¡Explosión! ¡Conmoción! Las puertas de la bóveda saltan. Y adentro, muy adentro, el dinero está amontonado, listo para el pillaje, la rapiña, el saqueo. ¿Quién es ése? ¿Quién está en el interior de la bóveda? ¡Oh, Dios! ¡El hombre sin cara! Me mira. Me espía. Silencioso. Horrible. Corre… Corre…
Corre…, o perderás el neumático para París y aquella muchacha exquisita de rostro de flor y figura de pasión. Hay tiempo si corres. Pero este que está en la puerta no es el guardián. ¡Oh, Cristo! El hombre sin cara. Me mira. Me espía. Silencioso. No grites. Deja de gritar.
Pero no grito. Canto en un escenario de mármol centelleante, mientras sube la música y brillan las luces. Pero no hay nadie en el anfiteatro. Un enorme pozo oscuro…, vacío, con un único espectador. Silencio. Me mira. Me espía. El hombre sin cara.
Y esta vez se oyó el grito.
Ben Reich se despertó.
Inmóvil en la cama hidropática, con el corazón agitado, paseó los ojos por la habitación, simulando una calma que no podía sentir. Los muros de jade verde, la lámpara en el interior del mandarín de porcelana (cuya cabeza se movía afirmativamente, interminablemente, si alguien llegaba a tocarlo), el reloj múltiple, que daba la hora de tres planetas y seis satélites; la cama misma, una pileta de cristal con glicerina carbonatada y una temperatura de treinta y siete grados centígrados.
La puerta se abrió suavemente, y Jonas apareció en la oscuridad: una sombra en traje de dormir, una silueta con cara de caballo, y unos modales de empresario de pompas fúnebres.
—¿Otra vez? —preguntó Reich.
—Sí, señor Reich.
—Fuerte.
—Muy fuerte, señor. Y con mucho miedo.
—Malditas sean tus orejas de asno —gruñó Reich—. Nunca tengo miedo.
—No, señor.
—Vete.
—Sí, señor. Buenas noches, señor.
Jonas dio un paso atrás y cerró la puerta.
—¡Jonas! —gritó Reich.
El valet volvió a aparecer.
—Lo siento, Jonas.
—No tiene importancia, señor.
—Sí, la tiene. —Reich le sonrió con amabilidad—. Te estoy tratando como a un pariente. No te pago bastante por ese privilegio.
—Oh, sí, señor.
—La próxima vez que te grite, grítame tú. ¿Por qué voy a divertirme solo?
—Oh, señor Reich.
—Hazlo y te aumentaré el sueldo. —Otra vez aquella sonrisa—. Eso es todo, Jonas. Gracias.
—Gracias a usted, señor.
El valet se retiró.
Reich se levantó de la cama y se envolvió en una toalla ante el espejo de caballete, practicando la sonrisa.
—Elige a tus enemigos —murmuró.
Miró la imagen: los hombros anchos, el talle estrecho, las piernas largas y nudosas, la lisa cabeza de ojos separados, la nariz cincelada y la boca pequeña y sensitiva, cicatrizada por la implacabilidad.
—¿Por qué? —se preguntó—. No cambiaría mi suerte por la del diablo. No cambiaría mi posición por la de Dios. ¿Por qué esos gritos?
Se puso una bata y miró descuidadamente el reloj, como si no estuviera interpretando el panorama horario del sistema solar con una habilidad inconsciente que habría sorprendido a sus antecesores. En las esferas se leía:
Noche, mediodía, verano, invierno… Casi sin pensar, Reich podía haber obtenido la hora y la estación de cualquier meridiano de cualquier cuerpo del sistema. Aquí, en Nueva York, una mañana desapacible de invierno sucedía a una desapacible noche de pesadillas. Reich podía concederse unos pocos minutos de análisis con un psiquiatra ésper. Esos gritos tenían que cesar.
