2

Augustus Tate, doctor E 1, recibía 1000 créditos por hora de análisis…, no demasiado, ya que era difícil que un paciente necesitara más de una hora del devastador tiempo de Tate. Pero estos horarios elevaban sus entradas a 8000 créditos por día y a más de 2 millones por año. Muy pocos sabían qué proporción de esa suma pasaba al gremio ésper para facilitar la educación de otros telépatas y el progreso del plan eugenésico que extendería la telepatía a todo el mundo. Entre esos pocos se contaba Tate, y el 95% que entregaba al gremio le molestaba sobremanera. Consecuentemente pertenecía a la «Liga de Patriotas Ésper», grupo político de extrema derecha dedicado a la preservación de la autocracia y los ingresos de los ésperes de más alta categoría. Esta afiliación lo había colocado en el rubro COHECHO (POTENCIAL) en la libreta de Reich.

Reich entró marcando el paso en el exquisito consultorio de Tate y echando una rápida mirada a la menuda silueta del médico…, una figura un poco desproporcionada, pero corregida cuidadosamente por los sastres. Se sentó y lanzó un gruñido:

—Míreme, rápido.

Clavó la mirada en Tate mientras el elegante doctorcito lo examinaba con ojos brillantes y decía con rápidas explosiones:

—Usted es Ben Reich de Monarch. Firma de diez billones de créditos. Piensa que yo lo conozco. Lo conozco. Está envuelto en una lucha sin cuartel con la sociedad D’Courtney. ¿No es cierto? Odia inmensamente a D’Courtney. Le ofreció una unión esta mañana. Mensaje en código: YYJI TTED RRCB UUFE QQBA AALK. Oferta rechazada. ¿No es cierto? Desesperado, resolvió…

Tate se detuvo de pronto.

—Adelante —dijo Reich.

—Asesinar a Craye D’Courtney como primera medida para dominar su monopolio… Quiere usted ayuda… Señor Reich, ¡esto es ridículo! Si sigue pensando así tendré que denunciarlo. Ya conoce la ley.

—Aclaremos las cosas, doctor. Va a ayudarme a quebrantar la ley.

—No, señor Reich. No puedo hacerlo.

—¿Y lo dice usted? ¿Un ésper de primera clase? ¿Y yo tendré que creerlo? ¿Tendré que creer que es usted incapaz de desafiar a cualquier hombre, a un grupo cualquiera, a todo el mundo?

Tate sonrió.

—Azúcar para la mosca —dijo—. Un recurso característico de…

—Examíneme. Ganaremos tiempo. Lea en mi mente. Su habilidad. Mis recursos. Una combinación imbatible. ¡Mi Dios! Suerte tiene el mundo de que quiera cometer ese solo asesinato. Juntos podríamos arrasar el universo.

—No —dijo Tate con decisión—. No es posible. Tendré que denunciarlo, señor Reich.

—Espere. ¿Quiere saber cuánto le ofrezco? Míreme, bien adentro. ¿Cuánto quiero pagarle? ¿Cuál es mi oferta límite?

Tate cerró los ojos. El rostro de maniquí se le retorció dolorosamente. Luego miró a Reich, sorprendido.

—No puede ser —exclamó.

—Sí —gruñó Reich—. Y usted sabe, además, que es una oferta sincera, ¿no?

Tate movió afirmativamente y con lentitud la cabeza.

—Y no ignora que Monarch más D’Courtney pueden hacer efectiva esta oferta.

—Casi le creo.

—Créame. He estado financiando su Liga de Patriotas durante cinco años. Si mira muy dentro de mí conocerá mis motivos. Odio a ese gremio maldito tanto como usted. La moral del gremio no es favorable a los negocios…, no sirve para hacer dinero. La Liga podría vencer al gremio ésper…

—Conozco todo eso —dijo Tate lacónicamente.

—Con Monarch y D’Courtney en mis bolsillos, yo no tendría que ayudar a la Liga de Patriotas. Haría algo mejor. Lo pondría a usted como presidente vitalicio de un nuevo gremio. Se lo garantizo incondicionalmente. Usted solo no lo logrará nunca, pero sí conmigo.

