A las nueve de la mañana del lunes, el rostro de maniquí de Tate apareció en la pantalla del teléfono de Reich.
—¿Es segura esta línea? —preguntó.
Reich señaló el sello de garantía.
—Muy bien —dijo Tate—. Creo que lo he conseguido. Examiné a @kins anoche. Pero antes de pasarle el informe, tengo que decirle algo. Hay una posibilidad de error en estos exámenes profundos de un ésper 2. @kins se ocultaba muy bien.
—Entiendo.
—Craye D’Courtney llega de Marte en el Astra, el miércoles por la mañana. Irá enseguida a casa de María Beaumont, donde pasará de incógnito una noche…, sólo una noche.
—Una noche —murmuró Reich—. ¿Y luego?
—No sé. Aparentemente D’Courtney está planeando algo drástico.
—¡Contra mí! —rugió Reich.
—Quizá. Según @kins, D’Courtney vive actualmente en una tensión violenta, y su estructura de adaptación está quebrantándose. El instinto de la vida y el de la muerte se han dividido. D’Courtney se está retrogradando con mucha rapidez bajo esa bancarrota emocional.
—¡Maldito sea! Mi vida depende de ese asunto —gritó Reich, furioso—. Hable claramente.
—Es muy simple. Todo hombre vive en equilibrio entre dos fuerzas opuestas… El instinto de la vida y el instinto de la muerte. Ambas fuerzas tienen un mismo propósito…, vencer al Nirvana. El instinto de la vida lucha contra el Nirvana destruyendo toda oposición. El instinto de la muerte trata de vencer al Nirvana anulándose a sí mismo. Comúnmente ambos instintos se funden en uno solo. Así ocurre en el individuo adaptado. Otras veces, ciertas tensiones los separan. Es lo que está ocurriendo con D’Courtney.
—¡Sí, por Dios! ¡Y está persiguiéndome!
—@kins verá a D’Courtney el jueves por la mañana para tratar de disuadirlo de sus planes. @kins está asustado y parece decidido a detenerlo. Ha venido desde Venus sólo con ese fin.
—No tendrá que detenerlo. Lo detendré yo. No tiene por qué protegerme. Me protegeré yo. ¡Esto no es un crimen, Tate! ¡Es en defensa propia! Ha hecho usted un buen trabajo. No necesito más.
—Necesita mucho más, Reich. Entre otras cosas, tiempo. Hoy es lunes. Tendrá que estar listo para el miércoles.
—Estaré listo —gruñó Reich—. Esté listo usted también.
—No podemos fracasar, Reich. Si fracasamos…, la demolición, para ambos. ¿Se da cuenta?
—La demolición para ambos, sí, me doy cuenta. —La voz de Reich se resquebrajó—. Sí, Tate. Usted me seguirá hasta el fin, y yo no pararé hasta llegar… a la demolición.
Reich lo planeó todo el lunes, con audacia, bravura, confianza. Dibujó los grandes lineamientos como un artista que llena su hoja de trazos delicados antes de utilizar la tinta. Pero Reich no puso esta tinta final. Ya la pondría su instinto de asesino, el miércoles. Dejó el plan a un lado y se acostó a dormir…, y se despertó gritando, soñando otra vez con el hombre sin cara.
El martes por la tarde, temprano, Reich abandonó el edificio Monarch y visitó la librería auditiva El Siglo, en la plaza Sheridan. La tienda se especializaba en grabaciones eléctricas sobre cristal, joyitas elegantemente montadas. La última moda era unos broches operísticos para señora. (Irá con su música a todas partes). La librería El Siglo tenía también unos estantes de anticuados libros impresos.
—Quiero algo especial para un amigo —le dijo Reich al vendedor.
Reich recibió un bombardeo de mercaderías.
—No es bastante especial —se quejó—. ¿Por qué no alquilan un telépata y le ahorran tiempo al cliente? ¿Cómo es posible que vivan tan atrasados?
Reich comenzó a pasearse por la tienda, seguido por una cola de ansiosos vendedores.
Después de haber fingido un buen rato, y antes de que el preocupado gerente mandara a buscar un empleado ésper, Reich se detuvo ante los estantes de los libros.
—¿Qué es esto? —preguntó con sorpresa.
—Libros antiguos, señor Reich. —Los vendedores comenzaron a explicarle la teoría y práctica de los arcaicos libros visuales mientras Reich buscaba lentamente el deteriorado volumen castaño. Lo recordaba muy bien. Lo había hojeado hacía cinco años, y había anotado el nombre en la libreta negra. El viejo Geoffry Reich no era el único Reich que creía en los beneficios de la previsión.
