ES DE NOCHE. De vez en cuando pasa un coche como un relámpago. La gota de agua sale del grifo del descansillo. Tu vecino está en silencio, quizá ausente o ya muerto. Estás tumbado, completamente vestido, en la cama, con las manos cruzadas tras la nuca, las rodillas en alto. Cierras los ojos, los abres. Formas virales, microbianas, en el interior de tu ojo o en la superficie de tu córnea se desvían lentamente de arriba abajo, desaparecen, vuelven de repente al centro, apenas cambiadas, discos o burbujas, briznas, filamentos torcidos cuyo ensamblaje dibuja una especie de animal casi fantástico. Pierdes su rastro, los vuelves a encontrar; te frotas los ojos y los filamentos explotan, se multiplican.
Pasa el tiempo, dormitas. Dejas el libro abierto a tu lado, sobre el banco. Todo es vago, tedioso. Tu respiración es sorprendentemente regular. Un bichito negro que parece irreal abre una brecha insospechada en el laberinto de las grietas del techo.
Vagas por las calles, de noche, de día. Entras en los cines de barrio donde flota el olor incisivo del desinfectante, comes bocadillos en barras de bar, patatas fritas en cucurucho, recorres las verbenas, juegas al billar eléctrico, vas a los museos, a los mercados, a las estaciones, a las bibliotecas públicas, miras los escaparates de los anticuarios de la rue Jacob, de las cristalerías de la rue du Paradis, de las tiendas de muebles del faubourg Saint-Antoine.
A lo largo de las horas, los días, las semanas, las estaciones, te vas desprendiendo de todo, desvinculando de todo. Descubres, a veces casi con una especie de embriaguez, que eres libre, que nada te pesa, ni te gusta ni te disgusta. Encuentras, en esta vida sin desgaste y sin otro estremecimiento que esos instantes suspendidos que te procuran las cartas o ciertos ruidos, ciertos espectáculos que te proporcionas, un bienestar casi perfecto, fascinante, a veces henchido de emociones nuevas. Experimentas un reposo total, estás, en cada momento, resguardado, protegido. Vives en un paréntesis venturoso, en un vacío lleno de promesas del que no esperas nada. Eres invisible, límpido, transparente. Ya no existes: a la sucesión de las horas, a la sucesión de los días, al paso de las estaciones, al fluir del tiempo sobrevives, sin alegría ni tristeza, sin porvenir ni pasado, así, simple y obviamente, como una gota de agua que salpica en el grifo de un descansillo, como seis calcetines en remojo en un barreño de plástico rosa, como una mosca o como una ostra, como una vaca, como un caracol, como un niño o como un viejo, como una rata.