo. Sin duda podría aguantar unos minutos más antes de enterrar toda la tensión en el trabajo.

Gray no volvió a hablar. Iba conduciendo por instinto, con la esperanza de que la elección que había hecho devolviera el color a las mejillas de Brie y la calidez a su voz.

Brie no abrió los ojos hasta que Gray se detuvo y apagó el coche. Entonces a duras penas miró hacia el castillo en ruinas.

—¿Necesitabas parar aquí?

—Quería parar aquí —la corrigió—. Encontré este lugar el primer día que pasé aquí. Y está desempeñando un papel primordial en mi novela. Me gusta la sensación que da. —Se bajó del coche, dio un rodeo por delante y le abrió la puerta a Brianna—. Ven. —Cuando no se movió, Gray se inclinó hacia ella y le desabrochó el cinturón de seguridad él mismo—. Vamos, Brianna, es un lugar fantástico. Espera a ver la vista que hay desde lo alto.

—Tengo ropa que lavar —se quejó ella, y escuchó el malhumor en su propia voz mientras se bajaba del coche.

—No se va a ir a ninguna parte —dijo Gray, tomándola a mano y guiándola por el pasto sin cortar.

Brianna no tuvo el corazón para apuntar que las ruinas tampoco se iban a ir a ninguna parte.

—¿Estás usando este lugar en tu libro?

—En la gran escena del crimen —contestó, y sonrió ante la reacción de ella: incomodidad y superstición brillaron en sus ojos—. No estarás asustada, ¿no? Por lo general no represento mis escenas.

—No seas tonto —replicó, pero empezó a temblar en cuanto pusieron un pie entre los muros de piedra.

El pasto crecía silvestre en el suelo, briznas de verde se abrían paso por las grietas de las rocas. Sobre su cabeza, Brianna podía ver dónde habían estado las distintas plantas alguna vez, hacía tantos años. Pero ahora el tiempo y la guerra habían abierto la vista hacia el cielo, en donde las nubes flotaban silenciosamente como fantasmas.

—¿Qué crees que hacían aquí, justo en este punto? —le preguntó Gray.

—Vivir, trabajar. Pelear.

—Demasiado general. Usa tu imaginación. ¿Puedes ver a las personas caminando por aquí? Es invierno, y está helando. En el suelo, por debajo de los barriles de agua, se han congelado anillos de hielo que se quiebran como ramitas bajo los zapatos. El aire pica por el humo de las chimeneas. Un bebé llora de hambre, y sólo se calla cuando su madre le ofrece su seno. —La llevó con él, física, emocionalmente, hasta que pudo verlo igual—. Hay soldados entrenando allá afuera y se escucha el sonido de espada contra espada. Un hombre corre, cojeando por una herida antigua, el vapor de su aliento se arremolina ante su cara como frías nubes. Ven, vamos arriba. —Tiró de ella por las estrechas y tortuosas escaleras. De tanto en tanto había una abertura en la roca, una especie de cueva. Brianna se preguntó si la gente solía dormir allí o si guardaban mercancía. O tal vez eran para esconderse del enemigo, que siempre los encontraba—. Una vieja sube por aquí, lleva una lámpara de aceite en la mano; tiene una cicatriz arrugada en el dorso de la mano y en sus ojos se adivina el miedo. Otra mujer trae juncos frescos para el suelo, pero es joven y va pensando en su amante. —Gray mantuvo la mano de Brianna entre la suya, y sólo se detenía cuando llegaban a un nivel intermedio—. Debieron de ser los cromwellianos, ¿no crees?, los que lo saquearon. Debió de haber gritos, el hedor a humo y sangre, ese horrible sonido sordo del metal cortando hueso y los chillidos agudos de un hombre cuando el dolor lo doblega. Lanzas atravesando a personas por el estómago, sujetándolas al suelo, donde las extremidades se convulsionan hasta que los nervios mueren. Los cuervos sobrevuelan el cielo, esperando el festín. —Se dio la vuelta y la miró: Brianna tenía los ojos vidriosos y abiertos de par en par. Entonces se rio—. Perdón, me he emocionado.

—No es sólo una bendición tener una imaginación como la tuya. —Tembló de nuevo y tragó con dificultad—. Pero no quiero que me lo hagas ver tan claramente.

—La muerte es fascinante, en especial cuando es violenta. Los hombres siempre están acechando a los hombres. Y éste es un lugar increíble para situar aquí un asesinato, del tipo de esta época.

—De tu tipo —murmuró Brianna.

