Encontraron a los dos hombres a la mañana siguiente, allá arriba, en la isla, en los jardines que miraban al viejo canal de Haarlem. Ambos habían vagado toda la noche, por aceras y caminos aéreos, sin ver a su alrededor, buscándose sin embargo inevitablemente uno a otro, como dos agujas magnetizadas que hubiesen flotado en un estanque con juncos. Powell estaba sentado, con las piernas cruzadas, sobre el pasto húmedo, con la cara fruncida e inanimada, casi sin respiración, y el pulso muy débil. Asía a Reich con brazos de acero. Reich estaba encogido como una pelota fetal.
Llevaron a Powell a su casa en la rampa Hudson, donde todos los empleados del laboratorio del gremio sudaron alternativamente sobre él y se felicitaron a sí mismos por el primer éxito en toda la historia de una catexis en masa. En cuanto a Reich, no había prisa. En el debido momento y con los procedimientos adecuados, su cuerpo inerte fue conducido al hospital Kingston para la demolición.
Pasaron así siete días.
En el octavo día, Powell se levantó, se dio un baño, se vistió, venció a sus nurses en desigual combate, y dejó la casa. Hizo una parada en Sucre & Cía., salió de allí con un misterioso paquete, y se dirigió a los cuarteles para presentar su informe al comisionado Crabbe. Mientras subía, metió la cabeza en la oficina de Beck.
—Hola, Jax.
—Bendi(y maldi)ciones, Linc.
—¿Maldiciones?
—Aposté a que te quedarías en cama hasta el viernes próximo.
—Perdiste. ¿Nos apoyó Moisés en el motivo del crimen D’Courtney?
—Con todas las garantías. El proceso llevó una hora. Reich va a ser demolido de un momento a otro.
—Bueno. Será mejor que suba y le d-e-l-e-t-r-e-e el asunto a Crabbe.
—¿Qué llevas debajo del brazo?
—Un regalo.
—¿Para mí?
—Hoy no. Te recordaré.
Powell subió a la oficina de marfil y plata de Crabbe. Golpeó, oyó el imperioso:
—¡Adelante! —y entró. Crabbe se mostró solícito, pero tieso. El caso D’Courtney no había mejorado sus relaciones con Powell. El desenlace había sido un golpe adicional.
—Fue un caso notablemente complejo, señor —comenzó a decir Powell, con prudencia—. Nadie podía entenderlo, y no podía culparse a nadie. Pues verá usted, comisionado, ni Reich mismo sabía por qué había matado a D’Courtney. El único que comprendió el caso fue la máquina computadora, y todos creímos que estaba bromeando.
—¿La máquina? ¿Comprendió el caso?
—Sí, señor. Tan pronto como le entregamos todos los informes, la computadora dijo que el «motivo pasional» estaba insuficientemente documentado. Todos habíamos pensado en un motivo de lucro. Lo mismo Reich. Naturalmente, pensamos que la máquina se había encaprichado, e insistimos en los cálculos basados en el lucro. Estábamos equivocados…
—¿Y esa máquina infernal tenía razón?
—Sí, comisionado. Tenía razón. Reich se decía a sí mismo que había matado a D’Courtney por cuestiones de dinero. Era un disfraz psicológico para ocultarse el verdadero motivo. Pero el disfraz no podía sostenerse mucho tiempo. Reich ofreció una unión a D’Courtney. D’Courtney aceptó. Entonces Reich se vio obligado subconscientemente a no entender el mensaje. Tenía que hacerlo. Tenía que seguir creyendo que lo había matado por dinero.
—¿Por qué?
—Porque no podía enfrentarse con el verdadero motivo…
—¿Que era…?
—D’Courtney era su padre.
—¡Qué! —Crabbe clavó los ojos en Powell—. ¿Su padre? ¿De su carne y de su sangre?
