10

Imaginen una cámara con un lente distorsionado, astigmático, que sólo puede fotografiar una única escena, una y otra vez, la escena que lo ha deformado para siempre. Imagínense un cristal de grabación, retorcido por un traumatismo, que sólo puede reproducir un único trozo de música, una y otra vez, una frase terrible e inolvidable.

—Está en un estado de reminiscencia histérica —explicó el doctor Jeems, del hospital Kingston, a Powell y Mary Noyes en el vestíbulo de la casa de Powell—. Responde a la palabra clave «socorro» y revive una terrible experiencia.

—La muerte de su padre —dijo Powell.

—¿Cómo? Oh, entiendo. Fuera de eso…, catatonia.

—¿Permanente? —preguntó Mary Noyes.

El joven doctor Jeems pareció indignado y sorprendido. Era uno de los más brillantes jóvenes del hospital Kingston, a pesar de que no era un telépata, y estaba dedicado fanáticamente a su trabajo.

—¿En estos tiempos? Sólo la muerte es permanente, señorita Noyes…, y allí, en Kingston, ya hemos comenzado a investigar eso. Considerando la muerte desde un punto de vista sintomático, hemos llegado…

—Luego, doctor —interrumpió Powell—, nada de conferencias esta noche. Tenemos que trabajar. ¿Puedo utilizar a la muchacha?

—¿Utilizarla cómo?

—Leerle el pensamiento.

Jeems reflexionó un instante.

—No tengo por qué oponerme. He comenzado a tratar a la muchacha con las series Déjà Éprouvé para la catatonia. No creo que su examen cause ninguna interferencia.

—¿Las series Déjà Éprouvé? —preguntó Mary.

—Un nuevo y gran tratamiento —dijo Jeems excitado—. Desarrollado por Gart…, uno de sus telépatas. El paciente cae en la catatonia. Es un escape. Una huida de la realidad. La mente consciente no puede afrontar el conflicto entre el mundo exterior y el propio inconsciente. Desea no haber nacido. Trata de volver al estado fetal. ¿Comprende?

—Hasta ahora sí —dijo Mary Noyes.

—Muy bien. Déjà Éprouvé es un viejo término psiquiátrico del siglo diecinueve. Literalmente, significa: «ya experimentado, ya probado». Hay pacientes que desean algo con tanta fuerza que al fin el mismo deseo les hace imaginar que ese acto o esa experiencia, que no han experimentado nunca, han ocurrido realmente. ¿Se da cuenta?

—Un minuto —comenzó a decir Mary lentamente—. O sea, que si yo…

—Digámoslo de otro modo —la interrumpió Jeems—. Imagine que desea usted de veras… casarse con Powell, por ejemplo, y formar una familia. ¿De acuerdo?

Mary enrojeció, y dijo con voz dura:

—De acuerdo.

Powell pensó durante un momento en romperle la cabeza a este joven normal y chapucero.

—Bueno —continuó Jeems con jovial inocencia—. Si usted pierde su equilibrio mental, puede llegar a creer que se ha casado con Powell y tiene tres hijos. Todo esto será Déjà Éprouvé. Bien, lo que nosotros hacemos es sintetizar un artificial Déjà Éprouvé para el paciente. Tratamos de que el sueño catatónico se realice. Disociamos la mente de sus más bajos niveles, la enviamos al seno materno, y dejamos que crea que nace a una nueva vida. ¿Comprende?

—Comprendo. —Mary recuperó el dominio de sí misma y trató de sonreír.

—En la superficie de la mente…, en el nivel de la conciencia, el enfermo vuelve a desarrollarse con rapidez. Infancia, adolescencia, y edad madura.

—¿Quiere decir que Barbara D’Courtney va a ser un bebé…, aprenderá a hablar…, a caminar?

—Exacto. Exacto. Exacto. Le llevará unas tres semanas. Cuando vuelva a encontrarse consigo misma estará preparada para aceptar esa realidad de la que huye ahora. Habrá crecido para eso, por así decir. Pero, como digo, esto ocurrirá en el nivel consciente. Debajo, no habrá cambios. Puede sondearla a su gusto. Aunque… debe de estar bastante asustada ahí abajo. Todo confuso. Le costará encontrar lo que quiere. Pero claro, ésa es su especialidad. Usted sabrá qué hacer. —Jeems se incorporó de pronto—. Tengo que volver a mi trabajo. —Se dirigió a la puerta de calle—. Me alegra haberles servido de algo. Siempre me alegra ayudar a los telépatas. No puedo entender las razones de la reciente hostilidad hacia ustedes.

Jeems desapareció.

—¡Hum! Una despedida significativa.

