¡LIBRE COMO UNA VACA, como una ostra, como una rata!
Pero las ratas no buscan conciliar el sueño durante horas. Pero las ratas no se despiertan sobresaltadas, invadidas por el pánico, empapadas en sudor. Pero las ratas no sueñan y, ¿qué puedes hacer tú contra tus sueños?
Pero las ratas no se muerden las uñas y sobre todo, no metódicamente, durante horas enteras, hasta que la extremidad de sus garras no sea más que una llaga difusa. Tú te arrancas la placa córnea hasta el centro de la uña, magullando los lugares donde ésta se une a la carne; desgarras los padrastros casi a lo largo de toda la tercera falange, hasta que la sangre comienza a brotar, hasta que los dedos te duelen tanto que, durante horas, el menor contacto te resulta hasta tal punto insoportable que no puedes agarrar nada y te ves obligado a sumergir las manos en agua hirviendo.
Pero las ratas, que tú sepas, no juegan al pinball. Te pegas a las máquinas, durante horas, durante noches, rabiosa, frenéticamente. Jadeas, pegado a la máquina, acompañando los rebotes de la bola metálica con sacudidas de pelvis. Te ofuscas contra los muelles, las luces, los números, los pasadizos.
Mujeres pintadas cuyos ojos se encienden, cuyos abanicos se cierran. No puedes luchar contra el tilt. Puedes jugar o no jugar. No puedes entablar un diálogo, no puedes hacerle decir lo que no sabría decirte. A pesar de enzarzarte contra él, resoplar contra él, el tilt permanece insensible a la amistad que sientes, al amor que buscas, al deseo que te desgarra. Seis mil puntos, cuando bastan mil cuatrocientos, no harán sino herirte aún más, humillarte un poco más.
Deambulas por las calles, entras en un cine; deambulas por las calles, entras en un café; deambulas por las calles, miras el Sena, las carnicerías, los trenes, los carteles, la gente. Deambulas por las calles, entras en un cine donde ves una película que se parece a la que acabas de ver, la misma historia bobalicona contada por un señor demasiado inteligente, llena de amabilidad y de música, y tras el intermedio, anuncios que has visto veinte, cien veces, noticias de actualidad que has visto diez, veinte veces, un documental sobre las sardinas, o sobre el Sol, sobre Hawai o sobre la Biblioteca Nacional, el tráiler de una película que ya has visto y que verás de nuevo, la película que acabas de ver que empieza una vez más, con sus créditos por bloques, la playa de Étretat, el mar, las gaviotas, los niños que juegan en la arena.
Sales, deambulas por las calles demasiado iluminadas. Subes de nuevo a tu cuarto, te desvistes, te deslizas en las sábanas, apagas la luz, cierras los ojos. Es la hora en la que mujeres de ensueño que se desvisten demasiado rápido se aglomeran a tu alrededor, es la hora en la que te aturden los libros que has leído cien veces, en la que das vueltas y más vueltas sin conciliar el sueño. Es la hora en la que, con los ojos abiertos como platos en la oscuridad, con la mano tanteando al pie del banco estrecho en busca de un cenicero, de cerillas, de un último cigarrillo, calibras con calma la amplitud de tu malestar.
Te vuelves a levantar por la noche. Deambulas por las calles, te encaramas a los taburetes de los bares, del Rosebud, del Harry’s, o te sientas en el Franco-Suisse, en la rue Saint-Honoré, casi frente a tu cuarto, o te sientas en la mesa de un café de Les Halles y allí te quedas, durante horas, hasta el final, delante de una cerveza o de un café solo o de una copa de vino tinto. Miras el ir y venir de los demás, de los carniceros, los floristas, los vendedores ambulantes de periódicos, las pandillas de juerguistas, los borrachines solitarios, las putas.
