CON EL TIEMPO, TU frialdad se vuelve fabulosa. Tus ojos han perdido lo que les proporcionaba su brillo, tu silueta está verdaderamente abatida. Una serenidad sin hastío, sin amargura, se inscribe en las comisuras de tus labios. Te deslizas por las calles, intocable, protegido por el desgaste ponderado de tu ropa, por la neutralidad de tus pasos. Ya no te quedan sino gestos aprendidos. Ya no pronuncias nada más que las palabras necesarias.
Pides:
Pagas, te metes el cambio en el bolsillo, te sientas, consumes. Coges Le Monde de encima del montón y depositas dos monedas de veinte céntimos en el platillo del vendedor. Nunca dices por favor, buenos días, gracias, adiós.
No te disculpas. No preguntas direcciones.
Deambulas, deambulas, deambulas. Caminas. Todos los momentos son iguales, todos los espacios se parecen. Nunca tienes prisa, nunca estás perdido. No miras la hora en los relojes. No tienes sueño. No tienes hambre. Nunca bostezas. Nunca te ríes a carcajadas.
Ya ni siquiera callejeas, porque sólo pueden callejear los que roban tiempo para ello, preciosos minutos que se las ingenian para arañar de sus horarios. Al principio elegías tus itinerarios, te fijabas objetivos, imaginabas periplos complicados que cobraban, a tu pesar, un aire de odisea. Peregrinaste, tras muchos otros, a Saint-Julien le Pauvre, te diste la vuelta en la entrada de las catacumbas, te plantaste bajo la torre Eiffel, subiste a la cima de algunos monumentos, cruzaste todos los puentes, paseaste por todas las riberas, visitaste todos los museos, Guimet, Cernuschi, Carnavalet, Bourdelle, Delacroix, Nissim de Camondo, el Palais de la Découverte, el Acuario del Trocadéro, viste las rosas del jardín botánico de Bagatelle, Montmartre por la noche, Les Halles al amanecer, la estación Saint-Lazare cuando salen los oficinistas, la Concorde a mediodía el quince de agosto. Ya se tratase de un objetivo turístico, cultural, o bien decepcionante, idiota o incluso provocador (la rue de la Pompe, la rue des Saussaies, la place Beauvau, el quai des Orfèvres), esto no le impedía ser un objetivo, es decir, una tensión, una voluntad, una emoción. Tu turismo, aunque desengañado e irrisorio, a pesar del recuerdo lejano de los surrealistas, seguía siendo fuente de vigilancia, organización del tiempo, medida del espacio.
Al igual que ya no eliges tus películas, entrando indiferente en el primer cine que te encuentras sobre las ocho, las nueve o las diez de la noche, no siendo más que la sombra de un espectador en la sala oscura, la sombra de una sombra que mira cómo se hacen y deshacen sobre un rectángulo oblongo diversas combinaciones de luces y sombras que esbozan siempre la misma aventura: música, hechizo, espera; al igual que ya no eliges tus comidas, que ya no te propones darles variedad, de ir hasta el principio de las más o menos trescientas combinaciones que se ofrecen en el mostrador de la Petite Source por cinco monedas de un franco, un tercio de tu pecunio cotidiano, en el fondo del bolsillo; al igual que ya no escoges tus horas de sueño, ni tus lecturas, ni tu ropa…
Te dejas llevar, te dejas arrastrar: basta con que la multitud suba o baje por los Campos Elíseos, basta con una espalda gris que te preceda unos cuantos metros y tuerza por una calle gris; o bien una luz o una ausencia de luz, un ruido o una ausencia de ruido, una pared, un grupo, un árbol, agua, un porche, rejas, carteles, adoquines, un paso de peatones, un escaparate, una señal luminosa, la placa de una calle, el letrero de un estanco, el puesto de un buhonero, una escalera, una glorieta…
Caminas o no caminas. Duermes o no duermes. Bajas tus seis escalones, vuelves a subirlos. Compras Le Monde o no lo compras. Comes o no comes. Te sientas, te tumbas, te quedas de pie, te deslizas en la sala oscura de un cine. Enciendes un cigarrillo. Cruzas la calle, cruzas el Sena, te paras, vuelves a andar. Juegas al pinball o no juegas.