—E por ésper —murmuró—. Ésper por percepción extrasensorial[1]. Por telépatas, adivinadores del pensamiento, espías de la mente. Has creído que un médico lector del pensamiento podía parar los gritos. Has creído que un doctor en medicina ésper se guardaría el dinero, miraría dentro de tu cabeza y pararía los gritos. Se supone que esos condenados adivinadores del pensamiento son el mayor adelanto desde que la evolución produjo al Homo sapiens. E por evolución. ¡Bastardos! ¡E por explotación!
Abrió la puerta de par en par, temblando de furia.
—¡Pero no tengo miedo! —gritó—. Nunca tengo miedo.
Corrió por el pasillo, golpeando con sus sandalias el piso de plata, ke-tat-ke-tat. Ke-tat-ke-tat, indiferente al sueño del personal doméstico, sin importarle que a esa hora de la mañana aquel seco ruido despertase doce corazones al odio y al temor. Abrió de par en par la puerta de la habitación de su analista, entró y se echó en el sofá.
Carson Breen, doctor ésper 2, estaba ya despierto y esperándolo. Como analista al servicio de Reich, el médico dormía el «sueño de las nurses» en rapport con su paciente, y despertándose sólo cuando éste lo necesitaba. Aquel único grito le había bastado. Estaba ahora al lado del sofá, elegantemente vestido con una túnica recamada (obtenía por su trabajo veinte mil créditos anuales) y muy atento (su empleador era generoso, pero exigente).
—Adelante, señor Reich.
—El hombre sin cara otra vez —gruñó Reich.
—¿Pesadillas?
—Vamos, chupasangre piojoso, mire y descúbralo. No. Lo siento. Fue algo infantil. Sí, pesadillas de nuevo. Yo estaba tratando de robar un banco. Luego traté de tomar un tren. Luego alguien cantaba. Yo, me parece. Estoy describiéndole las escenas del mejor modo posible. Creo que no olvido nada. —Hubo un largo silencio. Al fin Reich estalló—: ¿Y bien? ¿Descubre algo?
—¿Insiste en que no puede identificar al hombre sin cara, señor Reich?
—¿Y cómo podría hacerlo? Nunca lo vi del todo. Sólo sé que…
—Creo que podría. Pero no quiere.
—Escuche —exclamó Reich con una furia culpable—. Le pago veinte mil. Si sólo puede hacer afirmaciones idiotas…
—¿Lo dice de veras, señor Reich, o es parte del síndrome de angustia?
—No siento angustia —gritó Reich—. No tengo miedo. Nunca… —Se detuvo comprendiendo que era inútil seguir vociferando mientras aquella mente hábil se sumergía en el torrente de palabras.
—Está equivocado, de cualquier manera —dijo con mal humor—. No sé quién es. Es un hombre sin cara. Eso es todo.
—Rechaza usted los puntos más importantes, señor Reich. Y los necesitamos. Vamos a probar con algunas asociaciones. Sin palabras, por favor. Piense, nada más. Robo…
—Joyas — relojes — diamantes — acciones — títulos — esterlinas — falsificación — cheque — dilema…
—¿Qué era eso último?
—Un desliz mental. Pensaba en diademas…, coronas, coronas de joyas…
—No fue un desliz. Fue una corrección significativa; o, por lo menos, un cambio. Continuemos. Neumático…
—Longitud — coche — compartimentos — aire — acondicionado… Esto no tiene sentido.
—Lo tiene, señor Reich. Un chiste fálico. Reemplace «aire» por «heredero»[2] y se dará cuenta. Continúe, por favor.
—Ustedes, los mirones, son demasiado listos. Veamos. Neumático — tren — subterráneo — aire comprimido — velocidad supersónica. «Transportamos a usted a los transportes», lema de…, ¿cómo demonios se llama esa compañía? No puedo recordarlo. ¿De dónde me ha venido esa idea?
—Del preconsciente, señor Reich. Otra prueba y comenzará a comprender. Anfiteatro…
—Asiento — foso — palcos — sillas de montar— caballos marcianos — pampas marcianas…
—Ahí lo tiene, señor Reich, Marte. En los últimos seis meses ha tenido usted noventa y siete pesadillas con el hombre sin cara. Éste ha sido su constante enemigo, su burlador, la causa de su terror en unos sueños que tienen tres denominadores comunes…, las finanzas, los transportes y Marte. Una y otra vez… El hombre sin cara, y las finanzas, los transportes y Marte.