Vas solo y a la deriva. Caminas por las avenidas desiertas dejando atrás los árboles desmedrados, las fachadas peladas, los porches negros. Te adentras en la fealdad inagotable de Les Batignolles, de Pantin. No te encuentras con nadie salvo con fuentes Wallace, secas desde hace tiempo, con iglesias pegajosas, con solares devastados, con paredes descoloridas. Los jardines cuyas verjas te aprisionan, las aguas estancadas junto a bocas de riego, las puertas monstruosas de las fábricas. Bajo las pasarelas metálicas del barrio de l’Europe, locomotoras de vapor lanzan bocanadas de humo blanco. Boulevard Barbes, place Clichy, multitudes impacientes elevan los ojos al cielo.
No romperás el círculo encantado de la soledad. Estás solo y no conoces a nadie; no conoces a nadie y estás solo. Ves a los demás aglomerarse, apretarse, protegerse, abrazarse. Pero tú, de mirada muerta, no eres sino un fantasma trasparente, leproso color grisáceo, silueta convertida en polvo, lugar ocupado al que nadie se acerca. Te esfuerzas con la esperanza de encuentros improbables. Pero no es por ti que el cuero, el cobre o la madera relucen, que las luces se tamizan, que los ruidos se amortiguan. Estás solo aunque los vapores se condensen, a pesar de Lester Young o Coltrane, solo en el calor acolchado de los bares, en las calles vacías donde tus pasos resuenan, en la complicidad adormilada de los únicos bistrots que quedan abiertos.
Hay enemigos a los que sólo te enfrentarás una vez, el tiempo de conocer, de reconocer el silbido frío de las serpientes petrificantes, el tiempo de batirse en retirada justo a tiempo, helado de soledad y de impaciencia, perdido, traicionado por tu mirada, la percepción cada vez más aguda y cada vez más vana de los menores detalles: un rizo del pelo, la sombra de un vaso, el esbozo inestable de un cigarrillo abandonado, la última sacudida de una puerta de dos alas que se vuelve a cerrar. Nada se te escapa, pero todo lo captas demasiado tarde, siempre demasiado tarde, las sombras, los reflejos, los fallos, los quites, las sonrisas, los bostezos, la fatiga o el abandono.
No te ha sobrevenido el infortunio, no te ha abatido; se ha infiltrado con lentitud, se te ha insinuado casi suavemente. Ha impregnado minuciosamente tu vida, tus gestos, tus horas, tu cuarto, como una verdad enmascarada durante largo tiempo, una evidencia rechazada; tenaz y paciente, firme, encarnizado, ha tomado posesión de las grietas del techo, de las arrugas de tu rostro en el espejo resquebrajado, de los naipes extendidos; se ha filtrado en la gota de agua del grifo de la toma del descansillo, ha resonado con cada cuarto de hora del campanario de Saint-Roch.
La trampa era ese sentimiento a veces casi excitante, ese orgullo, esa especie de embriaguez; creías no necesitar nada más que la ciudad, sus piedras y sus calles, las multitudes que te arrastran, no necesitar nada más que un pedazo de barra en la Petite Source, un asiento delantero en un cine de barrio; nada más que tu cuarto, tu antro, tu jaula, tu madriguera, donde vuelves cada día, de donde te vas cada día, ese lugar casi mágico donde ahora ya no se le ofrece nada más a tu paciencia, ni siquiera una grieta en el techo, ni una veta en la madera de la estantería, ni tan siquiera una flor en el papel pintado. Dispones, una vez más, los cincuenta y dos naipes sobre tu banco estrecho; buscas, una vez más, la improbable solución de un laberinto sin forma.
Has perdido tus poderes. Ya no sabes seguir la lenta deriva de las burbujas y de las briznas en la superficie de tu cornea. Ningún rostro, ninguna cabalgata victoriosa, ninguna ciudad en el horizonte se dejan descifrar a través de las grietas y las sombras.
