¡Explosión! ¡Conmoción! Las puertas de la celda se abren de par en par. Y muy adentro la libertad está esperando, envuelta en la capa de la sombra, y huye hacia lo desconocido… ¿Quién es ése? ¿Quién está en el interior de la celda? ¡Oh, Dios! ¡Oh, Cristo! ¡El hombre sin cara! Me mira. Me espía. Silencioso. ¡Corre! ¡Escapa! ¡Huye! ¡Huye!
Huye a través del espacio. Estás seguro en la soledad de esta plataforma de donde se levantan los cohetes para hundirse en las lejanías desconocidas… ¡Las puertas del cohete! Se abren. Pero no. No hay nadie que pueda abrir la puerta lentamente, fatalmente… ¡Oh, Dios! ¡El hombre sin cara! Me mira. Me espía. Silencioso…
Pero yo soy inocente, excelencia. Inocente. Y nunca podrán probar mi culpabilidad, y nunca dejaré de defender mi caso aunque golpee usted sobre la mesa hasta ensordecerme y… ¡Oh, Cristo! En el tribunal. Con toga y peluca. El hombre sin cara. Me mira. Me espía. El espectro de la venganza…
Los golpes del juez se convirtieron en nudillos que golpeaban la puerta de la antecámara. La voz del camarero dijo:
—Nueva York, señor Reich. Dentro de una hora. Nueva York, señor Reich.
Los nudillos martillaban la puerta. Reich recobró la voz.
—Bueno —graznó—, ya le he oído.
El camarero se fue. Reich salió de la cama líquida y descubrió que se le aflojaban las piernas. Se apoyó en la pared y se enderezó lanzando maldiciones. Aún en las garras del terror de la pesadilla, se metió en el baño, se depiló, se dio una ducha y un baño de vapor y otro de aire, todo en diez minutos. Todavía se tambaleaba. Entró en el cuarto de masajes y apretó el botón de la sal fosforescente. Un kilo de sal perfumada y húmeda le bañó el cuerpo. Cuando los cepillos iban ya a masajearlo decidió que necesitaba un poco de café. Salió del cuarto para llamar al camarero.
Se oyó una explosión apagada y Reich cayó de bruces. Unas partículas se le clavaron en la espalda desnuda. Se precipitó en la alcoba, tomó la maleta, y se volvió como un animal acorralado mientras abría automáticamente la tapa buscando los bulbos detonadores que siempre llevaba consigo. No estaban en la maleta.
Se dominó. Sintió las mordeduras de la sal en las heridas de la espalda y el correr de la sangre. Sintió que ya no temblaba. Volvió al baño, apagó el aparato de masajes y buscó el origen de la explosión. Alguien había revisado la maleta durante la noche plantando un bulbo explosivo en cada uno de los cepillos. Había salvado la vida sólo por una fracción de segundo… ¿Quién había querido matarlo?
Inspeccionó la puerta de la antecámara. Habían usado indudablemente una llave especial. No se veía ninguna señal de violencia. ¿Pero quién? ¿Por qué?
—¡Hijo de perra! —gruñó Reich. Retornó al baño, se lavó la sangre y la sal, y se roció la espalda con un coagulante. Se vistió, tomó su café, y descendió a la sala de pasajeros, donde, luego de una furiosa escaramuza con un telépata de la aduana (Tensión, compresión y comienza la disensión), se embarcó en la lancha de Monarch que estaba esperándolo para llevarlo a la ciudad.
Desde la lancha llamó al edificio Monarch. La cara de su secretaria apareció en la pantalla.
—¿Ninguna noticia de Hassop? —preguntó Reich.
—No, señor Reich. No desde que usted llamó desde Espaciolandia.
—Déme sección Entretenimientos.
La pantalla se cubrió de rayas y mostró luego el salón de recreos amarillo cromo de Monarch. West, barbudo y profesoral, estaba guardando cuidadosamente unas hojas escritas a máquina en unos biblioratos plásticos. Alzó los ojos y sonrió mostrando los dientes.
—Hola, Ben.
—No estés tan contento —gruñó Reich—. ¿Dónde demonios está Hassop? Pienso que tú seguramente…
—No es ya mi problema, Ben.
