6

A las 12:30 a. m. la patrulla de emergencia llegó a la casa Beaumont respondiendo a la notificación: «GZ. Beaumont. YLP-R», que, traducida, significaba: «Acto u omisión prohibido por la ley. Casa Beaumont, 9, Parque Sur». A las 12:40 el capitán del distrito llegó respondiendo al informe de la patrulla: «Acto criminal. Posiblemente AAA».

A la una, Lincoln Powell llegó a la casa Beaumont llamado con urgencia por el inspector:

—Le aseguro, Powell, que es un crimen triple A. Lo juro. Nada puedo hacer. No sé si sentirme agradecido o asustado, pero ninguno de nosotros es capaz de manejar esto.

—¿Qué no pueden manejar?

—Oiga, Powell. El crimen es algo anormal. Sólo una mente con ondas TP distorsionadas puede intentar un asesinato. ¿No es cierto?

—Sí.

—Por eso no ha habido en setenta años un crimen triple A. Un hombre no puede pasearse con una mente distorsionada y pasar inadvertido. Un hombre con tres cabezas no llamaría más la atención. Ustedes, los telépatas, los descubren enseguida, antes de que entren en acción.

—Tratamos de hacerlo… cuando nos ponemos en contacto con ellos.

—Y hoy, en la vida cotidiana, uno se encuentra necesariamente con muchos telépatas que es imposible evitar. Sólo un ermitaño podría ser un asesino. ¿Y cómo puede matar un ermitaño?

—¿Cómo, de veras?

—Y henos aquí con un crimen cuidadosamente planeado… y nadie advirtió la existencia del criminal. Nadie informó nada. Ni siquiera los secretarios de María Beaumont. Quiere decir que no había nada que advertir. Tiene que haber sido una onda mental aceptable, anormal sin embargo. ¿Cómo demonios resuelve usted una paradoja semejante?

—Ya veo. ¿Alguna orientación?

—Un montón de inconsistencias como punto de partida. Uno, no sabemos cómo mataron a D’Courtney. Dos, su hija ha desaparecido. Tres, alguien asaltó a los guardias de D’Courtney e ignoramos con qué medios. Cuatro…

—No siga contando. Enseguida estaré allí.

La sala principal de la casa Beaumont brillaba con una intensa luz blanca. Los policías uniformados iban de un lado a otro. Los técnicos del laboratorio, vestidos con túnicas blancas, correteaban como escarabajos. En el centro del salón, los huéspedes (vestidos), encerrados en un tosco corral, se agitaban como una tropa de novillos ante las puertas de un matadero.

Powell descendía por la rampa del este, alto y delgado, y negro y blanco, cuando sintió la ola de hostilidad. Buscó rápidamente a Jackson Beck, inspector de policía 2.

—¿Cómo está la situación, Jack?

—Revuelta.

Recurriendo al informal código de la policía, de rápidas imágenes, significaciones alteradas, y símbolos privados, Beck anunció:

Hay telépatas aquí. Tenga cuidado. —Y en un solo segundo reveló a Powell toda la situación.

—Ya veo, algo sucio. ¿Por qué están todos apretados? ¿Está usted preparando algo?

—El drama del villano y el amigo.

—¿Inevitable?

—Es gente perversa. Mimosa. Corrupta. Nunca cooperarán. Hay que recurrir a algún truco para sacarles la verdad. En este caso es de veras inevitable. Yo seré el villano. Usted el amigo.

—Muy bien. Excelente. Comencemos.

Powell se detuvo en mitad de la rampa. Abandonó su amable sonrisa. La ternura se le borró de los ojos, profundos y oscuros. Apareció en su cara una expresión indignada y sorprendida.

—Beck —exclamó.

La voz de Powell retumbó en la sala. Se sintió un silencio de muerte. Todos los ojos se volvieron hacia él.

El inspector Beck miró a Powell. Con una voz brutal le dijo:

—Aquí, señor.

—¿Se encarga usted de esto, Beck?

—Sí, señor.

—¿Y es éste el modo correcto de llevar a cabo una investigación? ¿Encerrar a gente inocente como si fuese ganado?

—No son inocentes, han asesinado a un hombre.

