16

ABOLID EL LABERINTO. DESTRUID EL ENIGMA.

SUPRIMID EL ACERTIJO.

(¡X2 ø Y3d! ¡Espacio/d! ¡Tiempo!)

EXPULSAD.

(OPERACIONES, EXPRESIONES, FACTORES, FRACCIONES, PODERES, EXPONENTES, RADICALES, IDENTIDADES, ECUACIONES, PROGRESIONES, VARIACIONES, PERMUTACIONES, DETERMINANTES, Y SOLUCIONES) BORRAD.

(ELECTRÓN, PROTÓN, NEUTRÓN, MESÓN Y FOTÓN)

TACHAD.

(CAYLEY, HENSON, LILIENTHAL, CHANUTE, LANGLEY, WRIGHT, TURNBUL Y S&ERSON)

EXPURGAD.

(NEBULOSAS, CÚMULOS, BINARIAS, GIGANTES Y ENANAS BLANCAS) DISPERSAD.

(PECES, ANFIBIOS, PÁJAROS, MAMÍFEROS Y HOMBRES)

ABOLID.

DESTRUID.

SUPRIMID.

EXPULSAD.

BORRAD TODAS LAS ECUACIONES.

EL INFINITO ES IGUAL A CERO.

NO HAY…

—… ¿no hay qué? —gritó Reich—. ¿No hay qué? —Se incorporó trabajosamente, luchando con la ropa de cama y las manos entumecidas—. ¿No hay qué?

—No más pesadillas —dijo Duffy Wyg&.

—¿Quién habla?

—Yo, Duffy.

Reich abrió los ojos. Se encontraba en una alcoba excesivamente adornada, y en una cama también muy adornada con sábanas y mantas de estilo antiguo. Duffy Wyg&, almidonada y fresca, lo sostenía por los hombros. Una vez más Duffy trató de que apoyara la cabeza en la almohada.

—Estoy dormido —dijo Reich—. Quiero despertar.

—Estabas diciendo las cosas más bonitas. Acuéstate y volverás a soñar.

Reich se echó en la cama.

—Estaba despierto —dijo sombríamente—. Estaba totalmente despierto por primera vez en mi vida. Oí… No sé qué oí. Infinito y cero. Cosas importantes. Realidad. Luego me dormí, y aquí estoy.

—Corrijo —dijo Duffy sonriendo—. Para los archivos. Te despertaste.

—¡Estoy dormido! —gritó Reich. Se sentó en la cama—. ¿Tienes alguna droga? Cualquiera…, opio, cáñamo, somnos, leteotas… Tengo que despertar, Duffy. Tengo que volver a la realidad.

Duffy se inclinó hacia él y lo besó con fuerza en la boca.

—¿Qué te parece esto? ¿Real?

—No entiendes. Todo ha sido un sucederse de ilusiones…, alucinaciones…, todo. Antes de que sea demasiado tarde, Duffy. Antes de que sea demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde…

Duffy alzó las manos.

—¿Qué diablos pasa con la medicina? —exclamó—. Primero aquel condenado doctor que te asusta hasta hacerte perder el sentido. Luego jura que ya estás curado…, y mírate ahora… ¡Psicópata!

La joven se arrodilló en la cama y sacudió un dedo índice ante las narices de Reich.

—Una palabra más y llamo a Kingston.

—¿Qué? ¿Quién?

—Kingston, un hospital. Adonde envían a gente como tú.

—No. ¿Quién dices que me asustó tanto?

—Un doctor amigo.

—¿Frente a los cuarteles de policía?

—La X señala el lugar exacto.

—¿Seguro?

—Yo estaba con él, buscándote. Tu ayuda de cámara me contó lo de la explosión y yo estaba preocupada. Te rescatamos justo a tiempo.

—¿Le viste la cara?

—¿Si la vi? La besé.

—¿Cómo era?

—Como todas las caras. Dos ojos. Dos labios. Dos orejas. Una nariz. Tres barbillas. Escucha, Ben. Si esto es todavía parte de ese lirismo del despertar, el dormir, la realidad y el infinito de que hablabas antes…, te advierto que no es comercial.

—¿Y me trajiste aquí?

—Claro. ¿Cómo iba a perder la oportunidad? Sólo de ese modo podía traerte a mi cama.

Reich sonrió enseñando los dientes. Se estiró y dijo:

—Duffy, puedes besarme ahora.

—Señor Reich, ya lo besé antes. ¿O eso ocurrió cuando estaba despierto?

—Olvídalo. Pesadillas. Sólo pesadillas. —Reich se echó a reír—. ¿Por qué demonios voy a preocuparme si tengo pesadillas? El resto del mundo está en mis manos. Y los sueños también. ¿Me pediste alguna vez que te arrastrara por el barro, Duffy?

—Un antojo infantil. Creí que podría encontrarme con gente mejor.

—Pídeme el barro que quieras, Duffy, y es tuyo. Barro de oro, barro con joyas… ¿Quieres que llene de barro el espacio entre la Tierra y Marte? Puedo hacerlo. ¡Cristo! ¡Podría transformar la galaxia entera en un montón de barro si me lo pidieras! —Reich se golpeó el pecho con el pulgar—. ¿Quieres ver a Dios? Aquí está. Adelante, míralo.

—Pobre hombre. Tan modesto y tan mareado.

