Reich se encontró en una habitación esférica, diseñada como el corazón de una orquídea gigante. Los muros eran rizados pétalos de orquídea, el piso era un cáliz dorado; las sillas, las mesas y la cama tenían el color de las orquídeas y el oro. Pero la habitación era vieja. Los pétalos estaban descascarados y marchitos, y en el piso de oro se resquebrajaban las losas. Había un viejo acostado en la cama, mustio y macilento, como una hierba seca. Era D’Courtney, estirado como un cadáver. Reich cerró de un golpe la puerta, con furia.
—No estás muerto, bastardo —estalló—. No puedes estar muerto.
El hombre, desfallecido, alzó la cabeza, miró a Reich y se incorporó dolorosamente, insinuando una sonrisa.
—Todavía estás vivo —gritó Reich alborozado.
D’Courtney dio unos pasos hacia Reich, sonriendo, con los brazos extendidos, y como saludando a un hijo pródigo. Alarmado, otra vez, Reich gruñó:
—¿Estás sordo?
El viejo sacudió la cabeza.
—Hablas inglés —gritó Reich—. Puedes oírme. Puedes entenderme. Soy Reich. Ben Reich, de Monarch.
D’Courtney movió la cabeza, afirmativamente, sonriendo. Movió los labios. Le brillaron los ojos de pronto llenos de lágrimas.
—¿Pero qué demonios te pasa? Soy Ben Reich. ¡Ben Reich! ¿No me conoces? Contéstame.
D’Courtney sacudió la cabeza y se señaló la garganta. Movió otra vez los labios. Se oyó un ronco sonido, y luego palabras, tenues, tenues como el polvo:
—Ben… Querido Ben… He esperado tanto. Ahora… No puedo hablar. La garganta… No puedo hablar.
D’Courtney volvió a abrir los brazos, acercándose a Reich.
—¡Eh! No te acerques, idiota.
Colérico, Reich caminó alrededor de D’Courtney como un animal, con la piel erizada, el crimen hirviéndole en la sangre.
La boca de D’Courtney formó unas palabras:
—Querido Ben…
—Sabes a qué he venido. ¿Qué pretendes? ¿Hacerme el amor? —Reich se rió—. Viejo rufián… ¿Quieres ablandarme?
Alzó una mano y la dejó caer. El viejo retrocedió, tambaleándose, y cayó sentado en un asiento del color de una orquídea y parecido a una herida abierta.
—Óyeme… —Reich siguió a D’Courtney y comenzó a gritar incoherentemente—: Estoy cobrándome muchos años de sufrimiento. Y ahora pretendes robarme con un beso de Judas. ¿Presenta el criminal la otra mejilla? Si es así, abrázame, hermano asesino. Besa a la muerte. Enséñale a la muerte el amor. Enséñale la piedad, y la vergüenza, y la sangre, y… No. Espera. Yo… —Reich calló de pronto y sacudió la cabeza como un toro que quisiera librarse de un cabestro de pesadilla.
—Ben —murmuró D’Courtney horrorizado—. Escucha, Ben…
—Has estado matándome durante diez años. Había lugar para los dos. Monarch y D’Courtney. Todo el lugar que uno quisiera, en el tiempo y el espacio. Pero querías mi sangre, ¿eh? Mi corazón. ¡Tener mis entrañas en tus manos piojosas! ¡El hombre sin cara!
D’Courtney sacudió la cabeza, aturdido:
—No, Ben. No…
—No me llames Ben. No soy tu amigo. La semana pasada te di la última oportunidad, como para que te convirtieras en un hombre decente. Yo, Ben Reich, te pedí un armisticio. Mendigué la paz. Una unión. Rogué como una mujer llorona. Si mi padre viviese me escupiría a la cara. Todos los Reich, los luchadores, me habrían ensuciado la cara con su desprecio. Pero te pedí la paz. ¿No es así? —Reich sacudió violentamente a D’Courtney—. Contéstame.
D’Courtney, pálido, lo miraba fijamente. Al fin murmuró:
—Sí. Me pediste… Y acepté.
—¿Qué dices?
—Acepté. Lo había esperado tanto. Acepté.
—¡Aceptaste!
D’Courtney hizo un signo afirmativo. Sus labios dibujaron unas letras:
—WWHG.
—¿Qué? ¿WWHG? ¿Aceptación?
El viejo volvió a mover la cabeza afirmativamente.
Reich se retorció de risa.
—El viejo mentiroso de siempre. WWHG significa rechazo. Negativa. Guerra.
—No, Ben. No…
Reich se agachó y levantó en vilo a D’Courtney. El viejo era endeble y liviano, pero Reich sintió que se le doblaba el brazo, y que la vieja piel le quemaba los dedos.
—Así que quieres guerra, ¿eh? Hasta la muerte.
D’Courtney sacudió la cabeza, e intentó algún ademán.
—Nada de uniones, nada de paz. La muerte. Eso es lo que eliges, ¿eh?
—Ben… No.
—¿Te rendirás?
—Sí —suspiró D’Courtney—. Sí, Ben. Sí.
