El prefecto de policía de una ciudad de siete millones y medio de habitantes no puede vivir atado a un escritorio. No dispone de archivos, memoranda, notas y rollos de cintas de grabación. Tiene tres secretarios ésperes, prodigios de memoria, que conservan en la mente todas las minucias del oficio. Acompañan al prefecto por las oficinas como un índice triple. Rodeado por los componentes de este movedizo escuadrón (conocidos por el resto de los empleados por los sobrenombres de Guiño, Parpadeo y Cabezazo), Powell recorrió la calle Central, reuniendo material para la batalla. Ante el comisario Crabbe volvió a describir los grandes lineamientos del plan.
—Tenemos que descubrir un motivo, un método y una oportunidad, comisionado. La oportunidad ha existido, pero eso no basta. Ya conoce usted al Viejo Moisés. Insistirá en exigir pruebas reales.
—¿El Viejo qué? —Crabbe parecía sorprendido.
—El Viejo Moisés —dijo Powell con una sonrisa—. Así llamamos a la Computadora de Investigación Múltiple Mosaico. No querrá llamarla por su nombre completo, ¿no? Terminará agotado.
—¡Esa maldita máquina de sumar!
—Sí, señor. Pues bien, recurriré a todo para obtener de Monarch y Ben Reich esas pruebas que el Viejo Moisés exige. Quiero hacerle una sola pregunta. ¿Recurrirá usted también a todo?
Crabbe, que sentía resentimiento y odio ante todos los ésperes, enrojeció y gritó sentado en su silla de marfil, ante su escritorio de marfil, en su oficina de marfil y plata:
—¿Qué demonios quiere usted decir, Powell?
—No busque significados ocultos, señor. Sólo le pregunto si no está usted atado a Monarch o Reich de algún modo. ¿No se sentirá molesto cuando todo se complique? ¿No vendrá Reich a verlo, a enfriar nuestras turbinas?
—No lo hará, maldito sea.
—Señor —comunicó Guiño—. El cuatro de diciembre del año pasado, el comisionado Crabbe discutió con usted el caso Monolito. La conversación tuvo este curso:
Powell: Este asunto tiene un aspecto económico, comisionado. Monarch puede ponernos alguna objeción.
Crabbe: Reich me ha dado su palabra y no lo hará. Confío en Ben Reich. Apoyó mi candidatura a fiscal del distrito.
—Eso es, gracias, Guiño. Sabía que había algo a propósito de Crabbe.
Powell dio una vuelta de llave a sus tácticas y miró fijamente al policía.
—¿De qué diablos quiere convencerme, Crabbe? ¿Qué me dice de su campaña para fiscal? Reich lo apoyó, ¿no es cierto?
—Sí, me apoyó.
—¿Y tengo que creer que le retiró su apoyo?
—Maldita sea, Powell. Sí, tiene que creerlo. Me apoyó. Pero no he vuelto a saber de él.
—Entonces tengo carta blanca en este crimen de Reich.
—¿Por qué insiste en afirmar que Reich mató a ese hombre? Es ridículo. No tiene usted ninguna prueba. Lo cree usted, y nada más. —Powell seguía mirando a Crabbe—. No lo mató, estoy seguro. Ben Reich no mataría a nadie. Es un hombre excelente…
—¿Tengo o no carta blanca?
—Oh, bueno, Powell. Sí, la tiene.
—Pero con grandes reservas. Anoten eso, muchachos. Tiene un miedo mortal a Reich. Anoten otra cosa. Yo también le tengo miedo…
—Oigan ahora —dijo Powell ante sus empleados—. Todos ustedes saben qué monstruo de sangre fría es el Viejo Moisés. Siempre pidiendo hechos…, hechos…, evidencias, pruebas definitivas. Tenemos que obtener pruebas para que esa condenada máquina se convenza de que tiene que aceptar este asunto. Para lograrlo vamos a aplicar a Reich el método «Torpeza y habilidad». Ya lo conocen. Asignaremos a cada caso un empleado chapucero y otro inteligente. El torpe no sabrá que el hábil trabaja con él. Tampoco lo sabrá el sujeto. Cuando se desprenda del policía chapucero, creerá que está libre. Eso facilitará el trabajo para el hábil. Y eso es lo que vamos a hacerle a Reich.
—¿Investigación? —dijo Beck.