—¿Borracho, quieres decir? Sí, estoy muy borracho. —Reich sacó las piernas fuera de la cama y se puso de pie, balanceándose ligeramente. Duffy se le acercó y le pasó un brazo por la cintura para sostenerlo—. ¿Por qué no voy a estar borracho? He vencido a D’Courtney. He vencido a Powell. Tengo cuarenta años, y me quedan otros sesenta para gozar de mi dominio del mundo. Sí, Duffy…, todo el condenado mundo.

Comenzó a caminar por la habitación, acompañado por Duffy. Era como un paseo a través de la hirviente mente erótica de la muchacha. Un decorador ésper hubiese incluido la psique de Duffy en el decorado.

—¿Quieres iniciar una dinastía conmigo, Duffy?

—No sé cómo se inician las dinastías.

—Las inicias con Ben Reich. Primero te casas con él. Luego…

—Eso me basta. ¿Cuándo comenzamos?

—Luego tienes hijos. Chicos. Docenas de chicos…

—Chicas. Y sólo tres.

—Y observas cómo Ben Reich se apodera de D’Courtney y une las dos compañías. Y miras cómo caen los enemigos…, ¡así! —Reich lanzó un puntapié a una mesita de adorno. La mesita se dio vuelta y una docena de frascos de cristal se hizo pedazos contra el suelo.

—Cuando Monarch y D’Courtney se conviertan en Reich Sociedad Anónima, verás cómo devoro el resto…, los pequeñitos…, las moscas. Case y Umbrel de Venus. ¡Al buche! —Reich aplicó un puñetazo a una mesita en forma de torso y la destrozó—. Transacciones unidas de Marte. ¡Aplastadas y al buche! —Despedazó una sillita—. La Compañía General de Ganímedes, Calisto e Io… Productos Químicos y Atómicos de Titán… Y luego las pulguitas: los detractores, los rencorosos, el gremio de los telépatas, los moralistas, los patriotas… ¡Al buche! ¡Al buche! ¡Al buche! —Reich golpeó con la palma de la mano un desnudo de mármol hasta que la estatua se tambaleó y cayó al suelo.

—Vamos, mi héroe —dijo Duffy colgada del cuello de Reich—. ¿Por qué malgastar toda esa hermosa violencia? Maltrátame un poco.

Reich la alzó en sus brazos y la sacudió hasta que la muchacha comenzó a chillar.

—Y algunas porciones del mundo sabrán bien…, como tú, Duffy. Y otras apestarán el cielo…, pero me las tragaré todas. —Se rió y apretó a Duffy contra su cuerpo—. No sé mucho de Dios, pero sé lo que quiero. Lo destrozaremos todo, Duffy, y lo reconstruiremos para que haga juego con nosotros. Yo, tú y la dinastía.

Reich arrastró a la muchacha hasta la ventana, descorrió las cortinas y abrió de un puntapié las hojas con un terrible ruido de vidrios rotos. Afuera, la ciudad yacía envuelta en una oscuridad de terciopelo. Sólo en los caminos aéreos y en las calles resplandecían las luces, y el ojo escarlata de una máquina saltadora se alzaba de cuando en cuando hasta la línea de los cohetes. La lluvia había cesado, y una luna pálida y débil colgaba en el cielo. El viento nocturno venía en un murmullo, abriéndose paso a través del espeso perfume.

—¡Eh, ustedes! —rugió Reich—. ¿Pueden oírme? Ustedes, los que duermen y sueñan. ¡Soñarán mis sueños de hoy en adelante! Harán…

Reich calló de pronto. Soltó a Duffy y dejó que la muchacha resbalara hasta el suelo, a su lado. Se tomó de las hojas de la ventana y sacó la cabeza a la noche, torciendo el cuello para mirar hacia arriba. Cuando volvió a meter la cabeza en la habitación, su rostro tenía una expresión de asombro.

—Las estrellas —murmuró—. ¿Dónde están las estrellas?

—¿Dónde están qué? —inquirió Duffy.

—Las estrellas —repitió Reich. Señaló tímidamente el cielo—. Las estrellas. Han desaparecido.

Duffy lo miró con curiosidad.

—¿Qué ha desaparecido?

—¡Las estrellas! —gritó Reich—. Mira el cielo. Las estrellas han desaparecido. ¡Las constelaciones han desaparecido! La Osa Mayor. La Osa menor… Casiopea… El Dragón… Pegaso… ¡Todas han desaparecido! ¡Sólo ha quedado la Luna! ¡Mira!

—Está igual que siempre —dijo Duffy.

—¡No! ¿Dónde están las estrellas?

—¿Qué estrellas?

—No sé sus nombres…, la Estrella Polar…, y Vega…, y… ¿Cómo demonios voy a saber todos sus nombres? No soy un astrónomo. ¿Qué nos ha pasado? ¿Qué ha pasado con las estrellas?

—¿Qué son las estrellas? —preguntó Duffy.

Reich la tomó por los hombros, con furia.

—Soles… Hirvientes y brillantes, luminosos. Miles. Billones…, que resplandecen en la noche. ¿Qué diablos te pasa? ¿No comprendes? Ha habido una catástrofe en el espacio. ¡Las estrellas han desaparecido!

Duffy sacudió la cabeza. Estaba asustada.

—No sé de qué estás hablando, Ben. No sé de qué estás hablando.

Reich la soltó, se dio vuelta, corrió hacia el cuarto de baño y se encerró con llave. Mientras se vestía y se bañaba apresuradamente, Duffy vino a golpearle la puerta, rogándole que abriera. Al fin se fue, y segundos más tarde Reich oyó que llamaba al hospital Kingston, en voz baja.