—Mmm… El asesino va a jugar con la víctima primero —empezó a explicar Gray al tiempo que retomaba el ascenso por las escaleras. Estaba inmerso en sus propias palabras, pero podía ver que Brianna ya no estaba preocupada por lo que había pasado en casa de su madre—. Deja que la atmósfera y esos humeantes fantasmas se filtren en el miedo como un veneno lento. No se va a apresurar, le gusta la caza, la ansía. Puede oler el miedo, como cualquier lobo, puede percibirlo. Es el aroma que le llega a la sangre y la hace palpitar, lo excita como el sexo. Y la presa corre, persiguiendo ese fino vestigio de esperanza. Pero ella está jadeando, y se oye el eco de sus jadeos, que se lleva el viento. Se cae, las escaleras son traicioneras en la oscuridad, con el sonido de la lluvia. Están mojadas y resbaladizas; son un arma en sí mismas. Pero logra llegar arriba, con los pulmones a punto de explotar y la mirada salvaje.

—Gray…

—Ahora ella es casi tan animal como él. El terror la ha despojado de capas de humanidad, al igual que el buen sexo lo haría, o el hambre extrema. La mayoría de las personas creen haber experimentado las tres sensaciones, pero es raro incluso conocer del todo una sola. Pero ella conoce la primera ahora, conoce el terror como si fuera sólido y estuviera vivo, como si pudiera enroscársele alrededor del cuello. Quisiera encontrar un lugar donde esconderse, pero no hay escapatoria. Y oye los pasos del asesino subiendo las escaleras, despacio, sin descanso, detrás de ella. Entonces llega a la cima. —Llevó a Brianna de las sombras hacia el amplio saliente amurallado en donde la luz del sol se derramaba—. Y está atrapada. —Brianna saltó cuando Gray la hizo girar y casi gritó. Él, estallando en risas, la levantó del suelo—. Dios, qué buen público eres.

—No tiene gracia —dijo, y trató de liberarse del abrazo de él.

—Es maravilloso. Estoy planeando hacer que la mutile con una daga antigua, pero… —Enganchó el brazo bajo las rodillas de Brianna y la llevó hasta el muro—. Tal vez sólo deba dejarla caer por aquí.

—¡Detente! —Por puro instinto de supervivencia, Brianna pasó los brazos alrededor de Gray y se aferró a él.

—¿Por qué no se me ocurrió esto antes? El corazón se te va a salir del pecho y me tienes abrazado firmemente.

—Patán.

—Has dejado de pensar en tus problemas, ¿no es cierto?

—Me guardaré mis problemas, gracias, y me mantendré alejada de esa imaginación retorcida que tienes.

—No, nadie puede —aseguró, y la atrajo aún más hacia sí. De eso se trata la ficción, ya sea en libros, películas, lo que sea. Te da un receso de la realidad y te permite preocuparte de los problemas de alguien más.

—¿Y qué hace por ti, que eres el que cuenta la historia?

—Lo mismo. Exactamente lo mismo. —Volvió a ponerla sobre el suelo y le dio la vuelta, para que viera la vista—. Es como una pintura, ¿no te parece? —Con suavidad la atrajo hacia sí, hasta que la espalda de ella encajó perfectamente contra él—. Desde el primer momento que vi este lugar me cautivó. Estaba lloviendo el primer día que vine y casi parecía que los colores se iban a correr con el agua.

Brianna suspiró. Después de todo, allí estaba la paz que anhelaba. A su manera indirecta y dando rodeos, Gray se la había dado.

—Casi es primavera —murmuró Brianna.

—Tú siempre hueles a primavera. —Inclinó la cabeza y le acarició con los labios la nuca—. Y sabes a primavera.

—Estás logrando que las piernas me tiemblen otra vez.

—Entonces más te vale sujetarte a mí. —Le dio la vuelta y le puso una mano bajo el mentón—. No te he besado en días.

—Ya lo sé. —Hizo acopio de toda su valentía y le sostuvo la mirada—. He estado deseando que lo hicieras.

—Esa era la idea. —Gray puso sus labios sobre los de Brianna y se agitó cuando ella deslizó las manos de su pecho hasta su cara.

Brianna se abrió a él, dispuesta, con su ligero ronroneo de placer, que era tan excitante como una caricia. Con el viento revoloteando alrededor de ellos, Gray la apretó contra su cuerpo, teniendo cuidado de que sus manos fueran suaves, y su boca, gentil.

Todo el estrés, la fatiga y la frustración se desvanecieron. Brie se sintió en casa, eso fue lo único que pudo pensar. Y en casa era en donde siempre quería estar.

En un suspiro, descansó la cabeza sobre el hombro de Gray y le pasó los brazos por la espalda.

—Nunca me había sentido así.

Él tampoco, pero ése era un pensamiento peligroso que debía considerar después.

—Nos hace bien —murmuró Gray—. Hay algo bueno con respecto a esto.

—Así es. —Brianna levantó su mejilla para tocar la de él—. Ten paciencia conmigo, Gray.

—Eso pretendo. Te deseo, Brianna, y cuando estés lista… —Dio un paso atrás y pasó las manos a lo largo de los brazos de ella hasta que sus dedos se encontraron—. Cuando estés lista.