—¿A qué se refería, Linc?

—A nuestro buen y gran amigo, Ben Reich. Reich está sosteniendo una campaña antiésper. Ya conoces los argumentos…, los telépatas forman un círculo cerrado, no puede confiarse en ellos, no son patriotas. Son conspiradores interplanetarios, se comen a los niños crudos…

—¡Oh! Y además está apoyando a la Liga de Patriotas. Es un hombre repugnante y peligroso.

—Peligroso, pero no repugnante, Mary. Tiene encanto. Pero por eso mismo es doblemente peligroso. La gente espera siempre que los villanos tengan aspecto de villanos. Bueno, quizá podamos encargarnos de Reich antes de que sea tarde. Trae a Barbara.

Mary trajo a la joven a la planta baja, y la sentó en el escalón inferior. Barbara parecía una estatua. Mary la había vestido con una túnica azul y le había echado hacia atrás el pelo rubio, atándoselo en forma de cola con una cinta azul. Barbara estaba impecable, brillante: una hermosa muñeca de cera.

—Encantadora por fuera, confusa por dentro. ¡Maldito Reich!

—¿Qué pasa con él?

—Te lo he dicho, Mary. Estaba tan enojado en ese gallinero de Chooka Frood que hice rodar por el suelo a esa babosa de Quizzard y a su mujer. Y cuando sentí la presencia de Reich, llegué a desafiarlo. Yo…

—¿Qué le hiciste a Quizzard?

Shock neurobásico. Ven al laboratorio algún día y te enseñaré qué es eso. Una novedad. Cualquier ésper puede aprenderlo. Es algo parecido al desintegrador, pero psicogénico.

—¿Fatal?

—¿Has olvidado los votos? Claro que no.

—¿Y sentiste a Reich a través del piso? ¿Cómo?

—Reflejo TP. El gabinete no era a prueba de sonidos. Tiene varios conductos acústicos. Ése fue el error de Reich. Estaba transmitiendo y juro que deseé que tuviese la valentía de disparar. Iba a lanzarle un neurobásico que haría historia.

—¿Por qué no disparó?

—No lo sé, Mary. No lo sé. Reich creía tener todas las razones del mundo para matarnos. Creía estar en lugar seguro… No sabía nada del shock neurobásico, aunque el derrumbe de Quizzard podía haberlo puesto sobre aviso. Pero no…

—¿Miedo?

—Reich no es un cobarde. No tenía miedo. Simplemente no pudo. No sé por qué. Quizá la próxima vez sea diferente. Por eso tengo a Barbara D’Courtney en mi casa. Está a salvo aquí.

—Estaría a salvo también en el hospital.

—Pero no bastante tranquila como para que yo pudiese realizar mi trabajo.

—¿…?

—Tiene ahí un retrato detallado del asesino escondido en su histeria. Tengo que obtenerlo pedazo por pedazo. Cuando lo tenga todo, tendré a Reich.

Mary se incorporó.

—Mutis de Mary Noyes.

—¡Siéntate! ¿Por qué crees que te he llamado? Vas a quedarte aquí, con la chica. No puede estar sola. Dormiréis las dos en mi habitación. Yo me las arreglaré en el estudio.

—Deténte, Linc. No te escapes de ese modo. Te sientes embarazado. Veamos si puedo meter una aguja a través de esa muralla mental.

—Escúchame…

—No, señor Powell. —Mary se echó a reír—. Así que era eso. Quieres salvar las apariencias. Un puritano, ¿eh? Eso eres, Powell. Atavismo positivo.

—Protesto. Eso es falso. En muchos círculos me conocen como muy progresista…

—¿Y qué es esa imagen? ¡Oh! Los caballeros de la Mesa Redonda. Sir Galahad Powell. Y hay algo más…

Mary dejó de reír y se puso pálida.

—¿Qué desenterraste?

—Olvídalo.

—Oh, vamos, Mary.

—Olvídalo, Linc. Y no trates de leérmelo. Averígualo tú mismo. Es preferible que no te lo diga otro. Yo, especialmente.

Powell la miró con curiosidad y al fin se encogió de hombros.

Muy bien, Mary. Entonces será mejor que iniciemos el trabajo. —Y añadió, dirigiéndose a Barbara D’Courtney—: Socorro, Barbara.