Tate cerró los ojos y murmuró:

—En estos últimos setenta y nueve años no ha sido posible premeditar con éxito un solo asesinato. Los ésperes impiden que haya intenciones ocultas. Y si alguien logra evitar a los ésperes antes del crimen, éstos descubren enseguida al culpable.

—El testimonio de un ésper no es válido ante la Corte.

—Es cierto, pero una vez que el telépata descubre al culpable, no tarda en encontrar pruebas objetivas. Lincoln Powell, el prefecto de policía de la división psicopática, es una amenaza mortal. —Tate abrió los ojos—. ¿Quiere usted olvidar esta conversación?

—No —gruñó Reich—. Antes examíneme bien. ¿Por qué han fracasado los asesinos? Porque los adivinadores del pensamiento gobiernan el mundo. ¿Qué puede detener a un telépata? Otro. Pero a ningún criminal se le ha ocurrido hasta ahora alquilar un buen telépata para anular los poderes de otros telépatas. Y si se le ha ocurrido alguna vez, no ha podido cerrar el trato. Yo puedo hacerlo.

—¿Puede de veras?

—Voy a lanzarme a una batalla —continuó Reich—. Voy a tener una hermosa refriega con la sociedad. Reduzcamos esto a un problema estratégico y táctico. Mi problema es igual al de cualquier ejército. Audacia, bravura y confianza no bastan. Un ejército necesita un servicio de espionaje. La guerra se gana con ayuda del servicio de espionaje. Lo necesito a usted como agente secreto.

—Muy bien.

—Yo me encargaré de la lucha. Usted proveerá la información. Tendré que saber dónde estará D’Courtney, dónde puedo dar el golpe, cuándo puedo darlo. El crimen es cosa mía, pero usted tendrá que decirme dónde y cuándo encontraré mi oportunidad.

—Comprendido.

—Ante todo, la invasión. Romper la red de defensas que rodea a D’Courtney. Quiero decir que usted tendrá que reconocer el terreno. Tendrá que examinar a los normales, vigilar además a los telépatas, prevenirme e impedir que me lean la mente si yo no puedo evitarlos. Después del crimen iniciaré mi retirada a través de otra red de gente normal y mirones. Usted tendrá que quedarse en escena. Tendrá que descubrir de quién sospecha la policía, y por qué. Si sé que las sospechas están dirigidas hacia mí, podré encaminarlas hacia otro lado. Si están dirigidas hacia algún otro, trataré de confirmarlas. Con usted como espía, puedo llevar adelante esta guerra, y ganarla. ¿No es cierto? Míreme.

Al cabo de una larga pausa Tate dijo:

—Es cierto. Podemos hacerlo.

—¿Lo hará usted?

Tate titubeó, y al fin movió afirmativamente la cabeza.

—Sí, lo haré.

—Muy bien. He aquí mi plan. El escenario del crimen sería un juego antiguo que llamaban «la sardina». Tendría así oportunidad de acercarme a D’Courtney, y he pensado en un truco para matarlo. Podría dispararle una vieja pistola silenciosa.

—Espere —dijo Tate vivamente—. ¿Cómo va a ocultar todo eso a los telépatas? Sólo puedo protegerlo cuando estoy con usted. Y no podré acompañarlo a todas partes.

—Puedo utilizar una barrera mental temporaria. En la callejuela Melody hay una autora de canciones que podría ayudarme.

—Quizá resulte —dijo Tate al cabo de un momento de examen—. Pero se me ocurre una cosa. Suponga que D’Courtney esté vigilado. ¿Piensa matar también a sus guardaespaldas?

—No. Espero que no será necesario. Un fisiólogo llamado Jordan acaba de inventar un dispositivo visual soporífero. Pensábamos usarlo para disolver manifestaciones hostiles. Lo usaré con los guardias de D’Courtney.

—Ya veo.

—Usted trabajará conmigo… reconociendo y espiando, pero ante todo necesito un informe. Cuando D’Courtney viene a la ciudad es huésped, comúnmente, de María Beaumont.

—¿El Cadáver Dorado?

—La misma. Quiero que averigüe si D’Courtney piensa instalarse nuevamente en casa de María. Todo depende de eso.