—Vayan a todos los departamentos. Elijan un centenar de policías de la más baja graduación. Vístanlos con ropas comunes y pónganlos a trabajar en el caso Reich. Suban al laboratorio y apodérense de todos los robots chiflados aparecidos en los últimos años. Pónganlos a trabajar en el caso Reich. Conviertan todo esto en una investigación «torpe»… Que no nos duela desprendernos de ella, pero que le cueste a Reich mucho trabajo.
—¿Áreas específicas? —preguntó Beck.
—¿Por qué estaban jugando a la sardina? ¿Quién sugirió el juego? Los secretarios de María Beaumont declararon que no pudieron examinar a Reich porque éste tenía constantemente una canción en la cabeza. ¿Qué canción es ésa? ¿Quién la escribió? ¿Dónde la oyó Reich? El laboratorio afirma que los guardas fueron bombardeados con un ionizador de la púrpura visual. Investiguen qué es eso. ¿Qué mató a D’Courtney? Investiguen todas las armas. Indaguen las relaciones entre D’Courtney y Reich. Sabemos que eran hombres de negocios rivales. ¿Eran también enemigos a muerte? ¿Beneficia el crimen a alguien? ¿O ha sido provocado por el temor? ¿Qué y cuánto puede ganar Ben Reich con la muerte de D’Courtney?
—¡Jesús! —exclamó Beck—. ¿Todo esto «torpe»? Estropearemos el caso, Linc.
—Quizá. Pero no lo creo. Reich es un triunfador. Ha tenido una serie de victorias que lo han engolosinado. Me parece que va a morder el anzuelo. Cada vez que se libre de una de nuestras trampas, pensará que está burlándose de nosotros. Dejen que lo piense. El público va a criticarnos de veras. Los noticieros nos harán pedazos. Pero ustedes sigan. Endurézcanse. Vociferen. Declárense ultrajados. Seremos unos policías patanes y tontos…, y mientras Reich engorda con ese régimen…
—Nosotros nos estaremos comiendo a Reich —dijo Beck sonriendo—. ¿Y esa muchacha?
—La muchacha será la excepción. Con ella no seguiremos el método «torpe». Emplearemos con ella toda nuestra inteligencia. Quiero que envíen a los oficiales de policía de todo el país, y en menos de una hora, una foto y una descripción de la muchacha. Al mismo tiempo les anunciaremos que el hombre que la localice ascenderá automáticamente cinco grados.
—Señor. El reglamento prohibe todo ascenso mayor de tres grados por vez —comentó Cabezazo.
—Al diablo con el reglamento —exclamó Powell—. Cinco grados para el hombre que encuentre a Barbara D’Courtney. Tengo que conseguir a esa muchacha.
En el edificio Monarch, Ben Reich echaba todas las grabaciones de cristal en las manos sorprendidas de sus secretarios.
—Váyanse enseguida de aquí, y llévense toda esta porquería —gruñó—. Desde hoy los asuntos de la oficina seguirán su curso natural, y sin mi ayuda. ¿Me han entendido? Así que no me molesten.
—Señor Reich, entendemos que piensa usted encargarse de los intereses de D’Courtney, ahora que Craye D’Courtney ha muerto. Si usted…
—Ya lo estoy haciendo. Por eso no quiero que me molesten. Y ahora, fuera. ¡Rápido!
Reich arreó al atemorizado personal, lo hizo salir a empujones, y al fin dio un portazo y cerró con llave. Se dirigió al teléfono, marcó BD-12232 y esperó impacientemente. Al cabo de un tiempo demasiado largo, la imagen de Jerry Church apareció sobre un fondo de desechos de empeño.
—¿Usted? —gruñó Church y buscó la llave que cortaba la comunicación.
—Sí, soy yo. Al grano. ¿Quieres todavía reincorporarte?
—¿Qué pasa?
—Tú mismo me lo has propuesto. Y yo ya estoy iniciando los trámites. Y lograré lo que quieres, Jerry; domino la Liga de Patriotas Ésper. Pero exijo un buen pago.
—Por Dios, Ben. Cualquier cosa. Pídemelo y basta.
—Eso es lo que quiero.
—¿Cualquier cosa?
—Y todo. Servicios ilimitados. Ya conoces el precio que estoy dispuesto a pagar. ¿Estás en venta?
—Sí, estoy en venta, Ben.
—Y quiero además a Keno Quizzard.
—No es posible, Ben. Es arriesgado. Nadie obtiene nada de Quizzard.
