Capítulo 1

No era inusual para Brianna tener uno o dos huéspedes en Blackthorn Cottage durante la peor parte del invierno, pero enero era un mes flojo y cada vez con más frecuencia su hogar se encontraba vacío en esa época. A Brianna no le importaba la soledad ni el aullido del viento, que parecía el de un perro del infierno; ni siquiera el cielo plomizo que no dejaba de escupir hielo y lluvia un amargo día tras otro. Eso le permitía hacer planes.

Brianna disfrutaba de los viajeros, los estuviera esperando o no. Desde un punto de vista comercial, cada centavo y cada libra contaban. Pero más allá del dinero, a Brianna le gustaba tener compañía y disfrutaba de la oportunidad de atender a las personas que pasaban por allí y de hacer que se sintieran como en su propia casa.

En los años que habían transcurrido desde la muerte de su padre y desde que su madre se había mudado, Brianna había convertido la casa en el hogar que añoraba cuando, era pequeña, con chimeneas de carbón, cortinas de encaje y olores deliciosos saliendo del horno. Sin embargo, había sido Maggie, con su arte, quien había hecho posible que Brianna ampliara el hotel poco a poco. Y no era algo que Brianna pudiera olvidar. Pero la casa era suya. Su padre había entendido su amor hacia ella y su necesidad de tenerla. Brie cuidaba de su herencia como lo haría con un hijo.

Tal vez fuera el clima lo que la hacía pensar en su padre, que había muerto en un día muy parecido a ése. De vez en cuando, en los raros momentos en los que se encontraba sola, descubría que todavía llevaba bolsitas de tristeza con recuerdos buenos y malos revueltos en ellas.

Lo que necesitaba era trabajar, se dijo a sí misma alejándose de la ventana antes de permitirse meditar melancólicamente durante demasiado rato. Y como llovía a cántaros, decidió posponer una visita al pueblo que tenía planeada y dedicarse a una tarea que había estado evitando durante largo tiempo. No esperaba a nadie ese día y su única reserva comenzaba a finales de semana. Así que con su perro siguiéndole los pasos, Brianna llevó al desván escoba, balde, trapos y una caja de cartón vacía.

Solía limpiar el desván con regularidad. El polvo tenía prohibida la presencia en casa de Brianna durante mucho tiempo. Pero allí había algunas cajas y baúles de los que había hecho caso omiso en sus limpiezas habituales. Ya no más, se dijo, y abrió la puerta del desván. Esta vez haría una limpieza a fondo y no permitiría que el sentimentalismo le impidiera organizar lo que quedaba de los recuerdos familiares.

Si la habitación quedaba limpia de una buena vez, pensó, tal vez podría remodelarla. Podría ser una acogedora habitación, meditó recostándose en la escoba, con un tragaluz en el techo. Lo pintaría de amarillo pálido para atraer los rayos del sol. Puliría el piso y pondría una alfombra.

Ya podía ver cómo quedaría, con una cama bonita cubierta con un edredón colorido, una silla de cáñamo y un pequeño escritorio, y si tuviera… Brianna se rio, pues se estaba adelantando demasiado.

—Siempre soñando, Con —murmuró acariciándole la cabeza a su perro—. Y lo que necesitamos aquí es trabajar con ahínco y despiadadamente.

Las cajas primero, decidió. Ya era hora de deshacerse de papeles viejos y ropa que nadie usaba. Treinta minutos después, tenía varias pilas ordenadas. Una de cosas para llevar a la iglesia para los pobres, otra de cosas para tirar y la última con cosas que se iba a quedar.

—Ah, mira esto, Con —dijo desdoblando casi reverencialmente un pequeño vestido blanco de bautizo. Un ligero aroma a lavanda embrujó el aire. Botones minúsculos y finos bordados de encaje decoraban el lino. Brianna sabía que era obra de su abuela—. Papá lo guardó —comentó sonriendo. Su madre nunca habría pensado con tal sentimentalismo en las generaciones futuras—. Maggie y yo debimos de usar este vestido, y papá lo guardó para nuestros hijos.

Sintió una punzada, tan familiar que a duras penas se percató de ella. No había ningún bebé suyo durmiendo en una cuna, ningún bultito suave esperando ser abrazado, alimentado y amado. Pero Maggie, pensó, querría el vestido. Con sumo cuidado lo dobló de nuevo y lo guardó.