—Bastante fácil. Puedo enterarme del destino de D’Courtney y de sus planes inmediatos. Esta noche hay una reunión en casa de Lincoln Powell. Es probable que asista el médico de D’Courtney. Está de visita en la Tierra, por una semana. Comenzaré con él mi investigación.

—¿Y no teme usted a Powell?

Tate sonrió desdeñosamente.

—Si lo temiera, señor Reich, ¿me metería yo en este asunto? No me confunda. No soy Church.

—¡Church!

—Sí, no se haga el sorprendido. Church, ésper 2. Hace un año fue echado a puntapiés del gremio por mezclarse con usted en ciertas andanzas.

—Maldito sea. Lo sacó de mí mente, ¿eh?

—De su mente y de la historia.

—Bueno, esta vez no se repetirá. Usted es más duro y más listo que Church. ¿Necesita algo especial para la fiesta de Powell? ¿Mujeres? ¿Ropa? ¿Dinero? ¿Joyas? Llame a Monarch.

—Nada, pero se lo agradezco mucho.

—Criminal, pero generoso, así soy yo.

Reich sonrió y se puso de pie para irse. No le tendió la mano a Tate.

—Señor Reich —dijo el telépata de pronto.

Reich se volvió desde la puerta.

—Los gritos seguirán. El hombre sin cara no es el símbolo del crimen.

—¿Qué? ¡Oh, Cristo! ¿Las pesadillas? ¿Todavía? Maldito mirón. ¿Cómo lo sabe? Cómo…

—No sea tonto. ¿Cree que puede jugar con un ésper 1?

—¿Quién está jugando, bastardo? ¿Qué hay de las pesadillas?

—No, señor Reich. No se lo diré. Dudo que nadie, a no ser un ésper 1, pueda decírselo, y después de esta entrevista no se atreverá usted a consultar a otro.

—¡En nombre de Dios, hombre! ¿No va usted a ayudarme?

—No, señor Reich. —Tate sonrió maliciosamente—. Ésta será mi arma. Nos pone a la par. Equilibrio de poderes, ya sabe. Una mutua dependencia asegura una mutua confianza. Criminal, pero mirón, así soy yo.

Como todos los ésperes de la categoría superior, Lincoln Power, doctor, vivía en una casa privada. No se trataba de un lujo conspicuo, sino de un problema de intimidad. La transmisión del pensamiento era demasiado débil para atravesar las paredes de ladrillo, pero los materiales plásticos de las casas de vecindad no lograban impedir el paso de las ondas. Para un telépata, vivir en un edificio colectivo era como vivir en un infierno.

Powell, prefecto de policía, podía permitirse una casita de piedra en el terraplén de Hudson, con vista al río North.

Había sólo cuatro habitaciones: en el piso superior, estudio y dormitorio; en la planta baja, sala y cocina. Como la mayor parte de sus colegas, Powell necesitaba grandes dosis de soledad. Prefería por lo tanto ocuparse él mismo de las tareas domésticas. En ese momento se encontraba en la cocina, vigilando las señales modificadoras del aparato de refrescos, silbando una quejosa y entrecortada melodía.

Era un hombre delgado, entre los treinta y cuarenta años de edad, alto, descuidado, y de movimientos lentos. Tenía una boca ancha, que parecía estar siempre a punto de abrirse en una carcajada; pero en ese instante su expresión era desalentada y triste. Powell estaba recordándose a sí mismo sus peores locuras y estupideces.

La esencia de un ésper es su sensibilidad. Su carácter toma enseguida el color del ambiente. Las reacciones de Powell, que tenía un considerable sentido del humor, eran siempre exageradas. Tenía ataques de lo que él llamaba humor del «niño deshonesto». Alguien le hacía una pregunta inocente, y el «niño deshonesto» reaccionaba al instante. Su hirviente imaginación cocinaba las más extravagantes historias y las servía con una calmosa sinceridad. Powell no podía resistirse a ese mentiroso interior.

Esa tarde, por ejemplo, el comisionado Crabbe le había hecho unas cuantas preguntas a propósito de un rutinario caso de chantaje. La mala pronunciación de un nombre había bastado para que Powell se lanzara a fabricar una dramática historia que incluía un falso crimen, una peligrosa redada nocturna y el heroísmo del imaginario teniente Kopenick. Ahora el comisionado quería premiar a Kopenick con una medalla.

