8

Siete días de combate.

Una semana de acción y reacción, ataque y defensa, todos llevados a cabo en la superficie mientras bajo las aguas agitadas Powell y Augustus Tate nadaban en círculos como silenciosos tiburones que esperan la iniciación de la verdadera guerra.

Un oficial de patrulla, vestido con ropas comunes, creía en el ataque sorpresivo. Acechó a María Beaumont, durante un intervalo en un teatro, y exclamó ante los horrorizados amigos de la mujer:

—Todo estaba preparado de antemano. Usted estaba de acuerdo con el criminal. Usted dispuso la escena del crimen. Por eso estaban jugando a la sardina. Vamos, contésteme.

El Cadáver Dorado dio un graznido y salió corriendo. Mientras el policía «torpe» corría detrás de ella, su mente era examinada con todo cuidado.

Tate a Reich: El policía decía la verdad. En su departamento creen que María fue cómplice.

Reich a Tate: Muy bien. La arrojaremos a los lobos. Deje que la policía la detenga.

Por lo tanto la señora Beaumont quedó sin protección. Eligió para refugiarse una casa de crédito y cambios, origen de la fortuna de su familia. El oficial patrullero la encontró allí tres horas más tarde y la entregó al examen despiadado del supervisor. El oficial no sabía que Lincoln Powell estaba hablando con su jefe desde otra oficina.

Powell al personal: Sacó el juego de un viejo libro que Reich le regaló. Comprado posiblemente en la librería El Siglo. Tienen esas cosas. Averigüen si preguntó directamente por ese libro. Consulten también a Graham, el tasador. ¿Por qué el único juego intacto era el llamado sardina? Al Viejo Moisés le gustaría saberlo. ¿Y dónde está la muchacha?

Un oficial de tránsito, vestido con ropas comunes, iba a aprovechar la gran oportunidad de su vida, recurriendo a los métodos suaves. Se dirigió a la librería El Siglo y dijo arrastrando las palabras al gerente y al personal:

—Estoy buscando un libro de juegos antiguos. Como el que mi buen amigo Ben Reich les pidió la semana pasada.

Tate a Reich: He estado espiando. Van a investigar ese libro que usted envió a María.

Reich a Tate: Déjelos, no corro peligro. Tengo que concentrarme en esa muchacha.

El gerente y el personal explicaron cuidadosamente todo el asunto, respondiendo así a las suaves preguntas del policía «torpe». Algunos clientes perdieron la paciencia y se fueron. Uno de ellos se quedó en un rincón, demasiado absorbido por una grabación de cristal como para advertir que lo habían abandonado. Nadie sabía que Jackson Beck carecía totalmente de oído musical.

Powell a sus empleados: Parece que Reich encontró el libro accidentalmente. Tropezó con él mientras buscaba un regalo para María Beaumont. Comuníquelo. ¿Y dónde está esa muchacha?

Reich, en contacto con la agencia que proclamaba las virtudes del saltador Monarch («el único cohete aéreo de tipo familiar»), les presentó un nuevo programa publicitario.

—Se me ha ocurrido esto —dijo—. La gente antropomorfiza siempre los productos. Les atribuye características humanas. Les da nombre de cachorros y los trata como a tales. Un hombre no compraría una saltadora si no le tomase cariño. No le importa la eficiencia. Quiere amarla.

—Magnífico, señor Reich… ¡Magnífico!

—Vamos a antropomorfizar nuestra máquina —dijo Reich—. Encontremos una muchacha y proclamémosla «la chica del saltador Monarch». Cuando un consumidor compra un aparato, compra también a la chica. Cuando maneja el aparato, maneja también a la chica.

—¡Magnífico! —exclamó el hombre de la sección Ventas—. Su idea tiene unas dimensiones solares que nos aturden, señor Reich. ¡Arrolladora y explosiva!

—Inicien enseguida una campaña para localizar a esa joven. Pongan en eso a todos los viajantes. Invadan la ciudad. Quiero que la muchacha mida uno setenta. De unos sesenta y cinco kilos. De unos veinticinco años. Bien formada. Atractiva.

—Magnífico, señor Reich. Magnífico.

—Tiene que ser rubia y de ojos oscuros. Boca llena. Nariz aguileña. Aquí tiene un dibujo de lo que podría ser la muchacha Monarch. Mírenlo, reprodúzcanlo, y pásenselo a todos. Hay un ascenso para el hombre que localice a esa muchacha ideal.