—¿Qué estás diciendo?
West exhibió los volúmenes.
—Estoy aquí sólo para dar los últimos toques a mi trabajo. Historia de mi carrera en Monarch para tus archivos.
—¡Qué!
—Sí. Te lo advertí, Ben. El gremio acaba de ordenar a Monarch que me deje en libertad. El espionaje comercial está prohibido.
—Oye, Ellery, no puedes irte ahora. Estoy en un aprieto y te necesito de veras. Alguien me preparó una trampa en el barco, esta mañana. Me salvé por un pelo. Tengo que descubrir qué pasa. Necesito un telépata.
—Lo siento, Ben.
—No tienes por qué trabajar para Monarch. Puedes seguir con un contrato privado. Servicios personales. Un contrato como el de Breen.
—¿Breen? ¿Un segundo? ¿El analista?
—Sí, mi analista.
—Ya no.
—¡Qué!
West movió afirmativamente la cabeza.
—La ordenanza salió hoy. No más prácticas exclusivas. Limitan los servicios de los telépatas. Tenemos que dedicarnos al mayor número de gente para beneficio de todos. Has perdido a Breen.
—¡Es Powell! —exclamó Reich—. Está recurriendo a todas las trampas sucias que puede encontrar para molestarme. Está tratando de endilgarme la muerte de D’Courtney, el asqueroso mirón, Powell…
—Cállate, Ben. Powell no tiene nada que ver. Separémonos amigablemente, ¿eh? Siempre nos hemos llevado bien. Una despedida amistosa. ¿Qué me dices?
—¡Digo que te vayas al diablo! —rugió Reich y cortó la comunicación. Al piloto de la lancha le dijo en el mismo tono—: ¡Lléveme a casa!
Reich entró apresuradamente en el edificio, volviendo a encender en los corazones de sus empleados el odio y el terror. Arrojó la maleta en las manos de su ayuda de cámara, y se dirigió precipitadamente al cuarto de Breen. Estaba vacío. En el escritorio una nota breve repetía la información que le había dado West. Se encaminó a sus propias habitaciones, fue hacia el teléfono, y llamó a Gus Tate. La pantalla se aclaró y exhibió un anuncio:
SERVICIO DESCONECTADO
Reich miró un rato, cortó la comunicación y llamó a Jerry Church. La pantalla se aclaró y exhibió un anuncio:
SERVICIO DESCONECTADO
Reich cerró bruscamente la llave de contacto, se paseó por el estudio, y se acercó al fin al rincón donde brillaba la luz de su caja fuerte. Movió el dispositivo exterior, revelando el papel alveolado, y buscó en el orificio de arriba, a la izquierda, el sobrecito rojo. En el momento en que tocaba el sobre, oyó el débil ruido metálico. Saltó hacia atrás, tapándose la cara con los brazos. Una fuerte explosión, acompañada por una luz enceguecedora, conmovió el estudio. Algo golpeó el costado izquierdo de Reich lanzándolo a través de la habitación hasta la pared. El techo se desmoronó en algunos sitios.
Reich se incorporó trabajosamente, gimiendo de asombro y de furia, y arrancándose las ropas ya destrozadas para examinar el estado de su cuerpo. Estaba muy lastimado, y un dolor particularmente agudo revelaba que por lo menos tenía una costilla rota.
Oyó que el personal de la casa venía corriendo por el pasillo y les gritó:
—¡Váyanse! ¿Me oyen? ¡Váyanse! ¡Todos!
Avanzó tambaleándose entre los escombros, y comenzó a examinar los restos de su caja fuerte. Encontró el desintegrador de neuronas que le había sacado a la mujer de ojos rojos en casa de Chooka Frood. Encontró la maligna flor de acero, el cuchillo-pistola que había matado a D’Courtney. La cámara contenía aún cuatro cartuchos sin disparar cargados con agua en cápsulas de gelatina. Reich se guardó las dos armas en los bolsillos de su nuevo traje, sacó una caja de bulbos detonadores de un cajón de su escritorio, y salió corriendo de la habitación sin fijarse en los sirvientes que lo miraban asombrados.
