Todavía seguía lloviendo. Lo primero que Gray vio cuando abrió los ojos esa mañana fue la penumbra. Podía ser cualquier hora del día, desde el amanecer hasta el atardecer. El viejo reloj que había sobre la mesilla marcaba las nueve y cuarto. Fue lo suficientemente optimista como para apostar que se trataba de la mañana.
La noche anterior no había examinado la habitación. El cansancio del viaje y la hermosa visión de Brianna Concannon haciéndole la cama le habían nublado la cabeza. Pero lo hizo ahora, calentito como estaba bajo el edredón. Las paredes estaban cubiertas con papel pintado decorado con pequeñísimos brotes de violetas y capullos de rosa que trepaban desde el suelo hasta el techo. La chimenea era de piedra y albergaba las cenizas del fuego que había ardido por la noche; junto a ella había una caja pintada en donde sobresalían trozos de carbón.
Frente a él había un escritorio viejo, pero resistente, cuya superficie resplandecía de lo lustrosa que estaba. Sobre el se encontraban una lámpara de bronce, un tintero antiguo y un recipiente de vidrio lleno de popurrí. En la habitación también había un tocador con un espejo y sobre él descansaba un florero con flores secas. Dos sillas tapizadas en rosa suave flanqueaban una mesa auxiliar pequeña. La alfombra trenzada que cubría parte del suelo hacía juego con los tonos de la habitación y las florecitas silvestres de las paredes.
Gray se recostó contra el cabecero de la cama y bostezó. No necesitaba un ambiente especial cuando escribía, pero apreciaba tenerlo. Sin lugar a dudas, pensó, había escogido bien.
Consideró la posibilidad de darse la vuelta y volver a dormirse. Todavía no había cerrado tras de sí la puerta de la jaula, que era la analogía que usaba con frecuencia para escribir. Las mañanas frías y lluviosas, en cualquier parte del mundo, estaban diseñadas para pasarlas en la cama. Pero entonces pensó en su casera, la linda Brianna de mejillas sonrosadas. La curiosidad por saber más sobre ella lo obligó a sentarse en la cama y poner los pies sobre el suelo helado.
Por lo menos había agua caliente, pensó bajo el chorro de agua y sintiéndose todavía bastante soñoliento. El jabón olía ligeramente a bosque de pinos. Viajaba bastante y muchas veces le había tocado ducharse con agua fría. La sencillez hogareña del baño y las toallas blancas con el toque encantador que les daba el bordado le iban bastante bien a su estado de ánimo. Por lo general todo le iba siempre bastante bien, desde una tienda de campaña en el desierto de Arizona hasta los lujosos hoteles de la Riviera. A Gray le gustaba pensar que cambiaba de escenario para que encajara con sus necesidades, hasta que, por supuesto, cambiaban sus necesidades.
Pensaba que ese acogedor hotel se adaptaría bastante bien a él durante los próximos meses. Particularmente teniendo en cuenta el beneficio adicional de su encantadora dueña. La belleza siempre era un punto a favor.
Gray no encontró ninguna razón para afeitarse, así que sencillamente se puso unos vaqueros y un suéter algo desgastado. Dado que el viento había amainado considerablemente, pensó en dar un paseo por el campo después de desayunar para empaparse de la atmósfera local.
Pero fue el desayuno lo que lo impulsó a bajar.
No le sorprendió encontrar a Brianna en la cocina. Parecía que ese espacio había sido diseñado para ella, con su chimenea ahumada, las paredes brillantes y la limpísima encimera.
Gray notó que Brianna se había recogido el pelo esa mañana. Pensó que seguramente ella se imaginaba que era más práctico. Y tal vez lo fuera, pero el hecho de que algunos mechones que se le habían soltado del moño se le rizaran sobre la nuca y las mejillas hacía que lo práctico se volviera muy atractivo.
Desde cualquier punto de vista, probablemente era mala idea dejar que su casera lo excitara.
Brianna estaba horneando algo y el mero olor consiguió que a Gray se le hiciera la boca agua. Seguramente era el aroma de la comida y no la visión de Brie con su inmaculado delantal blanco lo que le hizo salivar.
Entonces ella se volvió; tenía un enorme tazón entre los brazos y no paraba de batir el contenido con un cucharón de madera. Pestañeó con sorpresa y luego sonrió cautelosamente a modo de bienvenida.
—Buenos días. Querrás desayunar ya, ¿no?
—Tomaré eso que huele tan bien.
—No, no puedes. —De una manera muy eficaz, que Gray no pudo por menos que admirar, Brianna vertió el contenido del tazón en un molde—. Todavía no está listo y, además, es una tarta para el té.