—No le veo ningún significado.
—Tiene que darse cuenta, señor Reich. Usted podría identificar a esa figura terrible. ¿Por qué, si no, trataría de escapar rechazando su cara?
—Yo no la rechazo.
—Tiene usted dos pistas: esa palabra alterada: «dilema», y el nombre olvidado de esa compañía que se anuncia así: «Transportamos a usted…».
—Ya le he dicho que no sé quién es. —Reich se levantó bruscamente del sofá—. Sus pistas no sirven. No puedo identificarlo.
—El hombre sin cara no lo asusta a usted porque le falte la cara. Usted sabe quién es. Usted lo odia y lo teme, pero sabe quién es.
—Usted es el investigador. Dígamelo.
—Mi capacidad tiene sus límites, señor Reich. No puedo leer más sin alguna ayuda.
—¿Qué quiere decir? Es usted el mejor médico ésper que he encontrado. Si…
—No lo dice de veras, señor Reich. Ha alquilado usted, deliberadamente y para protegerse a sí mismo en esta emergencia, a un modesto médico de segunda clase. Y aquí tiene usted el resultado de sus precauciones. Si desea que esos gritos cesen, tendrá que consultar a los más importantes… Augustus Tate, por ejemplo, o Gart, o Samuel @kins.
—Lo pensaré —murmuró Reich y se volvió para irse. Cuando abría la puerta, Breen lo llamó:
—Antes de que se vaya… «Transportamos a usted a los transportes» es el lema del monopolio de D’Courtney. ¿Qué relación tiene esto con la transformación de diadema en dilema? Piénselo.
—¡El hombre sin cara!
Sin detenerse, Reich dio un portazo, separando su mente de la de Breen, y corrió tambaleándose por el pasillo hacia sus habitaciones. Se sentía invadido por una ola de odio.
—Tiene razón. Es D’Courtney quien me hace gritar. No porque le tenga miedo. Tengo miedo de mí mismo. Lo supe siempre. Estaba ahí, en lo más hondo. Sabía que cuando me enfrentara con ese hijo de perra tendría que matarlo. No tiene cara. Tiene la cara del crimen.
Totalmente vestido, y malhumorado, Reich salió de su casa como una tromba y bajó a la calle. Una saltadora Monarch lo llevó graciosamente de un solo salto hasta el gigantesco edificio que albergaba los centenares de oficinas y los miles de empleados de la central neoyorquina de Monarch. El edificio Monarch era el sistema nervioso central de una corporación de increíble tamaño; una pirámide de transportes, comunicaciones, industrias pesadas, manufacturas, distribución de ventas, investigación, exploración, importación. Bienes & Utilidades Monarch, S. A., compraba y vendía, cedía y comerciaba, fabricaba y destruía. Su red de compañías principales y subsidiarias era tan compleja que un contador ésper de segunda clase dedicaba todas sus horas a seguir el curso laberíntico de esos intereses.
Reich entró en su oficina, seguido por su secretaria privada (ésper 3) y sus ayudantes, cargados con el trabajo de la mañana.
—Échenlo ahí, y fuera —gruñó.
Los hombres depositaron sobre el escritorio los papeles y los cristales grabados y salieron deprisa, pero sin rencor. Estaban acostumbrados a estas tormentas. Reich se sentó ante su escritorio temblando de furia y ya dispuesto a asestar un último golpe a D’Courtney. Al fin murmuró:
—Le daré al bastardo una nueva oportunidad.
Hizo girar la llave del escritorio, abrió la gaveta y extrajo el Código de la Dirección, libro que sólo podían usar los directores de las firmas clasificadas por Lloyds como A-1-*. En la mitad del libro encontró casi todo el material necesario.
