Gray pensó que Brianna había salido cuando llegó al hotel. Tan concentrado como un galgo siguiendo un rastro, el escritor se dirigió hacia la cocina. Fue la voz de Brie lo que lo detuvo: suave, apacible y fría. Sin importarle mucho la ética, se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta de la sala, desde donde provenía la voz, y se quedó allí escuchando.
Desde donde estaba podía ver que Brie estaba hablando por teléfono; tenía una mano enredada en el cable en un gesto de rabia o de nervios. No podía verle la cara, pero el cuadro rígido de sus hombros y espalda era un claro indicador de su estado de ánimo.
—Acabo de entrar, mamá. He tenido que ir al pueblo a comprar algunas cosas. Tengo un huésped en casa. —Hubo una pausa. Gray vio a Brianna levantar una mano y frotarse con ella la sien con fuerza—. Sí, ya sé. Lamento que te moleste. Iré mañana. Puedo… —Guardó silencio: era obvio que la había interrumpido un comentario desagradable al otro lado de la línea. Gray tuvo que hacer un esfuerzo por abstenerse de entrar en la habitación y aliviar esos hombros tensos—. Mañana te puedo llevar a donde quieras ir. Nunca he dicho que esté demasiado ocupada, y siento que estés indispuesta. Te haré la compra, sí, no hay problema. Antes del mediodía, te lo prometo. Tengo que colgar ya, tengo unas tartas en el horno. ¿Quieres que te lleve algunas? Mañana, mamá, te lo prometo. —Murmuró una despedida y se volvió. La angustia evidente de su rostro se convirtió en conmoción cuando vio a Gray; luego se le sonrojaron las mejillas—. Te mueves silenciosamente —le dijo a Gray con un ligerísimo vestigio de molestia en el tono—. No te he oído entrar.
—No quería interrumpirte. —A Gray no le preocupaba haber escuchado la conversación de Brianna ni tampoco mirarla con atención mientras las emociones se reemplazaban unas a otras en su cara—. ¿Vive cerca tu madre?
—No vive lejos —respondió Brie, cuya voz sonó cortante, teñida con la rabia que sentía bullir en su interior. Gray había escuchado sus miserias y no le parecían suficientemente importantes como para disculparse—. Te serviré el té.
—No hay prisa. Tienes tartas en el horno.
Brie levantó la mirada y la fijó en los ojos de él.
—He mentido. Debo advertirte que te he abierto las puertas de mi casa, pero no de mi vida privada.
Gray recibió aquella frase con un asentimiento de cabeza.
—Debo advertirte que suelo fisgonear. Estás molesta, Brianna. Tal vez deberías tomarte tú un té.
—Ya me he tomado uno, gracias.
Los hombros de Brie seguían estando tensos cuando atravesó la habitación y empezó a pasar al lado de Gray, que la detuvo con un ligerísimo toque de su mano en el brazo. Sus ojos revelaban curiosidad, cosa que a Brie le fastidiaba y compasión, que no quería.
—La mayoría de los escritores somos tan buenos oyentes como los camareros.
Brianna se dio la vuelta. Fue un movimiento casi imperceptible, pero puso distancia entre ellos y enfatizó lo que dijo.
—Siempre me he preguntado por qué algunas personas sienten la necesidad de contarle sus problemas a la gente que les sirve las bebidas. Te traeré tu té a la sala, pues estoy muy ocupada en la cocina como para tener compañía.
Gray se pasó la lengua sobre los dientes mientras Brianna se daba media vuelta y se dirigía a la cocina. Sabía que lo habían puesto completamente en su sitio.
Brianna no podía culpar al yanqui por sentir curiosidad. Ella misma la sentía, y mucha. Disfrutaba descubriendo detalles sobre la gente que se hospedaba en su casa y le gustaba oírla hablar sobre sus vidas y sus familias. Podía ser injusto, pero prefería no hablar de ella misma. Desempeñar el papel de observador era mucho más cómodo. Y más seguro.
