AQUÍ APRENDES A DURAR. En ocasiones, dueño del tiempo, dueño del mundo, arañita ojo avizor desde el centro de tu tela, reinas sobre París: gobiernas el norte por la avenue de l’Opéra, el sur por los pasajes del Louvre, el este y el oeste por la rue Saint-Honoré.
En ocasiones tratas de descifrar el rostro enigmático que quizá esboce el juego complejo de las sombras y de las grietas sobre un fragmento del techo, ojos y nariz, o nariz y boca, frente no enmarcada por cabellera alguna, o bien el dibujo preciso del contorno de una oreja, el inicio de un hombro o de un cuello.
Hay mil maneras de matar el tiempo y ninguna se parece a otra, pero todas valen, mil modos de no esperar nada, mil juegos que puedes inventar y abandonar de inmediato.
Te queda todo por aprender, todo lo que no se aprende: la soledad, la indiferencia, la paciencia, el silencio. Debes desacostumbrarte de todo: de ir al encuentro de los que durante tanto tiempo has frecuentado, de tomar tus comidas, tus cafés en el sitio que a diario otros te guardaron, defendieron a veces para ti, de holgazanear en la complicidad sosa de las amistades que no terminan de morirse, en el rencor oportunista y relajado de los vínculos que se deshilachan.
Estás solo, y al estar solo, no has de mirar nunca la hora, no has de contar nunca los minutos. No has de abrir de nuevo tu correo febrilmente, no has de seguir decepcionado si sólo encuentras en él un prospecto invitándote a adquirir por la módica suma de setenta y siete francos los tesoros del arte occidental o una vajilla de postre con tus iniciales grabadas.
Has de olvidarte de esperar, de emprender, de tener éxito, de perseverar.
Te dejas llevar, y eso te resulta casi fácil. Evitas los caminos que durante demasiado tiempo has tomado. Dejas que el tiempo que pasa borre la memoria de los rostros, de los números de teléfono, de las direcciones, de las sonrisas, de las voces.
Olvidas que has aprendido a olvidar, que un día te forzaste al olvido. Deambulas por el boulevard Saint-Michel sin reconocer ya nada, ignorando los escaparates, ignorado por las riadas de estudiantes que suben y bajan. Ya no entras en los cafés, ya no los recorres con aire preocupado, yendo a las salas del fondo en busca de ya ni sabes qué. Ya no buscas a nadie en las colas que se forman cada dos horas ante los siete cines de la rue Champollion. Ya no yerras como alma en pena por el gran claustro de la Sorbona, ya no recorres los largos pasillos para llegar a la salida de las clases, ya no vas a la biblioteca a mendigar saludos, sonrisas, señales de reconocimiento.
Estás solo. Aprendes a andar como un hombre solo, a vagar, a callejear, a ver sin mirar, a mirar sin ver. Aprendes la transparencia, la inmovilidad, la inexistencia. Aprendes a ser una sombra y a mirar a los hombres como si fuesen piedras. Aprendes a quedarte sentado, a quedarte acostado, a quedarte de pie. Aprendes a masticar cada bocado, a encontrar el mismo sabor átono a cada pedazo de alimento que te llevas a la boca. Aprendes a mirar los cuadros expuestos en las galerías de pintura como si fueran trozos de pared, de techo, y las paredes, los techos, como si fuesen lienzos en los que sigues infatigable las decenas, los miles de caminos siempre recomenzados, laberintos inexorables, texto que nadie sabría descifrar, rostros en descomposición.
Te adentras en la île de Saint-Louis, tomas la rue de Vaugirard, vas hacia Pereire, hacia Château-Landon.
Caminas lentamente, vuelves sobre tus pasos, pegas la cara a los escaparates. Tiendas de drogueros, de electricistas, de merceros, de anticuarios. Vas a sentarte sobre el parapeto del puente Louis-Philippe y miras cómo se forma y se deshace un remolino bajo los arcos, la depresión en embudo que se vacía y se colma perpetuamente frente a los espolones. Barcazas y chalanas pasan a lo lejos, desbaratando a la larga los juegos de agua contra los pilares. A lo largo del muelle, unos pescadores sentados, inmóviles, siguen con la vista la inflexible deriva de las boyas.