—Todos aquí son inocentes, Beck. Se presume que son inocentes y serán tratados con toda cortesía hasta que se descubra la verdad.

—¿Qué? —se mofó Beck—. ¿Esta pandilla de mentirosos? ¿Tratarlos con cortesía? Esta perversa, sucia y piojosa manada de hienas…

—¡Cómo se atreve! ¡Discúlpese enseguida!

Beck respiró profundamente y apretó los puños.

—Inspector Beck, ¿me ha oído? Discúlpese enseguida ante estas damas y caballeros.

Beck lanzó una mirada a Powell y luego se volvió hacia los apretados huéspedes.

—Mil perdones —murmuró.

—Y se lo advierto, Beck —dijo Powell—. Si vuelve a ocurrir una cosa semejante, será despedido. Volverá a su cuna en el arroyo. Ahora apártese de mi vista.

Powell bajó a la sala y sonrió a los huéspedes. Estaba transformado otra vez. Sus maneras sugerían, sutilmente, que era uno de ellos. Hasta podía advertirse en su dicción un matiz del amaneramiento de moda.

—Damas y caballeros. Conozco naturalmente a todos ustedes, aunque sólo de vista. Y no soy tan famoso, así que permitan que me presente. Lincoln Powell, prefecto de la división psicopática. Prefecto y psicopático. Dos títulos un poco anticuados, ¿no es cierto? No permitiremos que esos títulos nos molesten. —Powell avanzó hacia María Beaumont con una mano extendida—. Señora, qué clima apasionante para su maravillosa fiesta. Los envidio a ustedes. Harán historia.

Un murmullo de satisfacción corrió por la multitud. La hostilidad comenzó a desvanecerse. María tomó la mano de Powell, aturdida, interpretando mecánicamente su papel de costumbre.

—Señora… —Powell la confundió y complació besándole la frente de un modo paternal y afectuoso—. Ha pasado usted momentos de angustia. No lo ignoro. Estos patanes de uniforme…

—Querido prefecto… —María era ahora una niñita, colgada del brazo de Powell—. He estado tan asustada.

—¿No hay una habitación tranquila donde podamos sentirnos cómodos y que nos ayude a soportar esta exasperante experiencia?

—Sí, el estudio, querido prefecto. —María comenzaba ya a balbucear.

Powell chasqueó los dedos. El capitán dio un paso adelante y Powell le dijo:

—Conduzcan a la señora y sus huéspedes hasta el estudio. Nada de guardias. Estas damas y caballeros pueden manejarse solos.

—Señor Powell… —El capitán carraspeó—. A propósito de los huéspedes… Uno de ellos llegó después de anunciado el crimen. Un abogado. El señor ¼maine. —Powell descubrió a Jo ¼maine, abogado 2, en medio de la multitud. Le dirigió un saludo telepático.

—¿Jo?

—Hola.

—¿Qué te ha traído aquí?

—Negocios. Me llamó mi cli(Ben Reich)ente.

—¿Ese estafador? Es algo sospechoso. Espera aquí con Reich. Nos pondremos en guardia.

—Bonita comedia has hecho con Beck.

—Demonios. ¿Has descubierto nuestro código?

—No. Pero los conozco bien. El suave Beck como tosco policía es un espectáculo que vale la pena.

Beck pensó desde el vestíbulo, donde, aparentemente, estaba durmiéndose:

—No nos descubras, Jo.

¿Estás loco? —Parecía como si le hubiesen pedido que no quebrara la sagrada ética del gremio. ¼maine irradió una ola tal de indignación que Beck sonrió con una mueca.

Todo esto en el segundo en que Powell volvió a besar a María en la frente con una casta devoción y se desprendió suavemente de su mano temblorosa.

—Damas y caballeros, volveremos a encontrarnos en el estudio.

La multitud comenzó a alejarse, conducida por el capitán. Charlaban otra vez, con una animación renovada. Todo estaba tomando la apariencia de una nueva y fabulosa forma de entretenimiento. A través de los cuchicheos y las risas, Powell sintió las duras aristas de una muralla telepática. Reconoció esas aristas y manifestó su asombro.

—¡Gus! ¡Gus Tate!

—Oh, hola, Powell.

—¿Tú? ¿Ocultándote y escabulléndote?