A veces te quedas tres, cuatro, cinco días en tu cuarto, ya ni sabes. Duermes casi sin cesar, lavas tus calcetines, tus dos camisas. Relees una novela policiaca que ya has leído veinte veces y olvidado otras tantas. Haces el crucigrama de un viejo Le Monde que está por ahí tirado. Extiendes sobre tu banco cuatro filas de trece cartas, retiras los ases, pones el siete de corazones tras el seis de corazones, el ocho de tréboles tras el siete de tréboles, el dos de picas en su sitio, el rey de picas tras la dama de picas, el valet de corazones tras el diez de corazones.
Comes mermelada con pan, cuando tienes pan, después con biscottes, si tienes, después a cucharaditas, en el tarro.
Te tumbas sobre tu banco estrecho, las manos cruzadas tras la nuca, las rodillas en alto. Cierras los ojos, los abres. Filamentos torcidos se mueven lentamente de arriba abajo por la superficie de tu córnea.
Cuentas y organizas las grietas, los desconchones, los defectos del techo. Te miras la cara en tu espejo resquebrajado.
No hablas solo todavía. Ante todo, no gritas.
La indiferencia no tiene principio ni fin: es un estado inmutable, un peso, una inercia que nadie lograría hacer tambalearse. A tus centros nerviosos llegan todavía, sin duda, mensajes del mundo exterior, pero ninguna respuesta global, que pondría en juego la totalidad del organismo, parece lograr elaborarse. Sólo te quedan los reflejos elementales: no cruzas cuando el semáforo está en rojo, te resguardas del viento para encenderte el cigarrillo, te abrigas más las mañanas de invierno, te cambias de polo, de calcetines, de calzoncillos y de camiseta más o menos una vez por semana y de sábanas un poco menos de dos veces al mes.
La indiferencia disuelve el lenguaje, enturbia los signos. Eres paciente y no esperas, eres libre y no eliges, estás disponible y nada te moviliza. No pides nada, no exiges nada, no te impones nada. Oyes sin escuchar, ves sin mirar: las grietas de los techos, las tablillas de los parquets, el diseño de los baldosines, las arrugas que rodean tus ojos, los árboles, el agua, las piedras, los coches que pasan, las nubes que dibujan en el cielo formas de nubes.
Ahora vives en lo inagotable. Cada día está hecho de silencios y ruidos, de luces y sombras, de espesuras, de esperas, de escalofríos. Se trata sólo de perderte, de nuevo, para siempre, cada vez más, de errar sin fin, de hallar el sueño, una cierta paz corporal: abandono, hastío, adormecimiento, deriva. Te deslizas, te dejas hundir, flaquear: buscar el vacío, rehuirlo, caminar, pararte, tomar asiento, sentarte a la mesa, apoyar los codos, tumbarte.
Gestos de autómata: levantarte, lavarte, afeitarte, vestirte. Corcho en el agua: ir a la deriva, seguir el tumulto, deambular: el verano en el silencio espeso, postigos cerrados, calles muertas, asfalto pegajoso, verde casi negro de las hojas inmóviles, el invierno en la luz fría de los escaparates, de las farolas, vaho en las puertas de los cafés, muñones negros de los árboles muertos.
Entras en cafés miserables, bistrots, baruchos, Vinos y Carbones mal iluminados, que huelen a vinagre y a mugre. Caminas por callejuelas roñosas a lo largo de vallas mancilladas por carteles hechos jirones, en dirección a Charles Michels o Château-Landon. Te sientas en los bancos de las plazas y de los jardines, como un jubilado, como un anciano, pero sólo tienes veinticinco años. Esperas en los vestíbulos de los hoteles, sentado en un sillón de cuero falso, miras el ir y venir de la gente, lees los prospectos, los catálogos, los carteles, lees los folletos turísticos, Paris la nuit, crucero por las Indias, las revistas por ahí desperdigadas, l’Écho de l’Hôtellerie française, la Revue du Touring-Club de France; lees los periódicos pegados en los armarios ante las imprentas o las redacciones: Le Monde, Le Figaro, Le Capital, La Vie française. Deambulas por las bibliotecas municipales, rellenas una ficha, lees libros de historia, obras de erudición, memorias de estadistas, de alpinistas, de curas.