—Mentiroso. Sucio y viejo mentiroso. —Reich se rió—. Eres terrible. Lo veo muy bien. Protección mimética. A eso recurres. Te haces el idiota para atrapar a tus víctimas. No te servirá de nada conmigo. Nunca.
—No soy tu enemigo… Ben.
—No —escupió Reich—. No lo eres, pues estás muerto. Estás muerto desde que entré en este ataúd de orquídea. ¡Hombre sin cara! ¡Puedes oír mis gritos por última vez! ¡Estás terminado!
Reich sacó rápidamente el revólver del bolsillo del pecho. Tocó la lengüeta metálica y el revólver se abrió como una flor de acero rojo. D’Courtney emitió un débil gemido, y retrocedió, horrorizado. Reich lo alcanzó enseguida. D’Courtney se retorció entre las garras de Reich, con el rostro suplicante, los ojos vidriosos y húmedos. Reich lo tomó por la nuca, retorciéndole la cabeza. Tenía que dispararle dentro de la boca para tener éxito.
En ese mismo instante uno de los pétalos de la orquídea se hizo a un lado, y una muchacha semidesnuda entró en la habitación. Enceguecido por la sorpresa, Reich alcanzó a ver el fondo del pasillo: la puerta abierta de un dormitorio, y a la muchacha, vestida únicamente con una susurrante túnica de seda echada sobre los hombros, el cabello rubio y suelto, los ojos abiertos y alarmados… Un fugaz relámpago de salvaje belleza.
—¡Papá! —gritó la muchacha—. ¡En nombre de Dios! ¡Papá!
La joven corrió hacia D’Courtney. Reich se interpuso rápidamente entre ellos, sin soltar al viejo. La muchacha se detuvo, dio un paso atrás, y se lanzó hacia Reich por la izquierda, gritando. Reich giró sobre sí mismo amenazándola con el estilete. La joven lo eludió, pero estaba ahora del otro lado de la cama. Reich introdujo la punta del estilete entre los dientes del viejo y trató de abrirle las mandíbulas.
—¡No! —gritó la muchacha—. ¡No! ¡Por el amor de Dios! ¡Papá!
Corrió tambaleándose alrededor de la cama y se dirigió otra vez hacia su padre. Reich metió el cañón del revólver en la boca de D’Courtney y apretó el gatillo. Se oyó una explosión apagada y de la nuca de D’Courtney brotó un chorro de sangre. Reich dejó caer el cuerpo y saltó hacia la muchacha. La muchacha comenzó a gritar tratando de librarse del brazo de Reich.
Reich y la joven gritaban ahora juntos. Reich se sacudió con unos espasmos galvánicos que le obligaron a soltarla. La joven cayó hacia delante, de rodillas, y se arrastró hasta el cuerpo. Gimiendo de dolor, arrancó el revólver de la boca de D’Courtney. Luego se inclinó sobre el cadáver y se quedó mirando, inmóvil, en silencio, aquel rostro de cera.
Reich jadeó y se golpeó dolorosamente los nudillos, unos contra otros. Cuando comenzó a apagarse aquel rugido que sentía en el interior de la cabeza, se acercó a la muchacha tratando de alterar rápidamente sus planes. No había contado con un testigo. Nadie había mencionado una hija. ¡Maldito Tate! ¿Tendría que matarla? Tendría que…
La muchacha se dio vuelta y le lanzó una mirada de terror por encima del hombro. Otra vez aquel relámpago de rubios cabellos, ojos oscuros, cejas oscuras, belleza salvaje. La muchacha se incorporó de un salto y se libró rápidamente del flojo abrazo de Reich, corrió hacia la puerta enjoyada, la abrió y salió a la antecámara. Antes que la puerta volviera a cerrarse, Reich vio a los guardias, todavía hundidos en sus asientos, y a la muchacha que corría silenciosamente, escaleras abajo, con el revólver en la mano…, con la demolición en la mano.
Reich al fin pudo moverse. La sangre entorpecida comenzó a latirle otra vez en las venas. En tres saltos alcanzó la puerta y se precipitó por los escalones que llevaban a la galería. No había nadie, pero la puerta del corredor se estaba cerrando. Y seguía el silencio. Ninguna alarma. ¿Cuándo se llenaría la casa de gritos?
Corrió por la galería y entró en el corredor. La oscuridad era total. Avanzó a ciegas, llegó a las escaleras que llevaban a la sala de música, y volvió a detenerse. Ningún sonido todavía. Ninguna alarma.
Descendió por la escalera. El oscuro silencio era terrible. ¿Por qué no gritaba la muchacha? Reich se dirigió hacia uno de los arcos. Estaba ya en la sala principal; podía oír el murmullo del agua en las fuentes. ¿Dónde estaba la muchacha? ¿En qué lugar de aquel oscuro silencio? ¿Y el revólver? ¡Cristo! ¡Aquel tramposo revólver!
Una mano le tocó el brazo. Reich dio un salto. Se oyó la débil voz de Tate:
—He estado vigilándolo todo. Le llevó a usted exactamente…
—¡Hijo de perra! —estalló Reich—. Hay una hija. ¿Cómo no…?