Jurando incesantemente, bajó al sótano y depositó la llave de su aparato aéreo en la casilla de llamada. Cuando la máquina salió del depósito, con la llave en la puerta, vio que se acercaba otro inquilino que lo miraba desde lejos. Reich movió la llave y tiró de la puerta. Se oyó un rasguido provocado, indudablemente, por una presión muy baja. Reich se arrojó al suelo. El tanque de la máquina estalló en pedazos. Por algún capricho no se incendió, lanzando a su alrededor un abanico de combustible y metales retorcidos. Reich se arrastró frenéticamente, buscó la rampa de salida, y corrió hacia la calle.
En la acera, otra vez con las ropas destrozadas, sanguinolento, cubierto de creosota, buscó desesperadamente un vehículo público. No lo encontró. Se decidió a tomar un aparato con piloto.
—¿Adónde? —le preguntó el conductor.
Reich se frotó aturdido la sangre y el aceite que le cubrían el cuerpo.
—¡Chooka Frood! —cacareó con una voz histérica.
El piloto lo dejó en Bastión Oeste 99.
Reich pasó sin detenerse junto al vociferante portero, el indignado administrador del edificio y el costoso chargé d’affaires, y se metió en la oficina de Chooka Frood, una habitación de estilo victoriano amueblada con manchadas lámparas de cristal, recargados sillones y un escritorio de tapa rodante. Chooka estaba sentada ante un escritorio. Tenía una bata oscura y una expresión oscura que se transformó en alarma cuando Reich exhibió el desintegrador.
—¡Por amor de Dios, Reich! —exclamó Chooka.
—Aquí estoy, Chooka —dijo Reich con voz ronca—. Juzguemos tu suerte antes de jugarla a los dados. Ya usé una vez contigo este desintegrador, Chooka. Me gustaría mucho usarlo de nuevo.
La mujer dio un salto, alejándose del escritorio, y gritó:
—¡Magda!
Reich la tomó de un brazo y la arrastró por la habitación. Chooka tropezó con el sofá y cayó sobre él. La guardaespaldas de ojos rojos entró corriendo en la oficina. Reich estaba esperándola. Le dio un puñetazo en la nuca, y mientras la mujer caía hacia delante le hundió el talón en la espalda, aplastándola contra el piso. La mujer se retorció y le clavó las uñas en una pierna. Ignorándola, Reich le dijo a Chooka:
—Acabemos con las discusiones. ¿A qué vienen esas trampas para incautos?
—¿Qué está diciendo?
—¿Qué crees tú? Fíjate en esta sangre. He escapado a tres defunciones. ¿Hasta cuándo puedo confiar en mi suerte?
—¡No pierda la cabeza, Reich! Yo no…
—Estoy hablando de la muerte, Chooka. La muerte de veras. Vine aquí y te obligué a confesar dónde estaba la muchacha D’Courtney, y golpeé a tu amiga y te golpeé a ti. Y ahora tú me armas estas trampas. ¿No es cierto?
Chooka sacudió la cabeza aturdidamente.
—Tres hasta ahora. En la nave que venía de Espaciolandia. En mi estudio. En mi máquina saltadora. ¿Cuántas más, Chooka?
—No he sido yo, Reich. Por favor, yo…
—Tienes que haber sido tú, Chooka. Eres la única persona que tenía un motivo. Y la única que alquila a profesionales. Todo te señala, así que no discutamos más. —Reich sacó el seguro del desintegrador—. No puedo dedicar más tiempo a una conspiradora barata con amigos tan fúnebres.
—¡Por amor de Dios! —gritó Chooka—. ¿Qué demonios tengo contra usted? Ha alborotado la casa. Ha golpeado a Magda. No es usted el primero. Y no será el último. ¡Use su cabeza!
—La he usado. Si no fuiste tú, ¿quién fue?
—Church.
—No tiene agallas. Si las tuviese, lo hubiese probado hace diez años. ¿Algún otro?
—Qué sé yo. Centenares de personas lo odian.
—Miles. ¿Pero quién pudo romper mi caja fuerte? ¿Quién pudo descifrar una combinación como ésa?