¿Gus? —los interrumpió Beck—. ¿Aquí? No lo había notado.

—¿Qué demonios estás escondiendo?

Una respuesta caótica de ira, pena, miedo de perder una reputación, arrepentimiento, vergüenza.

—Basta, Gus. Se te confunden los pensamientos. No permitas que un escándalo como éste te domine. Muéstrate más humano. Quédate aquí y ayúdanos. Siento que necesitaré a otro primero. Esto va a ser una porquería triple A.

Una vez desocupada la sala, Powell examinó a los tres que se habían quedado con él. Jo ¼maine era un hombre corpulento, grueso, sólido, con una calva brillante y un rostro de agradables y toscas facciones. El menudo Tate estaba nervioso y tenso…, más que de costumbre.

En cuanto al famoso Ben Reich, Powell se encontraba con él por primera vez. Alto, de hombros anchos, decidido, envuelto en una aureola de encanto y poder. Había cierta benevolencia en este poder, pero corrompida por el hábito de la tiranía. Los ojos de Reich eran hermosos y vivos, pero tenía una boca demasiado pequeña, y que se parecía de un modo extraño a una cicatriz. Un hombre magnético, con algo vago y repelente en su interior.

Powell le sonrió. Reich le devolvió la sonrisa. Se dieron la mano, espontáneamente.

—¿Conquista a todos así, Reich?

—Es el secreto de mis triunfos —dijo Reich mostrando los dientes. Había comprendido las palabras de Powell. Se habían entendido.

—Bueno, que los otros no vean que me ha conquistado. Creerán que estamos en connivencia.

—No, Powell, no lo creerán. Los ha engañado. Creen que son ellos los que están en connivencia con usted.

Volvieron a sonreírse. Estaba uniéndolos un inesperado tropismo químico. Era algo peligroso. Powell trató de librarse de él. Se volvió hacia Jo.

—¿Qué hay, Jo?

—En cuanto a la telepatía, Linc…

—En el nivel de Reich, Jo —interrumpió Powell—. No queremos sorprender a nadie.

—Reich me llamó para que lo representara. Nada de TP, Linc. Esto tiene que mantenerse en un nivel objetivo.

—No puedes impedir el examen telepático, Jo. No hay ley que te ampare. Podemos explorar a nuestro gusto.

—Siempre que el examinado consienta. Estoy aquí para decirles cuándo pueden contar con ese consentimiento.

Powell miró a Reich.

—¿Qué pasó?

—¿No lo sabe?

—Quiero oír su versión.

Jo ¼maine intervino:

—¿Por qué es indispensable la versión de Reich?

—Quisiera saber por qué recurrió tan pronto a un abogado. ¿Está metido en esto?

—Estoy metido en muchas cosas, Powell —dijo Reich con una sonrisa—. No es posible dirigir Monarch sin ir acumulando secretos.

—El asesinato no será uno de ellos.

—Fuera de ahí, Linc.

—No sigas bloqueando, Jo. Sólo estoy mirando un poco porque el hombre me gusta.

—Bueno, será mejor que te guste en otro momento.

—Jo no quiere que simpatice con usted —dijo Powell sonriendo a Reich—. Desearía que no lo hubiese llamado. Eso me hace desconfiar.

Reich se rió.

—¿No es ésa la enfermedad de su profesión?

—No. —El niño deshonesto respondió suavemente—. No lo creerá, pero la enfermedad profesional de un detective es el cambio de humor. Unos son graves, otros crónicos. La mayor parte de los detectives sufren cambios muy raros. Yo fui naturalmente crónico hasta que me ocupé del caso Parson, y entonces…

Powell interrumpió de pronto su mentira. Dio un paso atrás, alejándose de su fascinado auditorio y suspiró profundamente. Cuando volvió a hablar, el niño deshonesto había desaparecido:

—Se lo contaré otro día —dijo—. Cuénteme qué pasó después de ver aquellas gotas de sangre en el puño.

Reich se miró las manchas de sangre.

—María comenzó a gritar que se había cometido un crimen y todos subimos precipitadamente al cuarto de la orquídea.

—¿Cómo encontraron el camino en la oscuridad?

—Había luz. María había gritado pidiendo luces.