—Interesante. Sí. Fascinador. ¿De qué trata éste? —Reich sacó el volumen castaño—. «Juegos de sociedad». ¿De qué fecha es? ¿De veras? ¿Quiere decir que ya entonces había reuniones sociales?
Los vendedores le aseguraron que los antiguos eran a veces sorprendentemente modernos.
—Oigan el contenido —dijo Reich con una risita—. «El puente de los novios», «El whist prusiano», «El correo», «La sardina». ¿Qué demonios puede ser esto? A ver… Página noventa y seis.
Reich hojeó el libro hasta llegar a un título en mayúsculas que decía: JUEGOS GRACIOSOS PARA AMBOS SEXOS.
—Miren esto —dijo riéndose, y aparentando sorpresa. Señaló el bien recordado párrafo.
LA SARDINA
Se elige un jugador que hará de sardina. Se apagan todas las luces y la sardina se esconde en cualquier lugar de la casa. Al cabo de unos pocos minutos los jugadores van a buscarla. El primero que la encuentra no dice nada sino que se esconde también y pasa a ser otra sardina. Así, y sucesivamente, los jugadores van uniéndose a las sardinas hasta que todos están escondidos en un lugar determinado excepto el último, el perdedor, que vaga solo por la oscuridad.
—Me lo llevo —dijo Reich—. Justo lo que necesitaba.
Reich pasó aquella tarde desfigurando cuidadosamente el volumen. Con vapor, ácidos, colorantes y tijeras, mutiló las instrucciones, y cada quemadura, cada incisión, cada herida, fue un golpe lanzado al cuerpo retorcido de D’Courtney. Cuando acabó con sus crímenes simbólicos, las diversiones no eran más que unos fragmentos incompletos. Sólo «La sardina» seguía intacta.
Reich envolvió el libro, anotó en él la dirección de Graham, el tasador, y lo metió en el tubo neumático. Se oyó un resoplido y un golpe, y el libro volvió una hora más tarde, con la tasación oficial. Graham no había advertido las mutilaciones.
Reich envolvió otra vez el libro, dejando la tasación en el interior del paquete (como era la costumbre) y lo introdujo en el tubo de aire, dirigido a María Beaumont. Veinte minutos después llegó la respuesta: «¡Querido! ¡Querido! Pensé que habías olbidado (evidentemente, María había escrito ella misma la nota) a esta escandalosa viejita. Qué 2 veces divino. Ven a mi casa esta noche. Estamos de fiesta. Nos dibertiremos con los juegos de tu bonito regalo». La cápsula que traía el mensaje incluía también un retrato de María Beaumont montado sobre un rubí sintético. Un desnudo, naturalmente.
Reich respondió: «Desesperado. Hoy no es posible. Perdí un millón».
María volvió a escribir: «El miércoles, niñito. Te daré uno de los míos».
«Acepto encantado», contestó Reich. «Llevaré a alguien. Besos para todos». Y se fue a acostar.
Y le gritó al hombre sin cara.
El miércoles por la mañana Reich visitó el departamento científico de Monarch (—paternalismo, ya saben—) y pasó una estimulante hora con sus jóvenes e inteligentes empleados. Discutió con ellos el trabajo y el luminoso futuro que aguardaba a aquellos que confiaban en Monarch. Les contó el viejo chiste sucio del pionero que hizo un aterrizaje forzoso sobre un ataúd (y el cadáver dijo: «Sólo soy una turista») y los jóvenes empleados rieron obedientemente, sintiendo un poco de desprecio por el patrón.
Esta informalidad le permitió a Reich entrar en el laboratorio y meterse en el bolsillo una de las cápsulas enceguecedoras. Se trataba de unos cubitos de bronce, bastante más pequeños que las cápsulas de fulminantes, pero de un poder dos veces mayor. Al abrirse, lanzaban una brillante llama azul que ionizaba la rodopsina —la mancha purpúrea del fondo del ojo— encegueciendo a la víctima y aboliendo su percepción del tiempo y el espacio.
El miércoles por la tarde, Reich visitó la callejuela Melody, en el centro del barrio teatral, y entró en Psicocanciones, S. A. El negocio estaba dirigido por una joven inteligente, autora de varias aleluyas para el departamento de ventas, y algunas devastadoras y pegadizas canciones para apoyar la propaganda con que Monarch se presentaba a los consumidores. Se llamaba Duffy Wyg&. Reich veía en ella el epítome de la carrera de una joven moderna: la seductora virginal.