—A ver cómo explica lo de las estrellas —murmuró Reich, entre furioso y asustado. Terminó de arreglarse y volvió al dormitorio. Duffy cortó apresuradamente la comunicación y se volvió hacia él.

—Ben… —comenzó a decir.

—Espérame aquí —gruñó Reich—. Voy a averiguar.

—¿Averiguar qué?

—¡Qué pasa con las estrellas! —aulló Reich—. ¡Las condenadas y desaparecidas estrellas!

Corrió hacia la puerta y bajó a la calle. En la acera desierta se detuvo y miró hacia arriba. Allá estaba la Luna. Allá había un punto rojo y brillante… Marte. Más allá había otro… Júpiter. No había nada más. Oscuridad. Oscuridad. Oscuridad. Allá, sobre él. Enigmática, inexorable, terrible. Parecía descender, por alguna ilusión óptica. Opresiva, dura, mortal.

Reich echó a correr, sin dejar de mirar hacia arriba. Dobló una esquina y chocó con una mujer, derribándola. La ayudó a incorporarse.

—¡Asqueroso bastardo! —gritó la mujer, arreglándose las plumas. Y enseguida añadió con una voz aceitosa—: ¿Estás buscando cómo pasar un buen rato, querido?

Reich la tomó por el brazo. Apuntó hacia arriba.

—Mira. Las estrellas han desaparecido. ¿Te has dado cuenta? Las estrellas han desaparecido.

—¿Qué ha desaparecido?

—Las estrellas. ¿No ves? Han desaparecido.

—No sé de qué estás hablando, querido. Vamos. Tomemos un trago.

Reich se libró de las garras de la mujer y corrió de nuevo. No muy lejos se veía una cabina telefónica. Entró y llamó a Informaciones. La pantalla se iluminó y una voz de robot dijo:

—¿Pregunta?

—¿Qué ha pasado con las estrellas? —inquirió Reich—. ¿Cuándo pasó? Alguien tiene que haberse dado cuenta. ¿Cuál es la explicación?

Se oyó un ruido seco, una pausa, otro ruido seco.

—¿Quiere deletrear la palabra, por favor?

—¡Estrella! —rugió Reich—.E-S-T-R-E-L-L-A. ¡Estrella!

Ruido, pausa, ruido.

—¿Nombre o verbo?

—¡Maldita sea! ¡Nombre!

Ruido, pausa, ruido.

—No hay información bajo ese nombre —anunció la voz metálica.

Reich lanzó un juramento, y trató de dominarse.

—¿Dónde está el observatorio más cercano?

—Por favor, especifique la ciudad.

—Esta ciudad. Nueva York.

Ruido, pausa, ruido.

—El Observatorio Lunar del Parque Crotón está situado a cuarenta kilómetros al norte. Puede llegarse a él con el saltador de la Ruta Norte, coordenada 227. El Observatorio Lunar fue inaugurado en el año dos mil…

Reich cortó la comunicación.

—¡No hay información bajo ese nombre! ¡Dios mío! ¿Están todos locos? —Corrió por la calle buscando un saltador público. Una máquina con piloto pasó a su lado y Reich le hizo señas. La máquina bajó a recogerlo.

—Coordenada norte, 227 —dijo Reich mientras entraba en la cabina—. A cuarenta kilómetros. El Observatorio Lunar.

—Viaje extra —dijo el conductor.

—¡Lo pagaré! ¡Vamos!

Se encendieron las turbinas y la máquina se elevó por el aire. Reich se abstuvo de hablar durante cinco minutos y luego dijo, como casualmente:

—¿Se ha fijado en el cielo?

—¿Qué pasa, señor?

—Las estrellas han desaparecido.

Una carcajada servil.

—No se trata de un chiste —dijo Reich—. Las estrellas han desaparecido.

—Si no es un chiste necesita explicación —dijo el piloto—. ¿Qué diablos son las estrellas?

Una respuesta de furia tembló en los labios de Reich. Pero antes de que empezara a hablar, la máquina se posaba en los campos del observatorio, no lejos de la cúpula abovedada.

—Espéreme —exclamó Reich, y corrió a través de los prados hasta la puertecita de piedra.

La puerta estaba abierta de par en par. Reich entró en el observatorio y oyó el débil susurro del mecanismo de la cúpula y un leve tic-tac. Sólo se veía la esfera luminosa del reloj. No había luz en la habitación. El refractor de doce pulgadas estaba funcionando. Reich pudo ver al astrónomo; una sombra débil, inclinada sobre la mira del telescopio.

Se acercó a él, nervioso, tenso, tratando de evitar el ruido de sus pisadas. Corría un aire frío.

—Escuche —dijo Reich en voz baja—. Lamento molestarlo, pero usted tiene que haberse dado cuenta. Usted trabaja con estrellas. ¿Se ha dado cuenta, no es cierto? Las estrellas. Han desaparecido. Todas. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no ha habido ninguna alarma? ¿Qué pretende la gente? ¡Dios mío! ¡Las estrellas! Nadie se inquietó nunca. Y ahora han desaparecido. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde están las estrellas?

La figura se enderezó lentamente y se volvió hacia Reich.

—No hay estrellas —dijo.

Era el hombre sin cara.

Reich dio un grito. Se volvió y echó a correr. Cruzó la puerta, descendió a saltos los escalones y huyó a través del prado, hacia la máquina. Chocó contra el cristal de la cabina y cayó de rodillas.