Instantáneamente, la muchacha se enderezó en su asiento, en actitud de escuchar, y Powell sondeó con delicadeza. Sensación de ropa de cama… Una voz que llamaba desde lejos… ¿La voz de quién, Barbara? Allá en lo hondo, en el preconsciente, la muchacha respondió:

«¿Quién es?». Un amigo, Barbara. «No tengo amigos. Estoy sola». Y la muchacha estaba sola, y corría por un pasillo, y abría de par en par una puerta y se precipitaba en un cuarto parecido a una orquídea para ver… ¿Qué, Barbara? «Un hombre. Dos hombres». ¿Quién? «Váyase. Por favor, váyase. No me gustan las voces. Alguien grita. Me grita en los oídos». Y la muchacha estaba gritando ahora, mientras el terror instintivo la apartaba de una figura confusa que trataba de alejarla de su padre. La muchacha se volvió y describió el círculo… ¿Qué hace tu padre, Barbara? «Él… No. Usted está de más aquí. Sólo estamos nosotros tres… Papá, yo y…», y la figura confusa la tomó entre sus brazos. Un rostro apenas vislumbrado. Nada más. Mira otra vez, Barbara. Cabeza rapada. Ojos separados. Nariz pequeña. Boca menuda y sensitiva. Como una cicatriz. ¿Es éste el hombre? Mira esta imagen. ¿Es éste el hombre? «Sí, sí, sí». Y enseguida todo se desvaneció.

Y la muchacha estaba acurrucándose otra vez, plácida, como una muñeca, muerta.

Powell se enjugó la transpiración de la cara, y llevó a la joven hasta el escalón. Temblaba, más que Barbara D’Courtney. La histeria le servía a Barbara de almohadón protector ante el impacto emocional. Pero Powell no era histérico, y revivía el terror de la joven, su horror, su tortura, desnudo y sin defensas.

—Era Ben Reich, Mary. ¿Viste la imagen tú también?

—No pude aguantarlo, Linc. Me escapé.

—Bueno, era Reich. Me pregunto sólo cómo demonios lo mató. ¿Con qué? ¿Por qué el viejo D’Courtney no trató de defenderse? Tengo que probar otra vez. Odio hacerle esto a Barbara…

—Y odio que te lo hagas a ti mismo.

—Tengo que hacerlo.

Powell tomó aliento y dijo:

—Socorro, Barbara.

La muchacha volvió a enderezarse en actitud de escuchar. Powell se deslizó en el interior de su mente. Cuidado, querida. No tan rápido. Hay mucho tiempo. «¿Usted otra vez?». ¿Me recuerdas, Barbara? «No. No. No lo conozco. Váyase». Pero soy parte de ti misma, Barbara. Corremos juntos por el pasillo. ¿Ves? Estamos abriendo la puerta. Juntos es mucho más fácil. Nos ayudamos mutuamente. «¿Nos ayudamos?». Sí, Barbara. Tú y yo. «¿Pero por qué no me ayuda ahora?». ¿Y cómo, Barbara? «Mire a papá. Ayúdeme a detenerlo. Deténgalo. Deténgalo. Ayúdeme a gritar. Ayúdeme, ¡por piedad! ¡Ayúdeme!».

La muchacha se arrodilló otra vez, parecida a una muñeca, muerta.

Powell sintió que una mano lo sostenía y comprendió que no tenía por qué arrodillarse con Barbara. El cuerpo que estaba ante él desapareció de su vista; el cuarto de la orquídea desapareció, y Mary Noyes estaba tratando de levantarlo.

—Esta vez fuiste tú el primero —dijo Mary sombríamente.

Powell sacudió la cabeza y trató de ayudar a Barbara D’Courtney. Cayó al suelo.

—Bueno, Sir Galahad. Tranquilízate.

Mary alzó a la muchacha y la llevó al escalón. Luego se volvió hacia Powell.

—¿Querrás que te ayude ahora, o piensas que es un trabajo hombruno?

—Viril, querrás decir. No pierdas tiempo tratando de ayudarme. Necesito una persona inteligente. Estamos en dificultades.

—¿Qué has visto?

D’Courtney quería que lo mataran.

—¡No!

—Sí. Quería morir. Parece como si se hubiese suicidado ante Reich. Los recuerdos de Barbara son algo confusos. Hay que aclararlo. Tengo que ir a ver al médico de D’Courtney.

—Es Sam @kins. Sam y Sally volvieron a Venus la semana pasada.

—Entonces tendré que hacer el viaje. ¿Podré tomar el cohete de las diez? Llama a Idlewild.

Sam @kins, doctor ésper 2, recibía 1000 créditos por hora de análisis. El público sabía que Sam ganaba dos millones de créditos por año, pero no que estaba matándose eficientemente a sí mismo con obras de caridad. @kins era animador principal de los planes de educación a largo plazo del gremio, y el jefe del grupo ambiental. Éste sostenía que el poder telepático no era una característica congénita, sino una cualidad latente de todo organismo y que podía desarrollarse con un entrenamiento adecuado.