Desde la terraza de un café, sentado frente a una caña de cerveza o un café solo, miras la calle. Pasan coches particulares, taxis, camionetas, autobuses, motocicletas, velomotores, en grupos compactos separados sólo por escasas y breves treguas: los reflejos lejanos de los semáforos que regulan la circulación. En las aceras corre la doble riada continua, pero mucho más fluida, de transeúntes. Dos hombres que llevan el mismo portafolios de cuero falso se cruzan al mismo paso cansado; una madre y su hija, niños, mujeres mayores cargadas de bolsas de la compra, un militar, un hombre con los brazos lastrados por dos pesadas maletas, y aún algunos otros, con paquetes, con periódicos, con pipas, paraguas, perros, panzas, sombreros, cochecitos de bebé, uniformes, unos casi corriendo, otros arrastrando los pies, parándose ante los escaparates, saludándose, separándose, adelantándose, cruzándose, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, felices e infelices. Grupos sin cesar disueltos y vueltos a formar se apiñan junto a las paradas de autobús. Un hombre-anuncio distribuye folletos. Una mujer dirige en vano gestos ostensibles a los taxis que pasan. La sirena de un coche de bomberos o de policía viene hacia ti amplificándose.
Operarios que pasan como un relámpago, ¿convocados por qué emergencia? No sabes nada de las leyes que hacen juntarse a esas personas que no se conocen, que tú no conoces, en esta calle a la que vienes por primera vez en tu vida y donde no tienes nada que hacer salvo mirar a esta multitud que va y viene, se precipita, se para: esos pies sobre las aceras, esas ruedas sobre la calzada, ¿qué hacen? ¿Adónde van todos? ¿Quién los convoca? ¿Quién los hace volver? ¿Qué fuerza o qué misterio les hace posar alternativamente el pie derecho y luego el izquierdo sobre la acera con, además, una coordinación que difícilmente podría ser más eficaz? Miles de acciones inútiles confluyen en el mismo instante en el campo demasiado estrecho de tu mirada casi neutra. Tienden al mismo tiempo su mano derecha y se la estrechan como si quisieran triturarla, emiten con su boca mensajes aparentemente provistos de sentido, tuercen en todos los sentidos, sus narices, sus cejas, sus mejillas, sus labios, sus manos, puntuando su discurso con mímica expresiva; sacan sus agendas, se adelantan, se saludan, se injurian, se felicitan, se empujan; toman su camino sin verte, a pesar de que estás a algunos centímetros de ellos, sentado en la terraza de un café, y no cesas de mirarlos.
Te arrastras. Imaginas una clasificación de las calles, de los barrios, de los edificios: los barrios locos, los barrios muertos, las calles-mercado, las calles-dormitorio, las calles-cementerio, las fachadas peladas, las fachadas carcomidas, las fachadas oxidadas, las fachadas enmascaradas.
Bordeas los jardincitos, adelantado por los niños que corren y hacen deslizar por las verjas una regla de metal o madera. Te sientas en los bancos de listones verdes con patas de hierro fundido esculpidos en forma de zarpas de león. Viejos guardias inválidos charlan con nodrizas de otra época. Con la punta de tu zapato, trazas en la tierra algo arenosa círculos, cuadrados, un ojo, tus iniciales.
Descubres calles por donde no pasa nunca un coche, donde casi nadie parece vivir, sin otro comercio que una tienda fantasma, una costurera con su escaparate cubierto por finos visillos en el que parecen llevar toda la vida expuestos el mismo maniquí pálido descolorido por el sol, los mismos cartones con botones de fantasía, los mismos grabados de moda que sin embargo llevan la fecha del año, o bien un colchonero que ofrece sus somieres, sus patas de cama en forma de bola, de huso, de hueso de aceituna, sus diferentes calidades de fibra y de dril, o bien un zapatero en el rincón que le sirve de tenderete, cuya puerta es una cortina hecha a base de tapones planos de plástico de todos los colores, ensartados con hilos de nylon.
Descubres los pasajes: passage Choiseul, passage des Panoramas, passage Jouffroy, passage Verdeau, sus negocios de modelos a escala, de pipas, de bisutería, de sellos, sus limpiabotas, sus puestos de perritos calientes. Lees, una por una, las tarjetas paliduchas pegadas en el escaparate de una imprenta: Doctor Raphaël Crubellier, Estomatólogo, Diplomado por la facultad de Medicina de París, solamente previa cita, Marcel-Émile Burnachs S. L. Todo para sus alfombras, Monsieur y Madame Serge Valène, II rué Lagarde, 214 07 35; Reunión de la Asociación de Antiguos Alumnos del colegio Geoffroy Saint-Hilaire, Menú: Delicias del mar sobre lecho de glaciares, Bloque de Périgord a las perlas negras, La bella plateada del lago.