—Y con luz no le resultó difícil localizar el cuarto, ¿eh? Reich sonrió ásperamente.

—Yo no lo localicé. Era un cuarto secreto. María tuvo que enseñarnos el camino.

—Había guardias allí… desmayados o algo semejante.

—Eso es. Parecían muertos.

—Como piedras, ¿no? No se les movía un músculo.

—¿Cómo podría saberlo?

—¿Cómo, de veras? —Powell miró fijamente a Reich—. ¿Y D’Courtney?

—Parecía muerto también. Demonios, estaba muerto.

—¿Y todos estaban ahí, mirando?

—Algunos estaban fuera, buscando a la hija.

—Barbara D’Courtney. Creí que nadie sabía que D’Courtney y su hija estaban en la casa. ¿Por qué la buscaron?

—No lo sé. María nos lo dijo, y fuimos a mirar.

—¿Se sorprendieron al no encontrarla?

—Estábamos a salvo de toda sorpresa.

—¿No imaginaron dónde podía haber ido?

—María dijo que había matado al viejo y se había escapado.

—¿Le parece posible?

—No lo sé. Todo esto es una locura. Si la muchacha fue capaz de salir de la casa sin decir una palabra, y correr desnuda por las calles, no es difícil entonces que lo haya matado.

—¿Permitirá que lo examine para completar la escena?

—Estoy en manos de mi abogado.

—La respuesta es no —dijo ¼maine—. La constitución concede a un hombre el derecho de rehusar un examen ésper sin que eso le ocasione ningún perjuicio. Reich lo rehúsa.

—Y yo estoy metido en un infierno. —Powell suspiró y se encogió de hombros—. Bueno, iniciemos la investigación.

Los hombres se volvieron y se dirigieron al estudio. A través de la sala, Beck preguntó recurriendo al código policial:

—Linc, ¿por qué ha permitido que Reich se burlara de usted?

—¿Se ha burlado?

—Claro que sí. Ese estafador puede seguir resistiéndose indefinidamente al examen.

—Será mejor que vaya preparando el cuchillo, Beck. Ese estafador está listo para la demolición.

—¿Qué?

—¿No notó el desliz? Reich no sabía que había una hija. Nadie lo sabía. No la había visto. Nadie la vio. Podía imaginar que el crimen la había obligado a huir de la casa. Todos podían imaginarlo. ¿Pero cómo sabía Reich que la muchacha estaba desnuda?

Hubo un momento de silencio, y luego mientras Powell atravesaba el arco del norte y entraba en el estudio, le llegó un mensaje de admiración:

—Me inclino, Linc. Me inclino ante el maestro.

El «estudio» de la casa Beaumont imitaba un baño turco. El piso era un mosaico de circones, espínelas y ámbar. Los muros, con incrustaciones de hilos de oro, resplandecían con el brillo de las piedras sintéticas…, rubíes, esmeraldas, granates, crisólitos, amatistas, topacios…, y exhibían varios retratos de la dueña de casa. Había también algunas alfombras de terciopelo y varias hileras de sillas y sillones.

Powell entró en la habitación y se dirigió directamente hacia el centro, dejando a Reich, Tate y ¼maine a sus espaldas. El cuchicheo de las conversaciones se interrumpió, y María Beaumont comenzó a incorporarse. Powell le indicó que siguiese sentada. Miró a su alrededor, midiendo con precisión la masa psíquica de los sibaritas allí reunidos, y planeando las tácticas que podría emplear. Al fin dijo:

—La ley hace un tonto alboroto alrededor de la muerte. La gente muere por millares, todos los días, pero sólo porque alguien ha tenido bastante audacia, y energía como para ayudar a D’Courtney en su viaje, la ley trata de hacerlo aparecer como un enemigo del pueblo. Pienso que es algo idiota, pero, por favor, no repitan mis palabras.

Powell se detuvo y encendió un cigarrillo.

—Todos saben, naturalmente, que soy un mirón. Quizás esto los ha alarmado. Imaginarán que estoy aquí como un monstruo TP, sondeando los abismos de sus mentes. Bueno… Jo ¼maine no me dejaría, aunque yo pudiese hacerlo. Y si pudiera hacerlo, no estaría aquí, sino en el trono del universo, sin distinguirme prácticamente de Dios. No creo que ninguno de ustedes haya advertido hasta ahora ese parecido.