Por este motivo, la solitaria mansión de Sam en la brillante y árida meseta, más allá de Venusburg, estaba siempre llena de casos de caridad. Sam invitaba a toda la gente de bajos ingresos a que le trajesen sus problemas, y mientras buscaba una solución, trataba con cuidado de dejar en sus enfermos la semilla telepática. El razonamiento de Sam era muy simple. Si, digamos, leer el pensamiento era algo así como desarrollar unos músculos sin uso, entonces la mayoría de la gente había sido demasiado perezosa o no había tenido la oportunidad de alcanzar ese desarrollo. Pero cuando el hombre cae en la trampa de una crisis, no puede permitirse la pereza; y allí estaba Sam para brindar oportunidad y entrenamiento. Hasta ahora, había descubierto un 20 por ciento de ésperes latentes, porcentaje menor al logrado por las entrevistas del gremio. Pero Sam no se descorazonaba.

Powell lo encontró mientras Sam recorría cabizbajo el rocoso jardín de su casa destruyendo vigorosamente las flores del desierto y creyendo dedicarse a sus cultivos y sostener a la vez varias simultáneas conversaciones con un grupo de gente deprimida que lo seguían como títeres. Las nubes perpetuas de Venus irradiaban una luz enceguecedora. La calva cabeza de Sam estaba al rojo. El hombre resoplaba y gritaba a plantas y pacientes por igual.

—¡Maldita sea! No me digan que esto es una planta fosforescente, es sólo una maleza. No conoceré yo las malezas. Alcánceme el rastrillo, Bernard.

Un hombrecito de negro le alcanzó el rastrillo y dijo:

—Mi nombre es Walter, doctor @kins.

—Y ése es todo su problema —gruñó @kins, arrancando unos tallos de un rojo carmesí. Los tallos cambiaron de color en una histeria prismática y emitieron un lamento que demostró que la planta no era una variedad fosforescente, ni una maleza, sino el desconcertante sauce venusiano.

@kins la miró con malos ojos, observando como caían las semillas aladas. Luego clavó la mirada en el hombrecito:

—Escapatoria semántica, Bernard. Usted vive de rótulos, no de objetos. Así se escapa del mundo. ¿De qué huye, Bernard?

—Tenía la esperanza de que me lo dijera usted, doctor @kins —replicó Walter.

Powell, inmóvil, gozaba del espectáculo. Era como una ilustración de una Biblia primitiva. Sam, un Mesías de mal carácter, miraba fijamente a sus humildes discípulos. Alrededor, las brillantes piedras de sílice del jardín, mezcladas con las secas plantas de Venus, de abigarrados colores. Arriba, una luz enceguecedora y nacarada, y en el fondo, hasta donde alcanzaba la vista, las tierras estériles de Venus, rojas, purpúreas y violáceas.

@kins bufó dirigiéndose a Walter Bernard.

—Me recuerda usted a la pelirroja. ¿Dónde está esa falsa cortesana?

Una bonita pelirroja se abrió paso a codazos entre la multitud y sonrió afectuosamente:

—Aquí estoy, doctor @kins.

—Bueno, no se contonee por el nombre que le he dado. —@kins la miró frunciendo el entrecejo y continuó en el nivel TP—: Está usted muy satisfecha de sí misma porque es una mujer, ¿no es cierto? Ha encontrado un sustituto de la vida real. Ha encontrado una fantasía adecuada. «Soy una mujer», se dice a sí misma. «Por lo tanto los hombres me desean. Me basta con saber que podría ser de miles de hombres, si los dejase». ¡Tonterías! No puede escaparse por ese camino. El sexo no es una máscara. La vida no es una máscara. La virginidad no es una apoteosis.

@kins esperó pacientemente una respuesta, pero la muchacha se limitó a sonreír y a adoptar una afectada actitud. Al fin @kins estalló:

—¿Nadie ha oído qué le dije a esta mujer?

—¡Yo, profesor!

—¡Lincoln Powell! ¡No! ¿Qué haces aquí? ¿De dónde has salido?

—De la Tierra, Sam. Vengo para una consulta y no puedo entretenerme mucho. Tengo que volver en el próximo cohete.

—¿No podrías haberme llamado por el teléfono interplanetario?

—Es algo complicado, Sam. Se requiere un poco de telepatía. Se trata del caso D’Courtney.

—Oh. Ah. Hum. Bueno. Estaré contigo dentro de un minuto. Haré que te sirvan algo. —@kins lanzó un anuncio explosivo—: ¡SALLY! ¡VISITAS!

Un miembro del rebaño de @kins trastabilló inexplicablemente, y Sam se volvió hacia él, excitado.