Pero no estaba furiosa con Gray. La experiencia le había enseñado que la ira no solucionaba nada. La paciencia, las buenas maneras y un tono tranquilo eran escudos más eficaces y armas más fuertes en la mayoría de los enfrentamientos. Le dieron buen resultado a lo largo de la cena y, hacia el final, le pareció que ella y Gray habían asumido apropiadamente sus papeles de anfitriona y huésped. Muy casualmente, Gray la había invitado a que lo acompañara a tomar algo en el pub del pueblo, y ella había declinado la invitación muy casualmente también. Así, Brianna había pasado una placentera hora terminando su libro.
Ahora, habiendo servido ya el desayuno y lavado los platos, se preparaba para conducir hasta la casa de su madre y dedicarle toda la mañana. Maggie se habría molestado al oírlo, pensó Brianna. Pero su hermana no entendía que era más fácil y ciertamente menos angustioso satisfacer la necesidad de Maeve de que le prestaran atención y le dedicaran tiempo. Dejando a un lado las inconveniencias, se trataba de unas pocas horas de su vida.
Apenas un año atrás, antes de que el éxito de Maggie hubiera permitido que Maeve se mudara a su propia casa con una asistenta, Brianna estaba a su entera disposición las veinticuatro horas del día, atendiendo sus enfermedades imaginarias y oyendo sus quejas sobre sus propios fallos. Y Maeve le recordaba constantemente que ella había cumplido su deber al darle la vida.
Lo que Maggie no podía entender, algo que todavía hacía sentir culpable a Brianna, era que ella estaba dispuesta a pagar cualquier precio por la serenidad de ser la única dueña y señora de Blackthorn Cottage.
Y ese día el sol resplandecía en el cielo. La suave brisa traía consigo una leve insinuación de que la primavera no estaba tan lejana. Pero Brianna sabía que no duraría, y por eso la luminosidad y el aire suave eran aún más preciados. Para disfrutar más del tiempo, bajó las ventanas de su antiquísimo Fiat, aunque tendría que subirlas de nuevo y encender la calefacción cuando recogiera a su madre.
Le echó una mirada al Mercedes diminuto que Gray había alquilado, pero no con envidia. O, tal vez, con una ligerísima punzada de envidia. Era tan eficientemente pulcro y lustroso… Y encajaba tan bien con su conductor, pensó Brianna. Se preguntó qué se sentiría al sentarse detrás de ese volante aunque fuera sólo por unos pocos segundos.
Casi como una disculpa, Brianna le dio una palmadita al volante de su Fiat antes de girar la llave. El motor se esforzó, refunfuñó y tosió.
—Ay, ahora no. No ha sido mi intención ofenderte —murmuro, y giró la llave otra vez—. Vamos, pequeñín, tú puedes, por favor, arranca. Mamá detesta que llegue tarde.
Pero el motor protestó ligeramente y se murió con un quejido. Resignada, Brianna se apeó y levantó el capó. Sabía que con frecuencia el Fiat podía tener el temperamento de una vieja refunfuñona. Y normalmente Brianna podía arrancarlo propinándole unos golpecitos con las herramientas que llevaba en el maletero. Estaba sacando la caja de herramientas cuando Gray apareció por la puerta delantera de la casa.
—¿Problemas con el coche? —le preguntó.
—Es muy temperamental —contestó Brianna retirándose unos mechones de pelo de la cara y subiéndose las mangas del suéter—. Sólo necesita un poco de atención.
Gray caminó hacia ella con los pulgares dentro de los bolsillos delanteros de sus vaqueros y metió la cabeza bajo el capó. No era un pavoneo, pero casi.
—¿Quieres que le eche un vistazo?
Brianna lo miró. Todavía no se había afeitado. El rastro de barba debería darle un aspecto desaliñado y descuidado, pero, en cambio, la combinación de la barba con el pelo de puntas doradas recogido en una pequeña coleta se ajustaba a la imagen que tenía Brianna de una estrella de rock americana. La idea la hizo sonreír.