Tate a Reich: He estado en la policía. Van a mandar a un hombre a Monarch para investigar la relación entre usted y ese tasador, Graham.

Reich a Tate: Déjelos. No hay nada, y Graham está en viaje de negocios. ¿Algo entre yo y Graham? Powell no puede ser tan tonto. Quizás he estado sobreestimándolo.

Los gastos no eran nada para un hombre de la cuadrilla, vestido con ropa de calle, que creía en la eficacia de un disfraz plástico. Equipado con unas relucientes facciones mongoloides, se empleó en la contaduría de Monarch y trató de descubrir relaciones financieras entre Reich y Graham, el tasador. Nunca supo que sus actividades habían sido vigiladas por el jefe ésper del personal de Monarch, desde el piso superior, y que todo el piso se había estado riendo de su trabajo.

Powell al personal: Nuestro cómplice está buscando un soborno en los libros de Monarch. Esto nos rebajará ante Reich en un cincuenta por ciento; lo que le hará un cincuenta por ciento más vulnerable. Pasen la noticia. ¿Dónde está la muchacha?

En la mesa directiva de La Hora, el único periódico horario del mundo —veinticuatro ediciones por día—, Reich anunció una nueva limosna Monarch.

—Lo llamaremos «Refugio» —dijo—. Ofrecemos ayuda, comodidad y refugio a los millones de ciudadanos sumergidos de esta época de crisis. Si está usted desahuciado, asustado, o en quiebra… Si algo le preocupa y no sabe adónde dirigirse… Si está usted desesperado… venga a nuestro «Refugio».

—Será una publicidad maravillosa —dijo el secretario de redacción—, pero costará una locura. ¿Qué fin tiene?

—Mejorar nuestras relaciones con el público —dijo Reich—. Quiero que esto aparezca en la próxima edición. ¡Rápido!

Reich dejó la mesa directiva, bajó a la calle y buscó una casilla telefónica. Llamó a la sección Entretenimientos e instruyó cuidadosamente a Ellery West.

—Quiero que pongan un hombre en todas las oficinas de «Refugio». Y que me envíen enseguida una descripción completa y una foto de todos los solicitantes. Enseguida, Ellery. A medida que vayan llegando.

—No quiero meterme, Ben, pero desearía leerte el pensamiento de veras.

—¿Alguna sospecha? —gruñó Reich.

—No, sólo curiosidad.

—No dejes que te mate.

Cuando Reich abandonó la casilla, un hombre que traslucía una eficaz ineptitud vino a su encuentro.

—Oh, señor Reich, qué suerte tropezar con usted. Acabo de enterarme del asunto «Refugio», y pensé que una entrevista de humano interés con el propiciador de este nuevo y maravilloso movimiento caritativo podría…

¡Qué suerte la de haber tropezado con él! El hombre era el famoso reportero telépata de El mítico industrial. Probablemente lo venía siguiendo y…

Más tensión, dijo el tensor. Más tensión, dijo el tensor. Tensión, compresión y comienza la disensión.

—Nada que comentar —balbuceó Reich.

Ocho, señor; siete, señor; seis, señor; cinco, señor…

—¿Qué episodio de su niñez pudo haber originado en usted esta idea de…?

Cuatro, señor; tres, señor; dos, señor; ¡uno!

—¿Se sintió desorientado alguna vez? ¿Temió en alguna ocasión la muerte o el crimen? ¿Hubo en usted quizá…?

Más tensión, dijo el tensor. Más tensión, dijo el tensor. Tensión, compresión y comienza la disensión.

Reich subió rápidamente a un saltador público y se alejó del telépata.

Tate a Reich: La policía anda de veras detrás de Graham. Todo el laboratorio está dedicado a la búsqueda del tasador. No sé qué pretenderá Powell, pero está alejándose de usted. Creo que el margen de seguridad ha aumentado.

Reich a Tate: No hasta que encontremos a esa chica.

Marcus Graham no había indicado su destino, y el laboratorio había lanzado tras él a una media docena de ineficaces detectives robots. Sus ineficaces inventores seguían a las máquinas por todo el sistema solar. Mientras tanto, Marcus Graham había llegado a Ganímedes y Powell lo había encontrado en una subasta de libros raros y primitivos dirigida con una velocidad de todos los diablos por un subastador telépata. Los libros habían pertenecido al patrimonio de los Drake, heredado por Ben Reich de su madre. Habían sido puestos en venta inesperadamente.