—Manzana —dijo Gray olisqueando el aire—. Canela.
—Tu nariz está en lo cierto. ¿Puedes con un desayuno estilo irlandés o prefieres algo más ligero?
—Ligero no es lo que tengo en mente.
—Muy bien, entonces. El comedor está saliendo por aquella puerta. Enseguida te llevo café y panecillos.
—¿Puedo desayunar aquí? —Le ofreció la más encantadora de sus sonrisas y se recostó contra el marco de la puerta—. ¿O te molesta que te miren mientras cocinas? —«O sólo que te miren, no importa lo que estés haciendo», pensó Gray.
—No, en absoluto —respondió Brie. Algunos de sus huéspedes preferían comer en la cocina, aunque la mayoría elegían que les sirvieran. Le puso un café que tenía al fuego—. ¿Te gusta solo?
—Sí. —Bebió de la taza, aún de pie, mirándola—. ¿Creciste en esta casa?
—Así es —contestó Brie, poniendo en una sartén un par de gruesas salchichas.
—Pensaba que esto parecía más un hogar que un hotel.
—Ésa es la idea. Teníamos una granja, pero vendimos la mayor parte de las tierras y nos quedamos sólo con la casa y la pequeña cabaña que está bajando por el camino; allí viven mi hermana y su marido a temporadas.
—¿A temporadas?
—Él tiene una casa en Dublín. Es dueño de varias galerías y ella es artista.
—¿Qué tipo de artista?
Brie sonrió ligeramente mientras seguía preparando el desayuno. La mayoría de la gente suponía que artista significaba pintora, una presunción que siempre irritaba a Maggie.
—Es vidriera. —Brianna señaló un frutero que estaba en el centro de la mesa de la cocina, que sangraba colores pastel y cuyo borde fluía como pétalos bañados por la lluvia—. Esa pieza la hizo ella.
—Impresionante. —Gray se acercó con curiosidad y pasó un dedo por el sinuoso borde del frutero—. Concannon —murmuró, y luego se rio para sí mismo—. Qué tonto soy. M. M. Concannon, la sensación irlandesa.
Brianna abrió los ojos de par en par de puro placer.
—¿Así la llaman? ¿De verdad? Ay, a Maggie le va a encantar. —El orgullo se dibujó en su cara—. Y tú has reconocido su trabajo.
—Debí haberlo hecho. Acabo de comprar un, un… No sé qué diablos es. Una escultura, tal vez. En la galería Worldwide de Londres, hace dos semanas.
—Ésa es la galería de Rogan, su marido.
—Muy práctico. —Se dirigió a la cocina y se sirvió él mismo otro café. Las salchichas de la sartén olían casi tan bien como su anfitriona—. Es una pieza sorprendente. Es de vidrio blanco como el hielo con una pulsación de fuego dentro. Pensé que se parecía a la Fortaleza de la Soledad. —Gray se rio al ver la expresión de extrañeza de Brie—. Veo que no estás muy al día en cuanto a cómics estadounidenses. La Fortaleza de la Soledad es el santuario privado de Superman, en el Ártico, creo.
—A Maggie le gustaría eso. Es una fanática de los santuarios.
Con un gesto inconsciente se recogió los mechones de pelo que tenía sueltos y se los sujetó con la horquilla nuevamente. Se sentía un poco nerviosa y supuso que se debía a la manera en que el hombre la miraba. Esa valoración franca y desvergonzada era de una intimidad terriblemente incómoda. Era el escritor que llevaba dentro, se dijo Brie mientras echaba las patatas en el aceite caliente.
—Están construyendo una galería aquí, en Clare —continuó Brianna—. Planean inaugurarla en primavera. Aquí tienes gachas, para que vayas empezando mientras se termina de hacer el resto.
Gachas. Todo era perfecto. Una mañana lluviosa en una posada irlandesa y gachas de desayuno servidas en un tazón de cerámica gruesa. Sonriendo ampliamente, se sentó y empezó a comer.
—¿Vas a situar una historia aquí, en Irlanda? —inquirió Brie mirándolo por encima del hombro—. ¿Te importa que pregunte?
—Claro que no. Sí, ése es el plan. Paisajes solitarios, campos lluviosos, acantilados de vértigo. —Se encogió de hombros—. Impecables pueblecitos. Postales. Pero qué pasiones y ambiciones subyacen ahí…
Al escucharlo, Brianna se rio de buena gana al tiempo que le daba la vuelta al beicon.