—Arregla la cita. El mismo lugar de siempre. La misma hora. Como en los viejos tiempos, ¿eh, Jerry? Sólo que esta vez tendremos un final feliz.
Cuando Lincoln Powell entró en el vestíbulo del Instituto Ésper se encontró con el gentío habitual. Centenares de esperanzados, de todas las edades, de todos los sexos, de todas las clases, y todos con el mismo sueño: el de poseer la mágica virtud de realizar todas las fantasías, sin tener en cuenta la pesada responsabilidad que esa virtud traía consigo. Lee el pensamiento y domina el mercado… (Las leyes del gremio prohibían a los telépatas las especulaciones y juegos de bolsa). Lee el pensamiento y conoce la respuesta a todas las preguntas de los examinadores… (Éste era un escolar e ignoraba que las mesas de examinadores alquilaban censores ésper para prevenir esas trampas). Lee el pensamiento y averigua qué piensan de ti los demás… Lee el pensamiento y entérate de lo que quieren las mujeres… Lee el pensamiento y serás poderoso como un rey…
Desde el escritorio, la encargada de la recepción transmitía con cansancio en todas las bandas TP: Si pueden oírme, diríjanse por favor a la puerta de la izquierda donde se lee EMPLEADOS SOLAMENTE. Si pueden oírme diríjanse por favor a la puerta de la izquierda donde se lee EMPLEADOS SOLAMENTE.
Y a una dama audaz que llevaba una libreta de cheques en la mano, la muchacha le decía:
—No, señora. El gremio no cobra cursos de entrenamiento e instrucción. Su oferta es inútil. Por favor, vuélvase a su casa, señora. No podemos ayudarla.
Sorda a la prueba básica del gremio, la mujer se volvió enojada, y el estudiante vino a ocupar su sitio.
Si pueden oírme, diríjanse por favor a la puerta de la izquierda…
Un joven negro se apartó repentinamente de la fila de solicitantes, miró inseguro a la mujer del escritorio, y se encaminó hacia la puerta de los empleados. La abrió y entró en la oficina. Powell estaba excitado. Los ésperes latentes escaseaban, de veras. Había tenido suerte al llegar en este momento.
Saludó con un movimiento de cabeza a la mujer del escritorio y siguió al joven negro. En el interior de la oficina los miembros del gremio estrechaban con entusiasmo la mano del sorprendido joven y le palmeaban la espalda. Powell se unió a ellos durante un momento y añadió sus felicitaciones.
Atravesó luego el corredor que llevaba a la oficina del presidente. En un jardín de infantes, treinta niños y diez adultos mezclaban palabras y pensamientos en una terrible confusión. El instructor transmitía con paciencia:
—Piensen… Piensen… No necesitan las palabras. Piensen. Recuerden que es necesario eliminar el reflejo del lenguaje. Repitan conmigo la regla primera…
Y la clase cantó:
—Eliminar la laringe.
Powell dio un respingo y siguió caminando. La pared opuesta al jardín de infantes estaba cubierta por una placa dorada en la que se leían las palabras sagradas del juramento ésper:
Consideraré a aquel que me ha enseñado este arte como a uno de mis padres. Compartiré con él mi alimento y lo aliviaré de sus cuidados. Veré en su progenie a mis hermanos, y les enseñaré este arte por todos los medios. Adoptaré la profesión que más beneficie a la humanidad, de acuerdo con mi creencia y juicio, y evitaré el daño y el error. No daré a nadie, aunque así me lo pidan, un pensamiento dañino.
La lectura de las mentes, cualesquiera sean éstas, será realizada para beneficiar al hombre, evitando el mal y la corrupción. Guardaré silencio sobre todo aquello que vea y oiga en las mentes y que no deba ser conocido por otro, y lo consideraré un sagrado secreto.
En la sala de conferencias, una clase de terceros entrecruzaba seriamente sus pensamientos, como si tejiese una canasta, mientras discutían los sucesos de actualidad. Un casi segundo, de doce años, añadía líneas en zigzag a la pesada discusión y terminaba sus frases con una palabra hablada. Estas palabras rimaban entre sí y eran punzantes comentarios a la conversación.
Powell encontró la oficina del presidente alborotada. Todas las puertas estaban abiertas, y los empleados y secretarias corrían de un lado a otro. El viejo T’sung H’sai, el presidente, un majestuoso mandarín de cráneo pelado y rostro benigno, estaba de pie, enfurecido, en el centro de la habitación. Su enojo era tan grande que estaba gritando, y la sorpresa de las palabras articuladas estremecía a su personal.