—¿Sabes de coches? ¿O te estás ofreciendo a ayudarme porque crees que deberías parecer… un machito?
Gray levantó una ceja e hizo una mueca con los labios al quitarle de las manos a Brianna la caja de herramientas. Tuvo que admitir que se sentía aliviado de que ella ya no estuviera molesta con él.
—Apártate, damisela —le dijo con un fuerte acento del profundo sur de Estados Unidos—. Y que no se preocupe esa bonita cabecita tuya. Deja que un hombre se ocupe de esto.
Impresionada, Brie inclinó la cabeza.
—Has hablado igual que como me imaginaba que hablaría Buck en tu libro.
—Tienes buen oído —dijo, y sonrió antes de meter la cabeza de nuevo bajo el capó—. Era un campesino pretencioso, ¿no es cierto?
—Mmmm. —Aunque se referían a un personaje ficticio, Brie no supo si sería descortés estar de acuerdo—. Por lo general es el carburador —empezó a decir—. Murphy me prometió que lo arreglará cuando tenga tiempo libre.
Con la cabeza y los hombros metidos bajo el capó, Gray tan sólo giró la cabeza y la miró secamente.
—Pues bien, Murphy no está aquí, ¿no?
Brianna tuvo que admitir que así era. Se mordió un labio mientras veía trabajar a Gray. Apreciaba que se hubiera ofrecido, de verdad que sí. Pero aquel hombre era escritor, no mecánico, y Brie no podía permitirse, a pesar de las buenas intenciones de Gray, que le estropeara algo.
—Por lo general, con abrir esa bisagra de allí con un palo —dijo, y para mostrárselo se inclinó dentro del capó junto a él y apuntó— es suficiente; luego arranco y se pone en marcha.
Gray giró la cabeza de nuevo y su cara se quedó frente a la de ella, con la boca y los ojos a su mismo nivel. Brie olía gloriosamente, tan fresca y limpia como la mañana. Mientras él la miraba, a Brie se le colorearon las mejillas y se le agrandaron los ojos ligeramente. La reacción de la joven, obviamente rápida y espontánea, le habría hecho sonreír si su sistema no hubiera estado ocupado en arreglar su propio cortocircuito.
—Pues esta vez no es el carburador —le dijo Gray, y se preguntó qué haría ella si posara sus labios en el punto de su cuello donde se veía saltar su pulso.
—¿No? —Brie no habría podido moverse ni aunque su vida corriera peligro. Los ojos de Gray tenían oro dentro, pensó ella tontamente, vetas doradas entre el castaño, igual que como tenía el pelo. Luchó por inhalar y exhalar—. Pues eso es lo que le suele pasar.
Gray se movió, una prueba para ambos, hasta que sus hombros se tocaron. Los hermosos ojos de Brianna se empañaron de confusión, como el mar bajo cielos inciertos.
—Esta vez son los cables de la batería, están corroídos.
—Ha sido… un invierno húmedo.
Si Gray se movía un milímetro hacia ella en ese momento, su boca tocaría la de ella. De sólo pensarlo, el estómago le dio un vuelco a Brianna. El beso sería tosco, Gray sería tosco, Brie estaba segura de ello. ¿Besaría como el héroe del libro que había terminado de leer la noche anterior? ¿Con ligeros mordiscos y estocadas de lengua? Toda esa exigencia feroz y esa urgencia salvaje mientras sus manos…
Ay, Dios santo. Comprendió que se había equivocado, podía moverse si su vida se veía amenazada. Sentía como si hubiera sido así, a pesar de que Gray no se había movido, sólo se había quedado allí y el máximo movimiento que había hecho había sido pestañear. Mareada por su propia imaginación, Brie dio un paso atrás y sólo pudo dejar escapar un ligero sonido de su garganta cuando él se movió al mismo tiempo.
Se quedaron de pie bajo el sol, casi abrazándose.
¿Qué haría Gray?, se preguntó Brie. ¿Qué haría ella misma?