—No sé si en nuestro pueblo encontrarás pasiones y ambiciones que satisfagan tus expectativas, señor Thane.
—Gray.
—Sí, Gray. —Brianna cogió un huevo, lo partió con una mano y lo echó en una sartén caliente—. Mis pasiones estuvieron bastante exaltadas el verano pasado, cuando una de las vacas de Murphy rompió la cerca, se metió en mi jardín y me pisoteó las rosas. Y, si mal no recuerdo, Tommy Duggin y Joe Ryan tuvieron una pelea bastante fuerte y se pegaron delante de O’Malley’s no hace mucho.
—¿Por una mujer?
—No, por un partido de fútbol que emitieron por televisión. Pero al parecer estaban un poco bebidos. Me dijeron que hicieron las paces una vez que la cabeza dejó de darles vueltas.
—Bueno, al fin y al cabo la ficción no es más que una mentira.
—Pues claro que no. —Los ojos de Brie, serios y de color verde claro, se fijaron en los suyos al tiempo que le ponía un plato delante—. Es un tipo diferente de verdad. Es tu verdad en el momento en que la estás escribiendo, ¿no?
La percepción de Brie lo sorprendió y hasta hizo que se sintiera abochornado.
—Sí, sí, es cierto.
Satisfecha, se dio la vuelta y se dirigió a la cocina, donde sirvió en una fuente las salchichas, el tocino, los huevos y las patatas.
—Serás la sensación del pueblo. A los irlandeses nos enloquecen los escritores.
—No soy Yeats.
Brie sonrió complacida cuando Gray se sirvió saludables porciones de comida en su plato.
—Igual no quieres serlo, ¿no es cierto?
Gray levantó la cabeza masticando su primer bocado de beicon. Se preguntó si Brie lo habría captado con tanta exactitud tan rápidamente. A él, que se enorgullecía del aura de misterio de la que se rodeaba: sin pasado, sin futuro.
Antes de que pudiera pensar en una respuesta, se abrió de golpe la puerta de la cocina y entró un femenino torbellino de lluvia.
—Brie, algún cabeza de chorlito ha dejado el coche aparcado justo en la mitad del camino, antes de llegar a la casa. —Maggie se detuvo, se bajó la capucha del impermeable que llevaba puesto y vio a Gray.
—Culpable —dijo él—. Lo olvidé, pero lo muevo ahora mismo.
—Ya no hay prisa —le contestó Maggie, que le hizo una señal con la mano para que no se levantara y se quitó el impermeable—. Termina de desayunar, todavía tengo tiempo. ¿Eres el escritor yanqui?
—Dos veces culpable. Y tú debes de ser M. M. Concannon.
—Así es.
—Ella es mi hermana Maggie —la presentó Brie mientras servía el té—. Él es Grayson Thane.
Maggie se sentó y dejó escapar un ligero suspiro de alivio. El bebé estaba generando su propia tormenta de patadas dentro de ella.
—Has llegado un poco pronto.
—Cambio de planes. —Gray pensó que Maggie era una versión brusca de Brianna. Tenía el pelo más rojo y los ojos, más verdes y más agudos—. Tu hermana fue muy amable y no me dejó durmiendo en el jardín.
—Ah, Brie es un amor —dijo Maggie, y cogió una tira de beicon de la fuente—. ¿Tarta de manzana? —preguntó olisqueando el aire.
—Para el té. —Brianna sacó un molde del horno y metió otro—. Tú y Rogan sois bienvenidos si queréis venir a por una ración.
—Tal vez pasemos. —Maggie tomó un panecillo de la cesta que estaba sobre la mesa y empezó a mordisquearlo—. Planeas quedarte una larga temporada, ¿no?
—Maggie, no empieces a hostigar a mi huésped. Tengo unos panecillos de sobra si quieres llevártelos a casa.
—No me quiero ir todavía. Rogan está hablando por teléfono y se quedará colgado de ese dichoso invento hasta que San Juan agache el dedo. Iba al pueblo a comprar pan.
—Tengo suficiente pan para ti.
Maggie sonrió y le dio un mordisco al panecillo.
—Supuse que así sería —dijo, poniendo sus verdes y agudos ojos sobre Gray—. Hornea suficiente para darle a todo el pueblo —le informó.
—El talento artístico corre por la sangre de la familia —dijo Gray espontáneamente. Después de esparcir mermelada de fresa sobre una rebanada de pan, le pasó el frasco a Maggie con camaradería—. Tú con el vidrio y Brianna con la cocina. —Sin pena, le echó una mirada a la tarta que se estaba enfriando sobre la encimera—. ¿Cuánto falta para la hora del té?
