AHORA YA NO TE QUEDAN refugios. Tienes miedo, esperas que todo se detenga, la lluvia, las horas, las oleadas de coches, la vida, los hombres, el mundo, que todo se desplome, las murallas, las torres, los suelos y los techos; que los hombres y las mujeres, los viejos y los niños, los perros, los caballos, los pájaros, uno por uno, caigan al suelo, paralizados, apestados, epilépticos; que el mármol se desintegre, que la madera se pulverice, que las casas se derriben en silencio, que las lluvias diluvianas disuelvan las pinturas, desmonten las clavijas de los armarios centenarios, hagan jirones las telas, diluyan la tinta de los diarios; que un fuego sin llamas destruya los peldaños de las escaleras; que las calles se hundan exactamente por la mitad, mostrando el laberinto abierto de las alcantarillas; que la herrumbre y la niebla se hagan con la ciudad.
A veces sueñas que el sueño es una muerte lenta que te gana, una anestesia dulce y terrible a la vez, una necrosis feliz: el frío te sube por las piernas, por los brazos, sube lentamente, te entumece, te aniquila. Tu dedo gordo del pie es una montaña lejana, tu pierna un río, tu mejilla es tu almohada, te instalas por completo en tu pulgar, te licúas, fluyes como la arena, como el mercurio. No eres sino un grano de arena, homúnculo hecho un ovillo, cosita inconsistente, sin músculos, sin huesos, sin piernas, sin brazos, sin cuello, con pies y manos que se confunden, con labios inmensos que te tragan.
Creces inmensamente, explotas, mueres, resquebrajado, petrificado: tus rodillas son dos piedras duras, tus tibias barras de acero, tu vientre un banco de hielo, tu sexo una estufa, tu corazón un caldero. Tu cabeza es una tierra que la bruma invade, velos ligeros, capas espesas, tupido manto…