Gray no estaba muy seguro de por qué se resistía. Tal vez por las sutiles ondas de miedo que emitía la joven. También podía ser la impresión de descubrir que él tenía sus propios miedos, que estaban comprimidos en una pelotita en la boca de su estómago.
Entonces fue Gray quien retrocedió, dio un paso atrás vital.
—Si quieres, puedo limpiarlos —le dijo— y trataremos de arrancar el coche después.
Brie juntó las manos y entrelazó los dedos.
—Gracias. Tengo que ir a llamar a mi madre para avisarle de que llegaré más tarde.
—Brianna —dijo Gray, que esperó hasta que la joven dejara de alejarse y levantara los ojos para mirarlo—, tienes una cara increíblemente atractiva.
Realmente Brianna no supo qué tipo de cumplido era ése, así que simplemente asintió con la cabeza.
—Gracias. A mí también me gusta la tuya.
Gray inclinó la cabeza.
—¿Cuánto cuidado quieres que pongamos en esto?
A Brianna le costó un momento entender qué quería decir Gray y otro momento poder hablar.
—Mucho —pudo decir—. Creo que mucho cuidado.
Gray la vio entrar en la casa antes de darse la vuelta y empezar a trabajar en los cables.
—Me temía esa respuesta —murmuró.
Una vez que Brie logró ponerse en camino —definitivamente el motor de su Fiat necesitaba una reparación—, Gray dio un largo paseo por el campo. Se dijo a sí mismo que estaba absorbiendo la atmósfera, investigando, preparándose para trabajar. Era una lástima que se conociera lo suficiente para entender que lo que estaba haciendo era analizando su reacción hacia Brianna.
Era una reacción normal, se aseguró. Después de todo, Brianna era una mujer hermosa. Y él no había estado con una mujer desde hacía algún tiempo. Era de esperar que su libido estuviera excitándose.
Había habido una mujer hacía poco. Una socia de su editorial en Inglaterra, con quien se hubiera revolcado… brevemente. Pero Gray sospechaba que ella estaba más interesada en cómo la relación con él podía ayudarla a escalar posiciones en su carrera que en disfrutar del momento. Así que había sido bastante fácil para él evitar que la relación se volviera íntima.
Pensaba que estaba perdiendo el entusiasmo. El éxito podía provocar esa reacción en las personas. Cualquier placer u orgullo que acarreara tenía un precio que había que pagar. Una ausencia cada vez mayor de confianza, un ojo cada vez más desilusionado. En general no le importaba ser así, ¿cómo podía ser diferente si en cualquier caso la confianza nunca había sido su punto fuerte? Pensaba que era mejor ver las cosas como son en lugar de como uno quisiera que fueran. Había que dejar los «yo quiero» para la ficción.
De esa manera, Gray podía darle la vuelta a su reacción hacia Brianna. Ella podía ser el prototipo de su heroína. La mujer encantadora y serena que escondía secretos tras sus ojos, y témpanos de hielo, fuegos ardientes y conflictos ardientes detrás de su coraza.
¿Qué la hacía estremecerse? ¿Cuáles eran sus sueños? ¿A qué le temía? Ésas eran preguntas que Gray iba a irse respondiendo a medida que fuera construyendo a la mujer a base de imaginación y palabras.
¿Le tenía envidia a su sorprendentemente famosa hermana? ¿Le molestaba tener una madre tan exigente? ¿Existía un hombre en su vida a quien ella deseara y que la deseara a ella?
Ésas eran preguntas que Gray necesitaba responder a medida que fuera descubriendo a Brianna Concannon. Y empezó a pensar que necesitaba combinarlas antes de poder empezar a contar su historia.
Gray sonrió para sí mismo mientras caminaba. Pensó que se diría que era porque quería saber. Y él no tenía ningún reparo a la hora de husmear en los pensamientos íntimos o experiencias de la vida privada de una persona. Y no sentía ninguna culpa al esconder los suyos propios.