Maggie le sonrió ampliamente.
—Puede que llegues a caerme bien.
—Y puede que a mí me pase lo mismo. —Gray se levantó—. Voy a mover el coche.
—Puedes aparcarlo en la calle.
Gray se volvió para mirar a Brianna con una mirada interrogadora.
—¿Qué calle?
—Junto a la casa, el camino de entrada. ¿Necesitas ayuda con el equipaje?
—No, gracias, puedo solo. Encantado de conocerte.
—Yo también —replicó Maggie, que se lamió los dedos y esperó hasta que oyó cerrarse la puerta—. Da más gusto mirarlo a él que a su foto en la contraportada de sus libros.
—Así es.
—No pensaba que un escritor podía estar en tan buena forma, ser fuerte y musculoso.
Muy consciente de que Maggie estaba esperando alguna reacción, Brianna se quedó dándole la espalda.
—Supongo que es un hombre atractivo, pero no creo que una mujer casada que está en el sexto mes de embarazo tenga que prestarle mucha atención a su aspecto.
Maggie resopló.
—Me parece que cualquier mujer le prestaría atención. Y si tú no se la has prestado, tendremos que ir al médico a que te revisen mucho más que la vista.
—Mi vista está perfectamente, gracias. ¿Y no eras tú la que estaba preocupada porque me quedara sola con él?
—Eso fue antes de que decidiera que me cae bien.
Con un ligero suspiro, Brianna miró de reojo la puerta de la cocina. Dudaba que tuviera mucho tiempo. Se humedeció los labios y mantuvo las manos ocupadas lavando los platos del desayuno.
—Maggie, me alegraría que pudieras sacar tiempo para venir más tarde. Necesito hablarte de algo.
—Háblame de lo que sea ahora.
—No, no puedo —replicó, mirando de nuevo la puerta de la cocina—. Tenemos que estar a solas. Es importante.
—Estás molesta.
—No sé si estoy molesta o no.
—¿Ha hecho algo el yanqui? —A pesar del tamaño de su tripa, Maggie se levantó de la silla en pie de guerra.
—No, no es eso, no tiene nada que ver con él. —Sintiéndose exasperada, Brianna se llevó las manos a las caderas—. Acabas de decir que te cae bien.
—Ya, pero no sé si te está molestando.
—Pues bien, no es así. No me presiones en este momento. ¿Vendrás más tarde, una vez que me haya asegurado de que él se haya instalado?
—Por supuesto que sí. —Preocupada, Maggie le frotó a Brie el hombro con una mano—. ¿Quieres que venga Rogan?
—Si puede, sí. —Brianna decidió que era lo mejor, teniendo en cuenta el estado de Maggie—. Sí, por favor, pídele que venga contigo.
—Estaremos aquí antes del té, entonces. ¿Te parece bien hacia las dos o las tres?
—Perfecto. Llévate los panecillos, Maggie, y el pan. Quiero ir a ayudar al señor Thane a instalarse.
No había nada que Brianna temiera más que las confrontaciones, las palabras airadas y las emociones amargas. Había crecido en una casa en donde éstas se cocían a fuego lento en el aire. Resentimientos que hervían hasta explotar, desilusiones que se convertían en gritos… Como mecanismo de defensa, Brie siempre había tratado de controlar sus propios sentimientos y mantenerlos lo más lejos posible de las tormentas y los ataques de ira que le habían servido a su hermana de escudo protector contra la desgracia de sus padres.
Brie podía admitir, pero sólo ante sí misma, que con frecuencia había deseado despertarse una mañana y encontrarse con que sus padres habían decidido hacer caso omiso de la religión y la tradición y tomar cada uno su propio camino. Pero con mayor frecuencia, con demasiada frecuencia, había rezado para que ocurriera un milagro. El milagro de que sus padres se reconocieran nuevamente y pudieran prender otra vez la chispa que los había unido tantos años atrás.
Ahora entendía, al menos en parte, por qué el milagro nunca había podido suceder. Amanda. El nombre de la mujer era Amanda. Brie se preguntó si su madre lo sabría. ¿Sabría que el marido que había llegado a detestar había amado a otra mujer? ¿Sabría que existía un hijo, un adulto ahora, que había sido el fruto de ese amor prohibido e imprudente?
Nunca podría preguntárselo. De hecho, nunca se lo preguntaría, se prometió Brianna. La terrible escena que podría provocar era mucho más de lo que podía soportar.
Ya había pasado la mayor parte del día temiendo compartir con su hermana lo que había descubierto, pues sabía, dado que la conocía bastante bien, que le dolería, se pondría furiosa y probablemente experimentaría una profunda desilusión.