Powell se entrevistó con Graham en el vestíbulo de la casa de subastas ante un mirador de cristal desde donde se veía la tundra de Ganímedes y la mole castaño-rojiza de Júpiter. Powell tomó luego de vuelta a la Tierra el crucero quincenal y el «niño deshonesto» lo puso en ridículo ante una hermosa camarera. Cuando llegó a la oficina, no era un hombre feliz, y Parpadeo, Guiño y Cabezazo parpadearon, guiñaron los ojos, y cabecearon maliciosamente.

Powell al personal: Ninguna esperanza. No sé por qué habrán enviado a Graham a Ganímedes.

Beck a Powell: ¿Y el libro de juegos?

Powell a Beck: Reich lo compró, lo hizo tasar y lo mandó como regalo. Estaba en malas condiciones y María sólo pudo elegir un juego: la sardina. Nunca lograremos que el Viejo Moisés saque algo de eso. Sé cómo trabaja esa máquina. ¡Maldita sea!

Tres policías de baja graduación visitaron sucesivamente a la señorita Duffy Wyg& y volvieron cabizbajos a vestir el uniforme. Cuando Powell dio con ella, la mujer se encontraba en el «baile de los 4000». La señorita Wyg& habló encantada.

Powell al personal: Llamé a Ellery West en Monarch y me confirmó la historia de la señorita Wyg&. West se quejó del juego excesivo y Reich compró una psicocanción para entretener a los jugadores. Parece que eligió esa canción por accidente. ¿Qué se sabe de lo que usó Reich contra los guardias? ¿Y qué se sabe de esa muchacha?

En respuesta a las críticas amargas y a las risas sonoras, el comisionado Crabbe concedió una entrevista exclusiva a los representantes de la prensa y reveló que los laboratorios policiales acababan de descubrir una técnica nueva que ayudaría a solucionar el caso D’Courtney en las próximas veinticuatro horas. Se trataba de un análisis fotográfico de la púrpura visual del cadáver; este análisis revelaría la imagen del asesino. Llamarían a todos los expertos en rodopsina para que trabajasen en la investigación.

No queriendo correr el riesgo de que Wilson Jordan, el fisiólogo que había desarrollado para Monarch el ionizador de rodopsina, fuese investigado, Reich telefoneó a Keno Quizzard y le propuso un plan para alejar a Jordan del planeta.

—Tengo unos bienes en Calisto —dijo Reich—. Renunciaré al título y dejaré que una corte decida quién es su poseedor. Me aseguraré de que todas las probabilidades apunten hacia Jordan.

—¿Y se lo dirá a Jordan? —preguntó Quizzard con su voz áspera.

—Sería infantil, Keno. No tenemos por qué descubrirnos. Llama a Jordan. Hazle sospechar algo. Y deja que él descubra el resto.

Como resultado de la conversación, una persona anónima, de voz ronca, telefoneó a Wilson Jordan y se mostró casualmente interesada en comprar el patrimonio de los Drake en Calisto por una pequeña cantidad. La voz ronca despertó las sospechas del doctor, que no tenía noticia del patrimonio de los Drake. Jordan llamó a un abogado. Le informaron que acababa de convertirse en el posible heredero de medio millón de créditos. El asombrado fisiólogo se embarcó para Calisto una hora más tarde.

Powell al personal: Hemos espantado a un empleado de Reich. Jordan es seguramente nuestro hombre en este asunto de la rodopsina. Luego del anuncio de Crabbe sólo desapareció este fisiólogo. Avísenle a Beck que vaya a Calisto y lo vea. ¿Qué se sabe de la muchacha?

Entretanto, el sistema «torpe y hábil» progresaba serenamente. Mientras María Beaumont ocupaba la atención de Reich con sus graznidos de protesta, un joven e inteligente abogado del departamento legal de Monarch era llamado desde Marte y ocupaba allí anónimamente una anticuada pero valiosa vicepresidencia. Un asombroso duplicado de ese joven ocupó su puesto en Monarch.

Tate a Reich: Investigue el departamento legal. No he podido averiguar de qué se trata, pero hay algo ahí. Peligroso.

Reich alquiló un ésper, entendido en eficiencia, para que hiciese aparentemente un examen general, y localizó la sustitución. Luego llamó a Keno Quizzard. El crupier ciego sacó de la nada a un demandante que acusó al joven abogado de cohecho. Así, sin pena, y de un modo legítimo, concluyó la sustitución.

Powell al personal: ¡Maldita sea! Estamos atrapados. Reich nos cierra todas las puertas en las narices… Las «torpes» y las «hábiles». Averigüen quién es el denunciante y encuentren a esa muchacha.