—Un momento —interrumpió Tate—. Permítame.
Luego de quince segundos de quemante silencio Tate comenzó a temblar. Con una voz aterrorizada lloriqueó:
—Dios mío. Oh, Dios mío…
El terror de Tate fue el catalizador. Reich volvió a dominarse. Comenzó a pensar otra vez:
—Cállese —gruñó—. No es la demolición todavía.
—Tendrá que matarla también, Reich. Tendrá que…
—Cállese. Encuéntrela primero. Examine la casa. Localícela. Estaré esperándolo junto a la fuente. ¡Corra!
Apartó a Tate y se encaminó tambaleándose hacia la fuente. Se inclinó sobre el borde de jaspe y se mojó la cara. Era borgoña. Se enjugó la cara sin prestar atención a los apagados sonidos que venían del otro lado de la fuente. Alguno, o algunos, se estaban bañando en el vino.
Reich reflexionó con rapidez. Había que localizar a la muchacha y darle muerte. Podría matarla con el revólver, si todavía lo llevaba encima. ¿Y si no? ¿Qué hacer? ¿Estrangularla? No… El vino. La muchacha vestía sólo aquella túnica. Sacársela sería fácil. La encontrarían ahogada en la fuente… Otro huésped que se había dado un baño de vino demasiado largo. Pero tenía que ser pronto… pronto… pronto… Antes de que terminase esa condenada sardina. ¿Dónde estaba Tate? ¿Dónde estaba la muchacha?
Tate llegó sin aliento, trastabillando en la oscuridad.
—¿Y bien?
—Se ha ido.
—No ha tardado mucho en averiguarlo. Si esto es una traición…
—¿A quién voy a traicionar? Estoy tan comprometido como usted. Le digo que no está en la casa. Se ha ido.
—¿Alguien la vio?
—Nadie.
—¡Cristo! ¡Fuera de la casa!
—Será mejor que también nos vayamos.
—Sí, pero no podemos salir corriendo. Una vez afuera, tendremos toda la noche para encontrarla. Tenemos que irnos como si nada hubiese ocurrido. ¿Y el Cadáver Dorado? ¿Dónde está?
—En la sala de proyecciones.
—¿Viendo una función?
—No. Jugando a la sardina. Están casi todos allí, apretados como pescados en lata.
—Y nosotros perdidos en la oscuridad, ¿eh? Vamos.
Reich asió con fuerza el tembloroso codo de Tate y se dirigió con él hacia la sala de proyecciones. Mientras se iba acercando comenzó a gritar en tono quejoso:
—Eh. ¿Dónde están? ¡María! ¡Ma-rí-aaa! ¿Dónde están todos?
Tate lanzó un sollozo histérico. Reich lo sacudió bruscamente.
—¡Disimule! Saldremos de aquí dentro de cinco minutos. Luego podrá preocuparse.
—Pero si nos atrapan aquí no podremos encontrar a la muchacha. No…
—No nos atraparán. ABC, Gus. Audacia, bravura y confianza. —Reich empujó la puerta de la sala de proyección. Tampoco aquí había luces, pero se sentía la presencia de los cuerpos—. Hola —llamó Reich—. ¿Dónde están todos? Estoy solo.
Ninguna respuesta.
—María, estoy solo en la oscuridad.
Una risa contenida. Luego una carcajada.
—¡Querido, querido, querido! —exclamó María—. Te has perdido toda la diversión, mi amor.
—¿Dónde estás, María? Vengo a decirte buenas noches.
—Oh, no puedes irte ahora.
—Lo siento, querida. Es tarde. Tengo que estafar a un amigo mañana temprano. ¿Dónde estás, María?
—Sube al escenario, querido.
Reich bajó por el pasillo, buscó el pie de los escalones, y subió al escenario. Sintió a sus espaldas la fría superficie del globo proyector. Una voz dijo:
—Listo. Ya lo tenemos. ¡Luz!
Una luz blanca llenó el globo encegueciendo a Reich. Los huéspedes, sentados alrededor del escenario, comenzaron a reírse. Enseguida se oyó un murmullo de desilusión.
—Oh, Ben, has hecho trampa —chilló María—. Estás vestido. Eso no está bien. Hemos estado pescando a todos divinamente infraganti.
—Será otra vez, mi querida María. —Reich extendió la mano e inició el gracioso saludo de despedida—. Le agradezco respetuosamente, señora… —Calló sorprendido. En el brillante encaje blanco del puño acababa de aparecer una mancha roja.
En silencio, estupefacto, Reich vio que una segunda salpicadura roja, y una tercera, aparecían en el encaje. Recogió la mano, y ante él, sobre el escenario, estalló una gota roja, seguida por una lenta e inexorable corriente de rojizas gotitas.
—¡Sangre! —gritó María—. ¡Sangre! ¡Alguien está sangrando arriba! Por amor de Dios, Reich. No me dejes ahora. ¡Luz! ¡Luz! ¡Luz!