11

La casa de empeños estaba en sombras. Sobre el mostrador brillaba una única lámpara que engendraba una esfera de luz suave. Los tres hombres, al hablar, se inclinaban hacia delante, entrando en la luz, o se echaban hacia atrás, saliendo de ella, y los rostros y las manos gesticulantes aparecían o desaparecían súbitamente, en staccato.

—No —dijo Powell en tono cortante—. No he venido aquí a leer pensamientos. Quiero hablar claro. Os sentiríais ofendidos si utilizara palabras con vosotros. Pero creo que será una prueba de buena fe. Mientras hablo no os sondeo.

—No necesariamente —respondió Tate. Su rostro de gnomo brotó a la luz—. Eres famoso por tu cortesía, Powell.

—No soy cortés ahora. Lo que podéis darme, lo quiero de un modo objetivo. Estoy trabajando en un asesinato. Leer el pensamiento no me sirve de nada.

—¿Qué quieres, Powell? —interrumpió Church.

—Le vendiste un revólver a Gus Tate.

—Al diablo si lo hizo —dijo Tate.

—Entonces, ¿por qué estás aquí?

—¿Se supone que tengo que permanecer indiferente ante una acusación como ésa?

—Church te llamó porque te vendió un revólver y sabe cómo lo usaron.

El rostro de Church apareció en la luz.

—No vendí ningún revólver, Linc. Y no sé cómo se usó ese revólver. Ésa es mi declaración objetiva. Ahí la tienes.

—Oh, la acepto —dijo Powell con una risita—. Ya sé que no le vendiste el revólver a Gus. Se lo vendiste a Reich.

El rostro de Tate volvió a la luz.

—Entonces ¿por qué…?

—¿Por qué? —Los ojos de Powell se clavaron en los de Tate—. Para hablar contigo, Gus. Espera un minuto. Quiero terminar con Jerry. —Se volvió hacia Church—. Tú tenías ese revólver, Jerry. Sueles tener esa clase de objetos. Reich vino aquí a buscarlo. No podía haber ido a otro sitio. Ya os entendisteis una vez. No lo he olvidado.

—¡Maldito seas! —gritó Church.

—Así saliste del gremio —continuó Powell—. Arriesgaste y perdiste todo por Ben Reich…, sólo porque te pidió que leyeras las mentes de cuatro miembros del mercado de cambios. Reich ganó un millón con esa estafa…, con sólo pedirle un favor a un telépata torpe.

—¡Pagó por ese favor! —exclamó Church.

—Y ahora todo lo que pido es ese revólver —replicó Powell serenamente.

—¿Ofreces algo a cambio?

—Me conoces bien, Jerry. Te eché del gremio porque soy el honesto predicador Powell, ¿no es así? ¿Te haría una oferta sospechosa?

—¿Qué ofreces entonces por el revólver?

—Nada, Jerry. Tienes que creer que haré lo mejor. Pero no te prometo nada.

—Me prometieron algo —murmuró Church.

—¿Sí? Ben Reich quizá. Promete fácilmente. Pero a veces no tiene qué dar. Tienes que decidirte, Jerry. Yo, o Ben Reich. ¿Qué me dices del revólver?

El rostro de Church desapareció de la luz. Después de un rato habló desde las sombras.

—No vendí ningún revólver, y no sé cómo se usó ese revólver. Ésa será mi declaración ante la corte.

—Gracias, Jerry. —Powell sonrió, se encogió de hombros, y se volvió hacia Tate—. Quiero hacerte una sola pregunta, Gus. Pasando por alto el hecho de que colaboras con Reich…, de que sondeaste a @kins a propósito de D’Courtney… Pasando por alto que acompañaste a Reich a la fiesta de Beaumont, interferiste para él y has estado interfiriendo desde entonces…

—Un momento, Powell…

—No me asustes, Gus. Sólo deseo saber si acerté con la oferta de Reich. No ha podido ofrecerte dinero. Ganas demasiado. No ha podido ofrecerte una mejor posición. Eres una de las cimas del gremio. Tiene que haberte ofrecido poder, ¿eh? ¿No es así?