—Sí, señor. Ahí estaba todo ante nosotros. Pero no podíamos verlo… porque Reich tampoco lo veía. Aquel legado de Calisto, por ejemplo. El que usó Reich para alejar al doctor Jordan del planeta. Reich lo heredó de su madre, quien lo había recibido de D’Courtney. Todos pensamos que el padre de Reich se lo había ganado a D’Courtney y lo había puesto a nombre de su esposa. Estábamos equivocados. D’Courtney se lo había dado a la madre de Reich porque eran amantes. Era un regalo para la madre de su hijo. Reich nació allí. Jackson Beck descubrió todo esto, una vez que encontramos el hilo del asunto.
Crabbe abrió la boca, y la cerró.
—Y había tantas otras huellas… D’Courtney sólo pensaba en el suicidio, dominado por intensas sensaciones de culpabilidad. Había abandonado a su hijo. Ese abandono estaba destrozándolo. Luego, la doble imagen melliza de Barbara D’Courtney y Ben Reich en la mente de la muchacha; ella sabía de algún modo que eran medio hermanos. Y el hecho de que Reich no pudiera matar a Barbara en casa de Chooka Frood. Quería destruir al odiado padre que lo había rechazado, pero no podía hacer daño a su hermana.
—¿Pero cuándo descubrió usted todo eso?
—Cuando el caso ya estaba cerrado. Cuando Reich me atacó por haber colocado aquellas trampas.
—Afirmaba que usted las había puesto. Él… Pero si usted no lo hizo, Powell, ¿quién lo hizo?
—Reich mismo, señor.
—¡Reich!
—Sí, señor. Mató a su padre. Descargó así su odio. Pero su superego, su conciencia, no podía permitirle que ese crimen quedara impune. Como la policía, aparentemente, era incapaz de castigarlo, su conciencia se encargó de eso. Ése era el significado de la imagen que dominaba las pesadillas de Reich… El hombre sin cara.
—¿El hombre sin cara?
—Sí, comisionado. El símbolo de la verdadera relación de Reich con D’Courtney. La figura no tenía cara porque Reich no podía aceptar la verdad…, que había reconocido en D’Courtney a su padre. La imagen se le apareció en sueños por primera vez cuando decidió matar a D’Courtney. Nunca lo abandonó desde entonces. Era el primer castigo por lo que pensaba hacer. Luego se convirtió en el castigo del crimen.
—¿Las trampas?
—Exacto. Su conciencia tenía que castigarlo. Pero Reich nunca admitió ante sí mismo que había matado a D’Courtney porque odiaba en él al padre que había rechazado y abandonado a su hijo. Por lo tanto, el castigo tenía que efectuarse en el nivel subconsciente. Reich preparó algunas trampas para sí mismo sin darse cuenta… en sueños, en estado de sonambulismo… durante el día, a ratos perdidos… en algunas huidas de la realidad consciente. Los trucos de los mecanismos mentales son fantásticos.
—Pero si Reich no sabía nada de todo esto, ¿cómo lo averiguó usted, Powell?
—Bueno, señor. Ése era el problema. No podíamos sacárselo sondeándole la mente. Reich se mostraba hostil, y para obtener esa clase de material es indispensable la cooperación del sujeto. Hubiese llevado meses, de todos modos. Además, así como Reich se recobró de aquella serie de shocks, hubiese sido capaz también de reajustarse, reorientarse y hacerse inmune a nosotros. Eso era peligroso, también, pues gozaba del poder suficiente como para hacer tambalear el sistema solar. Reich era uno de esos pocos hombres capaces de sacudir el mundo. Los instintos de los hombres pueden derribar nuestra sociedad y hacernos seguir irrevocablemente su línea psicopática.
Crabbe movió afirmativamente la cabeza.
—Casi tuvo éxito. Esos hombres aparecen tan de cuando en cuando… Son como eslabones entre el pasado y el futuro. Si se les permite madurar… Si se permite que el eslabón se enfríe… el mundo se ve encadenado a un terrible futuro.
—¿Qué hizo usted entonces?
—Usamos la catexis en masa, señor. Es difícil de explicar, pero haré todo lo posible. El ser humano tiene una psique formada por energía latente y energía capitalizada. La energía latente es la reserva…, el recurso natural y secreto de la mente. La energía capitalizada es energía latente puesta en acción. La mayoría sólo usa una pequeña parte de su energía latente.