Se detuvo e hizo un pequeño círculo mientras observaba el paisaje que le rodeaba. Ése, decidió, era un lugar en el que persona se podía dejar perder. Campos sinuosos de verde resplandeciente se sucedían uno detrás de otro, y lo único que interrumpía el verde era el gris de las cercas de piedra que separaban los terrenos y el punteado de enormes vacas. La mañana era tan clara y luminosa que podía ver el reflejo plateado de las ventanas de las cabañas a distancia y la ropa ondear al viento, colgada de las cuerdas para que se secara.
Sobre su cabeza, el cielo era una piscina de azul profundo, la postal perfecta. Sin embargo, hacia el oeste de esa piscina las nubes se arremolinaban y sus extremos morados amenazaban con una tormenta.
Allí, en lo que parecía el centro de un mundo de cristal, Gray podía oler el pasto y las vacas con un ligero tinte de mar que llevaba el viento y un sutil y muy suave aroma a humo de la chimenea de una cabaña cercana. También podía escuchar el sonido del viento sobre el pasto y el de la cola de las vacas meciéndose y el canto constante de un pájaro que celebraba el día. Y Gray casi se sintió culpable por llevar a ese maravilloso escenario un homicidio y la confusión que implicaba, aunque fuera ficticio. Casi.
Tenía seis meses, pensó. Seis meses antes de que su siguiente libro llegara a los escaparates y él tuviera que dedicarse, lo más alegremente posible, a viajar por el mundo haciendo presentaciones para promocionarlo y dando ruedas de prensa. Seis meses para crear la historia que ya estaba tomando forma dentro de su cabeza. Seis meses para disfrutar de este lugar y la gente que vivía en él.
Entonces se iría, igual que había dejado docenas de lugares y cientos de personas, y llegaría a un sitio nuevo, al siguiente. Seguir adelante era algo en lo cual se destacaba.
Gray saltó una cerca y pasó al siguiente campo. Un círculo de piedras capturó su vista y su imaginación de inmediato. Había visto monumentos más grandes, había estado parado bajo la sombra de Stonehenge y había sentido su poder. Esta danza a duras penas tenía unos dos metros de diámetro y la piedra principal no era más alta que un hombre. Pero encontrar ese monumento allí, de pie y en silencio entre vacas desinteresadas que pastaban, le pareció algo maravilloso.
¿Quién lo había construido y por qué? Fascinado, Gray primero caminó por fuera de la circunferencia y la rodeó completamente. Sólo dos de los dinteles seguían en su sitio; los otros se había caído y dormían una noche inmemorial. Gray deseó que por lo menos se hubieran caído de noche en plena tormenta y que el sonido de las piedras estrellándose contra el suelo hubiera hecho vibrar la tierra como el rugido de un dios.
Puso una mano sobre la piedra principal. Estaba tibia por el sol, pero en su interior se percibía una gelidez que emocionaba. Se preguntó si podría usar eso. ¿Podría meter ese lugar y los ecos de magia antigua que emanaba en su libro?
¿Habría habido allí un asesinato? Pasó al interior y se paró en el centro. Una especie de sacrificio, reflexionó. Un ritual personal en el que la sangre habría salpicado el verde pasto y habría manchado la base de las piedras.
O tal vez alguna pareja habría hecho el amor allí. Un nudo desesperado y ávido de extremidades, con el pasto frío y húmedo debajo y la enorme luna de plata resplandeciendo sobre los cuerpos. Las piedras montaban guardia de pie mientras el hombre y la mujer se perdían en su necesidad.
Gray pudo imaginarse ambas escenas con igual claridad. Pero la segunda parecía mucho más atractiva. Tanto, que pudo ver a Brianna recostada en el suelo, con el pelo suelto y los brazos extendidos. Su piel era pálida como la leche y suave como el agua. Se la imaginó arqueando su estrecha cadera y su delgada espalda. La oyó gritar cuando el hombre la penetró y entonces ella le enterró esas uñas redondas y bien cuidadas en la espalda. Su cuerpo corcoveó como un Mustang bajo el movimiento de él, cada vez más rápido, profundo, fuerte, hasta que…
—Buenos días.