Tate estaba sondeando a Powell como un histérico, y la serena seguridad que encontró en su mente, la aceptación casual de su ruina como un hecho consumado, sacudieron al menudo telépata con una serie de choques demasiado repentinos, inevitables. Y Tate estaba comunicando su pánico a Church. Todo era parte de un plan preparado por Powell para cierto momento crucial.

—Reich pudo ofrecerte poder en su mundo —continuó Powell en un tono de charla—, pero no. No te daría nada de su poder, y tú no querrías poder de esa especie. Así que tiene que haberte ofrecido poder en el mundo ésper. ¿Cómo? Sospecho que te ofreció algo a través de la Liga de Patriotas… ¿Un coup d’état? ¿La dictadura del gremio? Quizá ya formas parte de la Liga.

—Escucha, Powell…

—Eso creo, Gus. —La voz de Powell se endureció—. Y tengo la seguridad de que puedo probar mi sospecha. ¿Piensas que permitiríamos que tú y Reich aplastarais al gremio así porque sí?

—Nunca probarás nada. Nunca…

—¿Probar? ¿Qué?

—Tu palabra contra la mía. Yo…

—Eres un tonto. ¿No has estado nunca en un juicio ésper? No es un juicio común donde primero juras tú, y luego yo, y el jurado trata de adivinar quién miente. No, Gus. Te colocan ante el jurado y todos los primeros empiezan a sondearte. Tú eres el primero, Gus. Quizá puedas evitar a dos… Posiblemente a tres… Pero no a todos. Te lo aseguro, Gus. Ya estás muerto.

—¡Espera, Powell, espera! —El rostro de maniquí se retorcía de temor—. El gremio tiene en cuenta la confesión. La confesión anterior al juicio. Te lo diré todo. Todo. Estaba enfermo. Estoy sano ahora. Díselo al gremio. Cuando te mezclas con un condenado psicópata como Reich, caes dentro de su órbita. Te identificas con su locura. Pero ya estoy libre. Díselo al gremio. Aquí lo tienes todo… Vino a mí con una pesadilla a propósito de un hombre sin cara. Reich…

—¿Era un paciente?

—Sí. Por eso me atrapó. Acosándome. Pero estoy libre ahora. Dile al gremio que estoy cooperando. Me retracto, lo confieso todo. Church es testigo.

—No soy testigo —exclamó Church—. Sucio traidor. Después de que Ben Reich te prometiera…

—Cállate. ¿Crees que voy a resignarme a un exilio perpetuo? ¿Como tú? Tú eres bastante loco como para confiar en Reich. Pero yo no, gracias. Yo no estoy tan loco.

—Cobarde. ¿Crees que te has librado? Crees que…

—¡No me importa! —gritó Tate—. No quiero esa medicina de Reich. Antes lo arruino. Iré a la corte y me sentaré en el banquillo de los testigos y haré todo lo posible para ayudar a Powell. Díselo al gremio, Powell. Diles que…

—No harás nada parecido —interrumpió Powell.

—¿Qué?

—Has sido educado por el gremio. Estás aún en el gremio. ¿Dónde has visto que un ésper traicione a su paciente?

—Pero necesitas pruebas para atrapar a Reich, ¿no es cierto?

—Sí, pero no las obtendré de ti. No permitiré que ningún ésper nos arruine a todos tartamudeando ante la corte.

—Puede costarte el puesto si no atrapas a Reich, Powell.

—Al diablo con el puesto. Lo necesito, y necesito a Reich, pero no de ese modo. Cualquier telépata puede ser un buen piloto cuando la órbita es simple; pero se necesitan agallas para serle fiel al gremio cuando todo anda mal. Debes saberlo. Tú no has tenido agallas. Mírate ahora.

—Pero yo quiero ayudarte, Powell.

—No puedes ayudarme. No contra toda ética.

—¡Pero yo fui cómplice! —gritó Tate—. Y me dejas afuera. ¿Es eso ética? ¿Es eso…?