—Quizá nadie rompió la caja. Quizás alguien entró en su cabeza y leyó la combinación. Quizá…
—¡Leyó la combinación!
—Sí. Leyó la combinación. Quizá se equivoca a propósito de Church. Quizás otro telépata tiene bastantes motivos para querer meterlo en un ataúd.
—Dios mío —murmuró Reich—. Oh, Dios mío…, sí.
—Church.
—No, Powell.
—¿El policía?
—El policía, Powell. Sí, San Lincoln Powell. ¡Sí! —Las palabras comenzaron a surgir a torrentes de la boca de Reich—. ¡Sí, Powell! El hijo de perra está valiéndose de argucias porque lo vencí de veras. No ha podido presentar el caso. Sólo le quedan ahora estas trampas…
—Está loco, Reich.
—¿Lo estoy? ¿Por qué me sacó a Ellery y a Breen? Sabe que sólo tengo una defensa: los telépatas. Es Powell.
—¿Pero un policía, Reich, un policía?
—¡Sí, un policía! —gritó Reich—. ¿Por qué no? Está a salvo. ¿Quién sospechará de él? Una posición inteligente. Yo habría hecho lo mismo. Muy bien… ¡Ahora seré yo quien pondrá las trampas!
Pateó a la mujer de los ojos rojos, se acercó a Chooka y la obligó a incorporarse.
—Llama a Powell.
—¿Qué?
—¡Llama a Powell! —aulló Reich—. Lincoln Powell. Llámalo a su casa. Dile que venga enseguida.
—No, Reich.
Reich sacudió a la mujer.
—Óyeme, gerenta de prostíbulos. Bastión Oeste es propiedad de la sociedad D’Courtney. Ahora que el viejo D’Courtney ha muerto, seré el dueño de Bastión Oeste. Seré el dueño de esta casa. Seré tu dueño, Chooka. ¿Quieres continuar tus negocios? ¡Llama a Powell!
La mujer clavó los ojos en aquel rostro lívido, leyéndole deliberadamente el pensamiento, comprendiendo que decía la verdad.
—Pero no tengo ninguna excusa, Reich.
—Un momento, un momento. —Reich reflexionó un rato y al fin sacó del bolsillo el revólver-estilete y se lo entregó a Chooka—. Enséñale esto. Dile que la chica D’Courtney lo dejó aquí.
—¿Qué es?
—El arma que mató a D’Courtney.
—Por el amor de… ¡Reich!
Reich se rió.
—No le servirá de nada. Cuando Powell te ponga las manos encima, caerá en la trampa. Llámalo. Muéstrale el revólver. Dile que venga.
Reich empujó a Chooka hacia el teléfono, la siguió y se situó a un lado de la pantalla, como para no ser visto por Powell. En la mano esgrimía el desintegrador. Chooka comprendió lo que eso quería decir.
Marcó el número de Powell. Mary Noyes apareció en la pantalla, escuchó a Chooka y llamó a Powell. El prefecto exhibió un rostro delgado y serio, con grandes ojeras.
—Tengo… tengo algo que usted necesita, quizá, señor Powell —tartamudeó Chooka—. Acabo de encontrarlo. Aquella chica que usted se llevó. Lo dejó aquí.
—¿Dejó qué, Chooka?
—El arma que mató a su padre.
—¡No! —El rostro de Powell se animó de pronto—. Muéstremela, Chooka.
Chooka exhibió el cuchillo-revólver.
—¡Lo es, por todos los cielos! —exclamó Powell—. Quizá logre algo al fin. No se mueva de ahí, Chooka. Llegaré tan pronto como pueda.
La pantalla se oscureció. Reich se mordió los labios y sintió el gusto de la sangre. Volvió la espalda a la pantalla, dejó la Casa del Arco Iris y buscó una máquina saltadora. Introdujo medio crédito en la cerradura, abrió la puerta y se metió dentro. Mientras se elevaba con un ruido sibilante, comprendió oscuramente que no estaba en condiciones de pilotar el aparato, ni de preparar una trampa.
—No trates de pensar —se dijo a sí mismo—. No trates de hacer planes. Que tu instinto te guíe. Eres un criminal. Un criminal nato. Espera el momento y mata.