Se oyó un murmullo de risas. Powell sonrió pacíficamente y continuó:

—No, ningún telépata es capaz de leer los pensamientos de una multitud. Ya es bastante difícil sondear a un solo individuo. Cuando docenas de ondas TP lo confunden todo, el trabajo se hace imposible. Y ante un grupo como éste, de seres únicos y altamente originales, nos encontramos sin defensa.

—Y decía que yo era simpático —murmuró Reich.

—Esta noche —continuó Powell— estaban ustedes jugando a un juego llamado sardina. Me hubiese gustado asistir. Señora, recuérdeme la próxima vez.

—Lo recordaré —exclamó María—, lo recordaré, querido prefecto.

—Mientras el juego se desarrollaba mataron al viejo D’Courtney. Estamos casi seguros de que fue un crimen premeditado. Lo sabremos mejor cuando el laboratorio concluya sus análisis. Pero admitamos por ahora que fue un crimen triple A. Así podremos entretenernos con otro juego…, un juego llamado «asesinato».

La reacción de los huéspedes fue algo vaga. Powell continuó con el mismo tono casual, convirtiendo cuidadosamente el más horrible de los crímenes de aquellos últimos setenta años en un manjar de irrealidad.

—En el juego del «asesinato» —dijo Powell— matan a una presunta víctima. Un presunto detective tiene que descubrir quién mató a la víctima. Interroga, pues, a los presuntos sospechosos. Todos dirán la verdad, excepto uno, el asesino, a quien se le permite mentir. El detective compara las distintas declaraciones, deduce quién es el mentiroso, y descubre así al asesino. Creo que les gustará ese juego.

—¿Cómo? —preguntó una voz.

—Sólo soy una turista —dijo otra.

Más carcajadas.

—Una investigación criminal —continuó Powell con una sonrisa— explora tres facetas. Primero, el motivo. Segundo, el método. Tercero, la oportunidad. El laboratorio se ocupa de las dos últimas. Con nuestro juego podemos descubrir la primera. Y al mismo tiempo abrimos una grieta en los problemas que están preocupando al laboratorio. ¿Sabían ustedes que no pueden averiguar qué mató a D’Courtney? ¿Sabían ustedes que la hija de D’Courtney ha desaparecido? Salió de la casa mientras ustedes estaban jugando a la sardina. ¿Sabían ustedes que los guardias de D’Courtney fueron misteriosamente anulados? Sí, de veras. Alguien les robó una hora de vida. Quisiéramos saber cómo.

Los invitados estaban ahora a punto de caer en la trampa, fascinados y sin aliento. Había que hacerla saltar con infinitas precauciones.

—La muerte, la desaparición, y ese robo de una hora…, podemos descubrir todo eso por medio del motivo. Yo seré el presunto detective. Ustedes, los presuntos sospechosos. Todos me dirán la verdad…, todos excepto el asesino, por supuesto. Pero si me permiten ustedes hacerle un examen telepático lo atraparemos y la fiesta tendrá un final realmente brillante.

—¡Oh! —exclamó María, alarmada.

—Un momento, señora. Entiéndame. No pido más que el permiso de ustedes. No tendré necesidad de examinarlos de veras. Pues verán, si todos los sospechosos inocentes me dan su permiso, el culpable será aquel que rehúse. Sólo él tratará de evitar el examen.

—¿Puede hacer eso? —murmuró Reich dirigiéndose a ¼maine.

¼maine movió afirmativamente la cabeza.

—Imagínense un momento la escena. —Powell comenzó a representar, transformando la sala en un escenario—. Yo pregunto, por ejemplo: «¿Me permite usted un examen TP?», y empiezo a recorrer la habitación. —Powell echó a caminar con lentitud, describiendo un círculo, inclinando la cabeza ante cada uno de los huéspedes—. Y todos me responden: «Sí… Claro… ¿Porqué no?… Ciertamente… Sí… Sí…». Y de pronto una pausa dramática. —Powell se detuvo ante Reich, tieso, aterrorizado—. «Usted, señor» —repitió—, «¿me permite usted examinarlo?».