QQBA --- COMPAÑÍA
RRCB --- NUESTROS
SSDC --- VUESTROS
TTED --- UNIÓN
UUFE --- INTERESES
WGE --- INFORMACIÓN
WWHG --- OFERTA ACEPTADA
XXIH --- LLAMADO
YYJ1 --- SUGIERO
ZZKJ --- CONFIDENCIAL
AALK --- ÚNICA
BBML --- CONTRATO
Sin cerrar el libro, Reich dio un capirotazo al teléfono-v y le dijo a la imagen de la operadora interna:
—Comuníqueme con Código.
La pantalla brilló unos instantes y mostró una brumosa habitación abarrotada de libros y bobinas grabadoras. Un hombre pálido, de camisa descolorida, lanzó una mirada a la pantalla y saltó de su asiento.
—¿Sí, señor Reich?
—Buenos días, Hassop. Tiene usted mala cara. Me parece que necesitaría unas vacaciones. —Elige a tus enemigos—. Pásese una semana en Espaciolandia. Los gastos a cuenta de Monarch.
—Gracias, señor Reich. Muchas gracias, de veras.
—Esto es confidencial. A Craye D’Courtney. Envíe… —Reich consultó el Código—. Envíe YYJI TTED RRCB UUFE QQBA AALK. Consígame una respuesta tipo cohete. ¿Entendido?
—Entendido, señor Reich. A toda máquina.
Reich cortó la comunicación. Metió la mano en la pila de papeles y cristales que se amontonaban en su escritorio, sacó un cristal y lo introdujo en la máquina reproductora.
La voz de su secretaria privada dijo:
—Monarch, baja, dos puntos uno uno tres cuatro por ciento. Craye D’Courtney, suba, dos puntos uno uno tres por ciento…
—¡Maldito sea! —rugió Reich—. ¡De mi bolsillo al suyo!
Paró la reproductora y se incorporó, agitado por una agonía de impaciencia. La respuesta tardaría en llegar, y toda su vida dependía ahora de D’Courtney. Dejó la oficina y comenzó a pasearse por los departamentos del edificio, simulando la implacable supervisión personal de costumbre. Su secretaria ésper lo seguía silenciosamente, como un perro entrenado.
—¡Perra de circo! —pensó Reich. Y enseguida, en voz alta—: Lo siento. ¿Recogió eso?
—No es nada, señor Reich. Comprendo.
—¿Comprende? Yo no. ¡Condenado D’Courtney!
En la sección Personal estaban probando, examinando y filtrando la masa usual de candidatos a empleos…, escribientes, técnicos, especialistas, administradores, expertos de primera clase. Las eliminaciones preliminares se efectuaban por medio de pruebas e interrogatorios que nunca dejaban satisfecho al jefe de personal ésper. En el momento en que Reich entraba en la oficina, el jefe corría de un lado a otro dominado por una furia glacial. Que la secretaria de Reich le hubiese anunciado telepáticamente la visita, no le importaba en absoluto.
—He reservado una entrevista final de diez minutos para cada solicitante —estaba diciéndole a uno de sus empleados—. Seis por hora y cuarenta y ocho por día. Si mi porcentaje de rechazados no baja de treinta y cinco, estoy perdiendo el tiempo, lo que significa que usted está perdiendo el tiempo de Monarch. Monarch no me ha tomado para examinar a los inútiles. Ése es su trabajo. Cumpla con él. —El jefe se volvió hacia Reich y lo saludó con un pedantesco movimiento de cabeza—. Buenos días, señor Reich.
—Buenas. ¿Alguna dificultad?
—Nada insalvable si estos empleados comprendiesen que la percepción extrasensorial no es un milagro sino una habilidad sujeta a los límites de la jornada de trabajo. ¿Y qué ha decidido usted acerca de Blonn, señor Reich?
La secretaria:
—Todavía no ha leído su memorándum.
—Tendré que advertirle, joven, que si no me usan con el máximo de eficiencia no sirvo para nada. Ese memorándum ha estado sobre el escritorio del señor Reich durante tres días.
—¿Quién demonios es Blonn? —preguntó Reich.