La siguiente caja estaba llena de papeles que la hicieron suspirar. Tendría que leerlos o, por lo menos, ojearlos. Su padre había guardado toda la correspondencia. También había recortes de periódico. Era probable que hubiera dicho que eran ideas para sus nuevas empresas.

Siempre una nueva empresa. Brianna puso a un lado vanos artículos sobre inventos, arborizaciones, carpintería, administración de tiendas. No había ninguno sobre el campo o sobre granjeros, observó Brianna con una sonrisa. Definitivamente su padre nunca había tenido alma de granjero. Encontró cartas de familiares, de compañías a las cuales había escrito en Estados Unidos, Australia y Canadá. Y encontró el recibo de compra de un viejo camión que habían tenido cuando ella era una niña. Un documento la hizo detenerse y fruncir el ceño, totalmente desconcertada. Parecía algún tipo de certificado de acciones de Triquarter Mining, en Gales. Por la fecha parecía que las había comprado tan sólo unas pocas semanas antes de morir.

—¿Triquarter Mining? Otra empresa fallida, papá —murmuró Brie—, gastando dinero que apenas teníamos.

Bien, tendría que escribir a la compañía para ver qué había que hacer. Era poco probable que las acciones valieran más que el papel en el cual estaban impresas. Ésa siempre había sido la suerte de Tom Concannon en los negocios. El anillo de bronce que siempre había tratado de conseguir nunca había encajado en la palma de su mano.

Siguió escarbando en la caja y se divirtió con cartas de primos y tías y tíos que lo habían querido. Todo el mundo lo había querido. Casi todo el mundo, se corrigió al pensar en su madre.

Apartándolas, sacó tres cartas que estaban atadas con un lazo rojo desteñido. El remitente tenía una dirección en Nueva York, lo que no constituía ninguna sorpresa, pues los Concannon tenían varios amigos y familiares en esa ciudad. El nombre, sin embargo, le sonó totalmente desconocido a Brie: Amanda Dougherty.

Brianna desdobló la primera carta y le echó un vistazo a la letra de colegio de monjas. La respiración se le congeló en la garganta y entonces tuvo que leer de nuevo, con cuidado, palabra por palabra.

Mi querido Tommy:

Te dije que no te iba a escribir. Puede que no te mande esta carta, pero necesito fingir, por lo menos, que puedo hablar contigo. Hace un día que volví a Nueva York, pero tú ya pareces estar muy lejos, y el tiempo que compartimos se me antoja aún más preciado. Ya fui a confesarme y me dieron mi penitencia. Sin embargo, en mi corazón no siento que nada de lo que pasó entre nosotros sea pecado. El amor no puede ser pecado. Y yo siempre te querré. Un día, si Dios es generoso, encontraremos una manera de estar juntos. Pero si eso nunca llega a pasar, quiero que sepas que atesoro cada momento que nos concedieron. Sé que es mi deber pedirte que honres el sacramento del matrimonio, que seas devoto de tus dos bebés, a los que amas tanto. Y te lo pido. Pero, a pesar de lo egoísta que pueda ser, también te pido que alguna vez, cuando llegue la primavera a Clare y el Shannon resplandezca con los rayos del sol, pienses en mí. Y cómo me amaste en esas pocas semanas. Y cómo yo te amé a ti…

Siempre tuya,

Amanda

Cartas de amor, pensó Brianna un poco desconcertada. Cartas dirigidas a su padre, escritas cuando ella era una niña, pudo establecer al fijarse en la fecha.

Se le helaron las manos. ¿Cómo se suponía que debía reaccionar una mujer adulta, de veintiocho años, ante la noticia de que su padre había amado a otra mujer además de a su esposa? Su padre, que era de risa fácil y siempre estaba planeando proyectos inútiles… Ésas eran palabras escritas para ser leídas sólo por los ojos de él, por nadie más. Y, sin embargo, ¿cómo podía no leerlas? Entonces, con el corazón latiéndole pesadamente en el pecho, desdobló la segunda carta.