—¿Ha oído? ¿No es cierto?

—No, señor. No he oído nada.

—Sí, ha oído. Una transmisión TP.

—No, doctor @kins.

—Entonces, ¿por qué dio un salto?

—Me picó una chinche.

—No es cierto —rugió @kins—. En mi jardín no hay chinches. Oyó cómo le gritaba a mi mujer. —Y enseguida comenzó a hacer un terrible barullo:

—TODOS PUEDEN OÍRME. NO DIGAN QUE NO PUEDEN. ¿NO QUIEREN QUE LOS AYUDE? RESPONDAN. VAMOS. ¡RESPONDAN!

Powell encontró a Sally @kins en el fresco y espacioso vestíbulo de la casa. El cielo raso se abría al aire. Nunca llovía en aquel planeta. Una cúpula plástica bastaba para protegerse del cielo, que resplandecía durante las setecientas horas del día venusiano. Y cuando comenzaba el frío mortal de la noche de setecientas horas, el matrimonio @kins empacaba simplemente sus bultos y volvía a su casa con calefacción de Venusburg. Todos en Venus vivían en ciclos de treinta días.

Sam entró corriendo en el vestíbulo y se bebió un cuarto de litro de agua helada.

Diez créditos en el mercado negro —le dijo a Powell—. ¿Sabías eso? Tenemos un mercado negro de agua en Venus. ¿Qué demonios hace la policía? No te preocupes, Linc. Ya sé que no es tu jurisdicción. ¿Qué pasa con D’Courtney?

Powell expuso su problema. El recuerdo histérico que Barbara D’Courtney tenía de la muerte de su padre era susceptible de dos interpretaciones. O Reich había matado a D’Courtney, o sólo había sido un testigo del suicidio de D’Courtney. El Viejo Moisés querría que se lo explicaran.

—Ya veo. La respuesta es sí. D’Courtney se suicidó.

—¿Se suicidó? ¿Cómo?

—Estaba derrumbándose. Su estructura de adaptación estaba ya resquebrajada. Estaba retrogradando empujado por una exhaustación emocional y en el borde de la autodestrucción. Por eso mismo volé a la Tierra, para impedírselo.

—Hum. Esto sí que es una sorpresa. Entonces, pudo haberse destrozado la nuca, ¿eh?

—¿Cómo? ¿Destrozado la nuca?

—Sí. Éste es el retrato. No sabemos qué arma usó, pero…

—Un momento. Ahora puedo ayudarte de veras. Si D’Courtney murió de ese modo, indudablemente no se suicidó.

—¿Por qué no?

—Porque tenía la obsesión de los venenos. Había decidido matarse con narcóticos. Ya conoces a los suicidas, Linc. Una vez que han elegido una forma particular de morir, no cambian nunca. D’Courtney tuvo que haber sido asesinado.

—Ahora estamos apresurándonos demasiado, Sam. Dime, ¿por qué D’Courtney había decidido morir envenenado?

—¿Te haces el gracioso? Si lo hubiese sabido, todo habría sido distinto. Esto no me hace muy feliz. Reich arruinó mi caso. Yo hubiera podido salvar a D’Courtney. Yo…

—¿No llegaste a sospechar por qué D’Courtney estaba derrumbándose?

—Sí. Quería llevar a cabo algo drástico para escapar a un sentimiento de culpabilidad.

—¿Culpabilidad de qué?

—Su descendiente.

—¿Bárbara? ¿Por qué? ¿Cómo?

—No lo sé. Luchaba contra símbolos irracionales de abandono…, deserción…, vergüenza…, aversión…, cobardía. Íbamos a trabajar en eso. No sé más.

—¿Pudo haberse enterado Reich? El Viejo Moisés querrá saberlo de veras. Cuando le presentemos el caso…

—Reich pudo sospechar quizá… No. Imposible. Habría necesitado la ayuda de algún ésper para…

—Sigue, Sam. Estás ocultándome algo. Me gustaría saberlo. Si me dejases…

—Adelante. Te abro mi mente.

—No trates de ayudarme. Lo confundirás todo… Tranquilo, veamos…, asociación con una fiesta…, reunión…, conversación en una fiesta. El mes pasado. Gus Tate es un experto, pero necesitaba ayuda para un paciente parecido al tuyo, dijo. Si Tate necesita ayuda, pensaste, también la necesitará Ben Reich. —Powell estaba tan trastornado que habló en voz alta—: Bueno, ¡qué te parece el telépata!

—¿Qué me parece qué?

—Gus Tate estaba en la fiesta de Beaumont la noche en que mataron a D’Courtney. Había ido con Reich, pero yo esperaba…

—¡Linc, no lo creo!