Se dominó, dirigió el aparato hacia la rampa de Hudson, y comenzó a volar entre los enloquecidos vientos del norte. El instinto criminal lo llevó a destrozar la máquina en el jardín de Powell. No sabía por qué. Mientras abría la retorcida portezuela, una voz metálica dijo:
—Atención, por favor. Es usted el responsable de los daños ocasionados por su vehículo. Por favor, deje su nombre y su dirección. Si nos vemos obligados a perseguirlo, tendrá que hacerse cargo de los costos. Gracias.
—Tendré que hacerme cargo de daños muchos mayores —gruñó Reich—. Bienvenido.
Se arrojó bajo unos matorrales y esperó con el desintegrador en la mano. Comprendió entonces por qué había destrozado la máquina. La muchacha que había atendido el teléfono de Powell salió al jardín. Nadie la siguió. Estaba sola. Reich dejó de un salto los matorrales, y la muchacha se dio vuelta, instantáneamente. Una ésper. Reich colocó el gatillo en primera posición. La muchacha se endureció y tembló… No podía salvarse.
En el momento en que Reich iba a llevar el gatillo a la tercera posición, el instinto lo detuvo. De pronto vio la trampa que podía prepararle a Powell. Matar a la mujer en el interior de la casa. Sembrar el cadáver con bulbos detonadores y dejar ese cebo para Powell. El sudor cubrió la frente de la muchacha. Le temblaban los labios. Reich la tomó por el brazo y la llevó al interior del edificio. La muchacha caminó a su lado, rígidamente, como un muñeco.
Dentro de la casa, Reich atravesó con la muchacha la cocina, y entró en el vestíbulo. Encontró un sofá largo y moderno, y arrojó en él a la joven. La muchacha luchó contra Reich con todo su cuerpo. Reich sonrió salvajemente, se inclinó hacia ella y la besó en la boca.
—Cariños a Powell —dijo y dio un paso atrás, levantando el desintegrador. Enseguida volvió a bajarlo.
Alguien lo observaba.
Se volvió sin darse cuenta, y lanzó una rápida ojeada por la habitación. No había nadie. Miró otra vez a la muchacha y dijo:
—¿Hace eso con ondas TP?
Volvió a levantar el revólver. Y volvió a bajarlo.
Alguien lo observaba.
Esta vez Reich recorrió el vestíbulo, buscando detrás de los sillones, en el interior de los armarios. No había nadie. Examinó la cocina y el baño. Nadie. Volvió al vestíbulo y a Mary Noyes. Luego pensó en el piso de arriba. Se acercó a las escaleras, comenzó a subir, y se detuvo de pronto como paralizado por un rayo.
Alguien lo observaba.
La joven estaba en lo alto de las escaleras, arrodillada, y mirándolo por entre los barrotes del pasamanos, como una niña. Estaba vestida de un modo infantil, con un vestido apretado, y tenía el pelo recogido y atado con una cinta azul. Miraba a Reich con esa rara y traviesa mirada de los niños. Barbara D’Courtney.
—Hola —dijo la muchacha.
Reich comenzó a temblar.
—Soy Baba —continuó la muchacha.
Reich la saludó débilmente.
La muchacha se incorporó y bajó las escaleras, tomándose con cuidado del pasamanos.
—No me dejan bajar —dijo—. ¿Eres amigo de papá?
Reich respiró hondamente.
—Yo… yo… —tartamudeó.
—Papá tuvo que salir —balbuceó la joven— pero vendrá pronto. Me lo dijo. Si soy una niña buena me traerá un regalo. Es difícil ser buena. ¿Tú eres bueno?
—¿Su padre? ¿V-vuelve? ¿Su padre?
La muchacha dijo que sí con la cabeza.
—¿Estás jugando con la tía Mary? Le diste un beso. Yo lo vi. Papá también me besa. Me gusta. ¿Le gusta a tía Mary? —La muchacha tomó confiadamente la mano de Reich—. Cuando crezca me casaré con papá y seré su niña para siempre. ¿Tienes tú una niña?
Reich la miró a la cara.
—¿Está burlándose de mí? —le preguntó con voz ronca—. ¿Cree que me va a pescar? ¿Qué le dijo a Powell?