—Mírenlo —rió Powell—. Está mendigando la demolición. No, Gus. Primero Reich, después tú. No puedo atrapar a Reich con tu ayuda. Me mantendré dentro de los votos. —Powell se volvió y abandonó el círculo de luz. Mientras atravesaba la oscuridad en dirección a la puerta, esperó a que Church mordiera el cebo. Había interpretado toda la comedia sólo para esto…, pero hasta ahora el anzuelo no se había movido.

Mientras Powell abría la puerta, inundando la casa de empeños con la luz plateada de la calle, Church gritó de pronto:

—¡Un momento!

Powell se detuvo; su silueta se dibujó en la puerta.

—¿Sí?

—¿De qué le has hablado a Tate?

—De los votos, Jerry. Tienes que recordarlos.

—Déjame que te mire.

—Adelante. No te oculto nada. —Powell le abrió casi toda su mente. Lo que Church no tenía que ver fue cuidadosamente embrollado y camuflado con asociaciones tangenciales y una imagen calidoscópica. Pero Church no localizaría ninguna sospechosa pantalla.

—No sé —dijo Church al fin—. No puedo decidirme.

—¿A propósito de qué, Jerry? No estoy leyéndote.

—A propósito de ti y Reich y el revólver. Dios sabe si eres un predicador timorato, pero pienso que será mejor que te crea.

—Magnífico, Jerry. Ya te lo he dicho, no te prometo nada…

—Quizá eres de esa clase que no necesita hacer promesas. Quizá todas mis dificultades provienen de que siempre estuve buscando promesas…

En ese momento, el incansable radar de Powell recogió en la calle la señal de la muerte. Giró sobre sí mismo y dio un portazo.

Arrojaos al suelo. Rápido. —Retrocedió tres pasos hacia el globo de luz y se encaramó en el mostrador—. Subid conmigo, Jerry, Gus. ¡Rápido, bobos!

Un horrible estremecimiento recorrió la casa. Powell extinguió de un puntapié el globo luminoso.

Saltad y sosteneos de los brazos de la lámpara. Es un arma armónica. ¡Saltad! —Church jadeó y saltó en la oscuridad. Powell tomó el brazo tembloroso de Tate—. ¿Demasiado bajo? Levanta las manos. Yo te ayudaré. —Alzó a Tate y saltó luego tomándose de los brazos de acero de la lámpara. Los tres hombres colgaban en el espacio, protegidos contra las mortales vibraciones que envolvían la tienda…, vibraciones que creaban quebrantadores armónicos en todas las substancias que tocaban el piso. Vidrio, acero, piedra, plásticos…, todo chillaba y se hacía pedazos. El piso crujía y el cielo raso tronaba. Tate lanzó un gemido.

—No te sueltes, Gus. Es uno de los asesinos de Quizzard. Hombres descuidados, ya me erraron una vez.

La mente de Tate se nubló. Powell podía sentir cómo todas las sinapsis conscientes se iban soltando. Sondeó los niveles más bajos de Tate:

—No te sueltes. No te sueltes. NO TE SUELTES.

La destrucción asomó en el subconsciente del menudo telépata, y en ese instante Powell comprendió que ninguna regla del gremio podría haber impedido la autodestrucción de Tate. El impulso de la muerte golpeó al hombrecito. Tate abrió las manos y cayó. Las vibraciones cesaron un momento después, pero en ese segundo Powell oyó el bajo y grávido ruido del estallido de la carne. Church lo oyó también y dio un grito.

—¡Tranquilo, Jerry! Todavía no. ¡No te sueltes todavía!

—¿L-lo has oído? ¿LO HAS OÍDO?

—Lo he oído. Todavía no estamos a salvo. No te sueltes.

La puerta de la tienda se abrió con lentitud. Un rayo de luz, como el filo de una navaja, recorrió el piso. Encontró un montón de carne, sangre y huesos, rojo y grisáceo; se detuvo ahí durante tres segundos, y desapareció. La puerta volvió a cerrarse.