En los jardines de Luxemburgo miras a los jubilados que juegan al bridge, a la belote o se echan las cartas. En un banco no lejos de ti, un vejete momificado, inmóvil, con los pies juntos y el mentón apoyado sobre la empuñadura de su bastón que agarra con las dos manos, mira absorto al vacío durante horas. Lo admiras. Buscas su secreto, su debilidad. Pero parece inatacable. Debe de estar sordo como una tapia, medio ciego y más bien paralítico. Pero ni siquiera babea, no mueve los labios, apenas pestañea. El sol gira a su alrededor: quizá lo único en lo que fije su atención sea en seguir a su sombra; debe de tener marcas trazadas desde hace mucho tiempo; su locura, si es que está loco, quizá sea que se cree un reloj de sol. Parece una estatua, pero posee sobre las estatuas la ventaja de poder levantarse y andar si lo desea. También parece un ser humano, a pesar de su cabeza, que es más bien la de un pájaro, sus pantalones, que le llegan hasta el esternón, su corbata de parnasiano para escuela primaria, pero posee sobre los demás seres humanos ese privilegio de poder permanecer inmóvil como una estatua durante horas y horas, sin esfuerzo aparente. Tú querrías lograrlo pero, sin duda ése es uno de los efectos de tu extrema juventud en la vocación de vejete, te alteras demasiado rápido: sin querer, tu pie remueve la arena, tus ojos yerran, tus dedos se cruzan y se descruzan sin cesar.
Sigues caminando, al azar, te pierdes, das vueltas. Te fijas a veces objetivos irrisorios: Daumesnil, Clignancourt, el boulevard Gouvion Saint-Cyr, el Museo Postal. Entras en las librerías y hojeas libros sin leerlos. Entras en galerías de arte y las recorres, escrupulosamente, parándote ante cada lienzo, inclinando la cabeza a la derecha, parpadeando, acercándote para leer el título, o la fecha, o el nombre del pintor, alejándote para ver mejor. Firmas al salir con un gran párrafo ilegible que acompaña una dirección falsa.
Te sientas al fondo de un café, lees Le Monde línea por línea, sistemáticamente. Es un excelente ejercicio. Lees los titulares de la primera página, «el día al día», el boletín del extranjero, los sucesos de la última página, los anuncios por palabras: ofertas de empleo, demandas de empleo, representaciones, propuestas comerciales, propiedades, fincas, terrenos, pisos (venta), pisos (en construcción), pisos (compra), locales comerciales, alquileres diversos, fondos de comercio, capitales, asociaciones, cursos y clases, viajeros, coches, plazas de garaje, animales, gangas, varios; las recepciones, los nacimientos, las peticiones de mano, las bodas, las necrológicas, los agradecimientos, las subastas en el Hotel Drouot, las visitas y conferencias, las defensas de tesis, los crucigramas que resuelves casi mentalmente (no es católico cuando se le bautiza: vino; el artículo de la muerte: la; son inseparables cuando están rotos: huevos; su existencia precede a la esencia: trementina; astro rey más azar da un miliciano: soldado); las previsiones meteorológicas; los programas de radio, de televisión, los teatros y cines, las cotizaciones de la bolsa; las páginas turísticas, sociales, económicas, gastronómicas, literarias, deportivas, científicas, dramáticas, universitarias, médicas, femeninas, pedagógicas, religiosas, provinciales, aeronáuticas, urbanísticas, marítimas, judiciales, sindicales; la política mundial, las noticias del extranjero, la política francesa, los asuntos internos, las noticias breves, los grandes reportajes que se prolongan durante tres o cuatro números, los suplementos consagrados a un país, a una región, a un producto, los faldones publicitarios.