—Ése es mi papá —dijo Barbara—. Cuando le pregunto por qué no nos llamamos igual pone una cara graciosa. ¿Cómo te llamas tú?
—¡Le he preguntado algo! —gritó Reich—. ¿Qué le dijo a Powell? ¿A quién cree que engaña con esa comedia? ¡Contésteme!
La joven miró a Powell desconcertada, y luego se echó a llorar, tratando de alejarse. Reich la retuvo.
—Me voy —sollozó la joven—. ¡Déjeme!
—Me contestará.
—Déjeme.
Reich la arrastró desde el pie de la escalera hasta el sofá donde aún estaba Mary Noyes, paralizada. Arrojó a Barbara D’Courtney junto a Mary, y dio un paso atrás alzando el desintegrador. De pronto, Barbara se estiró en su asiento, como si escuchase algo. Su rostro perdió aquella expresión infantil y se hizo firme y duro. Estiró las piernas, saltó del sofá, se detuvo, e hizo el ademán de abrir una puerta. Echó a correr, con el pelo rubio y suelto, los ojos oscuros alarmados…, un relámpago de salvaje belleza.
—¡Papá! —gritó—. ¡Por el amor de Dios! ¡Papá!
El corazón de Reich dio un salto. La muchacha corrió hacia él. Reich se adelantó. La muchacha se detuvo, retrocedió y corrió hacia la izquierda describiendo semicírculos, gritando, con los ojos clavados en el espacio.
—¡No! —gritó Barbara—. ¡No! ¡Por el amor de Cristo! ¡Papá!
Reich giró sobre sí mismo y se lanzó hacia la muchacha. Esta vez la alcanzó mientras ella corría, gritando. Reich gritó con ella. La muchacha se endureció de pronto y se llevó las manos a los oídos. Reich se encontró otra vez en el cuarto de la orquídea. Oyó la explosión y vio la sangre y los sesos que brotaban de la nuca de D’Courtney. Sacudido por espasmos galvánicos, tuvo que soltar a la muchacha. Barbara D’Courtney cayó de rodillas y se arrastró por el piso.
Reich vio cómo se inclinaba sobre el cuerpo de cera.
Jadeó y se golpeó los nudillos, unos contra otros, tratando de ordenar sus pensamientos y de alterar rápidamente sus planes. No había contado con un testigo. Maldito Powell. Tendría que matar a Barbara D’Courtney. Podría arreglarse con un doble crimen en… No. No un crimen. Una trampa. Maldito Tate. Un momento. No estaba en la casa Beaumont. Estaba… en…
—Rampa de Hudson treinta y tres —dijo Powell desde la puerta de la calle. Reich dio un salto, se agachó automáticamente y apoyó el desintegrador en el codo izquierdo como le habían enseñado los asesinos de Quizzard.
Powell se hizo a un lado.
—No lo intente —dijo.
—¡Hijo de perra! —gritó Reich. Se volvió hacia Powell, que ya se había apartado otra vez de la línea de fuego—. ¡Mirón maldito! ¡Sucio, estúpido, hijo de…!
Powell saltó hacia la izquierda, se volvió, ya al lado de Reich, y lanzó un puñetazo al complejo cubital. El desintegrador rodó por el suelo. Reich se abrazó a Powell, golpeando, arrastrándose, embistiendo, jurando histéricamente. Powell lo golpeó tres veces, en la ingle, en el vientre, en la nuca. El efecto fue el de una parálisis espinal. Reich se derrumbó, vomitando, sangrando por la nariz.
—Hermano, creías que sólo tú sabías pelear —gruñó Powell. Se acercó a Barbara D’Courtney, que seguía arrodillada en el piso, y la puso de pie.
—¿Estás bien, Barbara? —dijo.
—Hola, papá. Tuve un sueño feo.
—Ya lo sé, querida. Fue necesario. Un experimento con ese grandísimo zoquete.
—Dame un beso.
Powell le besó la frente.
—Estás creciendo muy rápido —dijo sonriendo—. Ayer hablabas como una niñita.
—Estoy creciendo porque prometiste esperarme.