—Niño deshonesto —murmuró Powell amargamente—, me das mucha pena.

Sonó la campanilla. Powell lanzó una sorprendida mirada a su reloj (era muy temprano todavía) y dirigió luego un ábrete en do menor a la cerradura receptora. La cerradura respondió a la onda mental, como un tenedor vibrátil que responde ante una nota determinada. La puerta de calle se abrió de par en par.

Instantáneamente Powell sintió un impacto familiar: Nieve / menta / tafetán / tulipanes.

—Mary Noyes. ¿Vienes a ayudar al solterón? ¡Bendiciones!

—Confié en que me necesitaras, Linc.

—Todo anfitrión necesita una compañera. Mary, ¿qué puedo poner a los canapés s.o.s.?

—Inventa una nueva receta. Espera. Pollo asado E.

—¿E?

—Hay que averiguarlo, mi querido.

Mary entró en la cocina. No era muy alta físicamente, pero de pensamientos gráciles y ondulantes; de un exterior moreno, pero de ondas mentales blancas como la escarcha. Casi una monja de hábitos blancos, a pesar de su aspecto oscuro. Pero la mente es lo más real. Se es lo que se piensa.

—Me gustaría repensar. Reconstruir mi psique.

—¿Cambiarte a ti (te beso tal como eres) misma, Mary?

—Si sólo (no es posible realmente, Linc) pudiera. Estoy tan cansada de tener para ti ese sabor de menta; siempre el mismo.

—La próxima vez le añadiré brandy y hielo. Sacúdase bien. ¡Voilá! La punzante Mary.

—Hazlo. Y añade NIEVE.

—¿Por qué tachas la nieve? La quiero mucho a la nieve.

—Pero yo te quiero a ti.

—Y yo también te quiero mucho, Mary.

Pero lo había dicho. Siempre lo decía. Nunca lo pensaba. La muchacha se volvió con rapidez. Las lágrimas interiores quemaron a Linc.

—¿Otra vez, Mary?

No otra vez. Siempre. Siempre. —Y en lo más profundo de su alma, la muchacha gritaba—: Te quiero, Lincoln. Te quiero. Imagen de mi padre; símbolo de seguridad; de calor; de protección apasionada. No me rechaces siempre…, siempre…, para siempre.

—Escúchame, Mary.

—No hables, por favor, Linc. No podré resistirlo si comienzan a dividirnos las palabras.

—Estoy a tu lado, siempre. En todas las desventuras. En todas las alegrías.

—Pero no en el amor.

—No, corazón mío. No permitas que esto te lastime. No en el amor.

—Tengo bastante amor, Dios se apiade de mí, para los dos juntos.

—Uno, Dios se apiade de nosotros, no basta, Mary.

—Tienes que casarte con una ésper antes de cumplir los cuarenta, Linc. El gremio insiste en eso. Lo sabes.

—Lo sé.

—Entonces deja que la amistad te guíe. Cásate conmigo, Lincoln. Dame un año, eso es todo. Un añito para quererte. Luego te dejaré en libertad. No te ataré. No tendrás que odiarme. Querido, te pido tan poco…, me darás tan poco…

Sonó la campanilla. Powell miró a Mary desesperanzado.

—Huéspedes —murmuró y lanzó un ábrete en do menor a la cerradura receptora. En el mismo instante Mary lanzó un ciérrate una quinta más alto. La puerta siguió cerrada.

—Contéstame antes, Lincoln.

—No puedo darte la respuesta que quieres, Mary.

Volvió a oírse la campanilla.

Powell tomó a Mary por los hombros, firmemente, la acercó hacia sí y la miró en los ojos.

—Eres una ésper 2. Lee en mí hasta donde puedas. ¿Qué hay en mi mente? ¿Qué hay en mi corazón? ¿Qué te respondo?

Powell suprimió todas las barreras. Los atronadores y profundos abismos de su mente se alzaron y cayeron sobre ella como una cascada cálida, amenazante, terrible, y sin embargo magnética y deseable; pero…

—Nieve. Menta. Tafetán. Tulipanes —dijo la muchacha con cansancio—. Vaya a recibir a sus huéspedes, señor Powell. Le prepararé los canapés. No sirvo para otra cosa.