—Jesús —dijo Gray sobresaltándose. Su respiración era inestable y tenía la boca tan seca como el polvo. Después, se prometió a sí mismo, después la escena sería divertida, pero, en ese momento, luchó por salirse de la fantasía erótica y se concentró en el hombre que se acercaba al círculo de piedras.
Era de piel morena y muy guapo; estaba vestido con la ropa dura y resistente de los granjeros. Gray calculó que debía de tener unos treinta años y supuso que era uno de esos irlandeses sorprendentes que se caracterizan por tener el pelo como el azabache y los ojos como el cobalto. Tenía una expresión amigable, incluso divertida. El perro de Brianna jugueteaba feliz a su lado, y al reconocer a Gray, Con galopó hacia el círculo para saludarlo.
—Un lugar interesante —le dijo el hombre con ese acento musical de los condados del oeste.
—No pensé encontrar algo así aquí. —Acariciándole la cabeza a Con, Gray caminó a través del espacio que había entre dos rocas—. No aparece en ninguno de los mapas para turistas que tengo.
—No, no está. Verás, es nuestra danza, pero no nos importa compartirla ocasionalmente. Tú debes de ser el yanqui de Brie —le dijo ofreciéndole una enorme mano de trabajador—. Yo soy Murphy Muldoon.
—El de las vacas que pisaron las rosas.
Murphy frunció el ceño.
—Dios santo, ¿acaso Brie nunca se va a olvidarle ese asunto? Reemplacé todos y cada uno de los arbustos. Por la importancia que le ha dado, cualquiera pensaría que las vacas pisaron a su hijo recién nacido. —Bajó la mirada hacia Con, como buscando apoyo. El perro se sentó, ladeó la cabeza y se guardó su propia opinión—. ¿Te alojas en Blackthorn?
—Sí. Estoy tratando de familiarizarme con la zona. —Gray echó un vistazo en derredor—. Supongo que estoy invadiendo tu propiedad.
—Hoy día no solemos disparar a los intrusos —le contestó Murphy espontáneamente.
—Me alegra oírlo. —Gray examinó a su compañero de nuevo. Tenía algo que se percibía sólido, pensó, y a lo cual era fácil aproximarse—. Anoche estuve en el pub del pueblo, en O’Malley’s, y me tomé una cerveza con un hombre llamado Rooney.
—Más bien querrás decir que lo invitaste a una cerveza —le dijo Murphy sonriendo.
—Dos, de hecho. —Gray sonrió también—. Pero se las ganó, porque me contó todos los chismes del pueblo.
—Probablemente algo de lo que te contó debe de ser cierto. —Murphy sacó una cajetilla de cigarrillos y le ofreció uno.
Después de negar con la cabeza, Gray metió las manos en los bolsillos del pantalón. Sólo fumaba cuando estaba escribiendo.
—Creo que mencionó tu nombre.
—No lo dudo.
—Lo que le hace falta al joven Murphy —Gray empezó a imitar tan bien a Rooney que Murphy estalló en carcajadas— es una buena mujer e hijos fuertes para que trabajen la tierra con él. Lo que nuestro Murphy busca es perfección, así que se pasa las noches solo en una cama fría.
—Y eso lo dice Rooney, que se pasa la mayoría de las noches en el pub quejándose de que su mujer lo hace beber.
—También mencionó eso —repuso, y a continuación Gray soltó el comentario en el que estaba más interesado—. Y que dado que un dublinés te había robado bajo tus propias narices a Maggie, pronto estarías cortejando a su hermana menor.
—¿Brie? —Murphy exhaló humo y negó con la cabeza—. Sería como cortejar a mi hermana pequeña. —Sonrió, pero mantuvo la mirada fija en los ojos de Gray—. ¿Era eso lo que querías saber, señor Thane?