—Te lo prometí de veras, Barbara. ¿Puedes subir las escaleras por tus propios medios o tendré que llevarte en brazos… como anoche?
—Puedo subir sola.
—Muy bien, querida. Vete a tu cuarto.
Barbara se dirigió a la escalera, se tomó firmemente del pasamanos y comenzó a subir. Poco antes de llegar a la cima, lanzó una mirada a Reich y le sacó la lengua. Luego desapareció. Powell cruzó la habitación acercándose a Mary Noyes. Le tomó el pulso, y la acostó en el sofá.
—Primera posición, ¿eh? —le preguntó a Reich—. Doloroso, pero se recuperará en menos de una hora. —Volvió hacia Reich, y lo miró fijamente con el rostro endurecido por la ira—. Tendría que hacerle pagar por lo de Mary, pero ¿para qué? No le enseñaría nada. Pobre bastardo… No es usted nada bueno.
—¡Máteme! —gruñó Reich—. ¡Máteme, o permítame que me incorpore y entonces, por Cristo, lo mataré a usted!
Powell recogió el desintegrador y miró a Reich.
—Trate de flexionar los músculos. Esas parálisis duran unos pocos instantes. —Se sentó con el desintegrador en las rodillas—. Ha cometido usted un grave error. A los cinco minutos de dejar esta habitación comprendí que la historia de Chooka era falsa. Fue idea suya, naturalmente.
—¡Es usted el falso! —gritó Reich—. Usted y su moral y su charla elevada. Usted y su maldita…
—Chooka dijo que el revólver había matado a D’Courtney —continuó Powell, imperturbable—. Es cierto, pero nadie sabe qué mató a D’Courtney… salvo usted y yo. Así que me volví. Tardé bastante. Casi demasiado… Trate de incorporarse ahora. No puede sentirse tan mal.
Reich intentó ponerse de pie, respirando pesadamente. De pronto metió una mano en el bolsillo y sacó los bulbos detonadores. Powell se echó hacia atrás en la silla y le golpeó el pecho con el talón. Los bulbos volaron por el cuarto. Reich cayó hacia atrás derrumbándose en un sofá.
—¿Cuándo comprenderán ustedes que no pueden sorprender a un telépata? —dijo Powell recogiendo los bulbos—. Se ha traído todo un arsenal, ¿eh? Parece como si le importara más estar muerto que en libertad. Note que digo en libertad. No inocente.
—En libertad ¿durante cuánto tiempo? —murmuró Reich—. Nunca hablé de inocencia. Pero en libertad, ¿cuánto tiempo?
—Siempre. Yo tenía un caso perfecto contra usted. Con todos los detalles. Lo comprobé otra vez al leerle la mente hace un rato, cuando lo encontré con Barbara. Todos los detalles menos uno, y se hizo pedazos mi investigación. Es usted un hombre libre, Reich. Hemos archivado su caso.
Reich lo miró fijamente.
—¿Han archivado mi caso?
—Sí. No tiene solución. Me declaro vencido. Puede abandonar las armas, Reich. Vuelva a sus negocios. Nadie va a molestarlo.
—¡Miente! Ésta es otra de sus trampas. Usted…
—No. Voy a explicárselo. Sé todo de usted… Cuánto dinero le ofreció a Gus Tate… Qué le prometió a Jerry Church… Dónde encontró el juego de la sardina… Cómo utilizó las cápsulas de rodopsina de Jordan… Cómo vació aquellos cartuchos y volvió a llenarlos con agua… Una cadena perfecta de pruebas. Oportunidad y método. Pero me falló el motivo. Las cortes exigen un motivo y yo no lo pude descubrir. Así que está usted en libertad.
—¡Mentiroso!
—Claro que pude haber olvidado el motivo y seguir adelante… Pero era un arma demasiado pequeña. Como disparar con un rifle de aire comprimido después de haber fallado con un cañón. Usted se salvaría otra vez. Mis únicos testigos hubiesen sido un ésper y una muchacha enferma. Yo…
—Mentiroso —gruñó Reich—. Hipócrita. Mirón mentiroso. ¿Tengo que creerle? ¿Tengo que seguir escuchándolo? Usted no tiene nada, Powell. ¡Nada! Lo he derrotado en todos los aspectos. Por eso me prepara trampas. Por eso usted… —Reich se interrumpió y se golpeó la frente—. Y ésta es la mayor de todas las trampas. Y yo caí en ella. Qué tonto soy. Qué…
—Cállese —exclamó Powell—. Cuando comienza a desvariar no puedo examinarlo. ¿Qué es eso de las trampas? A ver, píenselo.