La trampa: esta ilusión peligrosa de ser, cómo decirlo, infranqueable, de no ofrecer ningún asidero al mundo exterior, de deslizarte, intocable, con los ojos abiertos mirando por delante de ellos, percibiéndolo todo, los más diminutos detalles, sin retener nada. Sonámbulo despierto, ciego que podría ver. Ser sin memoria, sin espanto.
Pero no hay salida, ni milagro, ni verdad. Caparazones, corazas. Tras este día sofocante en que todo ha empezado, en que todo se ha parado. Rozas las paredes sucias de calles ennegrecidas, tocando con la mano derecha las piedras de las escalinatas, los ladrillos de las fachadas. Te sientas, con las piernas colgando, sobre el Sena, mirando durante horas el remolino inapreciable que abre el arco de un puente. Retiras los cuatro ases de tus cincuenta y dos naipes colocados. ¿Cuántas veces has repetido los mismos gestos mutilados, los mismos trayectos que no conducen nunca a nada? No tienes otra salida que tus refugios de tres al cuarto, tu paciencia imbécil, los mil y un rodeos que te vuelven a llevar a tu punto de partida. De los jardines a los museos, de los cafés a los cines, de las riberas a los jardines, de las salas de espera de las estaciones, a los vestíbulos de los grandes hoteles, los monoprix, las librerías, las galerías de arte, los pasillos del metro. Los árboles, las piedras, el agua, las nubes, la arena, los ladrillos, la luz, el viento, la lluvia: sólo cuenta tu soledad: hagas lo que hagas, vayas donde vayas, todo eso que no ves no tiene importancia, todo lo que haces resulta en vano, todo lo que buscas es falso. Sólo existe la soledad, que tarde o temprano, cada vez, encuentras frente a ti, amistosa o lamentable; cada vez, permaneces solo, sin socorro, cara a ella, alterado o despavorido, desesperado o impaciente.
Has dejado de hablar y sólo el silencio te ha respondido. Pero estas palabras, estos miles, millones de palabras que se han detenido en tu garganta, las palabras sin continuación, los gritos de alegría, las palabras de amor, las risotadas tontas, ¿cuándo los recuperarás?
Ahora vives en el terror del silencio, pero ¿no eres tú el más silencioso de todos?
Los monstruos han entrado en tu vida, las ratas, tus semejantes, tus hermanas. Decenas, centenares, miles de monstruos. Los detectas, los reconoces por signos imperceptibles, por sus silencios, por sus retiradas furtivas, por su mirada flotante, vacilante, espantada, que se da la vuelta al cruzarse con la tuya. La luz sigue brillando en plena noche en las ventanas abuhardilladas de sus cuartos sórdidos. Sus pasos resuenan en la noche.
Las ratas no se hablan, no se miran cuando se cruzan. Pero esos rostros sin edad, esas siluetas endebles o fláccidas, esas espaldas redondas, grises, las reconoces cerca de ti todo el tiempo, sigues su sombra, tú eres su sombra, frecuentas sus escondrijos, sus guaridas, tienes los mismos refugios, los mismos asilos, los cines de barrio que apestan a desinfectante, los jardines, los museos, los cafés, las estaciones, los metros, los mercados. Desalientos, sentados como tú en los bancos, dibujando y borrando sin cesar en la arena polvorienta el mismo círculo imperfecto, lectores de periódicos encontrados en las papeleras, nómadas a los que no detiene intemperie alguna. Realizan los mismos periplos que tú, tan vanos, tan lentos, tan desesperadamente complicados. Dudan como tú ante los planos de las estaciones de metro, se comen sus panes de leche, sentados al borde de las riberas.
Desterrados, parias, excluidos, portadores de estrellas invisibles. Caminan rozando las paredes, cabizbajos, con los hombros caídos, las manos crispadas, pegándose a las piedras de las fachadas, con gestos exhaustos de derrota, de mordedores de polvo.
