Hasta ser destruida, por razones que la brumosa confusión del siglo veinte había ocultado, la estación de Pennsylvania, en Nueva York, fue, aunque millones de viajeros no lo hubieran advertido, un eslabón en el tiempo. El interior de la gigantesca terminal era una réplica de los fastuosos baños romanos de Caracalla. La enorme mansión de madame María Beaumont, conocida por sus íntimos enemigos como el Cadáver Dorado, era algo semejante. Mientras Ben Reich bajaba deslizándose por la rampa del este, con el doctor a su lado y el crimen en el bolsillo, el mundo exterior llegaba hasta él en un stacatto de sensaciones. La vista de los huéspedes en el piso bajo… El brillo de los uniformes, de los vestidos, de la carne fosforescente, de los rayos de luz suave en las piernas delgadas y largas… Más tensión, dijo el tensor…
El sonido de las voces, la música, los anunciantes, los ecos… Tensión, compresión y co… El maravilloso popurrí de cuerpos, perfumes, comidas, vinos y dorada ostentación… Tensión, compresión…
Las trampas doradas de la muerte… De algo, por Dios, que faltaba desde hacía setenta años… Un arte olvidado… Olvidado como la flebectomía, la quimiurgia, la alquimia… Resucitaré la muerte. No el asesinato precipitado e insensato de los psicópatas o los pendencieros… sino ese otro, normal, deliberado, planeado a sangre fría…
—¡Por Dios! —murmuró Tate—. Tenga cuidado, hombre. Está exhibiendo su crimen.
Ocho, señor; siete, señor…
—Así es mejor. Aquí viene uno de los secretarios ésper. Busca intrusos. Siga cantando…
Un joven delgado y cimbreante, todo efusivo, todo rubio y rapado, de blusa violeta y pantalones de plata, exclamó:
—¡Doctor Tate! ¡Señor Reich! Me dejan sin habla. No sé qué decirles. ¡Adelante! ¡Adelante!
Seis, señor; cinco, señor…
María Beaumont surgió de la multitud, con los brazos abiertos, la mirada abierta, el pecho desnudo y abierto…, el cuerpo transformado, gracias a la cirugía neumática, en una exagerada figura indonesia de caderas hinchadas, pantorrillas hinchadas y pechos hinchados del color del oro. Reich veía en ella un pornográfico mascarón de proa… El famoso Cadáver Dorado.
—¡Ben, amorosa criatura! —María lo abrazó con una intensidad neumática, apretando la mano de Reich contra su pecho—. Es demasiado, demasiado maravilloso.
—Es demasiado, demasiado plástico, María —le murmuró Reich en el oído.
—¿Has encontrado aquel millón?
—Acabo de poner las manos sobre él, querida.
—Ten cuidado, mi audaz amante. Estoy grabando toda esta fiesta divina.
Reich echó una mirada a Tate, por encima del hombro de la mujer. Tate lo tranquilizó sacudiendo la cabeza.
—Ven y que te presente a todos —dijo María. Lo tomó de un brazo—. Más tarde tendremos siglos para nosotros.
Las luces en las aristas del techo abovedado cambiaron otra vez y alteraron el espectro. Los trajes tomaron otro color. La carne anacarada brillaba ahora con una majestuosa luminiscencia.
En el flanco izquierdo de Reich, Tate hizo la señal consabida: ¡Peligro! ¡Peligro! ¡Peligro!
Tensión, compresión, y comienza la disensión. Bis. Tensión, compresión y comienza la disensión…
María se acercaba a otro joven, todo efusivo, todo rapado, de blusa rojiza y pantalones azul Prusia.
—Larry Ferar, Ben. Mi otro secretario social. Larry se moría por conocerte.
Cuatro, señor; tres, señor…
—¡Señor Reich! Estoy demasiado emocionado. No sé qué decirle.
Dos, señor; ¡uno!
El joven aceptó la sonrisa de Reich y se alejó. Tate, dando vueltas, en su papel de escolta, tranquilizó a Reich con un breve movimiento de cabeza. Las luces del cielo raso volvieron a cambiar. Los trajes de los invitados parecieron disolverse en algunas partes. Reich, que nunca había sucumbido a la moda de usar ropas con ventanas ultravioletas, siguió amparado por su traje oscuro observando con desprecio cómo se movían los ojos, rápidamente, buscando, apreciando, comparando, deseando.
Tate hizo la señal: ¡Peligro! ¡Peligro! ¡Peligro!
Más tensión, dijo el tensor…
Junto a María apareció un secretario.
