EN OCASIONES, DURANTE tardes enteras, medio tumbado sobre tu banco estrecho, sin otra luz que la claridad pálida y difusa que entra por la ventana abuhardillada y que sólo realza, casi regularmente, la llama rojiza de tu cigarrillo, escuchas el ir y venir de tu vecino. El tabique que separa vuestros dos cuartos es de una delgadez tal que oyes casi su respiración, que lo sigues oyendo cuando anda en zapatillas. A menudo tratas de imaginar su paso, su rostro, sus manos, lo que hace, su edad, sus pensamientos. No sabes nada sobre él, ni siquiera lo has visto nunca, quizá, como mucho, te lo cruzaste un día en la escalera, te pegaste a la pared para dejarlo pasar, pero sin saber entonces, sin poder afirmar que se trataba de él. Por otra parte, no intentas verlo, no entreabres tu puerta cuando lo oyes salir al descansillo para llenar su tetera en el grifo de la toma de agua, prefieres escucharlo y recrearlo a tu manera. Sólo sabes que su cuarto es mucho más grande que el tuyo, ya que puede desplazarse, ya que debe desplazarse para llegar hasta la ventana, o a la cama, o a la puerta o a los armarios, mientras que, desde el centro del tuyo, a la altura aproximada de las tres cuartas partes de tu banco, puedes, con los pies juntos, llegar con las manos a cualquier punto, la ventana, la puerta, el pequeño lavabo, el ropero, el barreño de plástico rosa, la estantería.
Debe de ser viejo, a juzgar por su tos un poco ronca, sus gárgaras, sus pasos un poco a rastras, sin que sea siquiera obligatorio atribuir a su vejez ni su soledad, porque, al igual que tú, no recibe nunca a nadie en su buhardilla, como si este último piso del edificio, del que sois, que tú sepas, los únicos ocupantes, presentase desde hace poco algún peligro para la seguridad de los que hubiesen podido sentir la tentación, en su día, de venir, ni la organización más que ritual de su tiempo; este último punto tendería más bien a demostrar que él es, todavía un poco como tú, un hombre de costumbres, pero sin duda, en ese caso, con algo más de serenidad que tú. Sale de su cuarto cada día, incluso el domingo, al final de la mañana, y vuelve regularmente al caer la noche, como si su actividad, sea o no lucrativa, se midiese por la luz del día, y no tuviese en cuenta la hora: ha ido volviendo cada día un poco más pronto, hasta Navidad, y ahora vuelve cada día un poco más tarde.
Piensas que es vendedor ambulante, vendedor de corbatas expuestas en un paraguas, o más bien demostrador de algún producto milagroso para quitar callos, manchas, verrugas o varices, o mejor aún, buhonero cuyo mostrador, constituido por una maleta abierta que reposa sobre cuatro pies metálicos telescópicos, ofrece a los curiosos de los Grandes Bulevares peines, encendedores, limas, gafas de sol, estuches protectores, llaveros. Esta suposición reposa principalmente en el hecho de que su actividad esencial, cuando está en su cuarto, consiste, mañana y tarde, en cerrar o abrir, o en cerrar y abrir, cajones, como si tuviera un material considerable que llevarse cada mañana antes de salir, que colocar cada tarde al final de su jornada.
Quizá necesite su maleta abierta, quizá la emplee como mesilla de noche, o para escribir, o para cenar: lo aderezas con rasgos un poco ceremoniosos, un poco ridículos: coloca sobre su maleta un mantel bordado que le queda de una antigua fortuna, un mísero candelabro con velas pobres, un servicio de mesa idéntico quizás a los que vende, es decir, compuesto por un vaso y un plato de plástico rosa, y un juego de cubiertos de aluminio que se encajan los unos en los otros, la cuchara que conserva la forma hueca del tenedor, el tenedor la del cuchillo, las tres piezas que se mantienen unidas por un ribete en forma de botón de cuello postizo, fijado a la cuchara, atravesando el tenedor y el cuchillo y al que se ata un anillo de cuero; como si, en definitiva, por una extraña confusión de tu alma, esta maleta, cuya existencia está lejos de ser cierta, pudiera ser a la vez mostrador de buhonero por el día y maletín de picnic por la noche. Pero ni siquiera es seguro que tu vecino cene, nunca oyes, nunca hueles cómo se fríen las asaduras, los riñones que serían su alimento favorito. Sólo sabes con alguna certeza que va a llenar su tetera al grifo de la toma de agua del descansillo (porque su cuarto, a pesar de ser más grande que el tuyo, no tiene agua corriente) y que la coloca sobre un infiernillo cuyo funcionamiento desconoces, pero que sin duda es de un tipo muy primitivo, a juzgar por el tiempo que tarda la tetera en silbar, o lo que es igual, el agua en hervir.