—Ante todo, el fondo del asunto, señor Reich: nuestro gremio agrupa cien mil ésperes de tercera clase. Un ésper 3 puede ver los pensamientos conscientes, puede descubrir qué piensa un sujeto en determinado momento. Un ésper tercero pertenece a la clase inferior de los telépatas. La mayoría de los puestos de seguridad de Monarch están ocupados por ésperes 3. Unos quinientos…
—El señor Reich ya sabe todo eso. ¡Vaya al grano, pesado!
—Permítame, si es posible, que vaya al grano a mi manera.
—Hay, luego, unos diez mil ésperes de segunda clase —continuó diciendo fríamente el jefe de personal—. Son expertos, como yo, que pueden ver, a través de la mente consciente, el preconsciente. La mayoría son profesionales…, físicos, abogados, ingenieros, educadores, economistas, arquitectos, etc.
—Y todos cuestan una fortuna —gruñó Reich.
—¿Por qué no? Vendemos servicios únicos. Monarch se da cuenta. Monarch emplea en la actualidad más de cien ésperes 2.
—¿Comenzará a hablar de una vez?
—Finalmente hay menos de mil ésperes de primera clase. Los ésperes 1 pueden ver a través de las capas conscientes y preconscientes hasta el inconsciente…, la capa más inferior. Deseos básicos y primitivos, y cosas parecidas. Estos hombres, como es natural, ocupan puestos privilegiados. Educación, servicio médico especial…, analistas como Tate, Gart, @kins, Moselle…, criminalistas como Lincoln Powell de la división psicopática…, analistas políticos, negociantes de Estado, consejeros especiales, etc. Hasta hoy Monarch no ha tenido ocasión de alquilar a un ésper 1.
—¿Y? —murmuró Reich.
—La ocasión ha llegado, señor Reich. Creo que Blonn estará disponible. Es decir…
—Al fin.
—Es decir, señor Reich, que Monarch ha estado empleando a tantos ésperes que sugiero la instalación de un departamento de personal ésper dirigido por uno de primera clase como Blonn, para que se dedique a entrevistar a telépatas.
—Se está preguntando por qué no puede hacerlo usted.
—Le he explicado todo para que vea por qué no puedo hacerlo yo, señor Reich. Soy un ésper de segunda clase. Puedo leer el pensamiento de los candidatos comunes con rapidez y eficiencia, pero no puedo hacer lo mismo con los otros ésperes. Todos los telépatas están acostumbrados a levantar barreras mentales, de distinta eficacia, de acuerdo con su categoría. Entrevistar exitosamente a un ésper 3 me llevaría una hora. En uno de segunda clase tendría que emplear tres horas. Y no podría entrar en la mente de un ésper 1. Tenemos que recurrir a alguien como Blonn para hacer este trabajo. El costo sería enorme, por supuesto, pero la necesidad es urgente.
—¿Qué es urgente?
—¡Por todos los cielos! ¡No le presente ese cuadro! No es nada divertido. Lo está alarmando de veras. Y ya estaba bastante molesto.
—Tengo que hacerlo, señora. Pues bien, no estamos empleando a los mejores ésperes. La compañía D’Courtney nos está robando la crema de los telépatas. Una y otra vez D’Courtney nos ha obligado a alquilar a gente inferior, mientras él se apropiaba tranquilamente de los mejores.
—¡Maldita sea! —gritó Reich—. Maldito sea D’Courtney. Muy bien. Arréglelo. Y dígale a ese Blonn que comience a robarle gente a D’Courtney. Y usted haga lo mismo.
Reich abandonó el departamento y se dirigió a la sección Ventas. Allí lo estaba esperando una noticia igualmente desagradable. Monarch estaba perdiendo su pelea con el monopolio D’Courtney. En todos los sectores: publicidad, ingeniería, investigación, clientela. No era posible esconder la derrota. Reich comprendió que lo habían arrinconado.
Volvió a su oficina y se paseó furioso durante cinco minutos.
—Todo es inútil —murmuró—. Tendré que matarlo. No aceptará la unión. ¿Por qué tendría que hacerlo? Me ha dado una paliza y lo sabe. Tendré que matarlo y necesito ayuda. La ayuda de un mirón.
Movió la llave del teléfono y le dijo a la operadora:
—La sala de recreos.