—Yo tampoco podía creerlo, pero ahí está. El pequeño Gus Tate es el experto de Reich. El pequeño Gus trabajó para él. Te sacó la información y se la pasó al asesino. Pobre viejo Gus. ¿Qué valen ahora los votos del gremio?

—¡Qué vale ahora la demolición! —respondió @kins ferozmente.

De alguna parte, del interior de la casa, vino un anuncio de Sally @kins.

—Linc, teléfono.

—¡Diablos! Sólo Mary sabe que estoy aquí. Espero que no le haya pasado nada a la muchacha D’Courtney.

Powell atravesó de un salto el vestíbulo dirigiéndose a la cámara de fono-v. Vio, desde lejos, la cara de Beck en la pantalla. El teniente vio a Powell al mismo tiempo y agitó excitado las manos. Comenzó a hablar antes de que Powell pudiese oírlo.

—Me dio su número. Por suerte lo encontré, jefe. Tenemos veintiséis horas.

—Un momento, Beck. Comience desde el principio.

—El hombre de la rodopsina, el doctor Wilson Jordan, volvió de Calisto. Es ahora un hombre próspero gracias a Ben Reich. Hice un viaje con él. Estará en la Tierra unas veintiséis horas para arreglar sus asuntos, y luego se embarca otra vez para Calisto para vivir definitivamente de sus nuevos bienes. Si quiere sacarle algo, será mejor que vuelva enseguida.

—¿Hablará?

—No, jefe. Si fuese así, no lo llamaría. Jordan tiene el sarampión del dinero. Se siente además agradecido hacia Reich, quien (estoy citando sus palabras) se apartó generosamente en favor de Jordan y la justicia. Si quiere saber algo será mejor que vuelva a la Tierra y lo averigüe.

—Y éste —dijo Powell— es el laboratorio del gremio, doctor Jordan:

Jordan estaba impresionado. Todo el piso superior del edificio del gremio estaba dedicado a la investigación. Era un piso circular, de casi trescientos metros de diámetro, coronado por una doble capa de cuarzo capaz de dar a la habitación una claridad total o una total oscuridad, además de una luz monocroma de un décimo de angstrom. Ahora, a mediodía, la luz solar, ligeramente modulada y de un suave color de durazno, bañaba las mesas, los bancos, los aparatos de plata y cristal, y a los trabajadores de uniforme.

—¿Echamos un vistazo? —sugirió Powell.

—No tengo mucho tiempo, señor Powell, pero… —titubeó Jordan.

—Ya sé que no. Ha sido usted muy amable al concederme unas horas. Lo necesitamos tanto…

—¿Tiene algo que ver con D’Courtney? —comenzó a decir Jordan.

—¿Quién? Oh, sí. El crimen. ¿Cómo se le ocurrió eso?

—Me han acosado —dijo Jordan sombrío.

—Le aseguro, doctor Jordan, que buscamos su consejo técnico, no que nos informe sobre un asunto criminal. ¿Qué interés puede tener un crimen para un hombre de ciencia?

Jordan se tranquilizó un poco.

—Cierto. Basta ver este laboratorio para comprenderlo.

—¿Damos una vuelta? —Powell tomó a Jordan por el brazo y transmitió a todo el laboratorio—: ¡Atención! ¡Prepárense para algo rápido!

Los técnicos del laboratorio, sin interrumpir el trabajo, respondieron con distintas burlas. Entre una salva de imágenes ridículas, se oyó la voz ronca de la calumnia:

¿Quién se robó el tiempo, señor Powell? —La frase se refería aparentemente a un oscuro episodio de la vida del «niño deshonesto» que nadie había logrado averiguar, pero que siempre hacía enrojecer a Powell. Lo mismo esta vez. Un silencioso cacareo llenó la habitación.

—No, esto es serio. Todo el caso depende de algo que tengo que sonsacarle a este hombre.

El silencioso cacareo cesó instantáneamente.

—Éste es el doctor Wilson Jordan —anunció Powell—. Jordan se especializa en fisiología visual y posee ciertos informes que quiero que nos entregue. Háganlo sentirse paternal. Por favor, inventen problemas visuales y pídanle ayuda. Que hable.

Los técnicos se acercaron de a uno, en parejas, en manadas. Un investigador pelirrojo, que estaba trabajando en un dispositivo que recogería los impulsos TP, inventó rápidamente el hecho de que la transmisión TP era astigmática y requirió humildemente consejo. Un par de jóvenes bonitas, dedicadas al espinoso problema de la transmisión telepática a larga distancia, le preguntaron al doctor Jordan por qué motivo las imágenes visuales aparecían siempre con los colores un poco alterados, lo que no era cierto. El grupo japonés de expertos en el nódulo extrasensorio, centros de la perceptibilidad TP, insistió en que el nódulo y el nervio óptico formaban un circuito (no había nada parecido) y asaltaron al doctor Jordan con murmullos corteses y pruebas falsas.