Reich lanzó una furiosa carcajada.
—Como si no lo supiese… Mi antecámara en la nave… Mi caja fuerte… Mi máquina voladora…
Durante casi un minuto Powell miró a Reich, absorbiendo, digiriendo. Luego se puso pálido y comenzó a respirar entrecortadamente.
—Dios mío —dijo—. Dios mío. —Se incorporó y comenzó a pasearse—. Eso es… Eso lo explica todo… Y el Viejo Moisés tenía razón. Motivo pasional, y nosotros creímos que estaba jugando… Y la imagen melliza de Barbara… Y el sentimiento de culpa de D’Courtney… No es raro que no nos haya matado en casa de Chooka… Pero el crimen ya no tiene importancia. Hay algo más profundo. Mucho más profundo. Y peligroso… Más de lo que creí.
Powell se detuvo, se dio vuelta y miró a Reich con unos ojos brillantes.
—Si pudiera matarlo a usted —exclamó— le retorcería el pescuezo, lo haría pedazos y lo colgaría en una horca galáctica, y el universo me daría su bendición. ¿Sabe lo peligroso que es usted? ¿Conoce una plaga su peligrosidad? ¿La muerte es consciente de sí misma?
Reich miró a Powell con ojos asombrados. El prefecto sacudió la cabeza.
—¿Por qué se lo pregunto? —murmuró—. No sabe de qué hablo. Nunca lo sabrá.
Se encaminó hacia un armario, sacó dos ampollas de brandy y se las metió a Reich en la boca.
—Tráguelas —le dijo—. Quiero que se domine y que me escuche. ¿Quiere un poco de butileno? ¿Ácido tírico? ¿Puede arreglárselas sin drogas?
Reich se atragantó con el brandy y farfulló enojado. Powell lo sacudió serenamente.
—Óigame bien —dijo—. Voy a decirle la mitad por lo menos. Trate de entenderme. Su caso está archivado. Está archivado a causa de esas trampas. Si me hubiese enterado antes, no habría comenzado mi investigación. Habría abjurado del gremio y lo habría matado a usted. Trate de entenderlo, Reich.
Reich dejó de farfullar.
—No pude encontrar el motivo del crimen. Me faltó eso. Cuando usted le ofreció la unión a D’Courtney, éste aceptó. Le envió como respuesta WWHG. Es decir, «acepto». Usted no tenía por qué matarlo. Tenía que dejarlo vivir.
Reich palideció. La cabeza comenzó a bamboleársele desordenadamente.
—No. No. WWHG. Oferta rechazada. Rechazada. ¡Rechazada!
—Aceptada.
—No. El bastardo me rechazó. Él…
—Aceptó, Reich. Cuando supe que D’Courtney había aceptado su oferta me di por vencido. No podía llevar el caso a la corte. Pero yo no le puse esas trampas, Reich. No forcé la puerta de su antecámara. No planté en los cepillos esos bulbos detonadores. No soy el hombre que trata de asesinarlo, Reich. Ese hombre desea su muerte porque sabe que yo no puedo atraparlo. Sabe que está usted a salvo de la demolición. Ha sabido siempre lo que acabo de descubrir: que es usted el mortal enemigo de todo su futuro.
Reich trató de hablar. Se levantó de la silla gesticulando débilmente. Y al fin dijo:
—¿Quién? ¿Quién? ¿Quién?
—Su viejo enemigo, Reich. Un hombre del que usted nunca podrá escapar. Nunca podrá alejarse de él…, esconderse de él…, y ruego a Dios que no pueda salvarse de él.
—¿Quién es, Powell? ¿QUIÉN ES?
—El hombre sin cara.
Reich lanzó un grito gutural de dolor. Luego dio media vuelta y salió tambaleándose de la casa.