Mi querido Tommy:

He leído y releído tu carta hasta reproducir cada palabra en mi cabeza. Se me parte el corazón al saberte tan infeliz. Yo también miro a veces hacia el mar y te imagino viajando a través de él hacia mí. Hay tantas cosas que quisiera contarte, pero creo que si lo hago sólo empeoraría el dolor de tu corazón. Si no hay amor entre tu esposa y tú, debe haber, obligación. Sé que no es necesario que te diga que tus hijas deben ser tu principal preocupación. Sé, y lo he sabido siempre, que ellas son lo primero en tu corazón y en tus pensamientos. Dios te bendiga, Tommy, por pensar también en mí. Y por el regalo que me diste. Antes pensaba que mi vida estaba vacía, pero ahora es una vida plena y rica. Hoy te amo más incluso que cuando nos separamos. No sientas pena cuando pienses en mí, pero no dejes de pensar en mí.

Siempre tuya,

Amanda

Amor, pensó Brianna sintiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas. Había tanto amor en la carta a pesar de que decía tan poco… ¿Quién había sido esa tal Amanda? ¿Cómo se habían conocido? ¿Con cuánta frecuencia había pensado su padre en esa mujer? ¿Con cuánta frecuencia la había añorado?

Secándose una lágrima, Brianna abrió la última carta.

Mi querido Tommy:

He rezado y rezado antes de escribirte esta carta. Le he pedido a la Virgen María que me ilumine para saber qué es lo correcto y lo justo para ti, aunque no puedo saberlo con certeza. Sólo espero que lo que te voy a decir te traiga alegría y no dolor.

Recuerdo las horas que pasamos juntos en mi pequeña habitación del hotel con vistas al Shannon. Qué dulce y gentil fuiste, cómo nos cegó a ambos el amor que nos unía. Nunca había experimentado, ni volveré a experimentar, un amor tan profundo y duradero. Así que, a pesar de que nunca podamos estar juntos, agradezco tener algo precioso que me recordará que fui amada. Estoy embarazada de tu hijo, Tommy. Por favor, alégrate por mí. No estoy sola y no estoy asustada. Tal vez debería estar avergonzada. Soy una mujer soltera y estoy embarazada del marido de otra mujer. Tal vez la vergüenza llegue después, pero por ahora estoy llena de regocijo.

Lo sé desde hace semanas, pero no había encontrado el valor para contártelo. Sin embargo, lo he encontrado ahora, al sentir las primeras señales de la vida que hicimos entre los dos dentro de mí. ¿Tengo que decirte todo lo amado que será este bebé? Ya puedo imaginarme lo que será acunar a nuestro hijo entre mis brazos. Por favor, querido mío, por el bien de este hijo nuestro no dejes que el corazón se te colme de dolor o de culpa. Y por su bien he decidido irme lejos. Y aunque estaré pensando en ti cada día y cada noche, no volveré a escribirte. Te amaré toda mi vida. Y cada vez que vea a esa vida que creamos juntos durante esas horas mágicas compartidas cerca del Shannon, te amaré más.

Dales a tus hijas todos los sentimientos que tengas hacia mí. Y sé feliz.

Siempre tuya,

Amanda

Un hijo. A Brianna se le llenaron los ojos de lágrimas y se llevó una mano a la boca. Una hermana. Un hermano. Dios santo, en alguna parte había un hombre o una mujer unido a ella por la sangre. Con una diferencia de edad muy pequeña, y tal vez compartiese con ella la tez o los mismos rasgos.

¿Qué podía hacer? ¿Qué había podido hacer su padre en todos esos años? ¿Habría buscado a la mujer y al bebé o habría tratado de olvidar?

No. Con suavidad, Brianna alisó las cartas. Su padre no había tratado de olvidar. Había guardado las cartas toda su vida. Brianna cerró los ojos y se quedó sentada en el desván iluminado a media luz. Y pensó que su padre había amado a su Amanda. Siempre.

Necesitaba pensar antes de contarle a Maggie lo que había descubierto. Brianna pensaba mejor cuando estaba ocupada. Ya no podía enfrentarse al desván, pero había otras cosas que podía hacer. Así que fregó, pulió y horneó. Eran tareas caseras sencillas que creaban perfumes placenteros y le subían el ánimo. Puso más leña en las chimeneas, preparó té y se sentó a dibujar algunas ideas que tenía para su invernadero.

Se dijo que la solución llegaría sola, a su tiempo. Después de más de veinticinco años, unos pocos días de reflexión no le harían daño a nadie. Brianna admitió que parte del retraso se debía a la cobardía, a una débil necesidad de evitar el látigo de las emociones de su hermana. Nunca había dicho que fuera una mujer valiente.

También escribió, en su estilo práctico, una carta educada de tipo empresarial dirigida a Triquarter Mining, en Gales, y la puso a un lado para enviarla por correo al día siguiente.