Lo había pospuesto durante horas, a la manera de un cobarde, lo sabía y la avergonzaba, pero se dijo que necesitaba tiempo para tranquilizar su propio corazón antes de poder cargar con el de su hermana.
Gray fue la distracción perfecta. Le ayudó a deshacer las maletas y a acomodarse en su habitación y contestó a sus preguntas sobre los pueblos cercanos y la campiña. Y sí que tenía preguntas ese hombre, a docenas. Para cuando le señaló el camino a Ennis, Brie estaba exhausta. La energía mental de Gray era sorprendente y le recordó a un contorsionista que había visto una vez en una feria; se retorcía hasta alcanzar las posturas más increíbles y después se enderezaba un momento sólo para retorcerse otra vez.
Para relajarse, decidió ponerse de rodillas para fregar el suelo de la cocina.
Apenas eran las dos cuando escuchó ladrar a Con en tono de bienvenida. El agua para el té estaba hirviendo, ya le había puesto la cobertura a la tarta y los pequeños sándwiches que había preparado ya estaban cortados en triángulos perfectos. Brianna se retorció las manos y abrió la puerta de la cocina para recibir a su hermana y a su cuñado.
—¿Habéis venido caminando?
—Sweeney dice que necesito hacer ejercicio —dijo Maggie, que tenía la cara colorada y le bailaban los ojos. Inhaló larga y profundamente—. Y creo que lo voy a necesitar después del té.
—Maggie está glotona estos días —comentó Rogan colgando su abrigo y el de Maggie en el perchero situado junto a la puerta. Aunque se pusiera pantalones corrientes y zapatos para andar, nada podía disimular lo que su mujer llamaba el dublinés que llevaba dentro. Ya se vistiera con corbata o con harapos, siempre se le veía elegante, alto y trigueño—. Es una suerte que nos hayas invitado a tomar el té, Brie, porque tu hermana se ha comido todo lo que había en la despensa.
—Pues aquí hay suficiente. Id a sentaros junto a la chimenea de la sala y enseguida llevo la bandeja.
—Nosotros no somos huéspedes —protestó Maggie—. La cocina está bien.
—Pero es que he estado aquí todo el día —replicó Brie. Era una excusa poco convincente, teniendo en cuenta que para Brianna no había una habitación más atractiva que la cocina, pero quería, necesitaba, la formalidad de la sala para lo que tenía que hacer—. Y además he encendido la chimenea para vosotros.
—Yo llevo la bandeja —ofreció Rogan.
En cuanto estuvieron sentados en la sala, Maggie estiró una mano para coger la tarta.
—Toma un sándwich —le dijo Rogan.
—Me trata más como a un niño que como a una mujer que lleva uno dentro —repuso Maggie, que tomó primero el sándwich—. Le he estado hablando a Rogan de tu atractivo yanqui. Largo cabello de puntas doradas, músculos fuertes y grandes ojos de color café. ¿No nos va a acompañar a tomar él té?
—Estamos tomando el té bastante temprano —apuntó Rogan—. He leído algunos de sus libros —le dijo a Brianna—. Tiene una manera muy inteligente de sumergir al lector en sus intrincadas tramas.
—Sí, lo sé. —Brianna sonrió ligeramente—. Anoche me quedé dormida leyendo. Gray ha salido a dar un paseo, iba a Ennis y los alrededores. Y ha sido tan amable de llevar una carta para echarla al correo. —Brianna pensó que con frecuencia la manera más fácil de hacer las cosas es por la puerta trasera—. Ayer encontré algunos papeles mientras limpiaba el desván.
—¿No habíamos hecho ya eso? —preguntó Maggie.
—Dejamos varias cajas con cosas de papá sin abrir. Cuando mamá estaba aquí parecía mejor no sacar a relucir el tema.
—No habría hecho más que despotricar contra papá y criticarlo. —Maggie frunció el ceño mirando el fondo de su taza de té—. No tenías por qué revisar esos papeles sola, Brie.
—No me importó hacerlo. He estado pensando en convertir el desván en otra habitación para recibir huéspedes.
—Más huéspedes. —Maggie entornó los ojos—. Tienes demasiados ahora, en primavera y en verano.
—Me gusta tener gente en casa. —Ésa era una vieja discusión que nunca podían ver con los mismos ojos—. En cualquier caso, ya era hora de revisar lo que había en esas cajas. También había ropa, en parte puros andrajos a estas alturas. Pero encontré esto. —Brie se levantó, se dirigió a una cajita que estaba sobre una mesa y sacó de ella el pequeño vestido de encaje blanco—. Es obra de la abuela, estoy segura. Papá lo debió de guardar para sus nietos.