Un salón centelleante con decoraciones de cromo y esmaltes, y equipado con mesas de juego y un bar, llenó la pantalla. Era, en realidad, el cuartel central de la poderosa división de espionaje de la casa Monarch. El director, un barbudo universitario llamado West, alzó los ojos de un problema de ajedrez.
—Buenos días, señor Reich.
Prevenido por ese formal «señor», Reich dijo:
—Buenos días, señor West. Una pregunta de rutina. Paternalismo, ya sabe. ¿Cómo van las diversiones?
—Suavemente, señor Reich. Sin embargo tengo de qué quejarme, señor. Creo que se juega demasiado estos días. —West continuó con voz meliflua hasta que dos honestos empleados de Monarch terminaron inocentemente sus bebidas y salieron de la sala. West se dejó caer en su asiento—. Campo libre, Ben. Adelante.
—¿Ha descifrado Hassop el código confidencial, Ellery?
El hombre sacudió negativamente la cabeza.
—¿Está en eso?
West sonrió e hizo un gesto afirmativo.
—¿Dónde está D’Courtney?
—En camino hacia la Tierra a bordo del Astra.
—¿Conoces sus planes? ¿Sabes dónde va a instalarse?
—No. ¿Quieres que lo averigüemos?
—No lo sé. Depende…
—¿Depende de qué? —West lo miró con curiosidad—. Me gustaría que las ondas telepáticas pudieran transmitirse por teléfono. Quisiera saber qué piensas.
Reich sonrió forzadamente.
—Gracias a Dios, hay teléfono. Por lo menos tenemos esa protección… ¿Qué opinas del crimen, Ellery?
—Lo común.
—¿Lo común en dónde?
—En el gremio. Al gremio no le gustan los crímenes, Ben.
—¿Pero por qué te preocupas tanto por el gremio de los ésperes? Conoces el valor del dinero, del éxito. ¿Por qué permites que el gremio piense por ti?
—No entiendes. Hemos nacido en el gremio. Vivimos con él. Morimos en él. Tenemos el derecho de elegir a nuestros dirigentes, y eso basta. El gremio guía nuestras vidas profesionales. Nos entrena, nos gradúa, nos impone ciertas normas éticas, y cuida de que las cumplamos. Nos protege para que protejamos al hombre común, como en las sociedades médicas. Tenemos un equivalente del juramento hipocrático: votos ésperes. Dios proteja a quien se atreva a romperlos… como, me parece, me sugieres que haga.
—Quizá —dijo Reich con firmeza—. Quizá piense que te convendría romper esos votos. Quizá piense en el dinero…, una suma que tú o cualquier otro ésper de segunda clase no podría reunir en su vida.
—Olvídate, Ben. No me interesa.
—Imagina que rompas tus votos. ¿Qué pasa entonces?
—El ostracismo.
—¿Eso es todo? ¿Es tan terrible? ¿Con una fortuna en tus bolsillos? Algunos telépatas inteligentes se han separado alguna vez del gremio. Han sido expulsados. ¿Y qué? Despierta, Ellery.
West sonrió cansadamente.
—No entiendes, Ben.
—Házmelo entender.
—Esos individuos que mencionas…, como Jerry Church, no fueron tan listos. Es como… —West reflexionó unos instantes—. Antes de que la cirugía se desarrollase de veras los médicos formaban un grupo llamado de los sordomudos.
—¿No oían, no hablaban?
—Eso es. Se comunicaban por señas. Es decir, que sólo se podían comunicar con otros sordomudos. ¿Comprendes? Tenían que vivir en su propia comunidad, o no vivir simplemente. Un hombre se vuelve loco si no puede hablar con sus amigos.
—Algunos se confabularon y exigieron de los otros sordomudos una contribución semanal. Y la víctima pagaba. Había que elegir entre pagar o vivir en la soledad hasta enloquecerse.
—¿Quieres decir que sois como sordomudos?
—No, Ben. Los sordomudos sois vosotros, la gente normal. Si tuviésemos que vivir nada más que con vosotros, enloqueceríamos. Así que déjame. Si estás tramando algo sucio, no quiero saberlo.