—Comprendo.
—Cuando el gremio ésper recurre a la catexis en masa, todo telépata abre su psique, por así decirlo, y contribuye con su energía latente a un fondo común. Un ésper, solo, bebe de este fondo y se convierte en el canal de la energía latente. La capitaliza y la pone en acción. Puede realizar cosas tremendas… si es capaz de dominar esa energía. Es una operación peligrosa y difícil. Algo parecido a viajar a la Luna usando dinamita como carburante…
De pronto Crabbe sonrió mostrando los dientes…
—Desearía ser un ésper —dijo—. Me gustaría tener la imagen real, tal como está en su mente.
—Ya la tiene usted, señor. —Powell le sonrió del mismo modo. Por primera vez se había establecido cierto contacto entre los dos hombres.
—Era necesario —continuó Powell— enfrentar a Reich con el hombre sin cara. Teníamos que hacerle ver la verdad. Antes de eso nada conseguiríamos. Usando ese fondo de energía latente elaboré para Reich un concepto neurótico común… la ilusión de que sólo él en el mundo era real.
—¿Cómo? Yo he… ¿Es común eso?
—Oh sí, señor. Es una de las escapatorias comunes. Cuando la vida se hace dura, uno tiende a refugiarse en la idea de que todo es falso…, un engaño gigantesco. Reich llevaba en su interior la simiente de esa debilidad. La obligué, simplemente, a salir a la superficie, y dejé que Reich se derrotara a sí mismo. La vida se le estaba haciendo dura. Le hice creer que el universo era un engaño…, un acertijo. Entonces me dediqué a destrozar el universo, capa por capa. Reich terminó por creer que la prueba había concluido. El acertijo estaba desmantelándose. Y dejé a Reich a solas con el hombre sin cara. Lo miró a la cara y se vio a sí mismo y a su padre… y tuvimos lo que estábamos buscando.
Powell recogió el paquete y se levantó. Crabbe se puso de pie de un salto y lo acompañó hasta la puerta, tocándole amablemente el hombro.
—Ha hecho usted un trabajo extraordinario, Powell. Realmente extraordinario. No puedo decirle… Tiene que ser algo maravilloso ser un ésper.
—Maravilloso y terrible, señor.
—Deben de ser ustedes muy felices.
—¿Felices? —Powell se detuvo ante la puerta y miró a Crabbe—. ¿Sería usted feliz viviendo en un hospital, comisionado?
—¿En un hospital?
—Así vivimos nosotros…, todos nosotros. En una cárcel psiquiátrica. Sin posibilidad de escapar…, sin posibilidad de escondernos. Alégrese de no ser un ésper, comisionado. Alégrese de ver sólo al hombre exterior. Alégrese de no ver nunca las pasiones, el odio, los celos, la malicia, los sentimientos enfermizos… Alégrese de ver sólo raramente la terrible verdad. El mundo será un sitio magnífico cuando todos sean telépatas, y todos sanos… Pero hasta entonces, alégrese de ser ciego.
Powell dejó los cuarteles, alquiló una máquina saltadora y se dirigió hacia el norte, hacia el hospital Kingston. Se sentó en la cabina con el paquete en las rodillas, contemplando allá abajo el magnífico valle del Hudson, silbando una melodía entrecortada. En un momento sonrió y murmuró:
—Bueno, Crabbe se lo ha creído. Pero yo tenía que cimentar nuestras relaciones. Ahora sentirá lástima por los telépatas… y cariño también.
El hospital Kingston se hizo visible… hectárea tras hectárea de hermosos paisajes. Solarios, estanques, prados, campos de atletismo, dormitorios, clínicas…, todo en un exquisito estilo neoclásico. Mientras la máquina descendía, Powell alcanzó a ver las figuras de los pacientes y los ayudantes…, todos bronceados, activos…, reían y jugaban. Pensó en las medidas de vigilancia que había tomado la mesa de gobernadores para que el hospital Kingston no se convirtiera en otra Espaciolancia. Había muchos falsos enfermos, demasiados, que querían ser admitidos.