—Señora —balbuceó—, un pequeño contratiempo.
—¿Qué pasa?
—El joven Chervil. Galen Chervil.
Tate torció la cara.
—¿Qué pasa con él? —María miró la multitud.
—A la izquierda de la fuente. Un impostor, señora. Lo he examinado. No tiene invitación. Es un estudiante. Apostó a que podría colarse en la reunión. Pretende robarle un cuadro como prueba.
—¡Oh! —dijo María mirando las ventanas del traje de Chervil—. ¿Qué piensa de mí?
—Bueno, señora, es extremadamente difícil saberlo. Creo que querría robarle algo más que ese cuadro.
—Oh, ¿sí? —cacareó María encantada.
—Sí, señora. ¿Lo echamos?
—No. —María miró una vez más al musculoso joven y comenzó a alejarse—. Tendrá su prueba.
—Y no tendrá que robarla —dijo Reich.
—¡Celoso! ¡Celoso! —graznó la mujer—. Vamos a cenar.
Reich se apartó ante el urgente llamado de Tate.
—Reich, tiene que abandonar su proyecto.
—¿Qué demonios…?
—El joven Chervil.
—¿Qué hay con él?
—Es un segundo.
—¡Maldición!
—Es precoz, brillante. Lo conocí en casa de Powell, el domingo pasado. María Beaumont nunca recibe a telépatas. Yo he entrado sólo gracias a usted. Mis planes dependían de eso.
—¡Y tenía que colarse este joven mirón! ¡Maldita sea!
—Abandone, Reich.
—Quizá pueda mantenerme alejado.
—Reich, puedo bloquear a los secretarios. Son sólo terceros. Pero no garantizo poder vérmelas con ellos y un segundo a la vez… aunque éste sea sólo un muchacho. Quizá Chervil esté demasiado nervioso para leer algo. Pero no puedo estar seguro.
—No renunciaré —gruñó Reich—. No puedo. No volveré a tener otra oportunidad como ésta. Aunque pudiese tenerla, no renunciaría. No puedo. Siento ya el olor de D’Courtney y…
—Reich, nunca podrá…
—No discuta. Seguiré adelante. —Reich volvió una cara ceñuda hacia Tate—. Sé que está usted buscando una excusa para librarse de esto, pero no se librará. Estamos juntos, y juntos seguiremos hasta la demolición.
Reich transformó su cara torcida en una sonrisa helada y se sentó junto a su anfitriona en un sofá instalado ante una mesa. Hombres y mujeres acostumbraban alimentarse unos a otros, pero lo que había tenido como origen una cortesía oriental era ahora una manía erótica. Los bocados de comida eran ofrecidos a menudo entre los labios. El vino era saboreado con un beso.
Reich lo toleró todo con una hirviente impaciencia, esperando la palabra vital de Tate. Parte del trabajo secreto del telépata consistía en localizar el escondite de D’Courtney. Reich observó cómo el menudo Tate se metía entre la multitud de invitados, sondeando, espiando, buscando. Al fin volvió moviendo negativamente la cabeza y señalando a María Beaumont. No había otra fuente de información, pero la mujer estaba tan excitada que no se la podía sondear con facilidad. Otra de esas interminables crisis con que tiene que luchar el instinto del asesino, pensó Reich. Se incorporó y se dirigió hacia la fuente. Tate le salió al paso.
—¿Qué va a hacer, Reich?
—¿No es evidente? Voy a hacer que María olvide a ese joven Chervil.
—¿De qué modo?
—¿Hay más de un modo?
—En nombre de Dios, Reich, no se acerque a ese muchacho.
—Salga de mi camino. —Reich irradió una ola de salvaje decisión que hizo retroceder al telépata. Tate volvió a repetir la señal de peligro y Reich trató de dominarse—. Corro un riesgo, lo sé; pero no tan peligroso como usted cree. Ante todo Chervil es joven y tímido. En segundo lugar, es un intruso y está asustado. Y por último, no está volando con todas sus turbinas, o no habría permitido que los secretarios lo examinasen tan fácilmente.
—¿Puede dominarse? ¿Puede disimular su pensamiento?
—Tengo una canción en la cabeza y bastantes dificultades como para que el trabajo del disimulo se convierta en un placer. Bueno, ahora apártese, y vaya a espiar a María Beaumont.
Chervil estaba solo, comiendo junto a la fuente, interpretando con torpeza su papel de convidado.
—Pip —dijo Reich.
—Pop —dijo Chervil.
—Bum —dijo Reich.