West cortó la comunicación ante las narices de Reich. Con un rugido de furia, Reich tomó un pisapapeles de oro y lo lanzó contra la pantalla. Antes de que los fragmentos terminaran de caer, ya estaba en el corredor en camino hacia la calle.
Su secretaria ésper sabía a dónde iba. Su chofer ésper sabía a dónde quería ir. Reich entró en sus habitaciones y fue recibido por su mayordomo ésper, a quien anunció instantáneamente el almuerzo y movió las perillas que prepararían la comida de acuerdo con los inexpresados deseos de Reich. Sintiéndose un poco menos furioso, Reich entró silenciosamente en su estudio y se dirigió hacia su caja fuerte: una luz débil en un rincón.
Se trataba sólo de un bastidor de papel alveolado que se movía acompasadamente y en sentido contrario al de un dispositivo exterior. Cada vez que ambos coincidían, el bastidor lanzaba una luz brillante. La caja fuerte sólo podía abrirse mediante las huellas digitales irreproducibles del índice izquierdo de Reich.
Reich colocó la punta del dedo en el centro luminoso. La luz se apagó y apareció el bastidor de papel. Sin sacar el dedo, Reich extendió la mano derecha y extrajo una libreta negra y un sobre rojo. Separó el dedo índice y el dispositivo comenzó a oscilar nuevamente.
Reich hojeó las páginas de la libreta… ABDUCCIÓN… ANARQUISTAS… COHECHO (PROBADO)… COHECHO (POTENCIAL), VÉASE POTENCIAL… Encontró los nombres de cincuenta y siete individuos prominentes. Uno era el doctor ésper 1 Augustus Tate. Reich movió afirmativamente la cabeza, satisfecho.
Desgarró el sobre rojo y examinó su contenido. Eran cinco hojas cuidadosamente manuscritas de varios siglos de antigüedad. Se trataba de un mensaje del fundador de Monarch y el clan Reich. Cuatro de las hojas tenían los siguientes títulos: PLAN A, PLAN B, PLAN C, PLAN D. La quinta estaba encabezada por la palabra INTRODUCCIÓN. Reich leyó lentamente la antigua y adornada escritura cursiva:
A aquellos que me seguirán: Prueba máxima de inteligencia es rehusarse a investigar lo obvio. Si habéis abierto este sobre estaréis de acuerdo conmigo. He preparado cuatro planes criminales que pueden ayudaros. Os los entrego como parte de la herencia de Reich. Son sólo lineamientos. Vosotros pondréis los detalles requeridos por la época, el ambiente y la necesidad. Consejo: la esencia del crimen es siempre la misma. El conflicto entre el asesino y la sociedad, con la víctima como premio, perdurará a través de los tiempos. Y el ABC del conflicto con la sociedad nunca dejará de existir. Sed audaces, sed bravos, confiad en vosotros mismos y no fracasaréis. Contra estos bienes la sociedad no tiene defensa.
Geoffry Reich
Reich hojeó lentamente los planes, admirando al primero de sus antecesores que había sabido prevenir cualquier posible emergencia. Los planes eran anticuados, pero encendían la imaginación. Y las ideas comenzaron a formarse en la mente de Reich, y fueron consideradas, descartadas y reemplazadas enseguida. Una frase le llamó la atención.
Si crees ser un asesino por naturaleza, evita planear con excesivo cuidado. Deja casi todo a tu instinto. La inteligencia puede fallarte, pero el instinto es invencible.
—El instinto del crimen —murmuró Reich—. Por Dios, yo tengo eso.
El teléfono sonó una vez y la registradora automática comenzó a funcionar. Se oyó un breve chirrido y una cinta surgió de la grabadora. Reich se acercó rápidamente al escritorio y examinó la cinta. El mensaje era corto y mortal:
CÓDIGO A REICH: RESPUESTA WWHG.
—WWHG. «Oferta rechazada». ¡Rechazada! ¡RECHAZADA! ¡Lo sabía! —gritó Reich—. Muy bien, D’Courtney. Si no quieres la unión tendrás el crimen.