Los sigues, los espías, los odias: monstruos agazapados en sus buhardillas, monstruos en zapatillas que arrastran los pies cerca de los mercados pútridos, monstruos de ojos glaucos de lamprea, monstruos de gestos mecánicos, monstruos que chochean.
Los frecuentas, los acompañas, te abres camino entre ellos: los sonámbulos, los brutos, los ancianos, los idiotas, los sordomudos de boinas caladas hasta los ojos, los borrachuzos, los vejestorios que carraspean e intentan contener los temblores entrecortados de sus pómulos, de sus párpados, los pueblerinos extraviados en la gran ciudad, las viudas, los hipócritas, los carcamales, los fisgones.
Vinieron a ti, te agarraron por el brazo. Como si, desconocido y perdido en tu propia ciudad, sólo pudieses cruzarte con otros desconocidos; como si, solitario, vieras sobrevenir a los demás solitarios. Como si sólo pudiesen darse cita para tomarse una copa de vino tinto en la barra, los que nunca hablan, los que hablan solos. Los viejos locos, las viejas borrachas, los iluminados, los exiliados. Se pegan al forro de tu chaqueta, a tus faldones, a tus mangas, te echan el aliento en la cara.
Vienen a ti a pasitos cortos con sus sonrisas, sus folletos, sus periódicos, sus banderas, los miserables combatientes de las grandes causas imbéciles, las máscaras óseas en guerra contra la poliomielitis, el cáncer, las infraviviendas, la miseria, la hemiplejia, la ceguera, los cómicos tristes que piden para sus camaradas, los huérfanos maltratados que venden mantelillos, las viudas demacradas que protegen a las mascotas. Todos los que te abordan, te retienen, te manipulan, te escupen en la cara su verdad mezquina, sus preguntas eternas, sus buenas obras, su verdadero camino. Los hombres-anuncio de la fe verdadera que salvará el mundo. Jesús dijo Vosotros que no veis, pensad en los que ven.
Los de piel oscura, los de cuello de camisa raído, los tartamudos que te cuentan su vida, sus cárceles, sus centros de acogida, sus falsos viajes, sus hospitales. Los viejos profesores que quieren reformar la ortografía, los jubilados que creen haber ideado un sistema infalible para recuperar los papeles viejos, los estrategas, los astrólogos, las adivinas, los sanadores, los testigos, todos los que viven con sus ideas fijas; los desechos, la chatarra, los monstruos inofensivos y seniles de los que se ríen los camareros sirviéndoles vasos demasiado llenos que no pueden llevarse a la boca, las viejas arrugadas con abrigo de piel que se ventilan sus Marie Brizards haciendo esfuerzos por parecer dignas.
Y todos los demás, los peores, los beatos, los listillos, los autosatisfechos, los que creen saber, los que sonríen con aire de enterados, los obesos y los siempre jóvenes, los mantequeros, los condecorados; los juerguistas achispados, los engominados de extrarradio, los pudientes, los capullos. Los monstruos que presumen de hacer valer sus derechos, que te emplean como testigo, te desenmascaran, te interpelan. Los monstruos de familia numerosa, con sus niños monstruos, sus perros monstruos; los miles de monstruos detenidos ante los semáforos en rojo; las hembras gritonas de los monstruos; los monstruos con bigote, con chaleco, con tirantes, los monstruos turistas descargados en paquetes ante los monumentos repulsivos, los monstruos endomingados, la multitud monstruosa.
Deambulas, pero la multitud ya no te lleva consigo, la noche ya no te protege. Caminas, siempre, más todavía, caminante infatigable, inmortal. Buscas, esperas. Deambulas por la ciudad fósil, piedras blancas intactas de las fachadas rehabilitadas, papeleras pétreas, sillas vacías donde venían a sentarse los porteros; deambulas por la ciudad muerta, andamios abandonados junto a edificios destripados, puentes que arrasó la niebla, la lluvia.