—Oh. —Todo en Maggie se suavizó. Sus ojos, su boca, su voz. Extendió los brazos hacia su hermana y cogió el vestidito—. Es tan pequeño… —murmuró. En su interior, el bebé se movió mientras Maggie acariciaba el lino.
—Tal vez tu familia tenga también guardado algún vestido de bautizo, Rogan, pero…
—Usaremos éste, Brie, muchas gracias. —Un vistazo a la cara de su mujer le bastó para decidirlo—. Ten, Margaret Mary.
Maggie aceptó el pañuelo que Rogan le ofrecía y se enjugó los ojos.
—Los libros dicen que son las hormonas. Parece como si se hubiera abierto un grifo y no pudiera cerrarlo.
—Deja, te lo guardo —dijo Brianna, y después de volver a poner el vestido en la caja, dio el siguiente paso y le entregó a su hermana el certificado de las acciones—. También encontré esto. Papá debió de comprar o invertir en estas acciones muy poco tiempo antes de morir.
Maggie le echó un vistazo al papel y suspiró.
—Otro de sus proyectos para hacer dinero. —Se puso casi tan sentimental por el certificado como se había puesto por el vestido del bebé—. Clásico en él. Así que se le ocurrió probar suerte con la minería, ¿no?
—La verdad es que ya había probado todo lo demás. Rogan frunció el ceño al leer el certificado.
—¿Queréis que indague sobre esta compañía? Podemos investigar de qué se trata.
—He escrito una carta, la que el señor Thane va a echar al correo en Ennis. No será nada, supongo. —Al igual que todos los proyectos de Tom Concannon, pensó—. Pero puedes guardar el papel hasta que me contesten.
—Son diez mil acciones —apuntó Rogan.
Maggie y Brianna se sonrieron la una a la otra.
—Y si valen más que el papel en el cual están impresas, papá habría roto su récord. —Maggie se encogió de hombros y tomó un trozo de tarta—. Siempre estaba invirtiendo en algo o empezando un nuevo negocio. Pero lo que eran grandes eran sus sueños, Rogan, y su corazón.
La sonrisa de Brianna se atenuó.
—Encontré algo más. Algo que necesito mostrarte. Cartas.
—Papá era famoso por las cartas que escribía.
—No —la interrumpió Brianna antes de que Maggie pudiera empezar alguna de sus historias. «Hazlo ahora. Hazlo rápido», se ordenó cuando su corazón dio un respingo—. Éstas se las escribieron a él. Son tres y creo que será mejor que las leas tú misma.
Maggie pudo ver que la expresión de los ojos de Brie se había enfriado y se había vuelto distante. Una reacción de defensa, sabía Maggie, contra cualquier cosa, desde la ira hasta el dolor de corazón.
—Está bien, Brie.
Sin decir nada, Brianna cogió las cartas y se las puso a su hermana en las manos. Maggie sólo tuvo que leer el nombre del remitente en el primer sobre para sentir que se le estrujaba el corazón. Entonces abrió la carta.
Brianna pudo escuchar el rápido sonido de la angustia y vio los dedos de su hermana aferrarse al papel. Maggie se inclinó hacia delante y tomó una de las manos de Rogan. Un cambio, pensó Brianna, y dejó escapar un ligero suspiro. Incluso un año atrás, Maggie habría apartado cualquier mano consoladora.
—Amanda —dijo Maggie, y se le diluyó la voz—. Amanda fue el nombre que papá mencionó antes de morir. Estábamos en ese punto que él amaba tanto en el acantilado de Loop Head. Y bromeó diciendo que saltaríamos a una barca y navegaríamos hasta llegar a un pub de Nueva York. —Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos—. Amanda estaba en Nueva York.
—Papá mencionó su nombre… —repitió Brianna llevándose una mano a la boca. Se detuvo apenas antes de volver al hábito de la infancia de morderse las uñas—. Ahora recuerdo que dijiste algo sobre eso en su funeral. ¿Te dijo algo más? ¿Te contó algo sobre ella?
—No dijo nada más que su nombre. —Maggie se secó las lágrimas furiosamente con una mano—. No dijo nada entonces, nada nunca. La amaba, pero no hizo nada al respecto.