—No me importa cómo se llamen a sí mismos esos canallas —rugía T’sung H’sai—. Son una banda de egoístas y ensoberbecidos reaccionarios. Me vienen a hablar a mí de la pureza racial, ¿eh? Me vienen a hablar a mí de aristocracia. Ya van a oírme. Hasta reventar. ¡Señorita Prinn! ¡Señorita Pr-i-nn!
La señorita Prinn entró cautelosamente en la oficina, aterrorizada ante el posible dictado oral.
—Escriba esta carta para esos demonios. A la Liga de Patriotas Ésperes. Caballeros… Buenos días, Powell. No lo veo desde hace siglos… ¿Cómo está el niño deshonesto? La campaña organizada por esa camarilla con el fin de suprimir impuestos en el gremio y los porcentajes reservados para la educación de los telépatas y la extensión del entrenamiento ésper a la humanidad, está inspirada directamente por una mente traidora y fascista. Punto y aparte.
T’sung se arrancó a sí mismo de su diatriba y guiñó un ojo a Powell.
—¿Y ha encontrado ya a la ésper de sus sueños?
—Todavía no, señor.
—¡Maldito sea, Powell! ¡Cásese! —bramó T’sung—: No puedo pasarme la vida en este puesto. Punto y aparte, señorita Prinn. Hablan ustedes de la exageración de los impuestos, de la necesidad de preservar la aristocracia de los ésperes, de la inadaptación del hombre común a nuestro entrenamiento… ¿Qué quiere, Powell?
—Quiero usar la red de comunicaciones, señor.
—Bueno, no me moleste. Hable con mi chica. Punto y aparte, señorita Prinn. ¿Por qué no declaran abiertamente la verdad? Ustedes, parásitos, quieren que los poderes ésperes sean utilizados sólo por un grupo limitado, ¡para tener un mayor número de víctimas a quienes chupar la sangre! Ustedes, sanguijuelas, quieren que…
Powell cerró prudentemente la puerta y se volvió hacia la secretaria segunda de T’sung, que estaba temblando en un rincón.
—¿Está de veras asustada?
Imagen de un guiño.
Imagen de un signo de interrogación tembloroso.
—Cuando papá T’sung pierde la cabeza preferimos que nos crea petrificados de terror. Se siente feliz así. Odia que le recuerden que es un Santa Claus.
—Bueno, yo también soy un Santa Claus. Tome, para sus archivos.
Powell dejó caer sobre el escritorio el retrato de Barbara D’Courtney y su descripción oficial.
—¡Qué hermosa mujer! —exclamó la secretaria.
—Quiero que envíen esto por la red interna. Indique que es urgente. Acompaña una recompensa. Diga que al ésper que localice a Barbara D’Courtney se le perdonan todos los impuestos del gremio por un año.
—¡Cielos! —La secretaria se enderezó—. ¿Puede hacer eso?
—Creo que tengo bastante influencia para hacerlo pasar.
—La red interna va a dar un salto.
—Quiero que salte. Quiero que todos los ésperes salten. Si algo deseo para Navidad es a esa muchacha.
El casino de Quizzard había sido limpiado y pulido durante la pausa de las primeras horas de la tarde…, única pausa en el día de un jugador. Habían cepillado las mesas de ruleta, y en las mesas de punto y banca relucían los blancos y verdes. Encerrados en globos de cristal, los dados de marfil brillaban como terrones de azúcar. En el escritorio del cajero, los soberanos, la moneda común entre los jugadores y gentes del hampa, se agrupaban en pilas tentadoras. Ben Reich estaba sentado ante la mesa de billar, en compañía de Jerry Church y Keno Quizzard, el crupier ciego. Quizzard, parecido a un pulpo gigante, era gordo, y tenía una flamígera barba roja, una piel de un blanco cadavérico, y unos ojos muertos, malevolentes y blancos.
—Tu precio —le dijo Reich a Church— ya lo conoces. Te lo estoy advirtiendo, Jerry. Si sabes lo que te conviene, no me examines. Soy contagioso. Si te metes en mi cabeza, te encaminas hacia la demolición. Piénsalo bien.
—Jesús —murmuró Quizzard con su voz áspera—. ¿Es tan malo? La demolición no me apetece, Reich.