Todos miraban, hipnotizados. Reich, con la cara roja, parecía traspasado por aquel índice acusador y aquella mirada ceñuda.

—Titubeos. Se le enciende la cara, luego se pone pálido y se oye la torturada negativa: «¡No!»… —El prefecto se dio vuelta y los envolvió a todos con un gesto electrizante—. Y en ese momento de emoción, ¡sabemos al fin quién es el asesino!

Casi eran suyos. Casi. Era algo audaz, novedoso, excitante: una exhibición repentina de ventanas ultravioletas que se abrían, a través de las ropas y las carnes, a las profundidades del alma… Pero los huéspedes de María Beaumont tenían la falsía en el alma…, el perjurio…, el adulterio. El Demonio. Y la vergüenza se convirtió en terror.

—¡No! —exclamó María.

Todos se incorporaron gritando:

—¡No! ¡No! ¡No!

—Un hermoso intento, Linc. Pero ahí tienes el resultado. Nunca averiguarás el motivo con estas hienas.

Powell, aun derrotado, era encantador.

—Lo siento, señoras y señores, pero no puedo acusarlos. Sólo un tonto podría fiarse de un policía —suspiró—. Uno de mis asistentes grabará las palabras de aquellos que quieran declarar. El señor ¼maine se quedará con ustedes para aconsejarlos y protegerlos.

Powell miró tristemente a ¼maine:

—Y molestarme.

—No me destroces el corazón, Linc. Éste es el primer crimen triple A en setenta años. Tengo que cuidar mi carrera. Quizá me vuelva famoso.

—Yo también tengo que cuidar mi carrera, Jo. Si mi departamento no encuentra la solución, quizá me arruine.

—Entonces, que cada mirón se cuide a sí mismo.

—Vete al diablo —dijo Powell. Guiñó un ojo a Reich, y salió lentamente de la habitación.

Habían instalado el laboratorio en el cuarto de bodas. De Santis, brusco, enojado, fatigado, puso los informes en manos de Powell y dijo:

—¡Esto es una cochinada!

Powell miró el cadáver de D’Courtney.

—¿Suicidio? —preguntó de pronto. Era siempre mordaz con De Santis, quien no se sentía cómodo con otra clase de reacción.

—¡No! No es posible. Falta el arma.

—¿Con qué lo mataron?

—No lo sabemos.

—¿No lo saben? ¡Han tenido tres horas!

—No lo sabemos. Por eso es una cochinada.

—Pero si tiene un agujero en la cabeza por donde usted podría pasar.

—Sí, sí, sí, por supuesto. Entrada por encima de la úvula. Salida por debajo de la fontanela. Muerte instantánea, pero ¿qué ha producido esa herida? ¿Qué abrió ese agujero en el cráneo? Vamos, pregúntemelo.

—¿Un rayo?

—No hay quemaduras.

—¿Cristalización?

—No hay tejidos congelados.

—¿Una descarga de nitro?

—No hay residuos amoniacales.

—¿Ácidos?

—Destrozo excesivo. Un chorro de ácido podría causar esta herida, pero no destrozarle la nuca.

—¿Arma punzante?

—¿Quiere decir un puñal o un cuchillo?

—Algo parecido.

—Imposible. Nadie tiene tanta fuerza.

—Bueno… He agotado, casi, las armas… No, espere. ¿Qué le parece una bala?

—¿Qué es eso?

—Un arma antigua. Un proyectil lanzado con la ayuda de explosivos. Ruidoso y maloliente.

—No, no hay ninguna posibilidad.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —exclamó De Santis—. Porque falta el proyectil. No está en la herida. No está en la habitación. No está en ninguna parte.

—¡Maldita sea!

—De acuerdo.

—¿No ha descubierto nada, entonces? ¿Nada en absoluto?

—Sí. D’Courtney estaba comiendo un dulce antes de morir. Encontramos una substancia gelatinosa en la boca…, un dulce común.

—No hay dulces en la habitación.

—Quizá se los comió todos.

—Ni tampoco en el estómago. En fin, no podía comer dulces con una garganta como la suya.

—¿Por qué no?

—Cáncer psicogénico. Grave. No podía hablar. No comía ni sopas.

—Por todos los demonios. Necesitamos esa arma, cualquiera que sea.