—¿Se siente bien?

—No sé —gruñó Reich—. Desearía que sí.

—No tendría que meterme —dijo el conductor—, pero debería ver a un telépata. Está diciendo cosas raras.

—¿Acerca de las estrellas?

—Sí.

Reich tomó al hombre por los brazos.

—Soy Ben Reich —dijo—. Ben Reich de Monarch.

—Sí, hombre. Ya lo reconocí.

—Muy bien. ¿Sabe lo que puedo darle si me hace un favor? Dinero… Otro empleo… Lo que quiera…

—Nada puede hacer por mí. Ya me arreglaron en Kingston.

—Mejor. Un hombre honesto. ¿Me hará un favor por el amor de Dios o cualquier otra cosa que usted respete?

—Sí, hombre.

—Entre en ese edificio. Mire al astrónomo. Mírelo bien. Vuelva y descríbamelo.

El conductor se fue. Volvió al cabo de cinco minutos.

—¿Bien?

—Un hombre común. Unos sesenta años. Calvo. Muy arrugado. Orejas separadas y lo que se llama un mentón débil. Ya sabe. Poco carácter.

—No es nadie…, nadie —murmuró Reich.

—¿Qué?

—Y en cuanto a esas estrellas —dijo Reich—. ¿Nunca oyó hablar de las estrellas? ¿Nunca las vio? ¿No sabe de qué estoy hablando?

—No.

—Oh, Dios —gimió Reich—. Dulce Dios…

—Vamos, no pierda la cabeza, hombre. —El conductor le golpeó la espalda—. Le diré algo. Aprendí muchas cosas en Kingston. Una de ellas… Bueno. A veces a uno se le ocurre algo raro de repente. Algo nuevo, ¿entiende? Pero uno cree que lo ha pensado siempre. Como…, este…, por ejemplo, que la gente tuvo siempre un solo ojo y que de pronto tiene dos.

Reich lo miró fijamente.

—Así que uno corre gritando: «Por Cristo, ¿por qué tienen todos de pronto dos ojos?». Y ellos le dicen: «Siempre tuvieron dos ojos». Y usted les dice: «No es cierto. Recuerdo claramente que todos tenían un solo ojo». Y por cierto que usted lo cree. Y ellos se pasan días y días tratando de sacarle esa idea. —El conductor volvió a golpearle la espalda—. Me parece que usted está entre los de un solo ojo.

—Un ojo —murmuró Reich—. Dos ojos. Tensión, compresión y comienza la disesión.

—¿Qué?

—No sé. No sé. He tenido muchas dificultades este último mes. Quizá… Quizá tenga usted razón. Pero…

—¿Quiere que lo lleve a Kingston?

—¡No!

—¿Quiere quedarse aquí y decir tonterías acerca de las estrellas?

—¿Qué demonios tienen que importarme las estrellas? —gritó Reich de pronto. El miedo se le convirtió en furia. La adrenalina le invadió el cuerpo, trayendo con ella un impulso de coraje y ánimo. Entró de un salto en la cabina—. Seré el dueño del mundo. ¿Qué me pueden importar unas pocas alucinaciones?

—Así se habla, hombre. ¿Adónde vamos?

—Al palacio real.

—¿Adónde?

Reich se rió.

—Monarch —dijo, y se rió a carcajadas durante todo el viaje a través del alba. Pero era una risa semihistérica.

Cuando Reich entró en el edificio Monarch los empleados de la noche estaban terminando el turno de 12 a 8. Aunque poco lo habían visto en ese último mes, los empleados estaban acostumbrados a sus visitas, y se prepararon rápidamente. Reich se acercó a su escritorio seguido por una tanda de secretarios y subsecretarios que traían consigo los asuntos urgentes del día.

—Que espere todo eso —les soltó—. Llamen a todo el personal…, a todos los jefes de sección y a todos los supervisores. Voy a hacer un anuncio.

El alboroto lo apaciguó y Reich volvió a sentirse en su mundo habitual. Estaba vivo otra vez, realmente vivo. Todo esto era la única realidad…, la animación, el bullicio, los timbres, las órdenes mutuas, las caras angustiadas que irrumpían en su oficina. Todo era como un preestreno del futuro… Los timbres sonarían muy pronto en planetas y satélites, y los supervisores de los distintos mundos entrarían aceleradamente en su oficina con la angustia pintada en el rostro.

—Como todos saben —comenzó a decir Reich paseándose lentamente y lanzando penetrantes miradas a las caras que estaban observándolo—, nosotros los de Monarch hemos estado trabados en una lucha a muerte con la compañía D’Courtney. Craye D’Courtney fue asesinado hace algún tiempo. Hubo algunas complicaciones que acaban de desaparecer. Les alegrará oír que el camino está libre. Podemos iniciar las operaciones del plan AA para apoderarnos de la compañía D’Courtney.

Reich hizo una pausa, esperando el excitado murmullo que respondería a su anuncio. No hubo respuesta.

—Quizá —dijo— algunos de ustedes no comprenden la importancia y las posibilidades de esta tarea. Permítanme explicarlo… Aquellos de ustedes que son supervisores de una ciudad se convertirán en supervisores de un continente. Los supervisores de continentes se convertirán en jefes de satélites. Los actuales jefes de satélites se convertirán en jefes de planetas. De ahora en adelante, Monarch dominará todo el sistema solar. De ahora en adelante todos nosotros debemos pensar en términos planetarios. De ahora en adelante…

Reich titubeó, alarmado por las miradas inexpresivas que lo rodeaban. Miró a su alrededor y se enfrentó con el secretario jefe.