—¿Qué tal, Duffy? —Reich la besó ligeramente. La muchacha tenía las formas de una curva de ventas. Era bonita, pero demasiado joven.
—¿Qué tal, señor Reich? —La muchacha lo miró con curiosidad—. Algún día alquilaré a uno de esos consejeros sentimentales ésperes para que me clasifiquen su beso. Me parece que no es en serio.
—No.
—Explíquese.
—Un hombre tiene que decidirse enseguida, Duffy. Dar un beso a una chica significa dar un beso de despedida al dinero.
—Usted me besa.
—Sólo porque te pareces a esa dama que se ve en los billetes de banco.
—Pip —dijo la muchacha.
—Pop —dijo Reich.
—Bim —replicó la muchacha.
—Bam —replicó Reich.
—Me gustaría encontrarme con el idiota que inventó esta manía —dijo Duffy de mal humor—. Muy bien, guapo. ¿Cuál es su problema?
—El fuego —dijo Reich—. Ellery West, el director de mi departamento de diversiones, se queja del fuego en Monarch. Dice que es excesivo. A mí no me preocupa mucho.
—Un hombre endeudado nunca se atreve a pedir aumento.
—Eres una muchacha demasiado lista.
—¿Quiere una canción que inhiba a los apostadores?
—Algo parecido. Pegadiza. No demasiado obvia. Que distraiga la acción. No simple propaganda. Me gustaría que el efecto fuese algo inconsciente.
Duffy hizo un signo afirmativo y anotó.
—Y que valga la pena oírla. Dios sabe cuánta gente va a tararearla, cantarla y silbarla.
—Es usted un miserable. Siempre vale la pena oír mis canciones.
—Una vez.
—Esto le costará mil créditos extra.
Reich se rió.
—Hablando de cosas monótonas… —dijo suavemente.
—Nosotros no lo somos.
—¿Cuál es la canción más persistente que has escrito?
—¿Persistente?
—Ya sabes a qué me refiero. Como esos anuncios cantados que uno no se puede sacar de la cabeza.
—Oh, pepsis. Así se llaman.
—¿Por qué?
—Lo ignoro. Dicen que el primero fue escrito hace varios siglos por alguien llamado Pepsi. No vendo esas cosas. Una vez escribí una… —Duffy frunció el entrecejo, recordando—. Sólo pensarlo me estremece. Obsesión garantizada durante un mes. A mí me persiguió un año entero.
—Estás exagerando.
—Palabra de girl-scout, señor Reich. Se llamaba «Más tensión, dijo el tensor», y la escribí para aquella revista musical en que aparecía un matemático loco. Querían algo fastidioso y lo tuvieron. La gente se cansó tanto que al fin suprimieron la revista. Perdieron una fortuna.
—Oigámosla.
—No puedo hacerle eso a usted, señor Reich.
—Vamos, Duffy. Tengo mucha curiosidad.
—Se va a arrepentir.
—No será tanto.
—Muy bien, señor cabeza dura —dijo Duffy, y tiró del panel de agujeros—. Con esto me cobraré ese beso sin entrañas.
Los dedos y las palmas de la muchacha se movieron graciosamente sobre el panel. Una monótona melodía llenó la habitación con una agonizante e inolvidable trivialidad. Era la quintaesencia de todos los clisés melódicos escuchados por Reich. Cualquiera que fuese la cancioncita de la que uno quisiera acordarse, «Más tensión, dijo el tensor» venía, invariablemente, a la memoria. Duffy comenzó a cantar:
Ocho, señor; siete, señor;
seis, señor; cinco, señor;
cuatro, señor; tres, señor;
dos, señor; ¡uno!
Más tensión, dijo el tensor.
Más tensión, dijo el tensor.
Tensión, compresión, y comienza la disensión.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Reich.
—Hay algunas tretas notables en esa melodía —dijo Duffy sin dejar de tocar—. ¿Ha advertido el compás que sigue a «uno»? Es una semicadencia. Hay otro compás luego de «disensión» que transforma el fin de la frase en otra semicadencia, así que la música nunca termina. Esos compases lo obligan a uno a dar vueltas. Tensión, compresión y comienza la disensión. Bis. Tensión, compresión…
—¡Condenada seas! —Reich se incorporó llevándose las manos a los oídos—. ¡No tengo salvación! ¿Cuánto dura esto?
—No más de un mes.
—Tensión, compresión y… Estoy arruinado. ¿No hay una salida?