Powell hojeó el fajo de informes, con los ojos clavados en el cadáver del color de la cera, silbando una entrecortada melodía. Recordó que una vez había oído un libro auditivo en el que un ésper leía la mente de un cadáver… Como aquella vieja idea de querer fotografiar la retina de un ojo muerto. Deseó que hubiese sido posible.

—Bueno —suspiró al fin—. Nos han birlado el motivo y también el método. Esperemos descubrir algo referente a la oportunidad o nunca atraparemos a Reich.

—¿Qué Reich? ¿Ben Reich? ¿Qué pasa con él?

—Pero quien más me preocupa es Gus Tate —murmuró Powell—. Si está metido en esto… ¿Qué? Oh, ¿Reich? Es el asesino, De Santis. Engañé a ¼maine en el estudio. Reich había dejado escapar algo. Representé mi comedia y distraje a ¼maine mientras examinaba a Reich para estar seguro. Esto no va al legajo, naturalmente, pero obtuve bastante como para convencerme de que Reich es nuestro hombre.

—¡Dios santo! —exclamó De Santis.

—Pero falta mucho para convencer a una corte. Falta mucho para la demolición, amigo mío. Falta mucho, pero mucho.

Pensativo, Powell se despidió del jefe del laboratorio, atravesó lentamente la antecámara y descendió al centro de operaciones, en la galería de cuadros.

—Y el hombre me gusta —murmuró.

En la galería de cuadros, donde la policía había instalado provisionalmente sus cuarteles, Powell y Beck mantuvieron una conferencia. El intercambio mental duró treinta segundos exactos, desarrollándose en ese tiempo rápido que caracteriza las conversaciones telepáticas.

Bueno, será Reich el demolido, Jack. Le tendimos una trampa durante aquella conversación y luego yo lo examiné a hurtadillas sólo para estar seguro. Ben es nuestro hombre.

Nunca podremos probarlo, Linc.

¿Nos pueden ayudar los guardias?

¡Hum!

¡Casi nada!

En nada. Perdieron toda una hora. De Santis dice que les destruyeron la rodopsina del ojo. O sea la púrpura visual, esencial para la visión. Los guardias afirman haber estado alerta y vigilantes. Nada ocurrió hasta que llegaron los invitados de pronto, y María comenzó a enrostrarles el hecho de que se hubiesen quedado dormidos… aunque ellos lo negaron enfáticamente.

Pero sabemos que fue Reich.

Usted lo sabe. Ningún otro.

Subió mientras los huéspedes jugaban a la sardina. Destruyó la púrpura visual de los guardias, de algún modo, y les robó una hora. Entró en el cuarto de la orquídea y mató a D’Courtney. La chica estaba metida en el asunto y por eso escapó de la casa.

¿Cómo?

¿Cómo lo mató?

Y por última vez: ¿cómo mató Reich a D’Courtney?

No lo sé. No conozco ninguna de las respuestas… todavía.

Nunca obtendrá una demolición de ese modo.

Lo sé muy bien.

Hum…

Tendrá que demostrar la existencia de un motivo, un método y una oportunidad, objetivamente. Y todo lo que usted tiene es el conocimiento telepático de que Reich mató a D’Courtney.

Hum…

¿Ha averiguado por qué o cómo?

No pude profundizar… Jo ¼maine me estaba vigilando.

Y probablemente nunca pueda hacerlo. Jo es muy cuidadoso.

Por todos los demonios, Jackson, necesitamos a esa muchacha.

¿Barbara D’Courtney?

Sí, ella es la clave. Si puede decirnos lo que vio y por qué salió corriendo, la corte se dará por satisfecha. Recoja todos los informes y clasifíquelos. Aunque de nada nos servirán sin la muchacha. Suelte a todos. No nos sirven de nada sin la muchacha. Tendremos que investigar el pasado de Reich… encontrar alguna prueba pero…

No nos servirá de nada sin esa maldita muchacha.

En ocasiones como ésta, señor Beck, yo también odio a las mujeres. En nombre de Cristo, ¿por qué tendrán tanto interés en casarme?

Imagen de la risa de un caballo.

Contestación sar(censurada)cástica.