—¿Qué diablos pasa? —gruñó—. ¿Alguna mala noticia que ignoro?

N-no, señor Reich.

—Entonces, ¿qué tiene usted? Hemos estado esperando esto durante mucho tiempo. ¿Qué le ven de malo?

—Bueno…, no-so-tros… Lo s-siento, señor —tartamudeó el secretario jefe—. N-no sé de q-qué está u-usted hablando.

—Estoy hablando de la compañía D’Courtney.

—No conozco esa organización, señor Reich. Yo…, nosotros… —El secretario jefe miró a su alrededor buscando apoyo. Ante los ojos incrédulos de Reich todos sacudieron la cabeza, confusos.

¡D’Courtney de Marte! —gritó Reich.

—¿De dónde, señor?

—¡Marte! ¡Marte!M-A-R-T-E. Uno de los diez planetas. El cuarto desde el Sol. —Paralizado por el retorno de terror, Reich gimió incoherentemente—: ¡Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno! ¡Marte! ¡Marte! ¡Marte! ¡A doscientos veinticinco millones de kilómetros del Sol! ¡Marte!

El personal volvió a sacudir la cabeza. Se oyó un murmullo y los hombres retrocedieron, alejándose un poco de Reich. Reich se lanzó contra los secretarios y les arrancó de las manos los fajos de papeles.

—Tienen ahí un centenar de informes acerca de D’Courtney en Marte. Tienen que tenerlos. Mi Dios, hemos estado luchando con D’Courtney durante estos diez últimos años. Nosotros…

Reich revolvió los papeles, arrojándolos salvajemente en todas direcciones, llenando la oficina con una nieve revoloteante. No había ninguna referencia a D’Courtney o a Marte. No había tampoco ninguna referencia a Venus, Júpiter, la Luna o los otros satélites.

—Tengo informes en mi escritorio —gritó Reich—. Centenares de ellos. ¡Sucios mentirosos! Miren en mi escritorio…

Reich corrió hacia el escritorio y tiró de los cajones. Hubo una violenta explosión. El escritorio saltó hecho pedazos. Unos fragmentos de madera de árbol frutal hirieron a los empleados, y la tapa del escritorio golpeó a Reich como la mano de un gigante, arrojándolo de espaldas contra la ventana.

—¡El hombre sin cara! —gritó Reich—. ¡Cristo todopoderoso! —Sacudió violentamente la cabeza, y volvió a su obsesión—. ¿Dónde están los archivos? Ya verán ustedes en los archivos… D’Courtney y Marte y todo lo demás. Y ya verá él también… El hombre sin cara… ¡Vamos!

Salió corriendo de la oficina e irrumpió en las cámaras de los archivos. Destrozó un bastidor tras otro, desparramando papeles, racimos de grabaciones de cristal, viejos registros en alambre, microfilms, transcripciones moleculares. No había referencia a Venus, Júpiter, Mercurio, los asteroides, los satélites.

Y ahora la oficina bullía de veras con animación y ruido, timbres, estridentes órdenes de mando. Ahora todos corrían de un lado a otro, y tres corpulentos caballeros de la sección Entretenimientos venían trotando hacia las bóvedas encabezados por el herido secretario que decía:

—¡Tienen que hacerlo! ¡Tienen que hacerlo! ¡Yo me hago responsable!

—Calma, calma, calma, señor Reich —dijeron los hombres con ese chistido con que los palafreneros aplacan a los potros salvajes—. Calma…, calma…, calma.

—Aléjense de mí, hijos de perra.

—Calma, señor. Calma. Todo está bien.

Los hombres se desplegaron estratégicamente mientras crecían la animación y el ruido y sonaban los timbres y unas voces lejanas decían:

—¿Quién es su médico? Llamen a un médico. Que alguien llame a Kingston. ¿Han avisado a la policía? No, no lo hagan. No queremos escándalos. Comuníquense con el departamento legal. ¿No está abierta aún la enfermería?

Reich respiraba entrecortadamente, gimiendo. Tiró al suelo unos ficheros ante los tres hombres, bajó la cabeza y embistió sin mirar a los lados. Corrió por la oficina hacia el pasillo. Abrió las puertas del tubo neumático. Marcó Ciencia-57. Entró en el aparato y fue lanzado hacia el departamento científico.

Estaba ahora en el laboratorio. La oscuridad era total. Probablemente los empleados creían que había salido a la calle. Tenía tiempo. Respirando aún pesadamente, entró con rapidez en la biblioteca del laboratorio, encendió las luces y se metió en la casilla de referencias. Una hoja de cristal blanco, inclinada como una mesa de dibujo, se alzaba ante una silla. A su lado había un complicado tablero de comando.

Reich se sentó y marcó ENCENDIDO. La hoja de vidrio se iluminó y una voz metálica dijo desde un altavoz:

—¿Tema?

Reich marcó CIENCIA.

—¿Sección?

Reich marcó ASTRONOMÍA.

—¿Pregunta?

—El universo.

Ruido, pausa, ruido.

—El término universo en sentido físico se aplica al total de la materia existente.

—¿Cuál es la materia existente?

Ruido, pausa, ruido.

—La materia se acumula en agregados de diferente tamaño, desde el átomo más pequeño hasta el cuerpo más grande, según los astrónomos.

—¿Cuál es el cuerpo más grande según los astrónomos? —Reich marcó DIAGRAMA.

