Queridos lectores:
Irlanda ocupa un lugar especial en mi corazón. Los grandes campos verdes que se extienden bajo cielos densos, el gris entrecruzado de las cercas de piedra, la majestuosa caída de un castillo en ruinas, probablemente saqueado por los malditos cromwellianos… Me encanta cómo brilla el sol a través de la lluvia y cómo florecen las flores en los jardines y los campos sin necesidad de cultivarlas. Es una tierra de acantilados violentos y pubs oscuros y llenos de humo. De magia y leyenda y corazones rotos. Allí hay belleza incluso en el aire. Y el oeste de Irlanda tiene el paisaje más impactante de ese país impactante.
Allí, los embotellamientos de tráfico se dan por lo general cuando el granjero lleva a las vacas a pastar al campo. También es posible que un sinuoso camino campestre flanqueado por setos de fucsias silvestres lo lleve a uno a cualquier parte. Allí se ve el río Shannon correr resplandeciente como si fuera de plata y el mar retumba como el trueno.
Pero más allá del campo, lo más magnífico de Irlanda es su gente, los irlandeses. En verdad es una tierra de poetas, de guerreros, de soñadores, pero también es una tierra que abre los brazos a los extranjeros. La hospitalidad irlandesa es sencilla y amable. Ésa es, o debería ser, la definición de la palabra «bienvenido».
Al escribir Nacida del hielo, la historia de Brianna Concannon, tenía la esperanza de reflejar esa generosidad incomparable del espíritu, la sencillez de una puerta abierta y la fortaleza del amor. Así que os invito a que os sentéis un rato frente al fuego, le pongáis un chorro de whisky al té, acomodéis los pies sobre un cojín y deis tregua a vuestras preocupaciones. Os quiero contar una historia…
Nora Roberts