—Pero ¿qué podía hacer? —preguntó Brianna—. Maggie…
—¡Algo! —Maggie levantó la cara; la tenía bañada en lágrimas y llena de furia—. Cualquier cosa. Santo Cristo, pasó su vida en el infierno. ¿Por qué? Porque la Iglesia dice que es un pecado hacer otra cosa. Pues bien, ya había pecado de todas maneras, ¿no? Había cometido adulterio. ¿Lo culpo por eso? No creo que pueda, sabiendo lo que tenía que vivir en esta casa. Pero, por Dios, ¿no podía haber seguido? ¿No podía haber terminado con el infierno finalmente?
—Se quedó por nosotras. —La voz de Brianna sonó tensa y fría—. Sabes que se quedó por nosotras.
—¿Se supone que tengo que sentirme agradecida por eso?
—¿Lo vas a culpar por amarte? —le preguntó Rogan tranquilamente—. ¿O lo vas a condenar por amar a alguien más?
Los ojos de Maggie centellearon, pero la amargura que le subía por la garganta se ahogó en dolor.
—No, no voy a hacer ninguna de las dos cosas. Pero mi padre debió tener algo más que recuerdos.
—Lee las otras dos cartas, Maggie.
—Lo haré. Tú eras casi una recién nacida cuando Amanda escribió estas cartas —le dijo mientras abría la segunda.
—Lo sé —contestó Brianna apagadamente.
—Creo que Amanda lo amaba muy profundamente. Hay mucho afecto en sus cartas. Ya no digamos amor, sino afecto. —Maggie posó la mirada en Brianna, tratando de encontrar alguna señal, pero no vio nada más que ese desapego frío. Abrió la última carta con un suspiro, mientras Brianna seguía sentada rígida y fría—. Sólo desearía que él… —se interrumpió—. Ay, Dios mío, un niño. —Por instinto, se llevó una mano a la barriga, como cubriendo al suyo propio—. Amanda estaba embarazada.
—Tenemos un hermano o una hermana en alguna parte, Maggie, y no sé qué hacer.
Impactada y furiosa, Maggie se levantó. Las tazas de té temblaron cuando las puso a un lado para poder caminar de un lado a otro.
—¿Qué hacer? Ya está hecho, ¿no es así? Hace veintiocho años, para ser exactos.
Angustiada, Brianna empezó a levantarse, pero Rogan puso una mano sobre la de ella.
—Déjala —le murmuró—. Se sentirá mejor después.
—¿Qué derecho tenía ella a decirle que estaba embarazada y después largarse? —preguntó Maggie airada—. ¿Qué derecho tenía él a dejarla? ¿Y ahora tú crees que la responsabilidad recae en nosotras? ¿Nos corresponde a nosotras terminar esto? No estamos hablando de un niño abandonado y sin padre, Brianna, sino de un adulto. ¿Qué tienen que ver ellos con nosotras?
—Es nuestra familia, Maggie, nuestro padre.
—Ah, sí, la familia Concannon. Que Dios tenga piedad de nosotros. —Abrumada, Maggie se recostó contra la pared de la chimenea y miró inexpresivamente el fuego—. ¿Era tan débil, entonces?
—No sabemos qué hizo o qué podía haber hecho, Maggie. Puede que nunca lo sepamos. —Brianna suspiró lentamente—. Si mamá hubiera sabido…
Maggie la interrumpió con una corta risa amarga.
—No lo supo. ¿Crees que no habría usado un arma como ésa para doblegarlo y hacerle daño? Dios sabe que ella usó todo lo que tuvo a su alcance.
—Entonces no hay razón para decírselo ahora, ¿no es cierto?
Maggie se volvió con lentitud hacia Brianna.
—¿Quieres ocultarlo?
—Sólo a mamá. ¿Qué sentido tiene herirla a estas alturas?
—¿Crees que le dolería? —preguntó Maggie con una mueca.
—¿Estás segura de que no?
El fuego que había dentro de Maggie se enfrió tan rápidamente como se había prendido.
—No lo sé. ¿Cómo podría saberlo? Ahora siento como si ambos fueran unos extraños para mí.
—Tu padre te amaba, Maggie. —Rogan se puso de pie y caminó hacia ella—. Sabes que es así.
—Lo sé —dijo, y se dejó abrazar—. Pero no sé qué siento.
—Creo que debemos tratar de encontrar a Amanda Dougherty —empezó a decir Brianna— y…
—No puedo pensar ahora. —Maggie cerró los ojos. Tenía demasiadas emociones luchando en su interior como para permitirle ver, como ella quería, cuál era el camino que debían tomar—. Necesito pensar sobre todo esto, Brie. Este tema ha estado descansando tantos años que no creo que importe que descanse un poco más.
—Lo siento, Maggie.