Caminas por las aceras, miras las cunetas, el espacio más o menos largo que separa los coches estacionados en el reborde de la calzada. Por allí encuentras canicas, muellecitos, anillos, monedas, a veces guantes, un día una cartera con algo de dinero, papeles, cartas, fotos que casi te arrancan lágrimas de los ojos.
Miras a los que juegan a las cartas en los jardines de Luxemburgo, los juegos de agua del Palais de Chaillot, vas al Louvre el domingo, atravesando las salas sin pararte, deteniéndote al final cerca de un único cuadro o de un único objeto: el retrato increíblemente enérgico de un hombre del Renacimiento, con una cicatriz diminuta encima del labio superior, a la izquierda, es decir, a su izquierda, a la derecha para ti, o bien una piedra grabada, una cucharilla egipcia ante la cual permaneces una hora, dos horas, antes de marcharte sin volver la cabeza.
Caminar incesante, incansable. Caminas como un hombre que llevase maletas invisibles, caminas como un hombre que siguiera a su sombra. Caminar de ciego, de sonámbulo, avanzas a paso mecánico, interminablemente, hasta olvidar que caminas.
Flâneur minucioso, nictóbata consumado, ectoplasma que con una sábana flotante pasaría por un fantasma que no asustaría ni a los niños más chicos.
Caminante infatigable, atraviesas París de cabo a rabo, cada noche, emergiendo del agujero negro de tu buhardilla, de tus escaleras podridas, de tu patio silencioso; más allá de las grandes zonas de luz y barullo: la Ópera, los bulevares, los Campos Elíseos, Saint-Germain, Montparnasse, te sumerges en la ciudad muerta, hacia Pereire o Saint-Antoine, hacia la rue de Longchamp, el boulevard de l’Hôpital, la rue Oberkampf, la rue Vercingétorix.
Cafés abiertos toda la noche. Permaneces de pie, casi inmóvil, con un codo apoyado sobre la barra de vidrio, espesa placa traslúcida de bordes redondeados que unos pernos de cobre sellan al hormigón del zócalo, medio vuelto hacia tres marineros que juegan obstinados al pinball. Bebes vino tinto o café de máquina.
Vida sin sorpresas. Estás resguardado. Duermes, comes, caminas, sigues viviendo, como una rata de laboratorio que un investigador negligente hubiese olvidado en su laberinto y que, día y noche, sin equivocarse nunca, sin dudar nunca, tomase el camino de su comedero, girase a la izquierda, después a la derecha, empujase dos veces una palanca bordeada en rojo para recibir su ración de alimento en papilla.
Ninguna jerarquía, ninguna preferencia. Tu indiferencia es tranquila: hombre gris para quien el gris no evoca ninguna grisalla. No insensible sino neutro. Tanto el agua como la piedra te atraen, tanto la oscuridad como la luz, tanto el calor como el frío. Sólo existe tu caminar, y tu mirada, que se posa y desliza, ignorando lo bello, lo feo, lo familiar, lo asombroso, reteniendo solamente combinaciones de luces y formas que se hacen y deshacen, sin cesar, por todas partes, en tu ojo, en los techos, a tus pies, en el cielo, en tu espejo resquebrajado, en el agua, en la piedra, en la multitud. Plazas, avenidas, jardines y bulevares, árboles y rejas, hombres y mujeres, niños y perros, esperas, tumulto, vehículos y escaparates, edificios, fachadas, columnas, capiteles, aceras, cunetas, adoquines de gres relucientes bajo la fina lluvia, grises, o casi rojos, o casi blancos, o casi negros, o casi azules, silencios, clamores, estrépito, el gentío de las estaciones, de los comercios, de los bulevares, calles abarrotadas, andenes abarrotados, calles desiertas de domingo estival, mañanas, tardes, noches, albas y crepúsculos.
Ahora eres el dueño anónimo del mundo, aquél sobre el que la historia ya no tiene peso, aquél que ya no escucha cómo cae la lluvia, aquél que ya no ve cómo anochece.
No conoces sino tu propia evidencia: la de tu vida que continúa, la de tu respiración, la de tu paso, la de tu envejecimiento. Ves el ir y venir de la gente, cómo se forman y disuelven la multitud y las cosas. Ves, en el escaparate diminuto de un buhonero, una barra de cortinas en la que de pronto fijas los ojos: sigues tu camino: eres inaccesible.