Tenía una lista de cosas que debía hacer por la mañana, lloviera o relampagueara. Para cuando empezó a prender las chimeneas para prepararse para la llegada de la noche, Brie agradeció que Maggie hubiera estado demasiado ocupada para visitarla. Uno o dos días más, se dijo Brianna, y entonces le mostraría las cartas a su hermana.

Pero esa noche se relajaría y pondría la mente en blanco. Necesitaba mimarse, decidió. La verdad era que le dolía un poco la espalda de tanto fregar. Tomaría un largo baño con las sales que Maggie le había traído de París, bebería una taza de té y empezaría algún libro. Usaría la bañera grande del secundo piso y se trataría como si fuera un cliente. En lugar de dormir en la estrecha cama de su habitación, situada junto a la cocina, esa noche dormiría en la gran cama de la habitación que ella consideraba la suite matrimonial de su hotel.

—Esta noche somos los reyes, Con —le dijo Brie a su perro mientras derramaba generosamente las sales en el agua—. Cenaré en la cama y me dedicaré al libro de nuestro futuro huésped. Un norteamericano muy importante, recuerda —añadió mientras Con golpeteaba la cola contra el suelo.

Brie se quitó la ropa y se sumergió en el agua caliente y perfumada. Exhaló un suspiro que la recorrió desde la punta de los dedos gordos de los pies. Una novela romántica habría sido más apropiada para ese momento, pensó, en lugar de un thriller cuyo título era El legado sangriento. Pero Brianna se acomodó y se adentró en la historia de una mujer a quien su pasado la acechaba y cuyo presente era una amenaza.

El libro la atrapó de inmediato. Tanto que cuando el agua se enfrió, siguió leyendo con el libro en una mano mientras se secaba con la otra. Temblando, se puso un pijama de algodón y se soltó el pelo. Sólo el arraigado hábito del orden la despegó del libro un momento mientras arreglaba el baño. Pero no se molestó en coger la bandeja de la cena. En su lugar, se metió en la cama y se cubrió con el edredón.

A duras penas escuchó el viento golpear las ventanas y la lluvia caer sobre el techo. Por cortesía del libro de Grayson Thane, Brianna se trasladó al bochornoso verano del sur de Estados Unidos, acechado por un homicidio.

El cansancio la venció pasada la media noche. Se quedó dormida con el libro entre las manos, con el perro roncando a los pies de la cama y con el viento aullando como una mujer asustada.

Por supuesto, tuvo una pesadilla.

Grayson Thane era un hombre impulsivo. Y puesto que lo sabía bien, por lo general se tomaba los desastres que resultaban de sus impulsos tan filosóficamente como los triunfos. En ese momento se vio obligado a aceptar que su impulso de conducir desde Dublín hasta Clare, en pleno invierno, con la amenaza de una de las peores tormentas que hubiera visto nunca, probablemente había sido un error. Pero, en cualquier caso, se trataba de una aventura. Y las aventuras regían su vida.

Había pinchado al salir de Limerick, y para cuando terminó de cambiar el neumático, parecía y se sentía como una rata ahogada, a pesar de que llevaba puesto el impermeable que había comprado en Londres la semana anterior.

Se había perdido dos veces y se había encontrado a sí mismo reptando por caminos angostísimos y tortuosos que a duras penas eran más que cunetas. Su investigación sobre Irlanda le había hecho pensar que perderse en ese país era parte de su encanto y trataba con todas sus fuerzas de recordar eso.

Tenía hambre, estaba calado hasta los huesos y temía que se fuera a quedar sin gasolina antes de encontrar algo remotamente parecido a un hostal o un pueblo.

Repasó mentalmente el mapa. Visualizar las cosas era un talento con el que había nacido y podía, con muy poco esfuerzo, reproducir en su cabeza cada línea del cuidadoso mapa que le había dibujado y enviado la dueña del hotel en el que iba a quedarse.

El problema era que estaba tan oscuro como la boca de un lobo. La lluvia caía sobre el parabrisas como un río caudaloso y el viento golpeaba con furia el coche en ese simulacro de camino como si el Mercedes fuera de juguete. Y Grayson tenía unas ganas locas de tomarse un café.

Cuando la carretera se bifurcó, Gray decidió probar suerte y tomó el camino de la izquierda. Si no encontraba el hotel o algo parecido en los siguientes dieciséis kilómetros, dormiría en el maldito coche y seguiría buscando por la mañana.