—¿Y a quién? ¿Qué te apetece a ti, Keno?
—Una pregunta. —Quizzard se echó hacia atrás y con dedos firmes tomó del escritorio una pila de soberanos y los dejó caer en cascada de una mano a la otra—. Escuche, esto es lo que me apetece.
—Nombra la cantidad que quieras, Keno.
—¿De qué se trata?
—Al diablo con eso. Compro tareas ilimitadas, todas con gastos pagados. Tienes que decirme cuánto tengo que poner para obtener cierta… garantía.
—Es mucho trabajo.
—Tengo mucho dinero.
—¿Tiene hasta cien mil?
—¿Cien mil? Muy bien. Ése es el precio.
—Por el amor de… —Church se enderezó de pronto y clavó los ojos en Reich—. ¿Cien mil?
—Decídete, Jerry —gruñó Reich—. ¿Qué prefieres? ¿El dinero o la reincorporación?
—Valen casi tanto… No. ¿Estaré loco? Elijo la reincorporación.
—Entonces acaba con tus balbuceos. —Reich se volvió hacia Quizzard—. El precio es cien mil.
—¿En soberanos?
—¿Y en qué si no? Bien, ¿quieres que te adelante el dinero o podemos ponernos a trabajar ahora mismo?
—Oh, por favor, Reich —protestó Quizzard.
—Evita eso —soltó Reich—. Te conozco, Keno. Habías pensado que podrías enterarte de lo que quiero y luego ir por ahí a buscar una paga más alta. Tienes que comprometerte ahora mismo. Por eso he querido que dijeras el precio.
—Sí —dijo Quizzard lentamente—. Lo había pensado, Reich. —Se sonrió y unos párpados arrugados ocultaron aquellos ojos blancos como la leche—. Todavía lo pienso.
—Entonces te diré quién querrá comprarte. Un hombre llamado Lincoln Powell. Lástima que no sé cuánto paga.
—Sea lo que sea, no me interesa —escupió Quizzard.
—Yo contra Powell, Keno. No hay más interesados. Ya te he dado mi precio. Y todavía estoy esperando tu respuesta.
—Trato hecho —respondió Quizzard.
—Muy bien —dijo Reich—, ahora escúchame. Primer trabajo. Quiero encontrar a esa muchacha. Se llama Barbara D’Courtney.
—¿La del crimen? —Quizzard movió pesadamente la cabeza—. Ya me lo había imaginado.
—¿Alguna objeción?
Quizzard dejó caer sonoramente la pila de soberanos de una mano a la otra y negó con la cabeza.
—Quiero encontrar a esa muchacha. Se escapó anoche de la casa Beaumont y nadie sabe dónde fue. Tengo que encontrarla, Keno. Y antes de que la encuentre la policía.
Quizzard movió la cabeza afirmativamente.
—Tiene unos veinticinco años. Uno setenta de altura. Unos sesenta y cinco kilos. Bien formada. Cintura fina. Piernas largas…
Los labios gruesos se abrieron en una sonrisa.
—Pelo rubio. Ojos negros. Cara en forma de corazón. Boca llena y nariz aquilina… Un rostro con carácter. Atrayente. Magnética.
—¿Ropas?
—La última vez que la vi llevaba una bata. Muy blanca y transparente… como una ventana escarchada. Sin zapatos. Sin medias. Sin sombrero. Sin joyas. Estaba fuera de sí. Bastante loca como para lanzarse a la calle y desaparecer. La necesito. —Algo hizo que Reich añadiese—: La necesito intacta, ¿comprendes?
—¿Vestida de ese modo? Entienda, Reich. —Quizzard se pasó la lengua por los labios—. No tiene usted ninguna posibilidad. Ella no tiene ninguna posibilidad.
—Para eso están los cien mil. Tengo bastantes posibilidades si actuamos rápidamente.
—Tendré que corromper a algunos.
—Corrompe. Registra las casas de vecindad, los lupanares y los cafetines. Pasa la voz. Estoy dispuesto a pagar. No quiero dilaciones. Quiero a la muchacha, ¿entiendes?
Quizzard movió afirmativamente la cabeza, jugando con las monedas de oro.
Reich se inclinó bruscamente sobre la mesa y con el borde de la palma golpeó las manos de Quizzard. Los soberanos saltaron en el aire y rodaron por el cuarto.
—Y no quiero que me traiciones —gruñó con una voz inexpresiva—. Quiero a la muchacha.