Ruido, pausa, ruido.

—El Sol.

La lámina de cristal exhibió la cegadora imagen del Sol en acción acelerada.

—Pero ¿y los otros soles? ¿Las estrellas?

Ruido, pausa, ruido.

—No hay estrellas.

—¿Y planetas?

Ruido, pausa, ruido.

Apareció una imagen de la Tierra en movimiento.

—Ésta es la Tierra.

—¿Y los otros planetas? ¿Marte? ¿Júpiter? ¿Saturno? Ruido, pausa, ruido.

—No hay otros planetas.

—¿Y la Luna?

Ruido, pausa, ruido.

—No hay Luna.

Reich respiró honda y temblorosamente.

—Probaremos otra vez. Volvamos al Sol.

El Sol volvió a aparecer en el cristal.

—El Sol es el cuerpo material más grande, según los astrónomos —comenzó a decir aquella voz metálica. De pronto se detuvo. Ruido, pausa, ruido. La imagen del Sol empezó a borrarse, lentamente. La voz dijo—: No hay Sol.

La figura del Sol desapareció del todo dejando tras de sí una imagen accidental que miraba a Reich…, que lo espiaba, silenciosa, horrible… El hombre sin cara.

Reich lanzó un grito. Se incorporó de un salto, derribando la silla. La recogió y la lanzó contra aquella imagen aterradora. Luego se volvió y escapó trastabillando de la biblioteca hacia el laboratorio y luego hacia el corredor. Ante el tubo neumático vertical marcó CALLE. La puerta se abrió, Reich entró tambaleándose, y el aparato descendió cincuenta y siete pisos dejándolo en el vestíbulo principal del edificio Monarch.

El vestíbulo estaba lleno de empleados de la mañana que corrían a sus oficinas. Mientras Reich se abría paso hacia la puerta, notó las miradas de asombro que provocaba su cara cortada y manchada de sangre. Enseguida vio que una docena de uniformados guardias de Monarch se acercaba a él. Corrió vestíbulo abajo, y acelerando, esquivó a los guardias. Se metió en una puerta giratoria y salió a la acera. Se detuvo de pronto, como si hubiese pisado una plancha de hierro caliente. No había sol.

Las luces de la calle estaban encendidas; los caminos aéreos chispeaban; los ojos de las máquinas saltadoras flotaban bajando y subiendo; las tiendas resplandecían… Y allá arriba no había nada…, nada sino un infinito, profundo, negro, insondable.

—¡El Sol! —gritó Reich—. ¡El Sol!

Señaló el cielo. Los empleados lo miraron con sospecha y apresuraron el paso. Nadie levantó la vista.

—¡El Sol! ¿Dónde está el Sol? ¿No entienden, insensatos? ¡El Sol!

Reich tomó del brazo a los que pasaban, alzando el puño contra el cielo. Al fin apareció un guardia en la puerta giratoria, y Reich echó a correr.

De pronto dobló hacia la derecha y se metió en una arcada de brillantes y animadas tiendas. Más allá de la arcada se veía un tubo neumático vertical que llevaba al camino aéreo. Reich saltó al interior del aparato. Mientras se cerraba la puerta alcanzó a ver a los guardias que lo perseguían a unos veinte metros de distancia. Subió setenta pisos y salió al camino aéreo.

A un lado, en un sendero que llevaba al camino principal, frente al edificio Monarch, había un pequeño vehículo. Reich volvió a correr, le arrojó unos créditos al encargado y entró en el coche. Apretó el botón que indicaba EN MARCHA. El coche se puso en movimiento. Al llegar al camino aéreo apretó IZQUIERDA. El coche dobló a la izquierda y comenzó a marchar por el camino. Reich sólo disponía de esos controles: derecha, izquierda, en marcha, parada. El resto era automático. Además, esos coches no podían salir del camino aéreo. Podía pasarse horas dando vueltas en círculo sobre la ciudad, atrapado como un hámster en una jaula giratoria.

El coche no requería ninguna atención. Reich miraba alternativamente por encima del hombro y hacia el cielo. No había sol… y todos seguían ocupados en sus cosas como si nunca hubiese habido un Sol. Reich se estremeció. ¿Sería el fin del partido de los de un solo ojo? De pronto el coche disminuyó la velocidad hasta detenerse, y Reich se encontró clavado en medio del camino aéreo, entre Monarch y el gigantesco edificio de Visófono y Grafófono.

Golpeó con los puños los botones del control. No hubo respuesta. Saltó del coche y levantó la cubierta de cola para examinar las conexiones. Vio entonces a los guardias, allá abajo en el camino, que venían corriendo hacia él, y entendió. Estos vehículos eran impulsados por energía transmitida por radio. Habían cortado la transmisión en la central de los coches y venían en su busca. Giró en redondo y salió corriendo hacia el edificio V. & G.

El camino aéreo se transformaba en un túnel que atravesaba el edificio, y allí se alineaban tiendas, restaurantes, un teatro… ¡y una agencia de viajes! Salvación segura. Podía comprar un billete, meterse en una cápsula individual, y llegar a uno de los aeropuertos. Necesitaba un poco de tiempo para reorganizarse…, reorientarse…, y tenía una casa en París. Saltó la acera central, esquivó unos coches, y entró corriendo en la oficina.

Parecía un banco en miniatura. Un mostrador pequeño. Una ventanilla enrejada protegida por un plástico a prueba de ladrones. Reich se dirigió hacia la ventanilla, sacando algún dinero del bolsillo. Aplastó los créditos contra el mostrador y los metió por debajo de la reja.