Quinientas, mil noticias han pasado bajo tus ojos, tan escrupulosos y atentos que hasta has llegado a conocer la tirada del número y a verificar, una vez más, que había sido fabricado por obreros sindicados y controlado por el BVP y la OJD. Pero tu memoria se ha cuidado de no retener ninguna: has leído con la misma ausencia de interés que Pont-á-Mousson flojeaba, el acero en recesión, Nueva York se mantenía, que había que confiar en la experiencia del banco de crédito inmobiliario más antiguo de Francia y en su red de especialistas, que hay tres mil millones de daños materiales en Florida tras el paso del huracán Bárbara, que Jean-Paul y Lucas se complacen en anunciar la venida al mundo de su hermanita Lucía: leer Le Monde es solamente perder, o ganar una hora, dos horas; es medir, una vez más hasta qué punto todo te da igual. Se han de derrumbar jerarquías y preferencias. Todavía puede sorprenderte que la combinación, según las reglas muy simples al final de una treintena de signos tipográficos, sea capaz de crear, cada día, miles de mensajes. ¿Pero por qué harías de ellos tu sustento, por qué los descifrarías? Solamente te importa que el tiempo pase y que nada te alcance: tus ojos leen las líneas, pausadamente, una tras otra.
Frente al mundo, el indiferente no es ni ignorante ni hostil. Tu propósito no es redescubrir las saludables alegrías del analfabetismo, sino, al leer, no conceder ningún privilegio a tus lecturas. Tu propósito no es ir desnudo por ahí sino estar vestido sin que eso implique necesariamente afectación o abandono; tu propósito no es dejarte morir de hambre, sino solamente alimentarte. No es que quieras llevar a cabo estas acciones con total inocencia, pues la inocencia es un término demasiado fuerte: solamente, simplemente, si es que ese «simplemente» tiene algún sentido, dejarlas en un terreno neutro, evidente, desprovisto de todo valor, y no, ante todo no, funcional, porque la funcionalidad es el peor de los valores, el más hipócrita, el más comprometedor, aunque patente, fáctico, irreductible; que no haya nada más que decir: lees, estás vestido, comes, duermes, caminas, que sean acciones, gestos, pero no pruebas, no monedas de cambio: tu ropa, tus alimentos, tus lecturas ya no hablarán en tu lugar, ya no tendrás que hacerte el listo a través de ellos. Ya no les confiarás más la agotadora, la imposible, la mortal tarea de representarte.
Cuando comes, desde ahora, en la barra de la Petite Source, o en la Bière, o en Roger la Frite, es un poco lo que los psicofisiólogos llaman una «ingesta de alimento»: absorbes, una o dos veces al día, raramente más, un compuesto calculable muy estrictamente de prótidos y de glúcidos, en forma de trozo de carne de buey a la parrilla, de láminas de patata fritas en aceite hirviendo, de una copa de vino tinto. Se trata de un filete, a veces llamado beefsteak, o incluso bistec, pero claramente no de un tournedos, de patatas fritas a las que nadie llamaría patatas paja, de una copa de vino tinto cuya denominación nadie se ocuparía de controlar y ni siquiera de definir su superioridad cualitativa. Pero tu estómago ya no hace, si alguna vez las hizo, distinciones, y tampoco tu paladar. El lenguaje ha sido más resistente: te ha hecho falta tiempo para que la carne dejara de ser finucha, correosa, fibrosa, las patatas fritas aceitosas y blandas, el vino pegajoso o ácido, para que estos calificativos eminentemente desdeñosos, portadores al principio de sentidos tristes, evocadores de comidas para pobres, de manutención de vagabundos, de comedores populares, de verbenas de extrarradio, perdieran poco a poco su sustancia, y para que la tristeza, la pobreza, la penuria, la necesidad, la vergüenza a la que estaban inexorablemente vinculadas —esta grasa hecha patata frita, esta dureza hecha carne, esta acidez hecha vino— dejaran de trastocarte, de marcarte, al igual que, en el otro extremo, dejaran de convencerte los signos nobles, opuestos exactos a aquéllos, de abundancia, de comilona, de festejo: el espesor sanguíneo y tierno de las «piezas» de charoláis, de los «tochos», de los centros de solomillo, de los entrecots de chicarrón del norte, la dorada capa crujiente de las patatas paja o cerilla, de las patatas soufflées, de las patatas Dauphine, el vino en su cestilla. Ninguna energía sagrada, ningún néctar divino colman desde ahora tu plato o tu copa. Ningún signo de exclamación acompaña tus comidas. Comes carne con patatas fritas, bebes vino. La infranqueable distancia que separa el chuletón de buey de la Villette del «completo» que, casi a diario, pides, nada más entrar, al camarero de la barra de la Petite Source, ya no tiene poder sobre ti.