Powell se dirigió a la oficina de visitantes, localizó a Barbara D’Courtney, y comenzó a atravesar los campos. Se sentía débil, pero tenía deseos de saltar por encima de los setos, voltear barreras, echar a correr. Se había despertado, después de siete días de agotamiento, con una pregunta…, una pregunta que tenía que hacerle a Barbara. Tenía ganas de reír.
Se vieron al mismo tiempo a través de un prado flanqueado por losas y brillantes jardines. Barbara corrió hacia Powell, saludándolo con la mano, y Powell corrió hacia ella. Luego, ya muy cerca, ambos se sintieron repentinamente tímidos. Se detuvieron a poco más de un metro de distancia, sin mirarse.
—Hola.
—Hola, Barbara.
—Yo… Vayamos a la sombra, ¿quieres?
Se volvieron hacia el muro de la terraza. Powell miró a la joven de reojo. Estaba viva otra vez…, viva como nunca lo había estado. Y aquella traviesa expresión…, aquella expresión que había atribuido a una fase de su tratamiento Déjà Éprouvé… estaba todavía allí. Barbara tenía un aspecto indeciblemente malicioso, animado, fascinante. Pero era ahora una mujer. Powell no la reconocía.
—Me dieron de alta esta tarde —dijo Barbara.
—Lo sé.
—Estoy muy agradecida por todo lo que has…
—Por favor, no digas eso.
—Por todo lo que has hecho —continuó Barbara firmemente. Se sentaron en un banco de piedra. La muchacha lo miró con seriedad—. Quiero decirte que me siento muy agradecida.
—Por favor, Barbara. Me estás asustando.
—¿Sí?
—Te conocí tan íntimamente como…, bueno, como una niña. Y ahora…
—Ahora he crecido.
—Sí.
—Tendrás que conocerme mejor. —La joven sonrió graciosamente—. Digamos… ¿Mañana a las cinco, a la hora del té?
—A las cinco…
—Nada serio. Sin etiqueta.
—Escucha —dijo Powell desesperadamente—. Te vestí más de una vez. Y te peiné. Y te cepillé los dientes.
Barbara agitó vivamente una mano.
—Tus modales en la mesa eran notables. Te gustaba el pescado, pero odiabas la carne de cordero. Una vez me golpeaste en un ojo con una costilla.
—Eso fue hace muchos años, señor Powell.
—Eso fue hace quince días, señorita D’Courtney.
La muchacha se puso de pie, muy tiesa.
—Realmente, señor Powell. Creo que será mejor que terminemos esta entrevista. Si se siente impulsado a recurrir a calumnias cronográficas… —La joven se detuvo y miró a Powell. Volvió a mostrar aquella expresión maliciosa—. ¿Cronográfica? —preguntó.
Powell dejó caer el paquete y la abrazó.
—Señor Powell, señor Powell, señor Powell… —murmuró Barbara—. Hola, señor Powell.
—Mi Dios, Barbara… Baba, querida. Por un momento creí que hablabas en serio.
—Estás pagando el hecho de que yo haya crecido.
—Siempre fuiste una niña vengativa.
—Y tú siempre fuiste un papá muy malo. —La joven se echó hacia atrás y lo miró—: ¿Cómo eres tú, realmente? ¿Cómo somos nosotros? ¿Lo sabremos algún día?
—Quizá dentro de algún tiempo.
—Antes… Léeme el pensamiento. Yo no puedo decirlo.
—No, querida. Tienes que decirlo.
—Mary Noyes me lo ha contado. Todo.
—¡Oh! ¿Te lo ha contado?
Barbara hizo un signo afirmativo.
—Pero no me importa. No me importa. Mary tenía razón. Estoy dispuesta a todo. Aunque no puedas casarte conmigo…
Powell se rió. La alegría le asomó a los ojos.