Mientras el patrullero se paseaba alrededor del edificio Monarch con sus nuevas facciones mongólicas, un investigador de la misma casa, que había sido malamente herido en una explosión del laboratorio, dejó el hospital una semana antes de lo esperado y se presentó en su oficina. Estaba lleno de vendas, pero con muchas ganas de trabajar. El viejo e insobornable espíritu de Monarch.

Tate a Reich: Al fin lo he descubierto. Powell no es tonto. Está investigando en dos niveles distintos. No preste atención al más ostensible. Cuídese del otro. He oído algo a propósito de un hospital. Investigue.

Reich investigó. Tardó tres días, y luego volvió a llamar a Keno Quizzard. Enseguida le robaron a Monarch 50 000 créditos de platino y la operación destruyó la sala de inventores. Se descubrió que el investigador vendado era un impostor, se le acusó de complicidad en el crimen, y fue entregado a la policía.

Powell al personal: Esto significa que nunca podremos probar que esa rodopsina salió del laboratorio de Reich. ¿Cómo, en nombre de Dios, descubrió nuestra treta? ¿No es posible averiguarlo? ¿Dónde está esa muchacha?

Mientras Reich se reía a carcajadas de esos ridículos robots que perseguían a Graham, su brazo derecho daba la bienvenida al inspector de impuestos continental, ésper 2, que había llegado para efectuar una revisión largamente pospuesta. Una de las novedades de la escolta era una redactora que preparaba los informes de su jefe. La muchacha era muy entendida en cuestiones policiales…, principalmente en cuestiones de policía.

Tate a Reich: Sospecho algo de esa escolta del inspector. No corra riesgos.

Reich sonrió torciendo la boca y entregó al inspector los libros públicos. Luego envió a Hassop, el jefe de la sección Códigos, al espacio, para que se tomara las vacaciones prometidas. Hassop llevó consigo, con su habitual equipo de fotografía, un carrete de película ya impresionado. El carrete contenía los libros secretos de Monarch y estaba protegido por un recipiente térmico que si no se abría del modo correcto destruiría la película. La otra copia de los libros quedaba en la inviolable caja de seguridad del domicilio de Reich.

Powell al personal: Y aquí termina todo. Sigan a Hassop con los dos métodos: «torpe» y «hábil». Lleva consigo, probablemente, pruebas importantísimas, así que Reich lo habrá protegido muy bien. Maldita sea. Nos han derrotado. Lo sé. El Viejo Moisés también lo sabrá. ¡En nombre de Cristo! ¿Dónde está esa condenada muchacha?

Como un mapa anatómico del sistema sanguíneo, un color rojo para las arterias y otro azul para las venas, el mundo del hampa y el mundo policial tendieron sus redes. Desde los cuarteles del gremio ésper las instrucciones pasaron a los profesores, a los estudiantes, a sus amigos, a los amigos de sus amigos, a los conocidos, a los desconocidos encontrados casualmente. Desde el casino de Quizzard las instrucciones pasaron del crupier a los jugadores, de éstos a los hombres de confianza, a los sobornadores, a los ladrones de poca monta, a los buscavidas y falsificadores, a las víctimas, a ese mundo gris de los semifulleros y semihonestos.

El viernes por la mañana, Fred Deal, ésper 2, se despertó, saltó de la cama, se dio un baño y salió para su trabajo habitual. Era jefe de guardias en un piso del Banco de Cambios de Marte, en la parte baja de Maiden Lane. Mientras se detenía a comprar un nuevo billete de abono para el tren neumático, se entretuvo con una ésper 3, empleada en la oficina de informes. La mujer le habló de Barbara D’Courtney y Fred memorizó el retrato TP. Era un retrato con marco de signos de crédito.

El viernes por la mañana, Snim Asj fue despertado por su casera, Chooka Frood, con un grito que reclamaba el pago del alquiler.

—Por Cristo, Chooka —balbuceó Snim—, ya estás haciendo una fortuna con esa rubia chiflada que has recogido. Esta trampa de la adivina es una mina de oro. ¿Qué más quieres?

Chooka Frood señaló a Snim que: A) La muchacha rubia no estaba loca. Era de veras una médium. B) Ella (Chooka) no hacía trampas. Era una adivina auténtica. C) Si él (Snim) no aparecía enseguida con el pago de seis semanas, ella (Chooka) podría dedicarse sin preocupaciones a su negocio. Snim iría a parar al asfalto.