Powell la besó una vez, se volvió hacia la sala y abrió la puerta. Instantáneamente, una fuente de luces entró en la casa, seguida de los huéspedes. La fiesta ésper había comenzado.

—¡@kins! ¡Chervil! ¡Tate! ¡Tengan compasión! ¿Quieren observar un momento la figura (?) que hemos estado tejiendo?

Las ondas mentales cesaron. Los huéspedes reflexionaron un instante y se echaron a reír.

—Esto me recuerda mis días en el kindergarten. Un poco de misericordia para vuestro anfitrión, por favor. Si seguimos tejiendo esta mezcolanza perderé los estribos. Tengamos un poco de orden. Ni siquiera exijo belleza.

—¿Qué figura prefieres, Linc?

—¿De cuáles dispones?

—¿Un cesto? ¿Curvas matemáticas? ¿Música? ¿Planos arquitectónicos?

—Cualquiera. Cualquiera. Que al menos no me ardan los sesos.

Hubo otra explosión de risas cuando Mary Noyes quedó sola con ese suelto «sin embargo». La campanilla sonó otra vez, y un abogado solar 2 entró con su compañera. Ésta era una cosita recatada, de un exterior sorprendentemente atractivo, y desconocida para todos. Sus ondas telepáticas eran ingenuas y bastante inestables. Una ésper 3.

—Hola. Hola. Abyectas disculpas por el retraso. Azahares y anillos de compromiso son nuestra excusa. Me declaré en el camino.

—Y temo haber aceptado —dijo la muchacha, sonriendo.

No hables —le ordenó el abogado—. No estamos en un baile de terceros. Ya te dije que no usaras palabras.

—Me olvidé —dijo abruptamente la muchacha, y enseguida su miedo y su vergüenza caldearon la habitación. Powell se adelantó y le tomó una mano temblorosa.

No le haga caso. Es un ésper 2 recién llegado, y snob. Yo soy Lincoln Powell, su anfitrión. Sherlockizo para la policía. Si su prometido le hace daño haré que lo lamente. Venga, le voy a presentar a sus extravagantes colegas. —Powell llevó a la muchacha por el cuarto—. Éste es Gus Tate, un charlatán. A su lado, Sam @kins. Sam es algo parecido. Su mujer empolla bebés. Acaban de llegar de Venus. Están aquí de visita.

—¿Cómo…? Quiero decir, ¿cómo están?

—Ese hombre gordo sentado en el piso es Wally Chervil, arquitecto dos. La rubia sentada en su regazo es June, su esposa. June es una editora dos. Aquél es su hijo Galen. Está hablando con Ellery West. Galen es un estudiante de tecnología tres…

El joven Galen Chervil, indignado, comenzó a apuntar que acababa de clasificarse como segundo, y que no había usado una palabra durante todo el año. Powell le interrumpió y por debajo del umbral de percepción de la muchacha le explicó las razones de ese error.

—¡Oh! —dijo Galen—. Sí, hermanos terceros, eso somos. Me alegra su presencia, de veras. Estos mirones expertos estaban comenzando a asustarme.

—Oh, no sé. Yo estaba asustada al principio, pero ya no.

—Y ésta es la anfitriona, Mary Noyes.

—¡Hola! ¿Canapés?

—Gracias. Tienen un aspecto delicioso, señora Powell.

Bueno, ¿qué les parece un juego? —dijo Powell rápidamente—. ¡A las adivinanzas, todos!

Afuera, en el pórtico, acurrucado en la sombra, Jerry Church se apretaba contra la puerta que daba al jardín, escuchando con toda su alma. Estaba helado, silencioso, inmóvil y hambriento. Sentía odio, furia, desprecio y hambre. Era un ésper 2, y sentía hambre. La trampa siniestra del ostracismo era la fuente de su hambre.

El delgado panel de roble filtraba las ondas TP de la fiesta; un creciente y siempre cambiante dibujo. Church, ésper 2, sostenido durante los últimos diez años por una dieta submarginal de palabras, tenía hambre de sus semejantes, el perdido mundo ésper.

—Recordé a D’Courtney porque acabo de conocer un caso quizá parecido.

Ése era Augustus Tate, succionando a @kins.

