HAGA BUEN O MAL tiempo, llueva o luzca el sol, sople el viento a ráfagas o no se mueva ni una hoja de los árboles, apague las farolas el alba o las encienda de nuevo el crepúsculo, ya estés perdido entre la multitud o solo en una plaza desierta, sigues caminando, sigues vagando.
Inventas periplos complicados, salpicados de prohibiciones que te obligan a dar largos rodeos. Vas a ver los monumentos. Cuentas las iglesias, las estatuas ecuestres, los urinarios, los restaurantes rusos. Vas a ver las obras de envergadura en las riberas, cerca de las puertas que bordean la ciudad, las calles destripadas como campos labrados, las canalizaciones, los edificios que van a tirar.
Entras en tu cuarto y te dejas caer sobre tu banco estrecho. Duermes con los ojos muy abiertos, como los idiotas. Cuentas, organizas las grietas del techo. La conjunción de las sombras y de las manchas y las variaciones de acomodación y de orientación de tu mirada producen sin esfuerzo, lentamente, decenas de formas nacientes, organizaciones frágiles que sólo puedes captar por un instante, deteniéndolas bajo un nombre: viña, virus, villa, villorrio, viso, antes de que se disloquen y todo vuelva a comenzar: la aparición de un gesto, de un movimiento, de una silueta, conato de signo vacío que dejas crecer, azar que se concreta: un ojo que te fija, un hombre que duerme, un remolino, ligero balanceo de veleros, retoño de árbol, rama desintegrada, conservada, reencontrada, de cuyo interior emerge delimitándose punto por punto lo que todavía es el inicio de un rostro, apenas diferente del de hace un momento, más sombrío, quizá, o más atento, rostro en suspenso en el que buscas en vano las orejas, los ojos, el cuello, una frente, reteniendo, encontrando, para perderlas enseguida, nada más que la huella de una sonrisa ambigua, la sombra de un orificio nasal que quizá prolonga la huella —denigrante o gloriosa, quién sabe— de una cicatriz.
A menudo juegas a las cartas solo. Haces repartos de bridge, tratas de resolver los pasatiempos que Le Monde publica cada semana, pero eres un jugador mediocre y tus golpes carecen de elegancia: ningún dominio del aprieto, de los descartes, de la comunicación del muerto con la mano del carteador. Una vez imaginaste una distribución excepcional en la que un equipo, con sólo dos triunfos en sus dos manos, un as y un valet, pudiera ganar, contra cualquier defensa, un gran slam, gracias a un reparto impecable de los fallos y de los palos largos; pero una vez resuelto este problema, tras constatar que el slam en cuestión tenía escaso interés, ya que no era declarable, y que jugarlo no requería astucia alguna, no has vuelto a esperar gran cosa del bridge.
Has caído en los alegres embrujos de los solitarios. Despliegas sobre tu banco cuatro filas de trece naipes, retiras los cuatro ases. El juego consiste en ordenar los cuarenta y ocho naipes que quedan empleando los huecos libres tras eliminar los ases; si uno de estos huecos es el primero de una fila, puedes colocar un dos; si es el que sigue a, pongamos, un seis, puedes colocar el siete del mismo palo, tras un siete, el ocho, tras un ocho, el nueve, tras un valet, la dama; si ésta sigue a un rey, no puedes colocar nada y el hueco se pierde.
La suerte no juega casi ningún papel en este solitario. Puedes prever con mucha antelación el momento en el que tus cuatro huecos liberados te conducirían a los reyes, es decir, a perder, si los jugabas en orden; pero justamente puedes servirte de un hueco, luego de otro, regresar al primero, ocupar el tercero, el cuarto, de nuevo el segundo. Es raro, sin embargo, que ganes: siempre llega un momento en el que el juego se bloquea, donde con la mitad o un tercio de los naipes ya repartidos, no puedes llenar huecos sin descubrir invariablemente un rey. Tienes derecho, en principio, a otros dos intentos: te basta con dejar en su sitio los naipes ya repartidos y redistribuir los otros tras haberlos barajado cuatro veces. Pero raramente aprovechas estas dos oportunidades que se te ofrecen; tan pronto como el juego se muestra comprometido recoges todos tus naipes, los barajas dos o tres veces, los despliegas otra vez para un nuevo intento.
Barajas tus naipes, los colocas, retiras los cuatro ases, miras el juego. Empiezas un poco al azar, preocupándote solamente de no descubrir un rey demasiado pronto. Poco a poco el juego se organiza, aparecen constricciones, surgen posibilidades: aquí un naipe ya está en su sitio, aquí el mover uno solo permitirá colocar de una jugada cinco, seis, allí un rey que te estorba no se podrá mover.
Casi nunca ganas. A veces haces trampas, apenas, de vez en cuando, muy de vez en cuando. No es la victoria lo que te importa porque, qué querría decir tu victoria, y si sólo se trata de tener de tu lado a los dioses, hay muchas formas más fáciles de conseguir sus bondades. Pero juegas cada vez más a menudo, cada vez más rato, a veces toda la tarde, o bien desde que te levantas, o bien hasta la mañana, y ni siquiera, o ya ni eso, para matar el tiempo.
Hay en ese juego algo que te fascina, más todavía quizá que los juegos de agua cerca de los puentes, que los laberintos de los techos, que las briznas levemente opacas que se derivan lentamente hacia la superficie de tu córnea. Según su lugar, según el momento, cada naipe adquiere una densidad casi conmovedora. Proteges, destruyes, construyes, combinas, planeas sin cesar: ejercicio inútil, peligro que nada sanciona, colocación irrelevante: cuarenta y ocho naipes te encadenan a tu cuarto y tú te sientes casi feliz porque un diez esté en su sitio, porque un rey no pueda alzarse contra ti, o casi infeliz porque todos tus lentos cálculos desemboquen en el mismo resultado imposible. Como si esta estrategia solitaria y muda constituyera tu único camino, se hubiese convertido en tu razón de ser.