Era una pena que no pudiera ver nada del paisaje, pero tenía el presentimiento, en la desolación oscura de la tormenta de que encontraría exactamente lo que estaba buscando. Quería que su libro se desarrollara en el oeste de Irlanda, entre los acantilados y los campos, con el feroz Atlántico amenazándolo y los tranquilos pueblos acurrucados contra él. Y quería que su cansado héroe, un hombre hastiado del mundo, llegara al filo del vendaval.

¿Una luz? Escudriñó entre la penumbra deseando de todo corazón que así fuera. Vio de reojo un letrero que ondeaba violentamente al viento. Gray dio marcha atrás, iluminó el letrero con las luces delanteras y sonrió. El letrero decía Blackthorn Cottage. Después de todo, su sentido de la orientación no le había fallado. Tenía la esperanza de que su casera hiciera honor a la leyenda de la hospitalidad irlandesa, pues llegaba dos días antes de lo que le había anunciado. Y eran las dos de la mañana.

Gray buscó un aparcamiento, pero sólo vio setos empapados. Encogiéndose de hombros, detuvo el coche en mitad del camino y se metió las llaves en el bolsillo. Tenía todo lo que necesitaba esa noche en una mochila en el asiento del copiloto. Echándosela al hombro, dejó el vehículo donde estaba y se apeó hacia la tormenta, que lo golpeó en la cara como una mujer histérica, toda uñas y dientes.

Caminó entre el barro, casi hundiéndose, pasó los setos de fucsias y, con más suerte que cualquier otra cosa, encontró la puerta del jardín. La abrió y luego tuvo que luchar con ella para poder cerrarla de nuevo. Deseó poder ver la casa más claramente. Sólo podía distinguir un contorno en la oscuridad, con una única luz brillando en una ventana del segundo piso.

Usó la luz que veía en la ventana como un faro y empezó a soñar con un café. Nadie le abrió cuando llamó a la puerta. Con el ruido del viento, Gray dudaba de que alguien pudiera escuchar nada. Le costó menos de diez segundos decidir abrir la puerta él mismo.

De nuevo, sólo percibía sensaciones: la tormenta detrás de él, la calidez dentro. Sintió olores: a limón, a limpio, a lavanda y a romero. Se preguntó si la vieja irlandesa que administraba el hotel prepararía su propio popurrí. También se preguntó si se levantaría y le prepararía una comida caliente.

Entonces escuchó un gruñido profundo y feroz y se tensó. Levantó deprisa la cabeza, entrecerró los ojos y, durante un momento aterrador, la mente se le quedó en blanco.

Después Gray pensaría que había sido como una escena de un libro. Tal vez de uno suyo. Una hermosa mujer, con el pijama ondeando y el pelo derramándose sobre sus hombros como fuego dorado. Tenía la cara pálida a la luz titilante de la vela que llevaba en una mano. La otra estaba aferrada al collar de un perro que parecía un lobo y que gruñía como si lo fuera. Un perro que le llegaba a la cintura.

La mujer lo miraba desde la parte alta de las escaleras como si fuera una visión que él hubiera conjurado. Ella bien podría haber estado esculpida en mármol o hielo. Estaba allí parada tan quieta, tan absolutamente perfecta… Entonces el perro, con un movimiento que hizo que el pijama de la mujer se moviera, trató de bajar, pero ella lo detuvo.

—Está dejando entrar el agua —le dijo la mujer con una voz que sólo pudo perpetuar la fantasía. Suave, musical, cadenciosa y propia de esa Irlanda que él había ido a descubrir.

—Perdón —replicó, y se volvió y buscó a tientas la puerta; la cerró y la tormenta quedó relegada a telón de fondo.

Brianna todavía tenía el corazón desbocado. El ruido y Con la habían despertado de un sueño de persecuciones y terror. Ahora miraba hacia abajo, donde estaba un hombre vestido de negro, totalmente amorfo, salvo por su cara, que se veía entre sombras. Cuando él dio un paso hacia delante, Brie mantuvo su mano temblorosa aferrada al collar de Con.

Brie pudo ver una cara larga y angosta. La cara de un poeta, con ojos oscuros y curiosos y boca solemne. La cara de un pirata, endurecida por los huesos prominentes y el pelo largo de hilos dorados que se rizaba húmedo a su alrededor.