—Oh, ¿de veras? Muy interesante. Me gustaría comparar nuestras notas. A propósito, he venido a la Tierra adelantándome a D’Courtney. Lástima que D’Courtney no…, bueno, no esté disponible.

@kins, evidentemente, no quería hablar, y parecía como si Tate anduviese detrás de algo. Quizá no, reflexionó Church, pero había ahí un ir y venir de discretas ocultaciones, como dos duelistas armados de complejos circuitos eléctricos.

—Oye, mirón. Has estado bastante altanero con esa pobre muchacha.

—Miren cómo desvía sus pensamientos —murmuró Church—. Powell, ese viejo santurrón que me echó a puntapiés, cómo mete las narices en la mente del abogado.

—¿Pobre muchacha? Querrás decir estúpida, Powell. ¡Dios mío! ¿Hasta dónde puede llegar tu torpeza?

—Es sólo una 3. Compréndela.

—Me da lástima.

—¿Te parece decente? ¿Casarte con una muchacha de la que piensas eso?

—No seas un asno romántico. Tenemos que casarnos con telépatas. Me basta con una cara bonita, Powell.

Las adivinanzas atravesaban el salón. Mary Noyes estaba escribiendo la imagen camuflada de un viejo poema:

—¿Qué diablos era eso? ¿Un ojo, en un vaso? ¿Eh? ¡Oh! No un vaso. Un pichel. Ojo en un pichel. Einstein[3]. Fácil.

—¿Qué te parece Powell para el puesto, Ellery?

Ése era Chervil con su sonrisa falsa y su enorme barriga pontificia.

—¿Para presidente del gremio?

—Sí.

—Condenadamente eficiente. Romántico, pero eficiente. El candidato perfecto si se hubiese casado.

—Su romanticismo tiene la culpa. Le cuesta encontrar una muchacha.

—¿Pero no sois todos vosotros mirones expertos? Gracias a Dios no soy un ésper 1.

Y luego un ruido de cristales rotos en la cocina, y el predicador Powell que le daba otra conferencia a ese mocosito, Gus Tate.

—No te preocupes por el vaso, Gus. Tuve que dejarlo caer para protegerte. Estás irradiando ansiedad como una nova.

—Te equivocas, Powell.

—No, no me equivoco. ¿Qué te pasa con Reich?

El hombrecito estaba en guardia de veras. Podía sentirse cómo se le endurecía el caparazón mental.

—¿Ben Reich? ¿Quién lo ha recordado?

—Tú, Gus. Ha estado girando en tu mente, toda la noche. No he podido dejar de verlo.

—¿Yo? No, Powell. Habrás sintonizado a otro TP.

Imagen de la risa de un caballo.

—Powell, te juro que yo no…

—¿Estás mezclado en algo con Reich, Gus?

—No.

Pero se podía oír cómo bajaba las barreras.

—Guíate de mi consejo, Gus. Reich te puede traer complicaciones. Ten cuidado. ¿Te acuerdas de Jerry Church? Reich le arruinó la vida. No dejes que te pase lo mismo.

Tate volvió silenciosamente a la sala. Powell se quedó en la cocina, moviéndose lenta y serenamente, barriendo el vaso roto. Church estaba helado, reprimiendo el odio que hervía en su corazón. El joven Chervil se exhibía ante la novia del leguleyo. Le cantaba una balada de amor, acompañada por una parodia visual. Cosas de colegiales. Las esposas discutían violentamente en curvas matemáticas. @kins y West entrelazaban una conversación con unos fascinantes e intrincados dibujos que hacían más intensa el hambre de Church.

—¿Quieres una copa, Jerry?

La puerta del jardín se abrió de pronto. La silueta de Powell apareció en el umbral, con una copa burbujeante en la mano. Las estrellas le iluminaban la cara; débilmente. En los ojos profundos y entrecerrados se leía piedad y comprensión. Church se incorporó y tomó tímidamente la copa.

—No le comuniques esto al gremio, Church. Me mandarían al infierno por haber desafiado el tabú. Me paso la vida desafiando las leyes. Pobre Jerry… Tenemos que hacer algo por ti. Diez años es demasiado…

Church, de pronto, arrojó el contenido del vaso a la cara de Powell, dio media vuelta y echó a correr.