Réplica sar(censurada)dónica

(censurado)

Habiendo dicho la última palabra, Powell se incorporó y dejó la galería de cuadros. Cruzó el corredor, descendió a la sala de música y salió al salón principal. Vio a Reich, ¼maine y Tate, de pie, junto a la fuente, sumidos en una conversación. Volvió a sentirse inquieto ante el terrible problema de Tate. Si el menudo telépata andaba en tratos con Reich, como Powell lo había sospechado en aquella fiesta de la otra semana, podía estar mezclado también en este crimen.

La idea de un ésper de primera clase, uno de los pilares del gremio, como partícipe de un crimen era inimaginable; y si era así, sería muy difícil probarlo. Nadie obtiene nada de un ésper 1 sin su consentimiento. Y si Tate estuviese (imposible…, increíble…, 100 contra 1) trabajando para Reich, entonces hasta el mismo Reich podía ser impenetrable. Resolviendo lanzar un último ataque antes de tener que recurrir a la rutina policial, Powell se volvió hacia el grupo.

Los miró a los ojos y lanzó una rápida orden hacia los telépatas.

—Jo, Gus. Retírense. Quiero decirle algo a Reich, y no deseo que ustedes me oigan. No lo examinaré, ni registraré sus palabras. Lo prometo.

¼maine y Tate movieron afirmativamente la cabeza, hablaron con Reich en voz baja y se alejaron en silencio. Reich los miró con curiosidad y al fin se volvió hacia Powell.

—¿Los asustó para que se fueran? —le dijo.

—Les pedí que se fueran. Siéntese, Reich.

Se sentaron en el borde del estanque, mirándose amistosamente en silencio.

—No —dijo Powell al cabo de un rato—. No lo estoy examinando, Reich.

—No pensé que estuviese haciéndolo. Pero lo hizo allá en el estudio, ¿no es verdad?

—¿Lo sintió?

—No. Lo sospeché. Es lo que yo habría hecho.

—Ninguno de los dos es muy de fiar, ¿eh?

—¡Uf! —dijo Reich con énfasis—. Nosotros no necesitamos leyes. Peleamos a cara descubierta. Sólo los cobardes, los débiles y los malos perdedores se amparan en las reglas y el juego limpio.

—¿Y el honor y la ética?

—Poseemos el sentimiento del honor, pero es algo propio…, no esas presuntas leyes dictadas por un hombrecito asustado para el resto de los hombrecitos parecidos a él. Un hombre tiene su propio honor y su propia ética, y mientras no se aparte de ellos, ¿quién puede acusarlo? Quizá no le guste la ética de ese hombre, pero no tiene derecho a llamarlo inmoral.

Powell sacudió la cabeza, tristemente.

—Hay dos hombres en usted, Reich. Uno de ellos es excelente; el otro no sirve para nada. Si sólo fuese un asesino, no importaría tanto. Pero es usted, a la vez, santo y rufián, y eso empeora las cosas.

—Supe que todo andaría mal cuando me guiñó el ojo —dijo Reich haciendo una mueca—. Tiene usted muchos recursos, Powell. Me asusta usted, realmente. Nunca sabré de dónde vendrá el golpe, ni hacia dónde tendré que moverme para que no me alcance.

—Entonces, en nombre de Dios, deje de moverse y terminemos de una vez —dijo Powell. Había calor en su mirada. Había calor en su voz. Reich se sintió otra vez aterrorizado ante la fuerza del prefecto—. Voy a terminar con usted, Ben. Voy a destruir ese sucio animal que hay en usted. Pero admiro al santo. Éste es el comienzo del fin. Usted lo sabe. ¿No quiere ayudarme?

Durante un momento, Reich titubeó, a punto de rendirse. Luego se obligó a sí mismo a repeler el ataque.

—¿Y abandonar la mejor pelea de mi vida? No. Nunca. Ni en un millón de años. Voy a seguir hasta el final.

Powell se encogió de hombros, enojado. Los hombres se pusieron de pie. Instintivamente se tomaron las manos como en un último saludo de despedida.

—Pierdo en usted a un gran compañero —dijo Reich.

—Y usted pierde a un gran hombre en usted —dijo Powell.

—¿Enemigos?

—Enemigos.

Era el principio de la demolición.