Era una tontería estar asustada, se dijo Brie. Después de todo, sólo era un hombre.

—¿Está perdido? —le preguntó Brianna.

—No. —Sonrió lentamente, con tranquilidad—. Ya me he encontrado. ¿Esto es Blackthorn Cottage?

—Sí, así es.

—Yo soy Grayson Thane. Llego un par de días antes, pero la señorita Concannon sabe que venía.

—Ah. —Brianna le murmuró algo al perro que Grayson no pudo descifrar, pero que tuvo el efecto de relajar los tensos músculos caninos—. Lo esperaba el viernes, señor Thane, pero de todas maneras es usted bienvenido —dijo, y empezó a bajar las escaleras con el perro a su lado y la luz de la vela titilando—. Soy Brianna Concannon —añadió, y le ofreció la mano.

Grayson se quedó mirando la mano un momento. Esperaba que la señorita Concannon fuera una viejecita hogareña con el pelo gris recogido en un moño sobre la nuca.

—La he despertado —contestó Gray tontamente.

—Normalmente por aquí solemos dormir por la noche. Venga, acérquese al fuego. —Caminó hacia la sala y prendió la luz. Apagó la vela y la puso sobre una mesita. Entonces se volvió para coger el impermeable de Gray—. Es una noche espantosa para viajar.

—Sí, ya me he dado cuenta.

Gray no era amorfo bajo el impermeable. Aunque no era tan alto como se lo había imaginado Brianna, era delgado y fuerte. «Parece un boxeador», pensó, y sonrió para sí misma. Poeta, pirata, boxeador. Ese hombre era un escritor, y su huésped.

—Entre en calor, señor Thane. Le puedo preparar un té, ¿le apetece?, o preferiría… —iba a empezar a decirle que le podía mostrar su habitación, pero entonces recordó que estaba durmiendo en ella.

—He estado soñando con un café durante la última hora, si no es problema.

—No, no lo es. No es problema para nada. Póngase cómodo y ahora se lo traigo.

Pero Gray decidió que la escena era demasiado bonita como para disfrutarla solo.

—Prefiero ir a la cocina con usted. Ya me siento suficientemente mal por sacarla de la cama a esta hora. —Extendió una mano hacia Con para que lo oliera—. Tremendo perro tiene usted aquí. Por un momento pensé que era un lobo.

—Es un lebrel irlandés —repuso Brie, con la cabeza ocupada tratando de organizar los detalles—. Sea bienvenido a sentarse en la cocina, entonces. ¿Tiene hambre?

Gray le acarició la cabeza a Con y sonrió a Brie.

—Señorita Concannon, creo que la amo.

—Usted entrega demasiado fácilmente su corazón —le contestó Brie sonrojándose por el cumplido— si lo da sólo por un tazón de sopa.

—No es tan poco si se tiene en cuenta lo que he escuchado sobre su manera de cocinar.

—¿Ah, sí? —Lo guio hasta la cocina y allí colgó el impermeable, que escurría agua, en una percha cerca de la puerta trasera.

—Un amigo de un primo de mi editor se quedó aquí hace como un año. Y lo que dijo fue que la dueña de Blackthorn cocinaba como un ángel —dijo, aunque no le habían comentado que también parecía un ángel.

—Ése es un cumplido muy bonito. —Brie puso a hervir agua y sirvió sopa en una cacerola para calentarla—. Me temo que esta noche sólo le puedo ofrecer una comida sencilla, señor Thane, pero no lo voy a mandar a la cama con hambre. —Sacó pan de molde de un recipiente y cortó un par de generosas rebanadas—. ¿Ha viajado hoy durante mucho tiempo?

—Salí tarde de Dublín. Había planeado quedarme un día más, pero me entraron ganas de venir. —Sonrió, tomó una rebanada de pan del plato que Brie le había puesto sobre la mesa y le dio un mordisco antes de que ella le pudiera ofrecer mantequilla—. Ya era hora de ponerme en camino. ¿Lleva usted sola este hotel?

—Así es. Me temo que no tendrá mucha compañía en esta época del año.

—No he venido por la compañía —le contestó mientras la veía preparar el café. La cocina había empezado a oler como el paraíso.

—Ha venido a trabajar, según me dijo, ¿no? Debe de ser maravilloso ser capaz de contar historias.

—Tiene sus momentos.

—Me gustan las suyas —dijo Brie sencillamente mientras sacaba de un armario un tazón de cerámica de color azul profundo.