—Bam —dijo Chervil.
Cuando terminaron con la informalidad de moda, Reich se sentó cómodamente junto al muchacho.
—Yo soy Ben Reich.
—Y yo Gally Chervil. Quiero decir… Galen.
El nombre de Reich había impresionado visiblemente al joven.
Tensión, compresión y comienza…
—Esa maldita musiquita —murmuró Reich—. La oí el otro día por primera vez. No me la puedo sacar de la cabeza. María sabe que es usted un intruso, Chervil.
—¡Oh, no!
Reich hizo un signo afirmativo. Tensión…
—¿Me escaparé?
—¿Sin el cuadro?
—¿También sabe usted eso? Entonces hay un telépata en la casa.
—Dos. Los secretarios sociales. Se encargan de gente como usted.
—¿Dónde estarán los cuadros, señor Reich? Tengo cincuenta créditos en marcha. Usted sabe lo que significa una apuesta. Es usted un juga…, quiero decir, un financista.
—Por suerte no soy un telépata, ¿eh? No importa. No me siento ofendido. ¿Ve aquel arco? Crúcelo y doble a la derecha. Encontrará un estudio. Las paredes están cubiertas de retratos de María, todos en piedra sintética. Haga su trabajo. Ella no notará la falta.
El muchacho se incorporó de un salto, desparramando comida.
—Gracias, señor Reich. Algún día le devolveré este favor.
—¿Cómo?
—Se sorprenderá. Ocurre que soy… —El muchacho calló enrojeciendo—. Ya lo descubrirá, señor. Gracias otra vez.
Chervil comenzó a alejarse zigzagueando hacia el estudio. Cuatro, señor; tres, señor; dos, señor; ¡uno!
Reich volvió a su sitio.
—Pícaro —le dijo María—. ¿Con quién has estado? ¡Le arrancaré los ojos!
—Con el joven Chervil —respondió Reich—. Me preguntó dónde guardabas los cuadros.
—¡Ben! ¡No se lo habrás dicho!
—Claro que sí. —Reich mostró los dientes—. En este momento estará robándote uno. Luego se irá. Ya sabes que soy muy celoso.
María saltó del sofá y partió hacia el estudio.
—Bam —dijo Reich.
A las once, el rito de la cena había llevado a los concurrentes a un estado en el que eran imprescindibles la soledad y las sombras. María Beaumont no había fallado nunca antes a sus invitados, y Reich esperaba que no fallaría tampoco esta noche. Tenían que jugar a la sardina. Lo supo mejor cuando Tate volvió del estudio con instrucciones precisas para localizar al oculto D’Courtney.
—No sé cómo lo consiguió usted —murmuró Tate—. Irradia usted sed de sangre en todas las frecuencias TP. D’Courtney está en la casa. Solo. Sin sirvientes. Sólo hay dos guardianes que le ofreció María. @kins tenía razón. Está muy enfermo.
—Me importa un comino. Ya lo voy a curar. ¿Dónde está?
—Entre por el arco del oeste. Doble a la derecha. Suba las escaleras. Doble otra vez a la derecha. Galería de cuadros. La puerta entre los cuadros del rapto de Lucrecia y del rapto de las sabinas.
—Algo típico.
—Abra la puerta. Unos escalones llevan a la antecámara. Hay dos guardias ahí. D’Courtney está dentro. Es el cuarto matrimonial construido por su abuelo.
—¡Dios! Usaré ese cuarto. Lo casaré con la muerte. Y lo haré de veras, mi pequeño Gus. No diga que no.
El Cadáver Dorado comenzó a reclamar atención. Con la cara encendida y brillante, envuelta en una luz rosa, de pie en el tablado entre las dos fuentes, María golpeó las manos pidiendo silencio. El ruido de las palmas húmedas resonó en los oídos de Reich: Muerte. Muerte. Muerte.
—¡Queridos! ¡Queridos! ¡Queridos! —gritó la mujer—. Vamos a divertirnos mucho esta noche. Nosotros mismos serviremos de entretenimiento.
De los invitados brotó un débil gemido, y una voz alcoholizada exclamó:
—Sólo soy una turista.
En medio de las risas, María dijo:
—Pícaros enamorados, no os desilusionéis. Vamos a jugar a un maravilloso y viejo juego, y vamos a jugarlo en la oscuridad.
Los concurrentes gritaron alegremente mientras las luces comenzaban a apagarse. El tablado seguía encendido y María sacó a la luz un manchado volumen. El regalo de Reich.