—Bueno, Jerry. Creen que estoy muerto. Puedes dar rienda suelta a tus nervios si quieres.

—No puedo bajar, Powell. No puedo pisar.

—No te culpo.

Powell se sostuvo con sólo una mano, tomó el brazo de Church y se balanceó buscando el mostrador. Church se dejó caer, estremeciéndose. Powell lo siguió y luchó contra la náusea.

—¿Dices que era uno de los asesinos de Quizzard?

—Sí. Tiene una escuadrilla de psicópatas. Cada vez que la apresamos y la enviamos a Kingston, Quizzard se hace con una nueva. Llegan a él por el camino de las drogas.

—¿Pero qué tienen contra ti? Yo…

—Despiértate, Jerry. Son mensajeros de Ben. Ben está asustándose.

—¿Ben? ¿Ben Reich? Pero ésta es mi tienda. Yo podía haber estado aquí.

—Estabas aquí. ¿Y qué diferencia hay?

—Reich no me mataría. Él…

—¿No?

Imagen de un gato que sonríe.

Church respiró profundamente. De pronto estalló:

—¡El hijo de perra! ¡El asqueroso hijo de perra!

—No te pongas así, Jerry. Reich está luchando por su vida. No puedes esperar que sea muy cuidadoso.

—Bueno, yo también estoy luchando, y ese bastardo ha decidido en mi lugar. Prepárate, Powell. Léeme. Te voy a dar todo.

Después de haber terminado con Church y haber vuelto de los cuarteles centrales y la pesadilla de Tate, Powell se alegró de ver a la niñita rubia en su casa. Barbara D’Courtney tenía un lápiz negro en la mano derecha y un lápiz rojo en la mano izquierda. Estaba garabateando enérgicamente en las paredes, con la lengua entre los dientes y los ojos oscuros arrugados por la atención.

—¡Baba! —exclamó Powell sorprendido—. ¿Qué estás haciendo?

—Diujando bichitos —balbuceó la muchacha—. Pada papá.

—Gracias, encanto —dijo Powell—. Es una magnífica idea. Ahora ven y siéntate con papá.

—No —dijo la muchacha, y siguió garabateando.

—¿No eres mi niñita?

—Sí.

—¿No hace mi niñita todo lo que papá quiere?

La muchacha reflexionó un momento.

—Sí —dijo. Se guardó los lápices en un bolsillo y se recostó en el sofá poniendo sus manos sucias en las de Powell.

—Realmente, Barbara —murmuró Powell—. Ese balbuceo está preocupándome. Me pregunto si tus dientes no necesitarán un tónico.

La frase era sólo a medias una broma. Le costaba trabajo recordar que esto era una mujer sentada a su lado. Powell miró los ojos profundos y oscuros, brillantes, con ese resplandor vacío del cristal que espera su medida de alcohol.

Lentamente, Powell penetró a través de las vacantes capas conscientes de la muchacha hasta el turbulento preconsciente, oscurecido por pesadas nubes, como una enorme nebulosa oscura. Detrás de las nubes se adivinaba una chispa débil, infantil y solitaria que Powell había aprendido a querer. Pero ahora, mientras recorría aquel camino, la chispa luminosa era como la semilla de una estrella que ardía con el quemante ruido de una nova.

—Hola, Barbara. Parece que…

La respuesta fue una ola de pasión que hizo retroceder rápidamente a Powell.

—Eh, Mary —llamó—. ¡Ven rápido!

Mary Noyes salió de la cocina.

—¿Estás otra vez en dificultades?

—Todavía no. Quizá pronto. Nuestra paciente está mejorando.

—No he notado ninguna diferencia.

—¿Por qué no entras conmigo? Barbara ha establecido contacto con su inconsciente. Abajo, en lo más hondo. Casi me quema el cerebro.

—¿Y qué quieres? ¿Alguien que le proteja los secretos de sus dulces e infantiles pasiones?

—¿Estás bromeando? Soy yo el que necesita protección. Ven, dame una mano.