Snim se levantó, y, una vez vestido, bajó a la ciudad para pedir unos pocos créditos. Era demasiado temprano para ir a casa de Quizzard y llorar un rato ante los más prósperos clientes. Snim trató entonces de colarse en el neumático. El telépata a cargo de la ventanilla lo descubrió y lo echó a la calle. Snim decidió caminar. La casa de empeños de Jerry Church quedaba bastante lejos, pero tenía allí un pianito de bolsillo, de oro y perlas, y esperaba que Church le adelantase otro soberano.

Church no estaba y el escribiente no quiso comprometerse. Cambiaron algunas palabras. Snim lloró un rato ante el escribiente contándole que su patrona se estaba enriqueciendo día a día con una nueva trampa para bobos y a pesar de eso no le perdonaba un centavo. El escribiente no se conmovió ni como para pagar un café, y Snim volvió a la calle.

Cuando Jerry Church entró en la casa de empeños con el propósito de olvidar un momento esa alocada búsqueda de Barbara D’Courtney, el escribiente le informó de la visita de Snim y le repitió la conversación. El escribiente no le dijo todo, pero Church leyó lo que faltaba. Casi tambaleándose corrió y llamó a Reich. Reich no estaba en ninguna parte. Church tomó aliento y llamó a Keno Quizzard.

Mientras tanto Snim comenzaba a sentirse un poco desesperado. De esa desesperación nació la idea del robo. Se arrastró pesadamente hacia Maiden Lane y examinó los bancos que rodeaban la agradable explanada. No era muy listo y cometió el error de elegir como campo de operaciones el Banco de Cambios de Marte. El edificio parecía viejo y provinciano. Snim no sabía aún que sólo las instituciones poderosas y eficientes pueden permitirse una apariencia de segunda categoría.

Snim entró en el banco, atravesó el piso principal, se dirigió hacia los escritorios instalados frente a las ventanillas y se robó una docena de formularios y una pluma. Mientras Snim dejaba el banco, Fred Deal le lanzó una mirada y se volvió cansadamente hacia su compañero de tareas.

—¿Ves a aquel piojo? —Señaló a Snim, que estaba desapareciendo por la puerta de calle—. Está preparándose para dar el golpe de la «verificación».

—¿Quieres que lo atrapemos?

—¿Para qué? Déjalo que siga. Lo atraparemos con el dinero en la mano.

Snim, ignorante de todo esto, comenzó a pasearse ante la puerta del banco con los ojos clavados en las ventanillas. Un respetable ciudadano recogía un dinero en la caja Z. El empleado le estaba entregando varios fajos de billetes. Ése era su pez. Snim se sacó rápidamente la chaqueta, se recogió las mangas de la camisa y se puso la lapicera en la oreja.

Cuando el pez salió del banco, contando su dinero, Snim se deslizó detrás de él y le golpeó un hombro.

—Perdóneme, señor —le dijo—. Soy de la caja Z. Creo que nuestro empleado ha cometido un error y le ha dado a usted de menos. ¿Quiere volver para la verificación, por favor? —Snim sacudió su docena de formularios, tomó graciosamente el dinero de las aletas de su víctima, y se volvió hacia la puerta del banco—. Por aquí, señor —dijo en un tono amable—. Otros cien lo esperan.

Mientras el sorprendido y respetable ciudadano comenzaba a seguirlo, Snim atravesó rápidamente la sala, se metió en la muchedumbre y se dirigió a una salida lateral. Estaría en la calle, y lejos, antes de que el pescado se diese cuenta. Justo en ese momento una mano dura tomó a Snim por el cuello. La cabeza de Snim giró hasta encontrarse con la cara de un guardián del banco. En un caótico instante Snim pensó en luchas, huidas, cohechos, ruegos, el hospital de Kingston, la perra Chooka Frood y su muchacha rubia, su pianito de bolsillo y el hombre al que pertenecía la joya. Luego se derrumbó, sollozando.

El guardián ésper hizo señas a otro hombre de uniforme y gritó:

—Llévenlo, muchachos. Acabo de descubrir una mina de oro.

—¿Hay una recompensa por este hombre, Fred?

—No por él. Por lo que tiene en la cabeza. Voy a llamar al gremio.

Aquel viernes por la tarde, casi simultáneamente, Ben Reich y Lincoln Powell recibieron la misma información.

—Muchacha que responde a las señas de Barbara D’Courtney se encuentra en casa de la adivina Chooka Frood, Bastión Oeste 99.