—Llámame Gray. Sí, era eso lo que quería saber.
—Entonces déjame decirte que el camino está libre por ese lado. Pero ten cuidado, porque soy muy protector cuando se trata de mis hermanas. —Satisfecho de haber aclarado ese punto, Murphy le dio una calada a su cigarrillo—. Si quieres, puedo invitarte a tomar un té en casa.
—Te agradezco la oferta, pero dejémoslo para otra ocasión. Todavía tengo cosas que hacer hoy.
—Está bien. Te dejo entonces que las hagas. Me gustan tus libros —dijo entonces Murphy tan de sopetón que Gray se sintió doblemente halagado—. En Galway hay una librería que tal vez quieras visitar si viajas por esos lares.
—Eso pretendo.
—Entonces, la encontrarás sin problema. Por favor, saluda a Brianna de mi parte. Y tal vez puedas mencionar que no me queda ni un panecillo en la despensa. —Sonrió ampliamente—. Eso hará que sienta pena por mí.
Después de silbarle a Con, y de que el perro hubiera saltado a su lado, Murphy se alejó con la gracia natural de un hombre que camina por su propia tierra.
Era más de media tarde cuando Brianna regresó a casa. Se sentía tensa, agotada y como si le hubieran chupado toda la energía. Agradeció no encontrar rastro de Gray, salvo una nota escrita con letra rápida que le había dejado sobre la mesa de la cocina:
Ha llamado Maggie. A Murphy se le han acabado los panecillos.
Brie pensó que era un mensaje extraño. ¿Por qué habría llamado Maggie para decir que Murphy quería panecillos? Con un suspiro, Brianna apartó la nota y automáticamente puso a hervir la tetera antes de apuntar los ingredientes que necesitaba para preparar el pollo que había encontrado en el supermercado a un buenísimo precio.
Entonces suspiró otra vez y se dio por vencida. Se sentó y dobló los brazos sobre la mesa y puso la cabeza sobre ellos. No pudo llorar. Las lágrimas no serían de ninguna ayuda, no cambiarían nada. Había sido uno de los días malos de Maeve, lleno de críticas, quejas y acusaciones. Tal vez los días malos fueran peores ahora, porque durante el último año había habido casi igual número de días buenos.
A Maeve le gustaba su casa nueva, llegara a admitirlo alguna vez o no. Le tenía afecto a Lottie Sullivan, la enfermera retirada que Maggie y ella habían contratado como asistenta. Sin embargo, el diablo nunca sería capaz de borrar esa sencilla verdad de los labios de Maeve. Ahora era lo más feliz que Brianna se imaginaba que su madre era capaz de ser.
Pero Maeve nunca podía olvidar, nunca, que Brianna era casi la total responsable de cada bocado de pan que se llevaba a la boca, y al parecer no podía evitar que eso la molestara.
Y aquél había sido uno de esos días en los que Maeve hacía evidente su rencor encontrando fallos en todo; con la tensión adicional para Brianna debido a las cartas que había encontrado, así que se sentía exhausta.
Cerró los ojos y por un momento dejó que su cabeza vagara y deseara. Deseó que su madre pudiera ser feliz, que pudiera volver a sentir cualquier alegría o placer que hubiera tenido en su juventud. Deseó, oh, deseó más que nada que ella misma pudiera amar a su madre con un corazón generoso y abierto en lugar de con fría obligación y desesperación agobiante y deseó tener una familia, que su hogar estuviera siempre colmado de amor, de voces y de risas. No sólo de los huéspedes que se quedaban por temporadas, sino que fueran permanentes.
«Y si los deseos fueran centavos, todos seriamos ricos como el rey Midas», pensó Brianna levantándose de la silla con la certeza de que la depresión y la fatiga se desvanecerían en cuanto empezara a trabajar.
Gray tendría para cenar pollo asado relleno con migas de pan a las finas hierbas y cubierto de una suculenta salsa.
Y Murphy, que Dios lo bendijera, tendría sus panecillos.