Tensión…
María volvió las páginas lentamente, parpadeando ante las desacostumbradas letras impresas.
Compresión…
—Es un juego —gritó María— llamado sardina. ¿No es adorable?
Ha tragado el anzuelo. Ya está lista. Dentro de tres minutos seré invisible. Reich se palpó los bolsillos. El revólver. La rodopsina. Tensión, compresión y comienza la disensión.
—Un jugador —leyó María— hace de sardina. Ése seré yo. Se apagan todas las luces, y la sardina se esconde en cualquier lugar de la casa. —Mientras María luchaba con las instrucciones, el enorme vestíbulo quedó totalmente a oscuras, con la sola excepción de aquella luz rosada del escenario.
—Los jugadores que encuentren a la sardina se esconden con ella, y el último, el perdedor, se queda vagando en la oscuridad. —María cerró el libro—. Y, queridos, le tengo lástima al perdedor, pues vamos a jugar a este gracioso juego de un modo nuevo y maravilloso.
Mientras se desvanecían las luces del tablado, María se despojó de su túnica y exhibió su asombroso desnudo, milagro de la cirugía neumática.
—¡Vamos a jugar así a la sardina! —gritó.
Se apagaron las últimas luces. Sonaron unas risas alborozadas y algunos aplausos, seguidos por el murmullo multiplicado de las ropas. De cuando en cuando, el ruido de una rasgadura, y unas sordas exclamaciones, y otra vez risas.
Reich era al fin invisible. Tenía media hora para deslizarse en el interior de la casa, descubrir y matar a D’Courtney, y volver al juego. Tate estaba encargado de mantener a los secretarios fuera de la línea de ataque. No había peligro. La única molestia había sido el joven Chervil. Había tenido que correr aquel riesgo.
Cruzó el vestíbulo principal y atravesó a empellones el arco del oeste. Entró en la sala de música y dobló a la derecha, buscando a tientas los escalones.
Al pie de las escaleras se extendía una barrera de cuerpos octópodos que quisieron atraparlo. Trepó por los escalones, diecisiete eternos escalones, y se metió en un pasillo estrecho, de paredes de terciopelo. De pronto alguien lo abrazó.
—Hola, sardina —le murmuró la joven en el oído. La piel desnuda advirtió la presencia de las ropas.
—Oh —dijo la mujer y sintió la dureza del revólver en el bolsillo del pecho—. ¿Qué es esto?
Reich le apartó la mano de un golpe.
—Vamos, sardina —rió la mujer—. Sal de la lata.
Reich se liberó de aquel brazo golpeándose la nariz contra la pared del fondo del pasillo. Dobló a la derecha, abrió una puerta y se encontró en una galería abovedada de unos quince metros de largo. Las luces estaban apagadas, pero los cuadros fosforescentes, iluminados por las lámparas ultravioletas, llenaban la galería con un resplandor virulento. No había nadie.
Entre una vívida Lucrecia y una horda de mujeres sabinas, había una puerta de bronce pulido. Reich se detuvo ante ella, sacó del bolsillo trasero el pequeño ionizador de rodopsina y trató de tomar el cubo de cobre con el pulgar y el índice. Las manos le temblaban violentamente. La furia y el odio hervían en él, y su sed de sangre proyectaba imagen tras imagen de un moribundo D’Courtney.
—¡Cristo! —gritó—. Lo que me ha hecho. Me ha clavado los dedos en la garganta. Estoy luchando por mi vida.
Hizo sus oraciones en fanáticos múltiplos de tres y nueve.
—No me abandones, querido Cristo. Hoy, mañana y ayer. ¡No me abandones! ¡No me abandones! ¡No me abandones!
Ya no le temblaban los dedos. Tomó la cápsula de rodopsina y abrió de par en par la puerta de bronce. Nueve escalones llevaban a la antecámara. Reich golpeó con el pulgar el cubo de cobre como si estuviese arrojando una moneda a la luna. Mientras la cápsula volaba hacia la antecámara, desvió los ojos. Una fría luz púrpura iluminó la escena. Reich subió a saltos los escalones, como un tigre. Los dos guardias estaban sentados en un banco. Tenían unos rostros inexpresivos, la visión destruida, el sentido del tiempo anulado.
Si entraba alguien y descubría a los guardias iría derecho a la demolición. Si los guardias revivían enseguida, iría derecho a la demolición. De cualquier modo, era una partida final contra la demolición. Dejando a sus espaldas los últimos restos de cordura, Reich abrió la puerta enjoyada y entró en la cámara nupcial.