—No tienes que estar dispuesta a nada —dijo—. Siéntate, quiero hacerte una pregunta.
Barbara se sentó. En las rodillas de Powell.
—Tengo que volver a aquella noche —dijo Powell.
—¿En la casa Beaumont?
—Sí.
—No es fácil hablar de eso.
—Sólo llevará un minuto. Veamos…, estás en cama, dormida. De pronto te despiertas y corres al cuarto de la orquídea. Recuerdas el resto…
—Recuerdo.
—Una pregunta. ¿Qué grito te despertó?
—Ya lo sabes.
—Lo sé, pero quiero que lo digas. Dilo en voz alta.
—¿Crees que esto… me pondrá histérica otra vez?
—No. Dilo, nada más.
Después de una larga pausa, la muchacha dijo en voz baja.
—Socorro, Barbara.
Powell movió afirmativamente la cabeza.
—¿Quién gritó eso?
—Cómo, fue… —La muchacha se detuvo de pronto.
—No fue Ben Reich. No tenía por qué pedir socorro. No necesitaba hacerlo. ¿Quién gritó entonces?
—Mi…, mi padre.
—Pero tu padre no podía hablar, Barbara. Tenía la garganta destruida. Cáncer. No podía pronunciar una palabra.
—Yo lo oí.
—Le leíste el pensamiento.
La muchacha clavó los ojos en Powell. Al fin sacudió la cabeza.
—No. Yo…
—Le leíste el pensamiento —repitió Powell con suavidad—. Eres un ésper latente. Tu padre gritó en el nivel telepático. Si yo no hubiese sido tan tonto, y no hubiese estado obsesionado por Reich, me habría dado cuenta antes. Has estado, inconscientemente, leyéndonos el pensamiento a Mary Noyes y a mí mientras estuviste en casa.
La muchacha no entendió.
—¿Me quieres? —le lanzó Powell.
—Claro que te quiero —murmuró la joven—, pero pienso que estás inventando excusas para…
—¿Quién te ha preguntado algo?
—¿Preguntado qué?
—Si me querías.
—Cómo, tú acabas… —Barbara se detuvo, y luego volvió a hablar—: Tú lo dijiste… T-tú…
—Yo no lo dije. ¿Comprendes ahora? No tenemos que estar dispuestos a nada, ninguno de los dos.
Segundos más tarde, aparentemente, pero en realidad media hora después, Powell y Barbara fueron separados por un violento ruido que sonó en lo alto de la terraza, encima de sus cabezas. Alzaron los ojos, asombrados.
Una cosa desnuda apareció sobre el muro de piedra, tartamudeando, gritando, retorciéndose. Tropezó con el borde de la terraza y cayó a través de los macizos de flores, hasta el pasto. Lloraba y saltaba como si una continua corriente de alto voltaje estuviese atravesando su sistema nervioso. Era Ben Reich, casi irreconocible, ya en plena demolición.
Powell movió a Barbara, como para que no viese a Reich. Le tomó la barbilla con una mano y le dijo:
—¿Eres todavía mi niña?
Barbara dijo que sí con la cabeza.
—No quiero que veas esto. No es peligroso, pero no es bueno para ti. ¿Quieres correr hasta tu pabellón, y esperarme? ¿Cómo una niña buena? Muy bien… Vamos. Rápido.
Barbara le tomó la mano, la besó rápidamente, y corrió a través del prado sin mirar hacia atrás. Powell la observó mientras se alejaba, luego se volvió y examinó a Reich.
La demolición de un hombre supone la destrucción de toda su psique. Las series de inyecciones osmóticas se inician en los estratos superiores de las sinapsis corticales, y descienden luego lentamente, cerrando todos los circuitos, extinguiendo todos los recuerdos, destrozando todas las partículas de la estructura original. Mientras, cada partícula descarga su porción de energía, transformando el cuerpo entero en un estremecido torbellino de disociaciones.