A pesar de escuchar, de poner la oreja, pegarla al tabique, al final no sabes casi nada. Parece que cuanto mayor es la precisión de tu percepción, menor es la certeza de tus interpretaciones. Sin duda, abre y cierra cajones todo el tiempo, pero de esto ni siquiera tienes pruebas, nada impide, por ejemplo, que con un fin que desconoces, o incluso solamente para confundirte, frote dos planchas, una contra otra, o bien que abra o efectivamente cierre uno o más cajones, pero por hacerlo, es decir, sin meter algo, sin sacar nada, sólo para hacer ruido, o porque le gusta el ruido de los cajones que se abren o se cierran. Sin duda sale cada día al final de la mañana, pero no siempre estás ahí para asegurarte e, igualmente, a veces sales al caer la noche antes de que él vuelva; quizá incluso finja salir, baje algunos escalones y vuelva a subir tan silenciosamente que, a pesar de todos tus esfuerzos, ya no puedes percatarte de su presencia. Sin duda coge agua del descansillo, sin duda su tetera silba cuando el agua llega a ebullición: pero quizá sea él quien silba, ¿cómo saberlo?
Sin embargo, a veces, su vida te pertenece, sus ruidos son tuyos puesto que los escuchas, los esperas, puesto que te mantienen con vida, como la gota de agua, las campanas de Saint-Roch, los ruidos de la calle, de la ciudad. Te da igual equivocarte, o interpretar o inventar. Basta con que le hayas convertido en buhonero para que lo sea, con su maleta plegable, sus peines, sus encendedores, sus gafas de sol. Él vive la vida insignificante que le dejas vivir, desvaneciéndose apenas sale de tu campo de percepción, muerto desde que te gana el sueño, condenado el resto del tiempo a rellenar de agua su tetera, a toser, a arrastrar los pies, a cerrar, a abrir sus cajones.
Pero quizá, sin saberlo, en muda simbiosis, tú también le pertenezcas. Quizá él sea como tú, que acechas su tos, sus silbidos, sus ruidos de cajones, quizá el ruido de la taza que dejas en la estantería, el crujido de los periódicos que coges y retomas, el deslizarse de los naipes que colocas sobre tu banco estrecho, tus ruidos de tus desagües, tu aliento, sean para él, junto a la gota de agua, el campanario, los ruidos de la calle, de la ciudad, el tejido espeso del tiempo que transcurre, de la vida que permanece. Quizá trate desesperadamente de conocerte, quizá interprete sin fin cada señal que percibe: ¿quién eres, a qué te dedicas, tú que haces crujir periódicos, tú que permaneces varios días sin salir, o que no vuelves en varios días?
¡Pero haces tan poco ruido! Sólo puede percibir tu presencia y, si está atento, es porque tiene miedo, porque le inquietas: es como ese viejo tejón en su madriguera que sólo piensa en resguardarse, que oye no lejos de él un ruido que no alcanza nunca a localizar del todo, un ruido que nunca aumenta pero que nunca disminuye, que nunca cesa. Trata de protegerse, trata torpemente de tenderte trampas, de hacerte creer que es poderoso, que no te teme, que no tiembla: ¡pero es tan viejo! Sólo tiene la fuerza de contar y volver a contar sin cesar su fortuna, de cambiarla de escondrijo a cada momento.
No te desagrada, imbécil, creer a veces que le fascinas, que de verdad siente miedo: te esfuerzas por permanecer en silencio el mayor tiempo posible; o bien rascas con un trozo de madera, una lima, un lápiz, en lo alto del tabique que separa vuestros dos cuartos, produciendo un ruido minúsculo y exasperante.
O bien, por el contrario, movido por una simpatía repentina, casi tienes ganas de enviarle mensajes de saludo, golpeando con el puño contra el tabique, un golpe para la A, dos golpes para la B…