—Tienes las tuyas ocupadas.

—Era una imagen. —Powell miró incómodo aquel sereno rostro de muñeca y las manos frescas que tenía entre las suyas—. Vamos.

Volvió a recorrer aquellos oscuros pasajes que llevaban al horno instalado en el interior de la muchacha…, en el interior de todos los hombres…, la reserva intemporal de energía psíquica, irracionalidad, inocencia, que hervía en una interminable búsqueda de satisfacción. Powell sentía a Mary Noyes, que estaba siguiéndolo, mentalmente, de puntillas. Se detuvo a una cierta distancia.

Hola, Barbara.

—¡Sal!

Soy tu fantasma.

Un latigazo de odio.

¿Me recuerdas?

El odio se desvaneció en aquel torbellino y dio paso a una ola de deseo.

—Linc, será mejor que salgas. Si caes en ese caos de placer-dolor, estás perdido.

—Quiero descubrir algo.

—No encontrarás nada ahí, excepto amor brutal y muerte brutal.

—Quiero ver cuáles fueron sus relaciones con su padre. Quiero saber por qué tenía D’Courtney ese sentimiento de culpabilidad hacia su hija.

—Bueno, yo me voy.

El horno volvió a humear. Mary se alejó.

Powell se balanceó a orillas del pozo, sintiendo, explorando, percibiendo. Era como si un electricista tocara suavemente las puntas expuestas de algunos cables para descubrir cuál de ellos no conducía una carga mortal. Un rayo cegador surgió muy cerca. Powell lo tocó, se sintió paralizado, y se apartó como para envolverse en un manto instintivo de autoprotección. Descansó, se abandonó a un vórtice de asociaciones, y comenzó su examen. Trató de conservar sus puntos de referencia, casi inexistentes en aquel caos de energía.

Éstos eran los mensajes somáticos que alimentaban el horno: innumerables reacciones celulares, gritos orgánicos, el silencioso zumbido del tono muscular, las subconscientes sensaciones, la circulación sanguínea, el oscilante superheterodino pH de la sangre…, todo giraba y se agitaba en el equilibrio estructural de la psique de la muchacha. La interminable unión-desunión de las sinapsis contribuía con un ruidoso y completo coro de ritmos. En los cambiantes intersticios había trozos de imágenes, semisímbolos, referencias parciales… El núcleo ionizado del pensamiento.

Powell vislumbró parte de una imagen primaria, la siguió hasta la letra P, y hasta la asociación de un beso; luego, mediante un cortocircuito, llegó al instinto del niño ante el pecho de la madre… y al recuerdo infantil de… ¿su madre? No. Una niñera. Esta última envuelta en asociaciones paternales… Negación. Su madre… Powell percibió una llamada doble: odio y cariño; el síndrome de la orfandad. Volvió a la P otra vez, buscando algo relacionado con pa… papá… padre.

Y de pronto se encontró frente a sí mismo.

Se quedó mirando fijamente la imagen desde el borde de la desintegración. Enseguida retrocedió hacia la cordura.

—¿Quién demonios eres?

La imagen sonrió encantadoramente, y desapareció.

P… pa… papá… Padre. Amor y devoción asociados con… Estaba otra vez ante su propia imagen. Esta vez era una imagen desnuda, fuerte; envuelta en un halo de amor y deseo. Abría los brazos.

Vete. Me molestas.

La imagen desapareció.

¡Maldita sea! ¿Se habrá enamorado de mí?

—Hola, fantasma.

Ésta era la imagen de ella misma, de Barbara; una caricatura patética, con el pelo rubio y tirante, los ojos como sombras, la encantadora figura reducida a unos planos sin gracia… Barbara se desvaneció, y surgió otra vez, abruptamente, la imagen de Powell-Poder-Protector-Padre, como un torrente destructivo. Powell se aferró a ella. La nuca era el rostro de D’Courtney. Siguió a esa imagen de Jano por un cegador camino de dobles, pares, uniones, duplicidades, hasta… ¿Reich? Imposi… Sí, Ben Reich y la caricatura de Barbara, unidos como hermanos siameses, hermanos desde la cintura hacia arriba. Y las piernas giraban y se retorcían separadamente en un mar confuso. B. unida a B. B. & B. Barbara y Ben. Unidos por la sangre. Unidos…

—¡Linc!