—Un billete a París —dijo—. Guárdese el cambio. ¿Por dónde se va a las cápsulas? ¡Rápido, hombre, rápido!

—¿París? —le respondieron—. No existe París.

Reich miró fijamente el turbio material plástico y vio… al hombre sin cara…, miraba, espiaba, silencioso. Reich giró dos veces sobre sí mismo, con el corazón golpeándole el pecho. Parecía como si le fuese a estallar la cabeza. Localizó la puerta y huyó. Corrió a ciegas por el camino aéreo, trató de evitar un coche que se le venía encima y cayó envuelto en una creciente oscuridad.

ABOLID.

DESTRUID.

SUPRIMID.

(MINERALOGIA, PETROLOGÍA, GEOLOGÍA, FISIOGRAFÍA)

DISPERSAD.

(METEOROLOGíA, HIDROLOGíA, SISMOLOGÍA)

BORRAD.

(X2 ø Y3 d: Espacio/d: Tiempo)

TACHAD.

EL TEMA SERÁ…

¿Será que?

EL TEMA SERÁ…

… ¿Será qué? ¿Qué? ¿QUÉ?

Alguien le tapó la boca con una mano. Reich abrió los ojos. Estaba en un cuartito de azulejos, una estación de emergencia de policía, acostado en una mesa blanca. A su alrededor se agrupaban unos guardias, tres policías uniformados, algunos extraños. Todos estaban escribiendo cuidadosamente en unas libretas, murmurando, susurrando.

El desconocido sacó la mano de la boca de Reich y se inclinó hacia él.

—Está bien, está bien —dijo suavemente—. Calma. Soy médico…

—¿Un ésper?

—¿Qué?

—¿Es usted un ésper? Necesito uno. Necesito que alguien me mire la cabeza para probar que tengo razón. Dios mío. Tengo que saber que tengo razón. No me importa el precio. Yo…

—¿Qué quiere? —preguntó un policía.

—No lo sé. Habló de un ésper. —El doctor se volvió hacia Reich—. ¿Qué quiere decir con eso? Díganoslo. ¿Qué es un ésper?

—¿Un ésper? Uno que lee la mente. Uno…

El doctor sonrió.

—Está burlándose. Quiere mostrarse animoso. Muchos pacientes hacen lo mismo. Simulan sangre fría después de los accidentes. Se lo conoce como humor de Gallows.

—Oigan —dijo Reich desesperadamente—. Déjenme levantarme. Quiero decir algo…

Lo ayudaron a levantarse.

—Me llamo Ben Reich —dijo Reich dirigiéndose a la policía—. Ben Reich de Monarch. Ustedes me conocen. Quiero hacer una confesión. Quiero hacer una confesión ante Lincoln Powell, prefecto de policía. Llévenme a Powell.

—¿Quién es Powell?

—¿Y qué quiere confesar?

—El crimen de D’Courtney. Maté a Craye D’Courtney el mes pasado. En casa de María Beaumont… Díganselo a Powell. Yo maté a D’Courtney.

Los policías se miraron sorprendidos. Uno de ellos se encaminó a un rincón y alzó un viejo teléfono de mano.

—¿Capitán? Tenemos a un individuo aquí. Dice llamarse Ben Reich de Monarch. Quiere confesar ante un prefecto llamado Powell. Dice que ha matado a un tal Craye D’Courtney, el mes pasado. —Luego de una pausa el policía le preguntó a Reich—: ¿Cómo se deletrea eso?

—¡D’Courtney! D mayúscula, apóstrofe, C mayúscula, O-U-R-T-N-E-Y.

El policía deletreó ante el teléfono y esperó. Luego de otra pausa, lanzó un gruñido y cortó la comunicación.

—Un gracioso —dijo, y se metió la libreta en el bolsillo.

—Oigan… —comenzó a decir Reich.

—¿Está bien ya? —preguntó el policía sin mirar a Reich.

—Algunos temblores, nada más. Está bien.

—¡Oigan! —gritó Reich.

El policía lo puso de pie y lo empujó hacia la puerta de la estación.

—Muy bien, compañero. ¡Fuera!

—¡Tienen que oírme! Yo…

—Tú me oirás a mí, compañero. No existe ningún Lincoln Powell en la policía. No hay ningún crimen D’Courtney en los archivos. Y no queremos tratar con tipos de tu especie. Así que… ¡Fuera!

El policía arrastró a Reich hasta la calle.

El pavimento estaba roto, de un modo raro. Reich trastabilló, recobró el equilibrio y se quedó allí, inmóvil, aturdido, solo. La oscuridad era aún mayor, siempre mayor.

Sólo unas pocas luces brillaban en la calle. Los caminos aéreos estaban apagados. Las máquinas saltadoras habían desaparecido. En el camino aéreo se veían unos grandes agujeros.

—Estoy enfermo —gimió Reich—. Estoy enfermo. Necesito ayuda.

Comenzó a arrastrarse por las calles rotas, con las manos en el vientre.

—¡Eh! —aulló—. ¡Eh! ¿No hay nadie en esta ciudad olvidada de Dios? ¿Dónde están todos? ¡Eh!

No había nadie.