—Tampoco te eches toda la responsabilidad encima, Brie —dijo Maggie con una voz que sonó otra vez un poco amara y aguda—. Ya tienes una carga demasiado pesada de llevar. Dame unos pocos días y entonces decidiremos juntas qué es lo mejor.
—Está bien.
—Por ahora quisiera quedarme con las cartas.
—Por supuesto.
Maggie atravesó la sala hacia Brie y le acarició una mejilla pálida.
—Papá también te quería, Brie.
—A su manera.
—De todas las maneras. Tú eras su ángel, su rosa apacible. No te preocupes. Hallaremos una forma de hacer lo que sea mejor.
A Gray no le importó que el cielo plomizo empezara a escupir agujas de agua nuevamente. Estaba de pie en el parapeto de un castillo en ruinas observando el río correr perezoso. El viento silbaba y se quejaba entre las grietas de la piedra. Podía haber estado solo, no simplemente en ese lugar, sino en ese país, en el mundo.
Y el escenario era, decidió, perfecto para situar allí un asesinato. La víctima podía ser atraída hasta ese lugar; el asesino la perseguiría a lo largo de las tortuosas escaleras de piedra, subiría sintiendo la impotencia hasta que cualquier vestigio de esperanza que pudiera albergar se esfumara. No habría escapatoria.
Allí, donde se había derramado sangre antigua, donde la sangre se había filtrado tan profundamente dentro de la piedra y la tierra, y no tan profundamente, porque se llevaría a cabo un asesinato reciente. Ni en nombre de Dios ni del país, sino por puro placer.
Gray ya conocía bien a su villano y podía imaginárselo allí, apuñalando a su víctima de tal manera que el arma emitiera destellos de plata en la penumbra de la noche. También conocía a su víctima, el terror y el dolor. El héroe y la mujer de la que se iba a enamorar estaban tan claros en su cabeza como el lento río que corría más abajo.
Y sabía que tenía que empezar pronto a crearlos con palabras. No había nada que disfrutara más del proceso de escritura que construir sus personajes, hacerlos respirar, darles carne y sangre. Descubrir sus antecedentes, sus miedos secretos, cada giro y detalle de su pasado.
Eso se debía, tal vez, a que él mismo no tenía pasado. Gray se había construido capa a capa, con tanta pericia y meticulosidad como las que usaba en la construcción de sus personajes. Grayson Thane era la persona que él había decidido que sería, y su habilidad para contar historias le había dado los medios para convertirse en lo que quería y hacerlo con estilo.
Nunca se consideraría a sí mismo un hombre modesto, pero no pensaba que fuera más que un escritor competente, un hilandero de historias. Escribía para entretenerse a sí mismo primero, y reconocía la suerte que tenía de contar con la aceptación del público.
Brianna tenía razón. No deseaba ser un Yeats. Ser un buen escritor significaba que podía vivir de escribir y hacer lo que le apeteciera. Ser un gran escritor implicaría responsabilidades y expectativas que Gray no tenía ganas de afrontar. Y lo que escogía no afrontar sencillamente lo dejaba atrás y le daba la espalda.
Pero había momentos, como ése, en los que se preguntaba cómo se sentiría al tener raíces y ancestros. Cómo sería sentirse y ser completamente devoto de sangre de una familia o de un país. ¿Cómo se habían sentido las personas que habían construido ese castillo que todavía se mantenía en pie? ¿Cómo se habían sentido quienes habían tenido que luchar allí, los que habían muerto? ¿Cuáles habían sido sus deseos? ¿Y cómo era posible que batallas que se habían luchado hacía tanto tiempo siguieran sonando tan claramente como la música letal de una espada contra otra espada?
Por eso había escogido Irlanda, por su historia, por su gente, que tenía recuerdos que se remontaban muy atrás en el tiempo y cuyas raíces eran profundas. Por gente, admitió, como Brianna Concannon.
Encontrar a Brianna había sido una añadidura extraña e interesante, pues ella era muy semejante a la persona que él estaba buscando que fuera su heroína. Brianna era perfecta físicamente. Esa belleza suave y luminosa, esa gracia sencilla y esas maneras tranquilas… Pero bajo la superficie, en contraste con esa hospitalidad absoluta, se escondía tristeza y distancia. Complejidades, pensó mientras dejaba que la lluvia le golpeara las mejillas. No había nada que le gustara más que las complejidades y los contrastes, pues eran como rompecabezas en espera de que los resolvieran. ¿Qué había causado esa expresión inquieta de sus ojos y esa frialdad defensiva que tenían sus modales?
Sería interesante descubrirlo.