A la 1 p. m. Powell dijo:

—Lamento tener que interrumpirlo, doctor. Su hora ha terminado y tiene usted tareas importantes que…

—No es nada. No es nada —replicó Jordan—. Pues bien, mi querido doctor. Si corta usted transversalmente el nervio óptico…

A las 1.30 p. m. Powell volvió a señalar la hora.

—La una y media, doctor. Sale usted a las cinco. Creo, realmente…

—Hay tiempo. Hay tiempo. Mujeres y cohetes, ya sabe, hay siempre otros. Ocurre, mi querido señor, que en su admirable trabajo hay un error muy simple. Nunca ha tratado usted el nódulo vivo con un tinte vital. El de Ehrlich, por ejemplo, o un violeta genciánico. Yo sugeriría…

A las 2 p. m. el doctor Jordan, encendido y en éxtasis, confesó que odiaba la idea de hundirse en Calisto. No había allí hombres de ciencia. Nada de discusiones. Ningún magnífico seminario como éste.

A las 3 p. m. le confesó a Powell cómo había heredado esos bienes insensatos. Parecía que Craye D’Courtney había sido alguna vez su dueño. El viejo Reich (el padre de Ben) se los ganó por medio de alguna trampa, y los puso a nombre de su mujer. Cuando la mujer murió, pasaron a su hijo. Aquel ladrón de Ben Reich tuvo quizá algún escrúpulo de conciencia pues los cedió a la justicia, y los azares de la justicia los pusieron en manos de Jordan.

—Y Reich tiene seguramente algo más en su conciencia —dijo Jordan—. ¡Las cosas que vi mientras trabajé con él! Pero los hombres de negocios son siempre un poco sinvergüenzas. ¿No le parece?

—No lo creo de Ben Reich —replicó Powell insistiendo en la nota noble—. No dejo de admirarlo.

—Claro. Claro —convino Jordan rápidamente—. Después de todo, Reich tiene conciencia. Eso es admirable, de veras. No quisiera que Reich pensase que yo…

—Naturalmente. —Powell se transformó en un conspirador cómplice y mostró a Jordan una cautivante sonrisa—. Como hombres de ciencia podemos lamentarlo, pero como hombres de mundo sólo nos restan alabanzas.

Jordan tomó efusivamente la mano de Powell.

—Usted me entiende.

A las 4 p. m. el doctor Jordan anunció a los genuflexos japoneses que comunicaría gustosamente sus investigaciones secretas sobre la púrpura visual con el solo objeto de ayudar a jóvenes tan simpáticos. Pasaba así la antorcha a la futura generación. Con los ojos húmedos y la garganta enronquecida por la emoción, describió minuciosamente el ionizador de rodopsina que había desarrollado para Monarch.

A las 5 p. m. los hombres de ciencia del gremio escoltaron al doctor Jordan hasta el cohete de Calisto. Le llenaron la cabina de flores y regalos; le llenaron los oídos de agradecidos testimonios. Y Jordan partió para el cuarto satélite de Júpiter, con la agradable sensación de haber beneficiado a la ciencia sin traicionar a su benemérito y generoso patrón, el señor Benjamin Reich.

Barbara estaba en el vestíbulo, en cuatro patas, arrastrándose con energía. Acababa de alimentarse y le brillaba la cara.

—Ajojojojojojojó —dijo—. Ajó.

—¡Mary, ven enseguida! ¡Barbara está hablando!

—¡No! —Mary vino corriendo desde la cocina—. ¿Qué dice?

—Me llamó papá.

—Ajó —dijo Barbara—. Ajojojojojó.

Mary miró a Powell con sorna.

—No dijo nada parecido. Dijo ajó —comentó Mary, y volvió a la cocina.

Quiso decir papá. No es culpa de ella si no sabe articular todavía. —Powell se arrodilló junto a Barbara—. Di papá, nenita. Di papá. ¿Papá? ¿Papá?

—Ajó —dijo Barbara con un gorjeo.

Powell se dio por vencido. Pasó del nivel consciente al preconsciente.

Hola, Barbara.

—¿Usted otra vez?

¿Me recuerdas?

—No sé.

Claro que sí. Soy el hombre que se mete en tu barullo privado. Luchamos juntos.

—¿Nosotros dos?