Volvió a gemir. Luego se rió… débilmente, inexpresivamente. Cantó con una voz quebrada:

—Ocho, señor…; cinco, señor…; uno, señor… Más tensión, dijo el tensor… Tensión…; compresión… y comienza… ¿Dónde están todos? —llamó con una voz quejosa—. ¡María! ¡Luces! ¡Ma-rí-aaa! ¡Para ese loco juego de la sardina!

Se tambaleó.

—¡Vuelve! —gritó—. En nombre de Dios. ¡Vuelve! ¡Estoy solo!

Ninguna respuesta.

Se dirigía hacia el Parque Sur 9, en busca de la casa Beaumont, el lugar donde había muerto D’Courtney… y donde vivía María Beaumont, chillona, decadente, tranquilizante.

No había nada.

Una tundra desierta. Un cielo negro. Una desolación desconocida.

Nada.

Reich dio un grito…, un aullido ronco e inarticulado de rabia y temor.

Ninguna respuesta. Ni siquiera un eco.

—¡Por amor de Dios! —gritó—. ¿Dónde está todo? ¡Tráiganlo de vuelta! No hay nada sino espacio…

De la envolvente desolación surgió una figura encogida y creció hasta hacerse familiar, siniestra, gigante… Una figura hecha de sombras negras, que miraba, espiaba, en silencio… El hombre sin cara. Reich lo observó, paralizado, inmóvil.

Y la figura habló:

—No hay espacio. No hay nada.

Y en los oídos de Reich sonó un grito que era su voz, y un pulso martilleante que era su corazón. Estaba corriendo por un sendero largo y desconocido, desprovisto de vida, desprovisto de espacio; corría antes de que fuese demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde…, corría mientras aún había tiempo, tiempo, tiempo…

Corrió hacia una figura de sombras negras. Una figura sin cara. Una figura que dijo:

—No hay tiempo, no hay nada.

Reich retrocedió. Se dio vuelta. Cayó. Se arrastró débilmente por ese vacío eterno chillando:

—¡Powell! ¡Duffy! ¡Quizzard! ¡Tate! ¡Oh, Cristo! ¿Dónde están todos? ¿Dónde está todo? Por el amor de Dios…

Y Reich se enfrentó, cara a cara, con el hombre sin cara, que le dijo:

—No hay Dios. No hay nada.

Y ahora ya no había escapatoria. Sólo había una infinitud negativa y Reich y el hombre sin cara. Y clavado, helado, desamparado en el seno de aquella matriz, Reich por fin alzó los ojos y miró de frente el rostro de su mortal enemigo…, el hombre del que no podía escapar…, el terror de sus pesadillas…, el destructor de su existencia…

Era…

Él mismo.

D’Courtney.

Ambos.

Dos caras, confundidas en una. Ben D’Courtney. Craye Reich. D’Courtney-Reich. D’R.

Reich no podía hacer ningún ruido. No podía moverse. No había ni tiempo ni espacio ni materia. No quedaba sino un pensar agonizante.

—¿Padre?

—Hijo.

—¿Tú eres yo?

—Somos nosotros.

—¿Padre e hijo?

—Sí.

—No entiendo. ¿Qué ha pasado?

—Has perdido el juego, Ben.

—¿El juego de la sardina?

—El juego cósmico.

—Gané. Gané. Era mío todo el mundo. Yo…

—Y luego perdiste. Perdimos.

—¿Perdimos qué?

—La supervivencia.

—No entiendo. No puedo entender.

—Mi parte de nosotros entiende, Ben. Entenderías también si no me hubieses alejado de ti.

—¿Cómo te alejé de mí?

—Con toda esa envenenada y desfigurada corrupción que hay en ti.

—¿Tú dices eso? Tú…, traidor, que trataste de matarme.

—No había pasión en eso, Ben. Quería destruirte antes de que tú pudieras destruirnos. Así podríamos salvar la supervivencia. Era para ayudarte a perder el mundo y a ganar el juego, Ben.

—¿Qué juego? ¿Qué juego cósmico?

—El enigma…, el laberinto…, todo el universo, creado como un acertijo que tenemos que resolver. Las galaxias, las estrellas, el Sol, los planetas…, el mundo tal como lo conocemos. Somos la única realidad. Todo el resto es un disfraz…, muñecos, títeres, decorados…, pasiones fingidas. Una realidad disfrazada que tenemos que descubrir.

—Yo la conquisté. Yo era dueño de ella.

—Y tú no supiste descubrirla. Nunca conoceremos la solución. Sólo sabemos que no es el robo, el terror, el odio, la codicia, el crimen, la rapiña. Fracasaste y todo ha sido abolido, tachado.

—¿Pero qué ha pasado con nosotros?

—Hemos sido abolidos también. Traté de advertírtelo. Traté de detenerte. Pero no pasamos la prueba.

—¿Pero por qué? ¿Por qué? ¿Quiénes somos nosotros? ¿Qué somos nosotros?

—¿Quién lo sabe? ¿Sabe la semilla quién o qué cosa es cuando no cae en suelo fértil? ¿Importa acaso quiénes o qué somos? Perdimos. La prueba ha terminado. Estamos terminados.

—¡No!

—Quizá si hubiésemos solucionado el problema, Ben, viviríamos aún la realidad. Pero todo ha concluido. La realidad se ha transformado en sólo una posibilidad, y tú despertaste al fin… a nada.

—¡Volveremos! ¡Probaremos otra vez!

—No hay vuelta posible. Todo ha terminado.

—Descubriremos un camino. Tiene que haber un camino…

—No hay ninguno. Esto ha terminado.

Había terminado.

Ahora… la demolición.