—Naturalmente —dijo Duffy—. Es fácil. Arruíneme a mí. —La muchacha se apretó contra Reich y lo besó con seriedad—. Terco, bobo. Lerdo. ¿Cuándo va a arrastrarme por el barro? Despiértese, cabeza dura. ¿Por qué no es usted tan listo como yo creo?
—Soy mucho más listo —dijo Reich, y salió.
Tal como Reich lo había planeado, la canción se le grabó profundamente y le sonó una y otra vez dentro de la cabeza mientras se dirigía hacia la calle. Más tensión, dijo el tensor. Más tensión, dijo el tensor. Tensión, compresión y comienza la disensión. Bis. Una barrera mental perfecta. ¿Qué telépata podría traspasarla? Tensión, compresión y comienza la disensión.
—Mucho más listo —murmuró Reich, y le indicó a una máquina saltadora que lo llevara a la casa de empeños de Church, en los barrios altos del oeste. Tensión, compresión y comienza la disensión.
A pesar de la pretensión de otros ramos rivales el préstamo sobre prendas es todavía la más vieja de las profesiones. Desde los abismos del pasado hasta los límites extremos del futuro, el prestamista y su tienda son siempre los mismos. Usted entra en el desordenado altillo de Jerry Church, atestado con los desechos del tiempo, y es como si se encontrara en el museo de la eternidad. Y Church mismo, mustio, fisgón, magullado por los golpes interiores del sufrimiento, encarna de un modo perfecto al inmutable prestamista.
Church dejó caer las persianas y fue a enfrentarse con la erguida figura de Reich, tiesa e iluminada por un óvalo de sol. No se asustó. Pasó al lado del hombre que durante diez años había sido su mortal enemigo, se colocó detrás del mostrador, y dijo:
—¿Desea, señor?
—Hola, Jerry.
Sin alzar los ojos, Church extendió una mano. Reich trató de tomarla. La mano se retiró con rapidez.
—No —dijo Church, con un gruñido que era en parte una risa histérica—. Eso no, gracias. Muéstreme lo que quiere empeñar.
El telépata había tendido una trampita, y Reich había caído en ella.
No tenía importancia.
—No tengo nada que empeñar, Jerry.
—¿Está tan pobre? Hasta dónde pueden caer los poderosos. Pero no es increíble, ¿no es cierto? Todos caen algún día. Todos. —Church miró a Reich de costado tratando de leer sus pensamientos. Dejemos que lo intente, se dijo Reich. Tensión, compresión y comienza la disensión. Dejemos que trate de saltar sobre esa loca y machacante melodía.
—Todos caemos —dijo Church—. Todos.
—Así lo espero, Jerry. Yo no he caído todavía. He tenido suerte.
—Yo sí —murmuró el telépata—. Me encontré con usted.
—Jerry —dijo Reich con paciencia—. Nunca te di mala suerte. Tú mismo te arruinaste. No…
—Condenado bastardo —dijo Church con una voz horriblemente suave—, condenado devorador de basura. Ojalá se pudra en vida. Fuera de aquí. No quiero nada de usted. ¡Nada! ¿Entiende?
—¿Ni siquiera dinero? —Reich sacó del bolsillo unos deslumbrantes soberanos y los colocó sobre el mostrador. Fue un toque sutil. A diferencia del crédito, el soberano era la moneda del hampa. Tensión, compresión y comienza la disensión…
—Su dinero menos que nada. Quisiera verlo despedazado. Quisiera que los gusanos le comiesen ahora mismo los ojos. Pero no su dinero.
—¿Qué quieres entonces, Jerry?
—¡Ya se lo dije! —gritó el telépata—. ¡Ya se lo dije! Maldito piojoso.
—¿Qué quieres, Jerry? —repitió Reich fríamente, con los ojos clavados en aquella mustia figura. Tensión, compresión y comienza la disensión. Aún podía dominar a Church. No importaba que Church fuera un segundo. El dominio no era cuestión de telepatía. Era cuestión de personalidad. Ocho, señor; siete, señor; seis, señor… Siempre lo había dominado…, siempre podría dominar a Church.
—¿Qué quiere usted? —preguntó Church de pronto.
Reich resopló.
—Tú eres el telépata. Dímelo.
—No sé —murmuró Church al cabo de un rato—. No puedo leerlo. Hay una música rara que lo confunde todo…
—Entonces te lo diré yo. Quiero un revólver.
—¿Un qué?
—Un revólver. Re-vól-ver. Un arma antigua. Arroja proyectiles por explosión.
—No tengo nada parecido.