Nosotros dos. ¿No sabes quién eres? ¿No te gustaría saber por qué vives ahí abajo esa existencia solitaria?

—No lo sé. Dígamelo.

—Bueno, mi querida, érase una vez una niña como tú pero que sólo existía… como una simple entidad. Luego naciste. Tuviste una madre y un padre. Creciste hasta ser una joven encantadora de pelo rubio y ojos oscuros y una delicada y graciosa figura. Viniste de Marte con tu padre y…

—No. No hay nadie sino usted. Sólo nosotros en la oscuridad.

Estabas con tu padre, Barbara.

—No. No había nadie. Ningún otro.

Lo siento querida. Lo siento de veras, pero tenemos que pasar por esa agonía otra vez. Tengo que ver algo.

—No. No, por favor. Sólo nosotros dos, juntos. Por favor, señor fantasma…

Estaremos juntos y solos, Barbara. Acércate, querida. Tu padre está en el otro cuarto…, el cuarto de la orquídea, y de pronto oímos algo…

Powell tomó aliento y gritó:

—¡Socorro, Barbara! ¡Socorro!

Y los dos se incorporaron, atentos. Sensación de ropas de cama. El piso frío bajo los pies desnudos y el corredor interminable, hasta que al fin se precipitaron en el cuarto de la orquídea, y gritaron, y esquivaron al sorprendido Ben Reich mientras éste metía algo en la boca de papá. ¿Metía qué? Retengamos esa imagen. Fotografiémosla. ¡Cristo! Esa horrible explosión apagada. La nuca saltó en pedazos, y la amada, la adorada, la reverenciada figura se derrumbó de un modo increíble, desgarrándoles los corazones mientras los dos gemían y se arrastraban por el piso para arrancar una maligna flor de acero a la pálida…

—¡Levántate, Linc! ¡Por amor de Dios!

Powell se encontró casi de pie, sostenido por Mary. El aire del cuarto bullía de indignación.

—¿No puedo dejarte solo un minuto? ¡Idiota!

—¿Estuve arrodillado mucho tiempo, Mary?

—Por lo menos media hora. Entré y los vi a los dos en el suelo…

—Encontré lo que buscaba, Mary. Era un revólver. Una antigua arma explosiva. Una imagen clara. Mira…

—Mmmm. ¿Eso es un revólver?

—Sí.

—¿De dónde lo sacó Reich? ¿De un museo?

—No creo. Voy a apostar fuerte. Quizá mate dos pájaros de un tiro. Llévame al teléfono.

Powell se arrastró hasta el teléfono y marcó BD-12232. La cara torcida de Church apareció en la pantalla.

—Hola, Jerry.

—Hola…, Powell. —Precavido. En guardia.

—¿Te compró Gus Tate un revólver, Jerry?

—¿Un revólver?

—Sí. Un arma explosiva. Estilo siglo veinte. Lo usaron en el crimen de D’Courtney.

—¡No!

—Sí, de veras. Creo que Gus Tate es el asesino, Jerry. Me pregunté si te habría comprado el arma. Me gustaría mostrarte la imagen de ese revólver. —Powell titubeó, y habló suavemente—: Sería una gran ayuda, Jerry, y lo apreciaría mucho. Mucho. Espérame. Estaré ahí dentro de una hora.

Powell cortó la comunicación. Miró a Mary. Imagen de un guiño.

—Gus tendrá tiempo de llegar a casa de Church.

—¿Por qué Gus? Pensé que era Reich… —Mary vio la escena recogida por Powell en casa de @kins—. Oh, comprendo. Es una trampa para Tate y Church. Church le vendió el arma a Reich.

—Quizá. Corro un riesgo. Pero Church tiene una casa de empeños, y no hay nada más parecido a un museo.

—¿Y Tate ayudó a Reich a usar el arma? Increíble.

—Casi seguro, Mary.

—Así que estás lanzando a uno contra otro.

—Y a los dos contra Reich. Fallamos siempre en el nivel objetivo. Desde aquí tenemos que valernos de trampas ésper, o estoy arruinado.

—Pero ¿y si no puedes oponerlos a Reich? ¿Qué pasaría si se comunican con él?

—No pueden. Reich no está en la ciudad. Keno Quizzard está aterrorizado y dispuesto a cualquier cosa por salvar su vida, y Reich está buscándolo para hacerlo callar.

—Eres un sinvergüenza, de veras, Linc. Apuesto a que te robaste el tiempo.

—No —dijo Powell—. No fui yo. Fue el niño deshonesto.

Powell enrojeció, besó a Mary, besó luego a Barbara D’Courtney, volvió a enrojecer, y dejó confundido la casa.