Pero la demolición no es temible por esto. Lo horrible es que nunca se pierde la conciencia. Mientras se deshace la psique, la mente asiste a esa muerte lenta, a esa muerte hacia atrás, hasta que al fin todo desaparece y puede esperarse un nuevo nacimiento. Y en esos parpadeantes y temblorosos ojos de Ben Reich, Powell vio esa conciencia…, ese dolor…, esa desesperación trágica.
—¿Pero cómo demonios fue a caer ahí? ¿Tendremos que atarlo? —El doctor Jeems asomó la cabeza por encima de la terraza—. ¡Oh, hola, Powell! Ése es un amigo suyo. ¿Lo recuerda?
—Mucho.
Jeems habló con alguien por encima del hombro.
—Ustedes bajen al prado y tráiganmelo. Yo vigilaré desde aquí. —Se volvió hacia Powell—. Es un hombre vigoroso. Hemos puesto en él grandes esperanzas.
Reich chilló y se retorció.
—¿Cómo va el tratamiento?
—Maravillosamente. Tiene bastantes energías como para aguantar cualquier cosa. Estamos acelerando el proceso. Dentro de un año estará listo para renacer.
—Así lo espero. Necesitamos a hombres como Reich. Sería una lástima perderlo.
—¿Perderlo? ¿Cómo sería posible? No creerá que una caidita como ésta podría…
—No. Me refiero a otra cosa. Trescientos o cuatrocientos años atrás la policía solía apresar a hombres como Reich sólo para matarlos. Pena capital, lo llamaban.
—Está bromeando.
—Palabra de honor.
—Pero eso no tiene sentido. Si un hombre tiene bastante talento como para burlar a la sociedad, obviamente está por encima del término medio. Hay que conservarlo. Enderezarlo un poco y transformarlo en algo más valioso. ¿Por qué deshacerse de él? Si eso se repitiese a menudo, no quedarían sino ovejas.
—No sé. Quizás en aquellos días querían ovejas.
Los ayudantes llegaron trotando por el prado y levantaron a Reich. Reich gritó y trató de liberarse. Los hombres lo dominaron con movimientos suaves y diestros mientras lo examinaban cuidadosamente buscando heridas o quebraduras. Luego, más tranquilos, se lo llevaron.
—Un momento —dijo Powell. Se dirigió hacia el banco de piedra, recogió el misterioso paquete y lo desenvolvió. Era una de las mejores cajas de caramelos de Sucre y Cía. Se la llevó al hombre demolido y se la ofreció—. Es un regalo para ti, Ben.
La criatura miró primero a Powell, luego la caja. Al fin unas manos torpes tomaron el regalo.
—Maldita sea. Soy como su niñera —murmuró Powell—. Todos nosotros somos como las niñeras de este mundo enloquecido. ¿Vale la pena?
Del caos que surgía de Reich brotó un explosivo fragmento:
—Powell-ésper-Powell-amigo-Powell-amigo…
Fue algo tan repentino, tan inesperado, tan apasionadamente agradecido, que Powell sintió un calor y unas lágrimas que le subían a la cara. Trató de sonreír, y al fin se dio vuelta y echó a caminar por el pasto, hacia el pabellón de Barbara.
—Escuchad —gritó, exaltado—. ¡Escuchad, normales! Tenéis que aprender cómo es esto. Tenéis que derribar las barreras. Tenéis que arrancar los velos. Nosotros vemos lo que vosotros no veis… Que no hay nada en el hombre sino amor y fe, coraje y bondad, generosidad y sacrificio. Todo lo demás sólo es el muro de vuestra ceguera. Un día nos encontraremos con las mentes juntas y los corazones juntos…
En la inmensidad del universo no hay nada nuevo, nada distinto. Lo que puede parecer excepcional para la mente diminuta del hombre es quizás inevitable para el ojo infinito de Dios. Este instante raro, ese acontecimiento insólito, aquellas notables coincidencias de escenario, oportunidades y encuentros…, todo puede repetirse en el planeta de un sol cuya galaxia gira una vez cada doscientos millones de años y que ya ha girado nueve veces. Ha habido alegría antes. Habrá alegría otra vez.
FIN