Ciudad pútrida, ciudad innoble, repulsiva. Ciudad triste, luces tristes en las calles tristes, payasos tristes en las salas de fiestas tristes, colas tristes ante los cines tristes, muebles tristes en las tiendas tristes. Estaciones negras, cuarteles, hangares. Las brasseries siniestras que se suceden a lo largo de los Grandes Bulevares, los escaparates horribles. Ciudad ruidosa o desierta, lívida o histérica, ciudad despanzurrada, saqueada, mancillada, ciudad erizada de prohibiciones, de barrotes, de alambradas, de cerraduras. La ciudad-osario: los mercados podridos, las villas miseria disfrazadas de grandes urbanizaciones, la zona centro de París, el horror insoportable de los bulevares llenos de polis, Haussmann, Magenta; Charonne.
Como un prisionero, como un loco en su celda. Como una rata buscando la salida del laberinto. Recorres París en todos los sentidos. Como un hambriento, como un mensajero que lleva una carta sin dirección.
Aguardas, esperas. Los perros se te pegan, y también las camareras, los empleados de los cafés, las acomodadoras, las taquilleras de los cines, los vendedores de diarios, los cobradores de autobús, los inválidos que vigilan las salas desiertas de los museos. Puedes hablar sin temor, te responderán siempre con la misma voz. Ahora sus caras te resultan familiares. Te identifican, te reconocen. No saben que esos simples saludos, esas meras sonrisas, esos gestos indiferentes de cabeza son lo que cada día te salva, a ti que, durante todo el día, los esperaste, como si fuesen la recompensa de un hecho glorioso del que no podrías hablar, pero que ellos casi adivinarían.
Entonces, a veces, desesperadamente, tratas de imponerle a tu vida tambaleante la cortapisa de una disciplina sin defectos. Ordenas, arreglas tu cuarto, estableces un presupuesto riguroso: 500 francos al mes, tu patrimonio, menos 50 francos de tu buhardilla, te dejan 15 francos al día, que se descomponen así:
Te quedan 5 francos con 25 para tu segunda comida, que será un pan de pasas o media baguette, para otro café, para el metro, el autobús, el dentífrico, la lavandería.
Organizas tu vida como un reloj, como si el mejor medio de no perderte, de no venirte abajo del todo fuese dedicarse a tareas irrisorias, decidir todo con antelación, no dejar nada al azar. Que tu vida sea aislada, lisa, redonda como un huevo, que quien fije tus gestos sea un orden inmutable que decida todo por ti, que te proteja a tu pesar.
Con un rigor loable organizas tus itinerarios. Exploras París calle por calle, del Pare Montsouris a Les Buttes-Chaumont, del Palais de la Défense al Ministerio de la Guerra, de la torre Eiffel a las Catacumbas. Comes cada día, a la misma hora, la misma comida. Lees Le Monde de cinco a siete.
Doblas tu ropa antes de acostarte. Limpias a fondo tu cuarto los sábados por la mañana. Haces tu cama todas las mañanas, te afeitas, lavas los calcetines en un barreño de plástico rosa, lustras tus zapatos, te lavas los dientes, lavas tu bol y lo secas y lo colocas en el mismo lugar de la estantería. Abres cada mañana, en el mismo instante, en el mismo lugar, del mismo modo, la banda de papel engomado que cierra tu paquete cotidiano de Gauloises.
El orden de tu cuarto. La organización de tu tiempo. Te impones prohibiciones pueriles. No pisas la intersección de las baldosas al borde de las aceras. Respetas el sentido del tráfico, los aparcamientos prohibidos. No soportas llegar con retraso o antes de tiempo. Querrías encenderte cigarrillos cada cuarenta y cinco minutos.
Como si, a cada instante, esperases que flaquear lo más mínimo te llevase enseguida demasiado lejos.
Como si, a cada instante, necesitases decirte: así es porque así lo he querido, lo he querido así o si no, estoy muerto.