Gray levantó una ceja. Por lo general la gente empezaba a hacerle infinidad de preguntas en ese punto. ¿Cómo escribe? La pregunta que más odiaba: ¿de dónde saca sus ideas? O: ¿cómo logra que se lo publiquen? Y con frecuencia, después de hacer las preguntas, la persona que lo interrogaba empezaba a soltar una retahíla eterna de la historia que tenía que contar. Pero Brie no dijo nada más. Gray se sorprendió a sí mismo sonriendo de nuevo.

—Gracias. A veces a mí me gustan también. —Se inclinó hacia delante e inhaló profundamente cuando Brie le puso el tazón de sopa frente a él sobre la mesa—. Para nada huele a comida sencilla.

—Es de verduras y tiene un poco de carne. Si quiere, puedo prepararle un sándwich también.

—No, así está bien. —Probó y suspiró—. Absolutamente maravilloso —dijo, y Gray examinó a Brie nuevamente. Se preguntó si su piel se vería siempre tan suave y sonrosada, o si se debía a la somnolencia—. Estoy intentando lamentar haberla despertado —continuó mientras comía—, pero esta sopa me lo está poniendo difícil.

—Una buena posada siempre abre sus puertas a un viajero, señor Thane —replicó Brie poniéndole la taza de café a un lado sobre la mesa y haciéndole una señal a Con, que de inmediato se levantó de su sitio junto a la mesa de la cocina—. Cuando termine, si quiere puede servirse un poco más de sopa. Mientras tanto, voy a arreglar su habitación.

Tan pronto llegó a las escaleras, apretó el paso. Tenía que cambiar las sábanas de la cama y las toallas del baño. No se le ocurrió ofrecerle a Gray otra habitación; consideró que como era su único huésped, tenía derecho a ocupar la mejor.

Brie trabajó con rapidez y ya estaba metiendo las almohadas en las fundas de hilo y encaje cuando escuchó un ruido en la puerta. Su primera reacción fue de angustia al ver al hombre parado en el umbral. La siguiente fue de resignación. Después de todo era su hogar, así que tenía derecho a usar la parte que se le antojara.

—Me estaba dando algo así como unas vacaciones —le dijo Brie mientras terminaba de poner el edredón.

Extraño, pensó Gray, que una mujer pudiera resultar tan increíblemente sensual realizando una tarea tan sencilla como hacer la cama. Debía de estar más cansado de lo que había pensado.

—Al parecer la he sacado de su cama en más de un sentido. No era necesario que dejara esta habitación.

—Ésta es la habitación por la cual está pagando. Es tibia, y ya he encendido la chimenea. Tiene su propio baño y… —Brie se interrumpió porque Gray se le acercó por detrás. Un fogonazo le recorrió la columna y se puso rígida, pero él sólo se acercó a coger el libro que estaba sobre la mesilla. Brie carraspeó y dio un paso atrás—. Me quedé dormida leyendo —empezó a decir, pero se detuvo y abrió los ojos de par en par—. No he querido decir que el libro me haya aburrido, sólo que… —Gray sonreía, notó Brie, sonreía ampliamente, y ella le devolvió la sonrisa—. Me ha hecho tener pesadillas.

—Gracias.

Brianna se relajó un poco y abrió la cama en señal de bienvenida.

—Y su llegada en plena tormenta me hizo imaginarme lo peor. Estaba segura de que el asesino se había escapado del libro y había llegado hasta aquí con un puñal ensangrentado en la mano y todo.

—¿Y quién es el asesino?

—No podría decirlo —contestó frunciendo el ceño—, pero tengo mis sospechas. Tiene usted una manera muy inteligente de retorcer las emociones, señor Thane.

—Llámame Gray y trátame de tú. Después de todo, de alguna manera, vamos a compartir cama. —Gray le cogió una mano a Brie antes de que ésta pudiera saber cómo responder y luego la dejó atónita cuando se la llevó a los labios y le dio un beso—. Gracias por la sopa.

—Con mucho gusto. Que duermas bien.

Gray no dudó de que así sería. Brianna no había terminado de salir de la habitación ni había cerrado la puerta cuando Gray empezó a desvestirse; luego se metió desnudo en la cama. Percibió un ligero perfume a lilas en el ambiente, olía a lilas y a pradera en verano, y reconoció ese olor como el del pelo de Brianna.

Gray se quedó dormido con una sonrisa en los labios.