—Sí, lo tienes, Jerry. Keno Quizzard me lo dijo hace ya algún tiempo. Lo vio aquí. De acero y desarmable. Muy interesante.
—¿Para qué lo quiere?
—Léeme, Jerry, y descúbrelo. No tengo nada que ocultar. Se trata de algo muy inocente.
Church retorció la cara, y al fin renunció con un gesto de disgusto.
—No vale la pena —murmuró y se perdió entre las sombras. Se oyó el distante golpear de unos cajones metálicos. Church volvió con un cilindro de acero cubierto de manchas y lo colocó sobre el mostrador, junto al dinero. Apretó un botón y la masa metálica se abrió en unos anillos articulados…, revólver y estilete. Arma de fuego y cuchillo…, la quintaesencia del crimen.
—¿Para qué lo quiere? —preguntó Church.
—Supones que podrías chantajearme, ¿eh? —Reich sonrió—. Lo siento. Es un regalo.
—Un regalo peligroso. —El desterrado telépata volvió a mirar a Reich de costado, con una risa que era un gruñido—. La ruina para algún otro, ¿eh?
—Nada de eso, Jerry. Un regalo para un amigo, el doctor Augustus Tate.
—¡Tate! —Jerry lo miró fijamente.
—¿Lo conoces? Colecciona cosas viejas.
—Lo conozco. Lo conozco. —Church cloqueó como un asmático—. Pero estoy conociéndolo mejor. Estoy comenzando a tenerle lástima. —Dejó de reír y lanzó una mirada penetrante hacia Reich—. De veras será un regalo magnífico para Gus. Un regalo perfecto. Pues está cargado.
—¡Oh! ¿Está cargado?
—Oh, sí. Está cargado. Con cinco hermosas balas. —Church volvió a emitir aquella risita—. Un regalo para Gus. —Tocó la punta metálica. Un cilindro se abrió a un costado del revólver mostrando cinco cámaras, con cinco cartuchos de bronce. Church alzó los ojos de los cartuchos y miró a Reich—. Cinco colmillos de serpiente para Gus.
—Te dije que era algo inocente —dijo Reich con voz dura—. Tendremos que arrancar esos colmillos.
Church lo miró con asombro. Se alejó trotando por el corredor y volvió con dos herramientas pequeñas. Separó de un tirón y con rapidez las balas de los cartuchos. Volvió a colocar las inocuas cápsulas en las cámaras, metió el cilindro en su sitio y puso el revólver al lado del dinero.
—Ningún peligro —dijo alegremente—. Ningún peligro para el querido y pequeño Gus. —Miró a Reich, expectante. Reich extendió las dos manos. Con una empujó el dinero hacia Church. Con la otra asió el revólver. En ese momento Church volvió a cambiar, abandonando aquel aire de divertida locura. Sus garras férreas se apoderaron de las muñecas de Reich, y se inclinó sobre el mostrador. Tenía los ojos brillantes.
—No, Ben —dijo llamando a Reich por su nombre por vez primera—. No es ése el precio. Ya lo sabes. A pesar de esa loca canción que te suena en la cabeza sé que lo sabes.
—Muy bien, Jerry —dijo Reich, serenamente, sin soltar el revólver—. ¿Cuál es el precio? ¿Cuánto?
—Quiero que me reincorporen —dijo Church—. Quiero volver al gremio. Quiero volver a vivir. Ése es el precio.
—¿Y qué puedo hacer yo? No soy un telépata. No pertenezco al gremio.
—Sabes cómo, Ben. Tienes medios. Puedes llegar al gremio. Puedes lograr que me reincorporen.
—Imposible.
—Puedes comprar, chantajear, intimidar…, exaltar, enceguecer, fascinar. Puedes hacerlo, Ben. Ayúdame. Yo te ayudé una vez.
—Pagué muy caro esa ayuda.
—¿Y yo? ¿Qué pagué yo? —gritó Church—. ¡Pagué con mi vida!
—Pagaste con tu estupidez.
—Por Dios, Ben. Ayúdame o mátame. Es como si ya estuviera muerto. No tengo coraje para suicidarme.
Pasó un rato y al fin Reich dijo brutalmente:
—Creo que lo que más te conviene, Jerry, es el suicidio.
El telépata se echó hacia atrás como si lo hubiesen tocado con un hierro candente. Unos ojos vidriosos miraron a Reich desde un rostro magullado.
—Dime el precio —dijo Reich.
Con toda deliberación Church apartó el dinero y alzó hacia Reich una mirada llena de odio.
—No te cobraré nada —dijo, y dándose vuelta desapareció entre las sombras del altillo.