Un llamado lejano. Sin dirección.

—¡Lincoln!

Podía esperar un segundo. La asombrosa imagen de Reich tenía que…

—¡Lincoln Powell! ¡Por aquí! ¡No seas loco!

—¿Mary?

—¡No puedo encontrarte!

—Saldré dentro de un minuto.

—Linc, ésta es la tercera vez que te busco. ¡Si no sales ahora estás perdido!

—¿La tercera vez?

—En tres horas. Por favor, Linc… Hazlo mientras me quedan fuerzas.

Powell se dejó ir hacia arriba. No había «arriba». El caos temporal e inespacial rugía a su alrededor. La imagen de Barbara D’Courtney apareció otra vez. Era ahora la caricatura de una atractiva sirena.

—Hola, fantasma.

—¡Lincoln, por amor de Dios!

Aterrorizado de pronto, Powell se deslizó en todas direcciones hasta que su entrenamiento ésper volvió a reafirmarse. Luego la «técnica de la retirada» operó automáticamente. Las barreras cayeron una a una, en una secuencia uniforme, y cada una de las barreras era un paso más hacia la luz. A mitad de camino sintió la presencia de Mary, a su lado. Y Mary siguió con él hasta que se encontró otra vez en el vestíbulo, sentado junto a la niñita, con las manos de ella en sus manos. Powell soltó aquellas manos, como si le quemasen.

—Mary, descubrí la más rara de las asociaciones con Ben Reich. Una especie de unión que…

Mary tenía una toalla helada. La toalla golpeó la cara de Powell. El telépata notó que le temblaba el cuerpo.

—La única dificultad es… Tratar de descubrir el significado de esos fragmentos es como intentar un análisis cuantitativo en el centro del sol…

La toalla volvió a restallar.

Uno no trabaja con unidades, sino con partículas ionizadas… —Powell apartó la toalla y miró a Barbara D’Courtney—. Dios mío, Mary, me parece que esta pobre criatura está enamorada de mí.

Imagen de una tórtola bizca.

—No es broma. Me encontré a mí mismo ahí abajo. Yo…

—¿Y qué me dices de ti?

—¿De mí?…

—¿Por qué crees que no quisiste enviarla al hospital Kingston? —dijo Mary—. ¿Por qué crees que has estado sondeándola dos veces por día desde que la trajiste a tu casa? ¿Porque necesitabas compañía? Se lo diré, señor Powell…

—¿Me dirás qué?

—Estás enamorado de ella. Estás enamorado de ella desde que la encontraste en casa de Chooka Frood.

—¡Mary!

Mary emitió la punzante y vívida imagen de Powell y Barbara D’Courtney y aquel fragmento que había descubierto días atrás… El fragmento ante el que había sentido celos y odio. Powell comprendió que era cierto.

—Mary querida…

—No te preocupes por mí. Al diablo conmigo. Estás enamorado de ella, y la chica no es una ésper. No es siquiera una persona normal. ¿De cuánto de ella estás enamorado? ¿Un décimo? ¿De qué parte de ella estás enamorado? ¿De su cara? ¿De su subconsciente? ¿Qué me dices del otro noventa por ciento? ¿Lo amarás cuando lo descubras? ¡Maldito seas! ¡Hubiese sido mejor que te dejara dentro de su mente, y que te pudrieras allí!

Mary se volvió y se echó a llorar.

—Mary, por el amor de…

—Cállate —sollozó la mujer—. Maldito seas, cállate. Yo… Hay un mensaje para ti. De las oficinas centrales. Tienes que ir a Espaciolandia tan pronto como sea posible. Ben Reich está allí y lo han perdido. Te necesitan. Todos te necesitan. ¿De qué me quejo?